(Una recopilación de aforismos sobre arte y literatura de Bertoldt Brecht)
Por A. Cirerol
En el texto que van a leer donde diga Arte o Literatura aplíquenlo también al Cine, por favor. Si dice Libros, añadan Películas. Donde hable de Escribir, ustedes entiendan Filmar. Donde se refiera a Palabras, relaciónenlo asimismo con las Imágenes Cinematográficas. Si habla de Escritores o Lectores, piensen igualmente en Directores y Espectadores.
Y ténganlo siempre presente cuando juzguen no sólo una novela o un poema, sino cualquier película que vean, sobre todo si pretende ser artística. Es decir, abandonen toda cinefilia, esa afición infantil que nos hurta la realidad sustituyéndola por sombras, si quieren realmente ser críticos, justos y racionales.
25 TESIS DE BERTOLDT BRECHT
*El arte no ha de presentar las cosas ni como evidentes ni como incomprensibles, sino como comprensibles, pero todavía no comprendidas.
*Quien quiera escribir con verdad sobre estados de cosas graves deberá escribir de tal manera que se hagan reconocibles las causas evitables de aquellos estados.
*Ensamblar bellas palabras no es arte. ¿Cómo puede el arte conmover y mover a los hombres y las mujeres si el arte mismo no es afectado por el destino de éstos?
*La obra de arte explica la realidad que plasma; enseña a ver con propiedad las cosas del mundo.
*¿Qué es el formalismo?: la deformación de la realidad en nombre de la forma.
*Es formalista en arte quien se aferra a formas viejas o nuevas. Lo es tanto aquél que impone por la fuerza formas nuevas a un tema, como quien no sabe escapar de las formas viejas.
*Únicamente los nuevos temas toleran formas nuevas.
*Un auténtico goce artístico sin actitud crítica es imposible.
*Sin someterse a la evolución del contenido, cualquier innovación formal es completamente estéril.
*No hay que juzgar la literatura desde la literatura, sino desde la vida y el mundo, desde la parte de la vida y del mundo de que aquélla trate.
*Sobre fórmulas literarias hay que interrogar a la realidad, no a la estética. Los nuevos medios estilísticos deben ser juzgados no en sí mismos, sino según su correspondencia, validez y eficacia con respecto al tema.
*Las innovaciones exclusivamente por motivos artísticos pretenden únicamente afianzar el viejo mundo burgués, dándole un barniz externo, un sesgo de moda. Tales experimentos se atienen sólo a la forma, son superficiales, banales y anticuados. Su propósito es conservar contenidos deteriorados, obsoletos.
*En la literatura de las postrimerías del capitalismo los poetas intentan sacar sin cesar nuevos incentivos a los viejos temas burgueses mediante transformaciones estilísticas vanas y desesperadas.
*Los novelistas que sustituyen la descripción del ser humano por una descripción de sus reacciones psíquicas y descomponen así al hombre en un mero complejo psicológico no hacen justicia a la realidad. Ni el mundo ni el ser humano pueden explicarse si sólo se describe el reflejo del mundo en la psique humana o sólo la psique cuando ésta refleja el mundo. El hombre debe ser descrito a la vez en sus reacciones y en sus acciones.
*Los novelistas que sólo describen la deshumanización que lleva a cabo el capitalismo, esto es, a los hombres sólo en su desolación psíquica, no hacen justicia a la realidad. El capitalismo no sólo deshumaniza: crea humanidad también, a saber, en la lucha activa contra la inhumanidad.
*Hay que analizar las obras en particular e indagar qué ideas socialmente importantes defienden o combaten, y qué complejos temáticos, viejos o nuevos, presentan al lector. A continuación hay que examinar también qué novedades formales introducen en el tratamiento del material.
*En cada caso particular hay que comparar la descripción que el artista hace de la vida con la misma vida descrita. Sólo mediante esta confrontación se podrá distinguir un escrito realista de otro no realista.
*El artista no puede trabajar de forma realista por encargo de las clases caducas y agotadas, que ya no están en condiciones de resolver productivamente los problemas y las dificultades sociales.
*Escribir de forma realista significa: influido conscientemente por la realidad e influyendo conscientemente en ella.
*El rango distintivo de las obras realistas: tienen mucho de esencial y nada de superficial.
*El elemento crítico es decisivo para el realismo. Hay que criticar la realidad configurándola, hay que criticarla “realistamente”.
*El público debe “pensar por encima de la acción”, debe negarse a aceptar ésta acríticamente; pero esto no significa rechazar una reacción emocional, sino que ante la obra de arte “ha de pensar emocionalmente y sentir pensativamente”.
*Decadencia en arte: separación de forma y contenido en la obra de arte. En ella se separan la forma (que es nueva) del contenido (que es viejo).
*La libertad burguesa es un formalismo para los trabajadores, una frase vacía, pues sólo son libres “según la forma”.
*Se puede modificar el gusto del público no con mejores obras artísticas, sino sólo modificando la situación social y cultural del público.
Con «Cahiers du Cinéma» se inauguró una nueva etapa en el campo de la crítica cinematográfica, en la que se pasó de prestar atención a los aspectos temáticos del film a privilegiar exclusivamente los procedimientos formales. Seducidos por la ilusión de realidad característica del arte cinematográfico, esa inclinación al formalismo, que, como tendencia, ha existido siempre en el arte, derivó hacia un deslumbramiento infantil por los efectos técnicos, sin tener en cuenta que la esencia de la obra artística no radica en su «estilo», sino en la capacidad para explicar estéticamente la realidad a la que da forma. Sólo así se puede entender que se llegase a afirmar, tal como hacían Godard y sus acólitos, que existen usos de la técnica cinematográfica portadores en sí mismos de virtud o ignominia. Esto es, que la elección de un determinado encuadre o movimiento de cámara lleva aparejada una opción moral.
Aunque la humorada de Godard, comentada aquí en un artículo anterior, no tenía, como es habitual en él, sino una intención al tiempo provocativa y mixtificadora, no se tardó en encontrar su corroboración práctica. Su compañero de filas Jacques Rivette señalaba, en el opúsculo «De la abyección», la película «Kapo» como demostración de las facultades teleológicas, sino teológicas, de la cámara cinematográfica, en este caso para probar su empleo inicuo. En su artículo de 1992 «El travelling de Kapo«, incluido en su funerario libro de memorias cinéfilas «Perseverancia, reflexiones sobre el cine», el crítico francés Serge Daney, tras reconocer que nunca había visto dicha película, rememoraba la impresión que treinta años antes le produjo la lectura del artículo de Rivette sobre aquel film: «Así, un simple movimiento de cámara podía ser el movimiento que no había que hacer. Para atreverse a hacerlo había que ser abyecto. Apenas terminé de leer esas líneas supe que el autor tenía toda la razón. El texto de Rivette me permitía ponerle rostro a la abyección. Mi rebeldía había encontrado su forma de expresión. Esa rebeldía estaba acompañada de un sentimiento más oscuro y menos puro: la serena revelación de haber adquirido mi primera certeza como futuro crítico. Durante esos años, efectivamente, «el travelling de Kapo» fue mi dogma portátil, el axioma que no se discutía, el punto límite de todo debate. Con cualquiera que no sintiera de inmediato la abyección del «travelling de Kapo» yo no tenía definitivamente nada que ver, nada que compartir…La célebre fórmula de Godard que ve en los travellings una cuestión de moral me parecía una de esas verdades evidentes sobre las cuales nadie podía retractarse».
La máquina cinematográfica tenía para los nuevos críticos un poder taumatúrgico. El adecuado uso de sus mecanismos sólo era accesible a quienes en «Cahiers» denominaban «autores». Autor no era aquél capaz de dominar y recrear estéticamente la realidad, sino el usufructuario de un determinado «estilo». Es la «cinefilia», esa enfermiza, embaucadora y provinciana sugestión hipnótica con que los adeptos («cinéfilos») enjuician la obra cinematográfica, suspendiendo para ello todo criterio artístico y racional. Como un principio fundamental y consagrada la nueva fórmula kinosófica se divulgó por todos los medios de comunicación por indocumentados o doctos que fuesen; y así sigue, cual dogma inamovible, hasta la fecha.
En busca de ese principio mítico, «el travelling moral», puede resultar si no revelador por lo menos entretenido, aprovechar la ocasión para exponer, con unos cuantos ejemplos, entre mil posibles, algunos de sus usos, con el fin de indagar su función o su presunta naturaleza ética. Qué mejor que comenzar por el propio autor de la sentencia. Es el famoso trávelin de la muerte de Belmondo en «Al final de la escapada» el que tenéis a vuestra disposición:
¿Se puede sostener, al contemplar estas imágenes, que la preferencia del realizador por el trávelin para mostrar la muerte de su protagonista entraña una necesaria correspondencia de índole moral? Lo más que se puede aseverar es que la opción elegida propone al espectador una identificación romántica con el personaje y que, por sus características, al estar rodada al aire libre, provee a la escena de una mayor espontaneidad e inmediatez. Por el contrario, la relevancia concedida a ese movimiento de cámara, que Godard, para no parecer sentimental, procura al mismo tiempo desleír con acotaciones paródicas, sólo es aceptable si suscribimos, al igual que el director, la ejecutoria moral de un personaje que carece de ella. Al final resulta que el corolario de un trávelin tan afirmativo y arrebatado como éste, la mortal declaración de amor del forajido abatido por unos caricaturescos policías, no es sino una exaltación de la misoginia. El exabrupto que alude a la necesaria relación entre trávelin y moral queda en entredicho, a la hora de su puesta en práctica por el propio autor.
La secuencia indicada recuerda demasiado a aquélla con la que concluye «Cenizas y diamantes», la película de Andrzej Wajda, como para ser producto de la casualidad. También allí el protagonista, un asesino fascista (aunque casi tan «encantador» como Belmondo), es perseguido tras un enfrentamiento con el Ejército Popular, del que sale malherido. La cámara acompaña su huida, hasta que se desploma en un vertedero y muere entre la inmundicia como un despreciable traidor. Trato muy distinto al que dedica Godard a su héroe.
Ya que se habla de Wajda, vean la escena inicial de su película «Kanal», de 1957:
Un largo y arduo trávelin, que bien podríamos calificar como topográfico. Su sentido, aparte del gusto del realizador por la complejidad en general y el plano secuencia en particular, se justifica porque dota de mayor veracidad e inminencia al movimiento de tropas que reproduce, al modo de un reportaje bélico.
Más complejo y laborioso aún, el movimiento de cámara con el que se abre «Sed de mal», realizada un año más tarde por Orson Welles:
Un plano secuencia éste de tres minutos y medio, que se inicia con un primer plano de las manos que manejan el mecanismo de una bomba, que sigue luego en plano general al hampón que coloca el explosivo en un coche, en el que se monta una pareja, mientras la cámara se eleva con un movimiento de grúa por encima de unos edificios y desciende al otro lado de éstos para encuadrar de nuevo al coche, que por dos veces se detendrá ante sendos pasos de peatones, por el segundo de los cuales cruzará una pareja cogida del brazo (Charlton Heston y Janet Leigh, los protagonistas de la película) y que suscita a partir de este momento el interés de la cámara, que se desplaza siguiendo su itinerario, mientras el coche donde sabemos que han colocado el explosivo se cruza en varias ocasiones con ellos, entre la aglomeración de gente que deambula por las calles, hasta converger en un puesto de aduana (en el que nos enteramos de que la pareja acaba de casarse y que él es comisario de policía), donde la cámara abandona el recorrido del coche para centrarse en el camino de los recién casados. En el momento en que éstos se detienen en plano medio para besarse, se produce la explosión y el coche, rompiendo la imagen la continuidad del plano, salta por los aires.
Estamos ante una secuencia rodada en un solo plano que contiene numerosos y complicados desplazamientos de la cámara, que literalmente vuela, se desliza, discurre, circula, se acelera o se detiene, y emprende de nuevo su trayecto, tras el reclamo del coche y de la pareja protagonista. Un auténtico alarde formal de precisión milimétrica, de continua y audaz apertura del espacio escénico, un trávelin de inspiración cartográfica, donde prevalece un punto de vista de irónica tensión ante la inminencia del estallido, apoyado en el ritmo sincopado de la música de Mancini.
Véase cuán distinta, aunque asimismo ostentosa, la cámara de Max Ophuls en «Carta de una desconocida»:
La cámara se deja atraer por los asistentes -pertenecientes a la alta sociedad vienesa- a una representación teatral. En la antesala del teatro sigue ora a unos personajes, ora a otros, con la volubilidad y ligereza que sugieren sus afectadas apariencias, y, al tiempo, con la acompasada elegancia coreográfica de un vals.
O el archifamoso plano de «Lo que el viento se llevó», que, a través de un espectacular desplazamiento de la cámara, que va elevándose imponentemente, nos descubre, a medida que se va abriendo a la vista el espacio fuera de campo, el cuadro sobrecogedor de los miles de soldados heridos, hacinados en la estación de Atlanta, hasta enmarcar la bandera confederada, simbólicamente convertida en un trapo viejo y raído.
Son maneras diversas de hacer un uso funcional y/o significativo del trávelin, pero no hemos hallado aún rastro alguno de su supuesto carácter moral (o de su contrario). Se intentará en el próximo y último capítulo.
EXORDIO OBVIABLE
¿Cómo es el cine polaco de hoy? A diferencia de hace cuarenta o cincuenta años, a esa pregunta sólo podrían contestar en la actualidad unos pocos analistas cinematográficos especializados en el tema. Las condiciones de la industria cultural en la etapa actual del capitalismo tardío, en pleno apogeo del neoliberalismo sin fronteras, hace que, en el campo cinematográfico, sólo nos lleguen en cantidades masivas las producciones del Imperio, en su inmensa mayoría detestables, mientras de los cines nacionales (europeos, asiáticos, sudamericanos y africanos) apenas conocemos una exigua muestra. Eso se llama imperialismo cultural e ideológico.
Así, por ejemplo, nos pasa con el cine polaco que son muy pocos los que tienen noticia de él. Hace cosa de un año, la Filmoteca exhibió una selección de su reciente cinematografía: ¡felicitaciones a quienes tuvieron la oportunidad de asistir! En salas comerciales sólo ha llegado a nuestro país «Katyn», (2007), de Adrzej Wajda, sin duda por su rotunda carga propagandística sobre las «atrocidades del comunismo». Ahora, quizá a instancias de los premios internacionales cosechados, se acaba de estrenar en España «Ida», sin que podamos saber en qué medida esta película es representativa del cine de su país. Como, por diversas razones, reviste un interés singular, puede servirnos de pretexto para evocar el cine polaco que pudimos conocer hace bastantes años, además de intentar examinar las cualidades de la obra mencionada.
En las primeras escenas de «Ida» un cartel nos informa del momento histórico en que transcurre la acción: Polonia, 1962. Nos encontramos, pues, en uno de los escasos períodos de estabilidad y progreso de la República Popular de Polonia, en pleno deshielo, bajo la presidencia de Wladyslaw Gomulka. Es una época en la que se estimula la libertad creativa, y donde esto más se nota es en el cine, la música (pleno auge del dodecafonismo, con compositores como Lutoslawski, Penderecki, Górecki; boom del jazz, que se convierte en el más interesante que se produce en Europa), el teatro (Jerzy Grotowski y su Teatro Laboratorio) y la pintura (arrinconamiento del realismo socialista, expansión del abstraccionismo).
En la Escuela de Cine de Lodz, creada en 1948, se forman quienes serán los grandes directores de los años 50 y 60, una época de esplendor de la cinematografía polaca, que será conocida como la Escuela Polaca de Cine, a quienes unificaba su común oposición al realismo socialista: los Wajda, Munk, Kawalerowicz, Rosewicz, Kutz, Has, Polanski, Skolimowski, Zanussi, Kieslowski, etc. Fue éste un cine siempre insumiso, resistente a seguir las directrices de la doxa oficial, y que aún acrecentaría su enfrentamiento con el sistema en la etapa siguiente, que el realizador Krzystof Zanussi denomina Cine de la Inquietud Moral, «voz de los artistas disidentes, incompatibles con el marxismo, en quienes la ética prevalecía sobre la política, lo individual sobre lo colectivo». Películas como «El hombre de mármol» (1977), «El hombre de acero» (1981), de Wajda, «Iluminación» (1973), «Colores de camuflaje» (1977), de Zanussi (quien realizaría asimismo un filme sobre Juan Pablo II), «El hospital de la metamorfosis» (1977), de Zebrowski, «Yesterday» (1985), de Piwowarski, etc., cuyo objetivo era erosionar el régimen desde dentro con el fin de propiciar un cambio del sistema político entonces vigente.
SUMARIO
La figura de Pavel Pawlikowski, realizador de «Ida», es peculiar. Dejó Polonia en 1971, a los 14 años, y en los 80 se estableció en Inglaterra, donde se dedicó a la realización de documentales, con los que obtuvo diversos premios internacionales, antes de pasarse al cine de ficción más comercial con «My summer of love» (2004) y «The woman in the fifth» (2011). En 2013 rueda en Polonia «Ida», película que contrariamente a lo que los antecedentes de su autor podían hacernos imaginar es, en su esencia, cien por cien polaca. En ella narra la historia de una joven novicia, Anna/Ida, que no ha salido nunca del ámbito del convento en el que profesa. Antes de tomar los votos, se le encomienda que conozca al único pariente que le queda en el mundo: su tía, Wanda, a la que nunca ha visto. Ésta es una prestigiosa jueza del régimen, que le descubre a Anna su origen semita y le revela que sus padres fueron asesinados en el transcurso de la guerra. Juntas viajan al lugar de los hechos, en busca de los restos de los ascendientes de la joven, con el fin de darles sepultura. Para ambas este viaje tendrá un efecto catalizador y las aboca a una situación crítica y decisiva.
DISPOSICIÓN DE LOS MATERIALES
Lo primero que llama la atención en «Ida» es la singularidad de su estructura narrativa, fundamentada en un encadenamiento de unidades fílmicas constituidas por planos fijos, donde todo movimiento de cámara es abolido (cuando en un par de ocasiones parece desplazarse, lo hace en realidad desde un elemento igualmente móvil -coche o autobús- por lo que sigue actuando como un encuadre fijo, correspondiente a la mirada de la protagonista), salvo en la última secuencia, donde la irrupción del movimiento de la cámara (trávelin) cumple una función catártica. Una apreciación superficial podría hacernos pensar que estamos en presencia de un tipo de montaje que reproduce las técnicas del cine ruso de los años 20 y 30, pero se trata de una falsa impresión. En el cine de los grandes realizadores soviéticos el encuadre y la composición de los planos pretende «producir sentido», y éste se alcanza por medio de una interacción conflictiva o contrapuntística entre los planos. Éstos no cumplen una función propiamente representativa, sino discursiva, reflexiva; son portadores de significación en sí mismos. Bajo un aspecto formal en apariencia semejante, nada más disímil que el planteamiento de Pawlikowski. La disposición de planos estáticos en «Ida» se concentra en la plástica de la imagen, donde lo que prevalece es el emplazamiento de los cuerpos en el espacio, su equilibrio o, por el contrario y de una manera más insistente, un ordenamiento asimétrico de aquéllos en el encuadre, con una gran amplitud de espacio fílmico vacío dentro del plano en sus márgenes lateral o superior, cualquiera que sea el tamaño de la figura enmarcada, desde el plano general al primer plano. Plausible referencia a la incomunicación, extrañamiento, inestabilidad e infortunio de la sociedad polaca bajo la tiranía atea y totalitaria.
La elección del blanco y negro cumple la misma función plástica. No tanto para representar de manera expresionista un estado de ánimo correspondiente a un «período histórico sombrío», sino para iluminar la pantalla con el ascetismo de las dependencias y los hábitos conventuales, con la gélida impresión del hibernal paisaje polaco, con la evocación de un pasado en el que los colores se han desvanecido, como ocurre en los sueños. Cómo no, la prevalencia de los tonos cromáticos del blanco y negro actúa para destacar la proporción y el relieve de las figuras, su austera composición en el espacio. La misma continencia encontramos en la representación sonora: ausencia de apoyo musical externo al desarrollo narrativo, recurso usado habitualmente con el fin de suscitar emociones en el espectador. La música emerge sólo dentro del contexto narrativo, para enfatizar el carácter de los personajes o para definir el espíritu de la época. Así, en el apartamento de Wanda siempre sonará música clásica en el tocadiscos; en la velada en el hotel del pueblo, reverberan en el micro las canciones pop del momento (hits italianos), que hoy nos hacen sonreír por su candorosa simpleza; de madrugada, cuando los componentes del grupo musical interpretan ya sólo para abismados noctámbulos y para sí mismos, improvisaciones jazzísticas: Coltrane.
EL SALTO DE WANDA Y EL TRÁVELIN DE IDA
El filme no está sólo cuidadosamente elaborado desde un punto de vista formal, la relación que se establece entre las dos protagonistas da lugar a una penetrante indagación de sus personalidades. Ambas son diametralmente opuestas. Anna, sin ninguna experiencia de la vida, es una adolescente llena de una ingenua y a la vez firme espiritualidad. Su entereza se sostiene en una fe religiosa tan serena como inexpugnable, amurallada por un silencio a la par reflexivo y vigilante. Pero, al tiempo, es observadora, inquisitiva, calladamente receptiva a la influencia de ese mundo nuevo, desconocido, que se abre de pronto a sus ojos. Wanda, por el contrario, es una mujer experimentada, dura, curtida por la vida. Atea, materialista, otrora funcionaria relevante del Partido Obrero Unificado en el poder, determinados indicios de la trama nos hacen inferir que el nuevo giro político liberalizador la ha postergado a un lugar secundario y que sus años de notoriedad han pasado. En la actualidad, es una mujer amargada, desengañada, cínica, que consuela su soledad con el alcohol y fortuitos encuentros amorosos con extraños, que sólo consiguen ahondar su desolación. Los rostros de las dos mujeres -y en la película abundan los primeros planos- revelan con elocuente transparencia sus distintas naturalezas. El de la joven se nos aparece límpido, con la pureza simple de quien carece de pasado, pero resuelto, al tiempo, a no alterar el inmutable futuro de reclusión y servidumbre espiritual que ha decidido para sí. En el de la mujer mayor están impresas las huellas de una vida de lucha, de áridas y vanas ambiciones, y de decisiones crueles e inconmovibles; y, sin embargo, bajo la corteza y las cicatrices de esa vida tormentosa, antes de ser conocida como Wanda la Roja, podemos imaginar (merced al extraordinario magnetismo de su intérprete, Agata Kulesza) a la muchacha apasionada e idealista, que unió altruistamente su destino a la gran causa por la humanidad.
A lo largo de ese breve viaje a la raíz, pasarán de la mutua desconfianza y los prejuicios a la aceptación y el aprecio. La joven sentirá la atracción de lo externo y contingente, de lo visible y material; parece, por un momento, salir de sí para atrapar lo real humano. La mujer mayor, la que sabe lo que significa vivir, mancharse, será la que paradójicamente sucumbirá al enfrentamiento con el pasado. Su aparente fortaleza, ya resquebrajada, acaba por desplomarse. Se le hace intolerable la conciencia de su desamparo, la insoportable revelación del sin sentido de su vida, el desmoronamiento de sus certidumbres. Vacía de todo, decide precipitarse en ese vacío, salir del mundo. De la otra, la novicia, se apodera un sentimiento nuevo, la duda, provocada por su naciente atracción por ese principio hasta ahora ignorado, el mundo sensible. Decide, pues, a modo de verificación antes de resolver a desposarse con Dios, experimentar los goces terrenales, asumiendo, para ello, la personalidad de su tía. Se vestirá con sus trajes, fumará como ella, bailará, se emborrachará, joderá como ella. De la prueba que se ha impuesto saldrá, sin embargo, indemne, y reforzada en su determinación de regresar al convento y profesar. El último plano de la película nos muestra ese acto definitivo de voluntad por medio de un trávelin (¿será ése el tipo de trávelin moral con que hace más de medio siglo nos vacilaba Godard?) que encuadra su rostro enérgico, resuelto, tocado por un fulgor místico, mientras camina hacia la abadía, al encuentro de su irrevocable misión. Ida, por fin, se ha puesto en movimiento.
NO ES ORO TODO LO QUE RELUCE
Ida tiene toda la pinta de una obra redonda, y deja esa sensación en nuestro entendimiento durante bastante tiempo tras su visión. Mérito, sin duda, del talento y la inteligencia de su realizador, que expone con compleja precisión y mirada humana el drama de estas dos almas antagónicas, enfrentadas a su identidad y su destino. Hagamos, sin embargo, un esfuerzo de profundización. Por poco que lo intentemos aparecen de inmediato sus puntos débiles, consistentes en la falta de coherencia interna del texto narrativo, que afecta a la verosimilitud -y, por tanto, a la verdad- de situaciones y personajes, y, lo que es más grave, al propio sentido de la película.
¿POR QUÉ TUVE QUE IRME A LUCHAR?
Comencemos por una serie de inconsecuencias y discordancias del contenido narrativo, necesarias, sin embargo, para mantener el efecto que Pawlikowski pretende provocar en el ánimo del espectador. En concreto, cabe preguntarse, en apoyo de la lógica diegética, esto es, la que hace referencia al desarrollo narrativo de los hechos, qué inexplicada razón impulsa a la abadesa a prescribir a Ida el deber de visitar a su tía -la célebre Wanda la Roja- antes de consagrarse a la vida religiosa. ¿Conocer la verdad sobre su origen? Asombraría tal muestra de liberalidad apostólica en una institución como la señalada, a parte de que nada nos permite suponer que tal circunstancia sea siquiera conocida por la dirección abacial. Aunque pudiéramos llegar a aceptarlo, puestos en esta tesitura, cómo prestar la mínima verosimilitud al hecho de que previamente la misma Wanda, atea y comunista convencida, hubiese recluido a su sobrina en un establecimiento religioso (donde su destino como profesa era ineluctable) en lugar de internarla en una institución escolar estatal, acorde con su ideología. Por qué Wanda, cual si hubiese aguardado a las exigencias dramáticas del guión de Pawlikowski, decide partir al rescate de los restos de su hermana y, ¡sorpresa del guión!, de su propio hijo, cuando recibe la inesperada visita de su sobrina, casi veinte años después de los hechos. ¿No resulta, por el contrario, más conforme con las reglas de la razón suponer que la búsqueda y recuperación de unos restos mortales tan queridos, así como el castigo de los culpables, tuviese lugar en el mismo momento del triunfo sobre el nazismo? Igualmente incongruente, la respuesta a la lógica pregunta de Ida a los asesinos (*): ¿por qué yo no estoy ahí? (en la fosa), esto es: ¿por qué no me matasteis también a mí? Lo cual lleva aparejado como consecuencia que Wanda hubo de recuperar a su sobrina sabiendo que los mismos que la habían recogido eran los asesinos de su propia familia, incluido el hijo de Wanda, sin que a ésta – ya destacada militante del partido en el poder y todopoderosa jueza en ciernes- se le ocurriese hacer nada al respecto. Más aún, si se tiene en cuenta su reacción posterior, en el momento de exhumar con tanto retraso el cadáver de su hijo, cuando aparece devastada por el dolor, hasta el punto de lamentar la decisión tomada entonces, dejando al pequeño al cuidado de su hermana para dedicarse a combatir a los invasores nazis. ¿Para qué tuve que irme a luchar?, llega a preguntarse, reconcomida por la culpa. Una inferencia de esa índole es inconcebible en una personalidad con las convicciones de Wanda, por muy debilitadas que éstas se hallasen a la sazón. Todo parece producirse de acuerdo no con la credibilidad de los acontecimientos, sino con los propósitos que guían a Pawlikowski, por más alejados que estén tanto de la lógica común como de la histórica. Podemos pasar por alto también que Ida y Wanda, católica militante la una y atea consecuente la otra, decidan enterrar furtivamente los respectivos restos de su madre y su hijo en un cementerio judío, sin que hayamos sido avisados de su repentina identificación con su origen étnico. Vayamos, por fin, a lo principal: la resolución final de Ida.
LA PRUEBA DE LA NOVICIA
Wanda opta por el suicidio. Es una decisión acorde con su temple, una vez que asume la vaciedad de su existencia, su dolor culpable, su desamor. Ha dejado de esperar y de creer, y ella no es una mujer que se ande por las ramas. De Ida conocemos su gradual expectación por el mundo exterior; la curiosidad, próxima a la sugestión, que le inspira su tía; la vislumbre de atracción por el joven saxofonista del grupo musical. La prueba que se exige Ida a sí misma puede tener una doble interpretación. Aquella que tiene mayor apariencia de certidumbre: ella necesita experimentar las heces de la vida mundanal y profana para demostrarse la fortaleza de sus convicciones religiosas. Su acción reviste un viso simbólico: apropiarse de la personalidad de la tía, la imagen más representativa de todo aquello que desde una perspectiva moral e ideológica es antagónico con sus creencias; transformarse en ella para vencerla, para extirparla de sí, y conjurarla, exorcizarla para siempre. O podemos probar con la otra plausible explicación, la más simple y dudosa: Ida precisa conocer, antes de profesar, si su destino como mujer está en el culto a Dios o en la secular entrega al amor carnal y familiar. Pese a las expectativas creadas por Pawlikowski al respecto, mostrándonos, a través de encuadres armónicos, centrados, equilibrados, la atracción anímica y afectiva entre los dos jóvenes, el músico y la novicia, Ida decide, ya sea por desencanto o por convicción, que no es ése su camino. Sea cual sea la razón, la decisión de Ida se nos muestra -cinematográficamente, a través del primer y exultante movimiento de cámara de la película- como el triunfo de la voluntad, del idealismo, de la libertad.
LA FORTALEZA DE LA SERVIDUMBRE
¿Podemos como espectadores críticos comulgar con los postulados del filme? No podemos. Supondría aceptar el valor de la razón irracional y de la verdad intangible. Admitir la primacía de lo espiritual e incorpóreo sobre lo material, colocar la conciencia al margen de la naturaleza, la fe suplantando a la razón. Con ese empeño, Ida se hace trampas a sí misma y Pawlikowski se las hace al espectador. El acto de Ida es sólo un simulacro o una parodia, un juego. Su transubstanciación con su antagonista
sólo se produce en lo incidental y anecdótico. La novicia, un ser sin pasado vital, imita a Wanda en lo contiguo e inmediato, en aquello más superficial, en lo que le veía hacer o se imaginaba que era, tal como los niños cuando se disfrazan de mayores. Pero como neófita es incapaz de acoger dentro de sí el cúmulo de experiencias vitales que han llevado a Wanda a ser lo que es. De eso Ida no sabe nada. Y, cuestión primordial, el estado y la situación de ambas es radicalmente desemejante: Wanda ya no cree en nada; Ida, aun en el momento de conculcar las normas que constituyen su decálogo moral, no ha perdido en ningún momento su fe. Por ello, ese examen de autoafirmación no puede ser sustancial, ni siquiera moral, sino un ejercicio de simulación, una representación falsamente purificadora. Es un acto en sí mismo intrascendente. No puede servir, pues, para afirmar la aparente tesis de la película. La preponderancia del alma, la fuerza de la voluntad.
PUNTO DE FUGA
¿Pero es ésa en realidad la tesis de la película? Lo es, pero enmarcada en un contexto político concreto, la conclusión que propone Pawlikowski de su parábola fílmica es diáfana: la necesidad de preservar la individualidad, el espiritualismo y la libertad, sólo es posible en determinadas circunstancias, como la de Polonia en 1962, huyendo de la realidad. Para quien ha colaborado a cimentar esa acerba realidad sólo cabe buscar ventanas por las que precipitarse al vacío que la constituye; para los demás, la fuga hacia dentro, que es la resistencia interior. La elección de Ida es más productiva de lo que parece, a la postre la Iglesia fue uno de los principales baluartes contra el socialismo y posiblemente el que más coadyuvó a su caída. Walesa lo haría desde Gdansk, a través de las películas de Wajda. El resto, como la juventud indolente y acomodaticia que vemos en «Ida» o quienes en la película representan el pasado colaboracionista y culpable, se sumaron entusiasmados a la fiesta.
TRÁILER
Los proyectos inmediatos de Pawlikowski: una película en inglés, titulada «Epic» , y otra en ruso y georgiano de título «Kamo» , sobre los años mozos de Iósif Vissariónovich, más conocido como Stalin. Esto promete.
(*) «Está el asunto de un granjero polaco que mata a una familia judía…, seguro que habrá problemas», declara el director al comentar su película. Hay que celebrar el interés de éste por sacar a la luz comportamientos incómodos para la historia de su país. La cuestión del colaboracionismo con los nazis es un asunto sistemáticamente omitido en la memoria histórica y artística europea. Sin embargo, la osadía de Pawlikowski es tan limitada como pusilánime: no se plantea denunciar unos hechos notorios, se trata solamente de un caso excepcional suscitado por la codicia. No habrá problemas.
Una vez, no recuerdo si en una entrevista o en un artículo crítico, Godard sentenció: «El travelling es una cuestión de moral». Lo que quisiese significar con su ingeniosa agudeza nunca fue aclarado, pero, pese a su apariencia inescrutable o quizá por ello, el dicho, abierto a mil interpretaciones, ha quedado inscrito con letras doradas en la memoria de los cinéfilos. Es más, espoleados sin duda por la frivolidad de la proposición, otros intentaron superarla. Así, un tal Serge Moullet, un segundón de la Nouvelle Vague, en el colmo de la futilidad típicamente gabacha atusó el aforismo por medio del siguiente retruécano: «La moral es una cuestión de travellings». No sorprendió a nadie. Aún más, con la misma proclividad insustancialmente provocadora, Raúl Ruiz, un director chileno afincado en Francia, cuyas insufribles obras eran entusiásticamente ensalzadas por la crítica de Cahiers du Cinéma, rizó el rizo declarando que «El travelling es una cuestión de nostalgia».
No puede dejar de asombrarle a cualquier persona en su sano juicio esa obstinación de la cinefilia en la valoración, y aun veneración, de un mero artificio técnico, pues no otra cosa es un travelling, sino un desplazamiento de la base de la cámara, en el que su eje permanece paralelo en una misma dirección. Seguramente tal pasmo por un recurso expresivo se produce en el espectador por razones diversas, entre las cuales la principal sea la confusión típicamente cinematográfica entre técnica y forma. Técnica (techné: artesanía) es el conjunto de medios a disposición del artífice para configurar su producto, en donde cuenta la pericia o habilidad en hacer uso de ellos. Un empleo peculiar, característico, de los elementos técnicos conforma o modela un determinado estilo. Su glosa apenas merecerá unos renglones en cualquier manual de Estética. Sobre el concepto de forma, por el contrario, se han escrito libros sin cuento. No conviene por el momento divagar acerca de su significación, si no es para extractar su sentido genérico: el aspecto exterior de la obra de arte: su estructura, el conjunto de sus elementos y de la relación entre ellos, a través de la cual se pone de manifiesto su contenido. Para Kant es lo que define a la obra de arte. Para Hegel, todo contenido concreto determina una forma adecuada al mismo. Y Marx señala: la forma no tiene valor, salvo que sea la forma de su contenido. Se ve, pues, la estrecha vinculación y dependencia entre forma y contenido. Cuando ambos se disocian, cuando la forma llega como tal a la consciencia del receptor, conservando una independencia respecto del contenido, al no mutar completamente en éste, se produce un efecto que muestra la subjetividad del artista, se cae en el formalismo y la obra artística se resiente negativamente.
Desde esta perspectiva podemos considerar ahora la frase de Godard citada al principio como una banalidad, o una boutade, como diría un francés. La característica mentalidad pueril y provinciana sobre el cine (cinefilia) tendente a sacralizar sus mecanismos y sus sensaciones. Lo mismo que se proclama acerca de la moralidad de ese movimiento de cámara conocido como travelling, se podría aplicar con la misma volubilidad al primer plano, al encuadre fijo, al plano general, a la profundidad de campo, el espacio fuera de campo, o a cualquier otra técnica de la representación visual. Sin embargo, esa sugestión emancipadora, de apropiación de la realidad, que provoca la cámara cinematográfica al desplazarse, deslumbra tanto como oscurece la razón cinéfila. Llevada por su afán mistificador, no es de extrañar que pronto se encontrase una interpretación fáctica al oscuro y arbitrario aforismo godardiano, que permitiese convertirlo en precepto. En 1961 el número 120 de Cahiers du Cinéma publicaba un artículo del crítico y cineasta Jacques Rivette, titulado «De la abyección», en el cual venía a evidenciar y probar la justeza de dicha consigna, que descubría en su envoltura más negativa en un filme sobre los campos de exterminio nazis, titulado «Kapó», del realizador Gillo Pontecorvo. Escribía Rivette: «Lo menos que puede decirse cuando se acomete un tema como éste (los campos de concentración) es que es difícil no proponer previamente ciertas cuestiones; pero todo transcurre como si por incoherencia, necedad o cobardía, Pontecorvo hubiera decidido no planteárselas…Obsérvese el plano en que (Emmanuelle) Riva se suicida abalanzándose sobre la alambrada eléctrica. Aquel que decide en ese momento hacer un travelling de aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, poniendo cuidado de insertar exactamente la mano alzada en un ángulo de su encuadre final, ese individuo sólo merece el más profundo desprecio».
Aquí podéis contemplar la escena, con el célebre travelling final que dura poco más de 5 segundos:
El crítico justifica así su repudio: «Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento, y la muerte es sin duda una de ellas. Y cómo no sentirse en el momento de rodar algo tan misterioso, un impostor? Más valdría en cualquier caso plantearse la pregunta e incluir de alguna manera este interrogante en lo que se filma. Pero está claro que la duda es algo de lo que más carecen Pontecorvo y sus semejantes».
La argumentación expuesta por el comentarista parece harto irrazonable, pese a su trascendente pretenciosidad. Primero, en el caso de que la secuencia descrita fuese moralmente intolerable no se debería al uso más bien anecdótico del travelling sobre el cuerpo de la suicida, sino al sentido que tiene su inmolación en el desarrollo de la trama, que es, por el contrario, tan congruente como justificado. Acerca del liviano movimiento de cámara que provoca su exagerada repulsa, cabría aceptar que es en todo caso innecesario y redundante. Resulta evidente que Pontecorvo pretendía embellecer el sacrificio de la prisionera, lo cual le desliza involuntariamente hacia una visión no tanto elegíaca como dulcificada y amortiguada del horror en los campos de concentración. Sin embargo, los escrúpulos del crítico Rivette ante la filmación de la muerte ficticia (todo en el cine es ficticio; impostor o farsante habría que considerar, por tanto, a todo realizador) son tan arteros como hipócritas. Exige para ello, para mostrar ese acto inescrutable, temor y temblor. Sin embargo, en muchas de las películas favoritas de Cahiers y del mismo Rivette las secuencias de muertes violentas eran tan habituales como poco propensas a descifrar su misterio. Va a ser, al final, que Pontecorvo no era un «auteur» para los alumnos de Bazin; carecía de estilo, y de ahí los mamporros críticos. Añádase a ello que un aspecto destacado en «Kapó» es el de la represión anticomunista y antipartisana durante el nazismo, el colaboracionismo judío en el Holocausto, así como el protagonismo concedido al Ejército Rojo en la liberación de los campos, asuntos que casi nunca han sido tratados, sino soslayados, en el cine de este lado del Danubio. Hay que sospechar, pues, dado el conocido sesgo ideológico de Cahiers (anarquismo de derechas), que nos hallamos en presencia de una crítica ideológica enmascarada bajo una apariencia de exigencia moral y purismo cinematográfico. Pero ya se había conseguido lo que se pretendía: el establecimiento de una doxa que hiciera bueno y aplicable el aforismo de Godard, y su extensión urbi et orbi entre las camarillas cinematográficas.
Podemos preguntarnos, con todo, si se puede hablar apropiadamente del uso de procedimientos o técnicas artísticas (en el caso del cine: encuadres, movimientos de cámara, ajustes de planos) portadores en sí mismos de virtud o de vileza. Seguiremos hablando.
Volver a ver la película Calle Mayor y mantener un coloquio sobre la misma sigue siendo un gran placer. Es una tentación escribir sobre esta película y un reto aportar una reflexión personal. Pero por el momento lo dejo para otros tertulianos. No obstante quisiera anotar algunas curiosidades y observaciones entre las muchas que merece esta extraordinaria película.
Como sabemos el guión y dirección de la película es de Juan Antonio Bardem y está basada en la obra de Arniches “la Señorita de Trevelez”. Hay muchas diferencias entre esta obra y la película. Hay un artículo interesante que analiza en general la relación entre la obra de teatro y la película y en particular la relación entre esta dos obras “La Señorita de Trevelez” y la película “Calle Mayor”
Contiene también este artículo un análisis del significado transformado de la obra de Bardem- Como lo cómico se transforma en tragedia social, como lo bufo se transforma en realismo social
Muy en la línea de los que comentamos en la tertulia y aún mas profunda
Pero por si no leéis estas reseñas algunas notas a vuelapluma:
Juan Antonio Bardem, 1922
Para pasar la censura le obligaron a introducir al principio una voz en off diciendo que la acción transcurre en una pequeña ciudad de provincias, que podría ser de cualquier lugar. Bardem pone en sus primeras imágenes una ciudad, Cuenca, con una clara identidad. Por cierto la voz en off es la de Fernando Rey.
Incorpora a la película un reparto de gran interés:
Betsy Blair, 1923
Actriz norteamericana, casada con Gene Kelly. Iniciada en el mundo de la danza, tras 15 años de matrimonio con Kelly se divorcia por razones de desarrollo profesional. Perseguida por actividades izquierdistas por el macartismo. Se viene a Europa donde trabaja con Antonioni, Bardem, Bolognini, Costa Gavras.
En el rodaje de Calle Mayor al ser encarcelado Bardem se niega a proseguir la película con otro director.
Su actuación en Calle Mayor es impresionante.
José Suarez
Realiza el papel de Juán, novio fingido de Isabel. Su elección para este papel se debería sin duda a su perfil. Transmite en su papel chulería contenida, superficialidad, pero también dolor, arrepentimiento, desesperación. Algo singular es que participó en la aventura de la División Azul, al igual que Berlanga y Luis Ciges.
Manuel Alexaindre
Realiza el papel de amigo gamberro y esperpéntico. Su famosa risa resuena por las calles de una ciudad de provincias
Matilde Muñoz Sampedro
Madre de Bardem, hace el papel de criada de Isabel. Personaje que transmite ternura y protección a Isabel
Ives Massard
Actor de culto francés de origen alemán
Lila Kedrova, actriz rusa, en el papel de mujer del prostíbulo amiga de Juan. Ganó después el Oscar a la actriz secundario en la película Zorba el Griego
Dora Droll, exuberante actriz de origen ruso, refugiada en Francia
Maria Gámez, actriz de teatro español. Representó el papel de Flora (Isabel) precisamente en la película de Edgar Neville “la Señorita de Trevelez”, también basada en la obra de Arniches. Aquí Bardem la recupera para hacer el papel de madre de Isabel.
Anoche estuve en una sesión doble de cine. La verdad es que fue en mi casa. ¿Dónde iba a ser si no?, pues ya no creo que queden salas a las que se pueda acudir a ver dos películas, y si son en blanco y negro… entonces ni hablamos.
Los dos films en cuestión, «Retorno al pasado» de Jacques Tourneur y «Testigo de cargo» de Billy Wilder, son de esos de los que se disfruta durante las casi cuatro horas que duran en total, y en los que apenas sientes necesidad de levantarte de la butaca o silla, aunque la ventaja de estar en casa, hace que le des al botón de la pausa, y la bella, o el matón, se queden quietecitos, esperando tu vuelta de la cocina o del baño.
De la primera película, yo destacaría, además del buen guión de Geoffrey Holmes, la utilización de las luz y de las sombras que hace que puedas decir, sin temor a equivocarte, que, además de por la temática, es una película de cine negro.
Robert Mitchum hace un buen papel de perdedor, de bueno al que no le dejan ser, de enamorado que se queda sin la chica. Pero para chica, o mejor «femme fatale», la bella Jane Greer, mala hasta el pitido final y de la que no conocía nada de sus andanzas por la gran pantalla. De Kirk Douglas poco diré, pues su papel resulta gris y nada destacable.
«Testigo de cargo» es una de esas películas que he visto varias veces, y gracias a que se me olvida el final, me resulta apasionante. Razón tienen los editores al decir sobre las letras de crédito, que nos abstengamos de comentar a familiares y amigos la resolución final del film.
Gran parte del mérito de «Testigo de cargo» está en el excelente guión del propio director ( en colaboración con Harry Kurnitz ) y basado en la obra teatral de la conocida escritora Agatha Christie. Pero esto no nos debe hacer olvidar la actuación estelar del genial, gruñón y divertido Charles Laughton, de la siempre enigmática y atractiva Marlene Dietrich y del un tanto histriónico Tyrone Power, para mí el más flojo del trío principal. Y para finalizar, y ya que siempre se dice que en el cine de aquellos años había un excelente plantel de «secundarios», me gustaría destacar a Una O’Connor en el papel de la vieja criada de la señora asesinada, cascarrabias y sorda; de Francis Compton en el del juez, socarrón y siempre dispuesto a echar un capote al abogado sir (Laughton) Wilfrid y, sobre todo, a la entrañable, competente y cursilona enfermera, papel encarnado por Elsa Lanchester.
C´était une p´tite fille petite-bourgeoise que se aburría… la sombra de Eric Rohmer planea de fondo y, con un disimulado toque hamiltoniano, emerge de nuevo François Ozon, previejo verde a la manera de los vetustos Alberto Lattuada o Vicente Aranda, a contarnos la previsible historia de la post teen en cuestión. La chica, pues, tiene los ardores típicos de la (post)adolescencia (y para que uno se olvide del Louis Malle más perverso) se le ocurre enrollarse con un joven playero y, como mal follador, quiere ella practicar más y mejor (ayudada, a su vez, de vídeos porno) y además, cómo no, cobrando. Todo muy original: se lía con vejestorios (la peli, como veis, hace las delicias de las feministas), y, oh sorpresa, uno de los carcamales la palma; intervienen los flics como en los films de Chabrol, etc.
Todo absolutamente insólito, claro y los personajes y actores (o al revés, da igual) están sin definir y, para colmo, un somero apunte de incesto con el padrasto. Ozon, perdido en el maremágnum del prurito de epatar (ya lo ha hecho en otras películas aun inferiores) culmina con un epílogo impresentable: Aparición fantasmática de Charlotte Rampling (caramba, pese a la cirugía, aún está de buen ver), en el rol de la viuda del que la´pichó, arriba contado.
Al final, constato una verdad indefectible: ¡qué bien se vive en Francia¡. Uf, menos mal que todavía alguien como Guédiguian nos hacer ver, aunque someramente, que hay otros ángulos en la perspectiva del vivir.
Comentar que esta peli la he visionado en el canal comedia del plus y ahí me encuentro que Schmidt se jubila en una empresa de prestigio. Es, y se siente, viejo; también lo es su esposa, que pronto fallece y posee una hija que se va a casar con, según el prota, un bobo. Como ahorrador tiene posibles (la falta de pensiones del estado claro no se menciona (Ya sabemos que los problemas sociales se soslayan en USA), así que continuamos. Alexander Payne, el director, nos cuenta cómo este hombre emprende una ruta no prevista para reinventarse la juventud y sus pulsiones (lo que nos recuerda otro film de Payne, “Nebraska”). Al fin, todo se reduce a una búsqueda de uno mismo y como tal, infructuosa, lo que convierte al film en un bello y tristísimo viaje al almario personal. Payne nos (de)muestra los pequeños detalles de la cotidianidad de la vida cotidiana, la soledad, el proceso inexorable del tiempo y el ansia, en fin, por escapar de un contexto mediocre y asfixiante.
Como todos sabemos, la crítica de una película es un hecho totalmente subjetivo y como tal añado otro elemento a favor de Payne: El tal Schmidt está interpretado por…Jack Nicholson.
Le perturbaban tanto su sueño que Enlil, dios de la lluvia, decidió exterminarlos; pero Enqui, su compadre, en esto de las jerarquías, sintió pena por la humanidad y llamando a Atrahasis, le proporcionó la idea del arca,etc. .Al cabo de siete días cesó el diluvio y la nave se posó sobre el monte Ararat.
Esta historieta forma parte del poema del héroe Gilgamés (circa 1800 años atrás), posteriormente conocido por el nombre que le dieron a la divinidad primigenia, Marduc, de un texto de tablillas de escritura cuneiforme en época del rey Hammurabi de Babilonia.
Los mitos del diluvio universal se basan en, quizá, posibles inundaciones de los ríos Tigris y Éufrates, en el actual Irak y se extienden hasta Irán, India y, claro, Palestina (no deja de ser curioso que en América (pueblo navajo, por ejemplo) también se da)
El hecho de que el director de “Noé” es Darren Arenovski, es judío y se le nota: utiliza una metonimia mendaz donde, sobre el texto clásico, expone que los hombres-piedra (trasunto de la mitología griega de Deucalión y Pirra que, después del diluvio, tiran piedras y originan a la humanidad), mezclado con la estupidez del señor de los anillos y otras zarandajas similares (Harry potter, etc.), eran demiurgos o casi ángeles caídos, pero arrepentidos de su primera rebelión.
El film, es claro, se inscribe en esta moda seudomística, correspondiente al fin del mundo, la parusía y el apocalipsis, siempre emergentes en cambios de milenio y crisis económicas. Ahí están, como paradigmas coetáneos, tomaduras de pelo como “Melancolía”, “El árbol de la vida”, “la vida de Pi”, “Take shelter”… y sus secuelas; por ejemplo, la española “Los últimos días”. para corroborar lo arriba expuesto y en donde se desvirtúan, en aras de la nada, una suerte de telofase procaz que conduce, inexorablemente, al vacío. Noé, como en algunos films de Bergman, duda ante el silencio de Dios, pero carece del humor del Noé-Huston de “la biblia” (1965). La película, pues, se convierte en un producto típicamente jolivudense comercial, tal como estaba programado y con los tópicos efectos especiales de ordenador.
Otros films sobre el personaje bíblico son, la poco conocida, “Los verdes prados” (Mark Connelly, William keighley, 1936) y “El arca de Noé” (Michael Curtiz, 1928), ésta última editada en deuvedé (hay otros films, pero, según mi criterio, sin apenas interés).
A propósito de la película que acabamos de debatir en la Tertulia «La Escapada», Reyes Salve ha encontrado una página web con una curiosa crítica de la película y varios audios de canciones pop italianas del momento que incluye su banda sonora: