“LARGO VIAJE HACIA LA NOCHE” DE BI GAN, EL ÉXTASIS DE LA INMERSIÓN SUBJETIVA

  • (Por A. Cirerol)

ORIGEN

El conocimiento que se tiene en occidente del cine chino anterior a la revolución es prácticamente nulo. Cuesta imaginar que, salvo en alguna rara proyección en determinadas filmotecas, alguien en Europa haya visto una película china de esta época. Lo mismo puede decirse de las realizadas durante el cuarto de siglo posterior. Hemos de conformarnos con leer en las enciclopedias que durante los años 30 se produjeron, en los estudios de Shanghái, películas (todas ellas mudas) lo suficientemente importantes como para que esta época fuese conocida como la “primera edad dorada del cine chino”. Al respecto, se mencionan directores como Yuan Muzhi (“El ángel de la calle”), Wu Yonggang (“La diosa”, “Amor y deber”) y Cai Chusheng (“Nuevas mujeres”). Unos años en los que Japón había invadido China, ocupado Manchuria, constituido allí un estado títere y levantado en su capital Chang Chun un gran estudio cinematográfico en el que trabajaron numerosos directores japoneses (Yasujiro Ozu entre ellos) haciendo películas de muy baja calidad. La ocupación japonesa de Shanghái en 1937 dio fin a la “primera edad de oro de la cinematografía china”.

Terminada la guerra, expulsados los japoneses y restablecida la unidad nacional, se reanudó también la guerra civil entre las fuerzas nacionalistas y comunistas que había interrumpido la invasión. La industria cinematográfica se estableció nuevamente en Shanghái, en territorio del Kuomintang. Pero, “pese a la represión, no fue capaz de impedir que los progresistas controlasen de nuevo la producción de los mejores filmes. Por medio del soborno la censura cerró los ojos a las tendencias de izquierda cada vez más manifiestas tanto en las compañías privadas de Shanghái como en los propios estudios del Kuomintang” (1). Películas de tendencia revolucionaria como “Las lágrimas del Yangtse”, “La esperanza de la humanidad”, “Bajo miles de techos” o “Los gorriones y el cuervo” tuvieron un inmenso éxito popular. Sólo la película “Primavera en un pequeño pueblo”, drama intimista alejado de las preocupaciones políticas y sociales, alcanzó, según nos cuentan, una repercusión comparable a los filmes antes citados.

Con la proclamación de la República Popular China el cine sirvió a “la reconstrucción de la unidad nacional y la recuperación del orgullo nacional perdido”. Al año siguiente, en 1950, se produjeron más de 50 filmes, centrados en la lucha contra los japoneses, la guerra civil, la problemática social de los campesinos y obreros y la lucha contra las costumbres patriarcales. Dos de las películas más notables, “Hijas de China” y “La muchacha de los cabellos blancos” se realizaron en los estudios de Chang Chun. En los de Pekín, “Héroes y heroínas” y en Shanghái “Agrupémonos y mañana”. A partir de 1955 “se abrieron nuevos estudios en Cantón, en el Turkestán chino, en Se-Chuan, Yunan y hasta en Lhasa, los centros de producción se hicieron más autónomos y la temática de las películas se diversificó” (2). En 1960 la asistencia al cine superó los cinco mil millones de entradas, el doble que en los EEUU.

En la reedición de 1970 de la “Historia del cine mundial”, de Georges Sadoul, se podía leer lo siguiente: “El cine chino actual es un completo misterio. Los muy escasos filmes vistos en los festivales internacionales en los últimos años y los boletines informativos no permiten concluir nada tanto sobre la situación económica como estética del actual cine chino”. Con la muerte de Mao y el fin de la Revolución Cultural los nuevos planteamientos económicos aplicados por Deng Xiaoping permitieron una renovación temática y formal del cine chino y la aparición, en los años 80, de un grupo de jóvenes directores de la que se conoció como “quinta generación”, cuyos principales representantes fueron Zhang Yimou y Chen Kaige. 

Por primera vez el cine chino se abría a la mirada de occidente.

SIGLO XXI

Hoy China es el primer mercado cinematográfico del planeta. 

Se puede percibir en su cine la expresión de la situación política, social, cultural y moral del país. Por un lado, el cine comercial para consumo de masas, representado por melodramas, comedias, filmes de acción y efectos especiales y películas de animación. Por lo que respecta a lo que se conoce como “cine de autor”, mucho más visto fuera que dentro de China, ha surgido una nueva generación de directores alejados de los planteamientos oficiales: Bi Gan (“Kaili Blues”, “Largo viaje hacia la noche”), Jia Zhang-ke (“Naturaleza muerta”, “Un toque de violencia”, “La ceniza es el blanco más puro”), Hu Bo (que se suicidó al terminar su única película: “An elephant sitting still”, estrenada en España con su título inglés) o la realizadora Vivian Qu (“Ángeles vestidos de blanco”). En ellos se descubre un estado común de desafección, hastío, confusión y escapismo, y, artísticamente, mimetismo de los modelos culturales occidentales y del posmodernismo asiático (cines de Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong, Tailandia y Japón) y rechazo de las temáticas de raíz social, sustituidas por las del cine de género, con especial influencia del noir. “Algunas de sus películas han sido prohibidas en China. Pero incluso aquellas que son autorizadas sólo consiguen un acceso reducido a las salas, dedicadas casi por entero al cine comercial” (3)

EL VIAJE EN FUGA DE BI GAN

“Es una de las grandes falacias de nuestro tiempo el que se considere el arte desde un punto de vista técnicamente formal. Esta concepción tiene su asiento teórico en la llamada escuela de la interpretación, en la que los problemas puramente formales de la renovación lingüística son inflados de tal modo que pasan a convertirse en grandes problemas independientes” (Georg Lukács. “Conversaciones con Lukács”. Alianza Editorial, 1971)

Bi Gan (nacido en 1989), considerado, con sólo dos filmes, la figura principal de la nueva generación de directores (¿la séptima?, ¿la octava?). “Largo viaje hacia la noche” ha sido calificada como “una conquista mayor del cine contemporáneo” y “el más deslumbrante e insólito monumento fílmico realizado en China durante la última década” (4). 

¿En qué se sustentan unos elogios tan abrumadores y definitivos (igualmente compartidos por la crítica mundial)? En la idea, hoy hegemónica en el campo de la crítica cinematográfica, de que el valor de una obra radica exclusivamente en su estructura interna, independiente de toda condición histórica y social. Esto es, lo esencial es el procedimiento, “la adquisición de nuevas posibilidades expresivas” y “el empleo de nuevos medios lingüísticos”. Su importancia reside, para la crítica moderna, en que estos recursos técnicos se hagan cuanto más visibles mejor, a expensas del contenido. Lo que se pueda entender de lo que cuenta una película no cuenta. Es más, en el caso de “Largo viaje” y otros filmes de características similares, tanto mejor cuanto menos se entienda.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           

El largo viaje de Bi Gan por el mar de la subjetividad absoluta -el título de cuya película nos remite a dos obras literarias de la cultura occidental sobradamente conocidas y admiradas: “Viaje al final de la noche” de Céline y “Largo viaje hacia la noche” de O’Neill, aunque no tenga nada que ver con éstas ni por su temática ni por su valor artístico- da como resultado un filme escapista que rehúye toda correspondencia con la realidad. Su única realidad es la creada por los propios códigos formales del cine de género (el cine negro en este caso), cuya atmósfera Bi Gan captura por medio de alardes técnicos y un sofisticado estilo. Parece decirnos cuando vemos desplegarse ante nuestros ojos las imágenes de su película: lo único que puede interesarme es viajar-huir fuera de la realidad que produce la situación política y social de China, sólo allí, en ese imaginado no-mundo, es donde puedo encontrarme. 

Al comenzar la película la voz en off del protagonista (sin propósito narrativo, pues hace referencia sólo a inciertas evocaciones) nos informa de que ha regresado a su lugar de origen para asistir al funeral de su padre y encontrar a la mujer de la que en su juventud estuvo enamorado -la mujer del vestido verde- y con la que aún sigue soñando (“Cada vez que la veía sabía que estaba soñando… Pero nunca he sabido su nombre real ni su edad ni nada sobre su pasado”). El filme es el trayecto de esa inútil búsqueda del protagonista más allá del espacio y del tiempo. Tránsito en el que se desvanecen tanto la individualidad de los personajes como el marco espacio-temporal particularizado de sus acciones. Eso significa que no sabemos cuándo ocurren las cosas (ni siquiera si realmente ocurren ni por qué), como tampoco tenemos una referencia fiable de los lugares donde suceden (casi siempre indeterminados espacios abandonados o ruinosos). Vagamente podemos suponer que el protagonista rememora la muerte de su amigo de juventud (un tal Gato Salvaje) y la presencia-ausencia de la mujer de verde (cuyo chulo, un gánster, fue quien mató a su amigo). El protagonista, acosado por un pasado tan sombrío como incomprensible, atesora fetiches supuestamente determinantes para el resultado de su viaje que va encontrando por sus lugares reminiscentes: una foto escondida en un reloj con un número de teléfono y un libro mágico de tapas verdes. 

Toda la película está compuesta por una sucesión de escenas sin progresión narrativa. Nunca sabremos si lo que vemos es real o soñado, recordado o imaginado, si es presente, pasado o simple ilusión. Imposible, ya que lo esencial se centra en el aspecto formal (lo que falsamente la crítica “cahierista” llama forma, cuando, en realidad, se refiere sólo al empleo de los recursos técnicos, la consabida confusión cinéfila entre técnica y forma), de lo que lo otro (los restos temático-argumentales) son sólo un mero pretexto para el alarde visual. Esta ambigüedad decide la estructura de la película: ausencia de un montaje basado en la continuidad narrativa y en la explicación de los acontecimientos. Tomas largas montadas en el interior del plano a partir de los movimientos de cámara, que sustituyen a los planos-contraplanos. Hasta desembocar en el punto de no retorno: la última escena, en la que la película parece comenzar de nuevo, consistente en un sueño ilustrado por un plano secuencia en 3D de una hora de duración.

Merece la pena detenerse a reconstruirlo teniendo en cuenta que lo que sigue a continuación acontece enteramente en una sola toma y se supone que, en su versión original (que, si realmente existe, no es la estrenada en España), en 3D. Tras dormirse en un cine, el protagonista aparece portando un candil en el interior de una mina abandonada, donde encuentra a un joven encerrado en un armario que se compromete a mostrarle la salida si le gana al pimpón. Después de jugar una grotesca partida en la que el habitante del subsuelo es derrotado, éste, en cumplimiento de su promesa, le conduce de noche en una moto hasta una colina donde el protagonista se monta en una tirolina que desciende hasta un valle en el que hay un salón de juegos. Allí conoce a la encargada a quien confunde con la mujer de verde, aunque ésta va vestida de rojo, y a la que defiende del acoso de dos jóvenes, que en venganza los dejan encerrados. Consiguen escapar haciendo girar una raqueta de pimpón que, con su giro, les concede por arte de magia el poder de volar. Se desplazan por el aire hasta que se posan en una calle donde un tipo intenta sujetar a una mula cargada con grandes bolsas de manzanas que se desparraman por el suelo. El protagonista y la mujer de rojo llegan a la plaza del pueblo donde se celebra un concurso de karaoke. Allí aparece una mujer parecida a la madre de Gato Salvaje con una antorcha con la que, no se sabe por qué, amenaza a los espectadores. Nuestro protagonista la sigue y amenazándola de pronto con una pistola la obliga a entregarle su reloj. A continuación, regresa al karaoke y encuentra a la mujer de rojo arreglándose en el camerino del teatrillo. Le regala el reloj robado, pero ésta no lo acepta. Enciende una bengala, que deja prendida sobre el tocador y conduce al hombre hasta una destartalada habitación, que es la misma en la que él en alguna de sus ensoñaciones había encontrado los fetiches que ha ido guardando en su viaje. Gracias a la magia del libro verde la habitación comienza a girar mientras ellos se besan. Finalmente, la cámara los abandona en su abrazo y desanda sola el camino recorrido antes hasta el camerino en el que la bengala reflejada doblemente en sendos espejos se está consumiendo. Al apagarse la pantalla queda en negro.

Hay que decir que por lo que se refiere a su estructura onírica formal se trata de un sueño bastante plausible. Posee la incongruente verosimilitud o la inverosímil congruencia de los sueños. Es cierto que se podría objetar (técnicamente) lo siguiente: ¿Están compuestos los sueños por un único e ininterrumpido plano secuencia, como aquí parece colegirse, o se produce en ellos un ensamblaje composicional de planos? Aunque su configuración pueda hacer creer que la narrativa onírica se desarrolla como un continuum sin cortes, tal como se vive en la vida real, lo cierto es que en su curso nos encontramos a menudo (he podido verificarlo con otros soñadores) con una segmentación del espacio (montaje de planos) parecida a la del cine. No hablemos ya de que puedan llegar a experimentarse en 3D. Pero no es una elección de este tipo la que debe guiar nuestro juicio crítico, dejemos que cada cual sueñe a su manera. Lo que sorprende del trávelin onírico de la película hasta hacérsenos casi apabullante es imaginar su planificación, el exhaustivo trabajo de ajuste durante el rodaje para hacer coincidir todos sus movimientos cruzados, su exactitud topográfico-escenográfica. Estoy dispuesto a aceptar que se trata sin duda de un experimento laborioso y hasta meritorio desde el punto de vista logístico, pero habrá que reconocer que eso tiene en sí muy poco que ver con el talento o el valor artístico. Lo tendría si, como sucede, por ejemplo, en los sueños contenidos en filmes como “Los olvidados” de Buñuel o “Fresas salvajes” y “La vergüenza” de Bergman (que no recurren para escenificarlos a ningún tipo de afectación técnica), dicha escena aportara un valor significativo a la historia, nos proporcionase una subinformación relevante sobre los hechos y los personajes. Pero tal cosa aquí no ocurre ni puede ocurrir, entre otras razones porque nada sabemos ni de los hechos ni de los personajes, incluido el soñador. En este caso, los casi sesenta minutos de cámara en movimiento no tienen más sentido que su propio y arbitrario artificio técnico.  

No debe inferirse, como creo que queda claro, que la poca valoración que me merece el filme de Bi Gan se deba a su complejidad expositiva, a que en él aparezcan deliberadamente disociados los tiempos narrativos, sus situaciones y percepciones. Al contrario, me parecería excelente si sirviera para ilustrar y realzar una fábula que tuviera por objeto profundizar y enriquecer su correspondencia con la realidad, es decir, una fábula dotada de sentido humano. No basada, como es el caso, en la trillada y banal historieta, por lo demás inverosímil, que se deja entrever por debajo de la sofisticada opacidad estilística, revestida, como no podía ser menos, de una supuesta intención trascendente. 

Hacer una buena película no es una cuestión de estilo, como invoca la crítica de la corriente “cahierista”, o de desenfrenada imaginación visual. No es eso lo que convierte a un director en “auteur”. Una buena película, una buena novela, una verdadera fábula “saca a la luz lo esencial, las relaciones complejas y sustanciales del ser humano con el mundo”. Es algo que al “sobreestimar desmedidamente el aspecto técnico-formal y dejar, en cambio, sin criticar la esencia social y artística del contenido” (5) la crítica realmente existente no será nunca capaz de comprender.

CINEFILIA

En “Largo viaje hacia la noche”, como ocurre a menudo entre los directores infectados de cinefilia, se rinde en varios momentos homenaje explícito a los “grands auteurs”. Es una costumbre tan pueril como molesta que inauguraron los directores-críticos de la Nouvelle Vague en sus películas. Es algo que, como era de esperar, encanta a los cinéfilos. 

En una escena de la película (recuerdo, imaginación o sueño) él y la mujer de verde están sentados a una mesa hablando en el estilo neorromántico-fatalista típico del posmodernismo. Al final, la vibración de un tren que pasa mueve el vaso del protagonista que se desliza lentamente por la superficie de la mesa hasta que cae al suelo. Se supone que presagio de la imposibilidad de su amor. Una escena idéntica ocurre en la película “Stalker” de Andrei Tarkovski: una niña sentada a una mesa y un vaso de agua que trepida solo y cae. Es una bella e inquietante escena (más que la de Bi Gan), pero ante la que Fredric Jameson (6) plantea la siguiente objeción: “No tanto por su contenido religioso como por su pretenciosidad artística, por medio de la que se pretende bloquear nuestra resistencia a aceptarla de una manera doble: anticiparse a los escrúpulos estéticos con solemnidad religiosa, a la vez que limpiar de objeciones el contenido religioso recordando que, después de todo, se trata de gran arte” (7). Algo parecido sucede con la escena de la película china, sustituyendo “religioso” por misterioso, esotérico o simple fatum, y “gran arte” por pastiche (que en la intertextualidad posmoderna significa imitación intencionada del estilo de un autor).

En la última escena él y la mujer de rojo se besan en el momento en que mágicamente empieza a girar la habitación. Este plano es un “homenaje” al de “Vértigo” de Hitchcock, en el que el fetichista Scottie (James Stewart) besa a una recobrada y restaurada Madelaine (Kim Novak). En la de Hitchcock, que literalmente enloquece hasta el delirio a la crítica cinéfila, la cámara gira alrededor de los protagonistas mientras se besan; en la de Bi Gan el plano es fijo y la que gira es la habitación. En este caso, el protagonista no recobra ni recupera nada, sólo cabe imaginar que imagina que besa a la mujer de verde o que se conforma con la de rojo. Pero ya sabemos (o creemos saber) que no se trata más que de un sueño. 

En su libro “Las cosas” escribió Georges Perec acerca de esa enfermedad mental que recibe el nombre de cinefilia:

“Porque la realidad no era como la vida que les habría gustado vivir…Eran cinéfilos. Era esa su razón primera. Se daban cuenta de ello cada noche o casi. Amaban las imágenes por poco que fueran bellas, por poco que les entusiasmasen, les encantaran, les fascinasen. No carecían de gusto. Tenían una fuerte prevención contra el denominado cine “serio”, lo que les hacía encontrar aún más bellas las obras que ese calificativo impedía que pareciera vana la simpatía casi exagerada que sentían por los thrillers, las comedias americanas y por esas aventuras sorprendentes, henchidas de líricas grandezas, de imágenes suntuosas, de bellezas fulgurantes y casi inexplicables. Por desgracia, muy a menudo se sentían atrozmente decepcionados. Ese no era el filme que habían soñado. Ese filme que hubiesen deseado realizar. O, más secretamente quizá, que hubiesen deseado vivir”.

  • (1) “Historia del Cine Mundial”, Georges Sadoul. Ed. Siglo XXI
  • (2) Id.
  • (3) Caimán. Cuadernos de Cine. N.º 82 (133)
  • (4) Id.
  • (5) “Significación actual del realismo crítico”. Georg Lukács. Ed. Era
  • (6) Fredric Jameson (1934), crítico y teórico literario estadounidense.
  • (7) “La estética geopolítica. Cine y espacio en el sistema mundial”, Fredric Jameson. Ed. Paidós

DUELOS DE PELÍCULA, UNA ELEGÍA

Duelos de Películas

Por A. Cirerol

El cine americano se rigió durante muchos años, formando parte esencial de su función ideológica, por el sistema de géneros. La comedia, el melodrama, el wéstern, el thriller o cine negro, el musical, el bélico, el de terror y ciencia ficción, el «histórico», el de dibujos animados, etc., todos desempeñaban un papel específico en la construcción de la superestructura ideológica de la nación. Puede afirmarse que ninguna película escapaba a este determinismo. 

Por supuesto, Hollywood nunca pretendió hacer un cine realista a través de los géneros. Los géneros se sustentan en convenciones (conjunto de estándares, reglas, normas o criterios reconocibles que son de aceptación general) basadas en un repertorio iconográfico (referido a temas, situaciones, personajes y estilo visual) que se repite invariablemente en todas las películas. 

En su libro «El nuevo cine americano» (Ed. Zero, 1979), Antonio Weinrichter escribe que dichos filmes «eran míticos, dramas simbólicos… en los que los personajes aparecían falseados (mixtificados) por una estilización iconográfica que se correspondía con la estilización argumental, que les hacía funcionar como arquetipos. De aquí que el tono de Hollywood pueda ser calificado de realismo mítico». 

El wéstern es, sin duda, el género americano por excelencia. Un género propio, intrínseco. Posiblemente el que más ha adulterado (mistificado) la realidad histórica en el sentido de una exaltación de la constitución del país. Los wésterns tienen, por tanto, una función fundadora, afirmativa, constructiva y épica. 

Uno de los elementos convencionales típicos del género wéstern es el duelo final, en el que venían a resolverse, haciendo uso de la violencia, los conflictos temáticos del filme. 

Me propongo repasar algunas de sus fórmulas, no necesariamente las más prototípicas. 

«Shane» («Raíces profundas», de George Stevens, 1953) modificaba el modelo clásico del duelo (que, recordemos, significa «reto» o «desafío» entre dos, o más), cuyo escenario había sido habitualmente el de la calle mayor del pueblo, a la luz del día (sobre todo para que hubiera testigos que pudiesen dar fe del acontecimiento). En «Shane» el duelo decisivo es nocturno y en un interior (aunque esa circunstancia es menos novedosa, ya que no es el primero que tiene lugar en un saloon, pero sí lo es que se ejecute casi en penumbra: Clint Eastwood tomó nota de ello en «Sin perdón»). En este caso sólo podrán contarlo, además del héroe, el encargado del bar, un niño (y, si pudieran hacerlo, un par de perros). 

 

Aún más inusitado es el duelo final en la película de Nicholas Ray «Johnny Guitar»(1953) entre dos mujeres. Aquí destaca, aparte de lo insólito de los partícipes, el simbolismo del color de los atuendos de sus protagonistas: el amarillo de la camisa, como expresión de luz y vida, y el rojo del pañuelo, pasión y fuerza, de la buena, enfrentado al negro, maldad y muerte, de la mala. El grupo de la mancomunidad de lugareños que apoya los intereses de la mala aparece extravagantemente uniformado de manera igualmente representativa. Hay que hacer notar la sorprendente circunstancia de que el protagonista masculino, Johnny Guitar, no toma parte primordial en el enfrentamiento, resuelto por la heroína. La secuencia está envuelta en un nimbo de irrealidad, puede que intencionado o quizá no, que se hace ostensible tanto en el exagerado colorismo, como en el “uniforme” que visten los participantes, en las toscas transparencias que sirven de fondo a los personajes y en el desaforado romanticismo de la escena final (que resulta casi hilarante), con los protagonistas besándose después de atravesar una más bien inverosímil cascada, como una célica puerta que se abre a una vida nueva feliz para los dos amantes. 

 

También puede considerarse insólito el de “Duelo al sol”, película de King Vidor de 1946, en el que el duelo tiene lugar a cielo abierto, en un abrupto paisaje, entre los dos amantes. Un raro ejemplo de amor fou en el cine americano, donde se funden de forma delirante el odio y el amor más exacerbado, hasta un punto que habría encantado a André Breton y los surrealistas.  

 

El de “El hombre que mató a Liberty Valance” (1962) cumple en apariencia con las reglas del género: sucede en plena calle, aunque por la noche, entre el salvaje matón del lugar y el idealista picapleitos metido a lavaplatos. En su perfecta planificación Ford deja constancia sólo del mito, ya que lo que vemos no es lo que realmente ocurrió, sino lo que dio lugar a la leyenda. Al final de la película en un solo plano fijo somos testigos nuevamente de la escena, mostrada ahora en su fiel objetividad. Confesada años más tarde la verdad al director del periódico este se niega a publicarla con estas palabras: “Cuando la leyenda se convierte en un hecho se imprime la leyenda”. Pero a partir de ahora ya no hay lugar para la leyenda ni para las películas del Oeste al estilo épico. Con “El hombre que mató a Liberty Valance” se anuncia la elegía del wéstern

 

Es el camino que sigue Sam Peckimpah en “Duelo en la alta sierra” (1963). Ahora son dos viejos los que se enfrentan a la partida de facinerosos. Antes de morir, el viejo sheriff dirige su última mirada al paisaje que le rodea: “los grandes horizontes” que habían sido el escenario representativo de las películas del Oeste. Todo ha cambiado, no hay lugar ya para la leyenda. Lo que viene luego es el “wéstern sucio”, en el que el mismo paisaje moral ha desaparecido. 

 

Todo es cinismo ya en “El bueno, el feo y el malo” (1966) de Sergio Leone. No sólo en el contenido, también, y esto es lo peor, en la forma. Lentificación de la acción hasta llegar casi a la cámara lenta, bombardeo de primeros planos de rostros, manos, pistolas y ojos, todo puntuado por una banda musical tendente al histerismo, descriptiva de la atmósfera corrupta del nuevo seudo wéstern y de su fingida épica. Se llega a hacer un “estilo” de esto. El wéstern ha muerto. 

 

Aun así, Clint Eastwood hizo posteriormente unos cuantos no desdeñables. El duelo que viene ahora ya no es del Oeste, pero lo rememora y le rinde tributo. El héroe ya no lleva pistola, dispara con el dedo. Se hace matar, se inmola porque ya no tiene nada que hacer en este mundo y porque así, con su muerte, puede ayudar a sus vecinos japospor los que antes había sentido un rechazo racista y ahora son los únicos que sienten algo por él. 

 

Doble colofón: dos finales magistrales de sendos wésterns

Shane” (“Raíces profundas”) de George Stevens 

 

My Darling Clementine” (“Pasión de los fuertes”) de John Ford 

Comentario por Javier Sol

A la excelente aportación sobre el duelo made in Usa que ha hecho Antonio, yo añadiría no olvidar el duelo en O. K. Corral en “Pasión de los fuertes” (1946) y permítaseme hacer una mención a mí admirado Anthony Mann con sus planos secuencia con personajes que entran en cuadro (que a mí me recuerda a Mizoguchi) con duelos en un solo plano como se ve en la serie de western que realizó desde 1950 hasta 1957 en colaboración con James Stewart. Y, sobre todo, en los distintos duelos a lo largo del film “El hombre del oeste” (1958), como, por ejemplo, cuando en un enfrentamiento entre Gary Cooper y Jack Lord se cruza sin querer Arthur O’Connell en una sola toma:

 o cuando Cooper líquida a Royal Dano: 

o igualmente en el tiroteo entre Cooper y John Denner y, al final, como colofón, el duelo entre Cooper y Lee J. Cobb:

https://youtu.be/qb31ovSWr5I 

Para no perdérselo

“CANÍBAL”, LA FASCINACIÓN DEL IRRACIONALISMO

“CANÍBAL”, LA FASCINACIÓN DEL IRRACIONALISMO

(UNA CRÍTICA DE LA CRÍTICA MISTIFICADORA)

Por A. Cirerol

“Hoy nos encontramos frente a la categoría de una irracionalidad no racionalizable, decidida a no dejarse racionalizar, en la medida de que así pretende realizar una libertad de expresión que exige la condena preliminar de cualquier esquema racional. Mi generación fue acostumbrada a vincular el concepto de racionalidad con el de libertad, libertad que consiste, precisamente, en no aceptar aquello que no se considera racional, es decir, demostrable. Hoy, en cambio, se tiende a utilizar los medios de comunicación de masas con el fin de hacer aceptables, usuales, absueltos de toda posibilidad de censura de orden racional o moral, fenómenos meramente emotivos, traumatizantes. La cultura de masas y el cine ¿nos ayudarán a juzgar nuestra época o procurarán que la suframos sin juzgarla?” (Giulio Carlo Argan)

Hace 8 años una revista de cine (de las llamadas especializadas), bajo el título de “Otro Cine Español”, dedicaba un número entero a comentar (y celebrar) la aparición de un “nuevo cine español”, que se caracterizaría por su pluralidad estilística y su “ilimitado atrevimiento a la hora de abordar libremente formas extremas con el fin de forzar las fronteras del relato tradicional, en búsqueda de procedimientos estéticos y lingüísticos más arriesgados”. 

Hemos podido revisar hace poco por TV una de las películas que se citaban como representativas de ese, por entonces, cine emergente. Creo que tanto la película como su tratamiento crítico ilustran de manera fehaciente los modelos dominantes en el ámbito del “cine de autor” y de la crítica cultural característicos de la etapa actual del capitalismo, que, curiosamente, apenas si han sufrido variaciones conceptuales con respecto a los planteamientos utilizados desde hace más de medio siglo, tal como pretendo exponer.

La trama de “Caníbal” (2013), película de M. Martín Cuenca, se desarrolla en una ciudad de provincias (presumiblemente, Granada). Su protagonista es un hombre joven perfectamente integrado en la vida pública de la localidad, que ha alcanzado un cierto prestigio profesional en su actividad como sastre. Es un tipo comedido, reservado, pero sumamente pendiente de sus intereses sociales, profesionales y económicos. Desde los primeros minutos de la película nos enteramos, sin embargo, de una insospechable peculiaridad del personaje: mata mujeres y se las come. Tal como se nos presenta en el filme se trata, pese a todo, de su único comportamiento anómalo, en todo lo demás es tan normal como pueda serlo cualquiera de sus conciudadanos. En sus relaciones personales da abundantes muestras de prudencia y buen juicio e, incluso, de generosidad y capacidad de interesarse por los demás y sentir afectos humanos (¡amor!). Como puede verse no se trata solamente de un ciudadano atípico (en circunstancias determinadas), ya que se esconde un asesino y antropófago bajo su apariencia corriente, sino también de un psicópata fuera de lo común, pues bajo el monstruo se oculta un ser capaz de sentimientos empáticos. Ocurre que, como la película está enteramente enfocada desde la perspectiva del personaje principal (el caníbal del título), el espectador se ve obligado a identificarse con él. Pero como es una persona sumamente correcta, diligente, amable, aseada y, en cierto modo, desvalida, y el director evita juzgar a su personaje, quien, por otra parte, no siente ninguna culpabilidad por sus crímenes, se nos bloquea el horror moral que sus actos deberían producirnos. Pero eso no debe preocuparnos, ya que es otra cosa lo que la película pretende (pues sería demasiado fácil y poco osado, ¿no creen?, limitarse a unos fines tan simplistas que contuviesen una afirmación ética), como podrán comprobar si siguen leyendo.

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En una entrevista[1] el director de “Caníbal” nos ofrece su interpretación de la película, de la que entresacamos los siguientes momentos:

“La elección del punto de vista es esencial para no juzgar al personaje”“Lo más importante no era contar que Carlos (el protagonista) es un caníbal… lo que realmente queríamos contar es una historia de amor con el mal como materia… para luego plantear el dilema moral que se abre con ella (la historia de amor)“Lo que más nos interesaba es la humanidad de ese hombre… el camino que hace Carlos: ese viaje de autorre                   conocimiento que un psicópata normal (¡!) no puede hacer”“Comer es una pulsión del deseo. Es su forma de amar. Sólo come chicas jóvenes: aquello que desea”“Su confesión, al contarle la verdad a la mujer de la que se enamora, es un acto de nobleza, un acto de amor”. (Al final ella muere en un accidente y se abre una elipsis incontestada sobre lo que ocurre con su cuerpo. El entrevistador le pregunta al director del filme si cabe suponer que el protagonista se come a la chica. Pero el director no lo sabe. Sólo dice): “Podrían caber todas las suposiciones, claro está”. (Sin embargo, el entrevistador insiste: Sí, por supuesto, pero ¿cuál es su hipótesis?, ¿se la come o no se la come? Respuesta): “A estas alturas de la película es lo menos relevante… Lo único claro es que Carlos ha hecho un fuerte viaje emocional”. (Acerca de la faceta religiosa implícita en determinadas escenas de la película): “En este filme yo he sentido que soy un cineasta cristiano… Aunque no soy religioso ni practicante, ni siquiera creyente creyente… Es algo que he extraído no de manera racional, sino de mis entrañas, quizás como le ocurre a Scorsese, Coppola, Schrader…”.

Respecto a la exégesis crítica de la película[2]:

“Un filme cuya puesta en escena es de un admirable rigor formal y estructurado con idéntico rigor narrativo”. “El director no hace concesiones (para aclarar nada al espectador): ni proporciona asideros explicativos para justificar el comportamiento de Carlos ni lo muestra como un ser deforme ni deja de recordarnos a qué se dedica”. “Filma la existencia cotidiana de una criatura prisionera de sus propias circunstancias, pero mantiene una fría y deliberada distancia respecto al personaje… Quizá esto pueda desorientar a quien busque algún conato de explicación que le permita ‘entender’ a Carlos…, a quien espere algún tipo de apunte o valoración moralista, pero es que estamos ante una propuesta fílmica que juega en otro territorio mucho más difícil (y admirable): sus formas no son las de una dramaturgia naturalista, sino las de una representación que pretende sacudir nuestra conciencia. Su moral no es la de quien absuelve o condena, sino la del que observa perplejo y nos plantea preguntas. Su mirada no ofrece respuestas, sino que se interroga sobre las paradojas de la naturaleza humana y sobre la extraña normalidad de una sociedad que asimila como normal la más incatalogable anormalidad”.

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Cuando se leen tanto las opiniones del director de “Caníbal” como el comentario crítico del filme se comprueba que se reincide sobre cuestiones que desde mediados del siglo pasado se han convertido en lugares comunes sobre la función del artista y del crítico (no solamente en el campo cinematográfico, si bien es cierto que la mixtificación de la cinefilia ha contribuido a exacerbarlos).

En primer lugar, la confusión (de directores y críticos) entre técnica y forma, y la sobrevaloración de los procedimientos técnicos, que se independizan falsamente de la forma y ocupan su lugar. La técnica, no haría falta reiterarlo, se refiere exclusivamente al repertorio de estructuras simples con que se elaboran las películas. O sea, son los elementos de base propios del lenguaje cinematográfico: todo lo que tiene que ver con el plano, el encuadre y los movimientos de cámara. La forma es el sentido que se le da al uso de estos elementos técnicos. No es más (la forma de una obra artística) que la organización acabada de su contenido. Cuando la técnica se concibe aisladamente de la forma se rompe la unidad forma-contenido, que constituye la esencia de la obra artística. 

Esa subjetivación de la técnica aboca hoy a cineastas y críticos no sólo a privilegiar los aspectos meramente técnicos, sino a conferir una mayor significación a los que buscan efectos de ruptura-transgresión-extrañamiento, esto es, a los que se proponen, usando la proposición antes mencionada de la revista, “explorar fronteras estéticas y lingüísticas más arriesgadas”. Así que cuando el director y el crítico ponderan el “rigor formal y estilístico” de “Caníbal” lo que quieren decir es que el valor del filme radica principalmente en que pone en cuestión la sintaxis fílmica habitual, contribuyendo a hacer más compleja la legibilidad de la obra. Tal como se postulaba en un texto “sesentayochista” de teoría cinematográfica[3], que viene a coincidir con la pauta expuesta por la revista (reforzada aún por una condición de distanciamiento que dificulte la comprensión de las causas y el sentido de los comportamientos de los personajes): “Se tratará también de dar a la desorientación del espectador un papel tan importante como a su orientación”. Lo cual implica renunciar intencionalmente (por propósito o insuficiencia) a los principios de claridad y profundidad, criterios constitutivos de todo gran arte.

*****

La metodología de la sobriedad estilística que Martín Cuenca aplica minuciosamente en “Caníbal” le sirve para velar la inconsistencia del guion, que a menudo desafía gravemente la verosimilitud del relato. No sólo la atipicidad de un psicópata con sentimientos empáticos; también, de una manera más concreta, la insólita inacción policial frente a la flagrante sucesión de desapariciones de mujeres en una zona geográficamente muy limitada, que dejan, además, tras de sí un apabullante cúmulo de rastros y pruebas, llegan al punto de provocar en el espectador aquella “molestia artística” de la que hablaba Della Volpe, que surge de “la incoherencia o inverosimilitud de tales detalles…, que nos hacen reaccionar negativamente no sólo con los ojos, sino conjuntamente con nuestra experiencia y nuestro sentido racional de las cosas[4]”. Como tampoco resulta consistente la alusión a un trasfondo religioso latente bajo la vida criminal del protagonista, a no ser que nos tomemos en serio la broma de que los católicos se tragan también a su dios en el sacramento de la comunión, pero si hay algo que parece no tener el antropófago de la película es sentido del humor. Se acumulan, por el contrario, demasiadas pruebas a lo largo de la película para que no queden dudas de que es la pulsión sexual lo que lleva al sastre protagonista a matar y comerse a las mujeres. No a todas, en efecto, sólo a las que le inspiran deseo. Esa es, por decirlo así, su manera de amar. Si bien, si hemos de hacer caso a las contenidas, austeras y concisas imágenes del filme, o sea, a su sobriedad y rigor estilístico, deberemos convenir que no es tanto comérselas como cortarlas (despiezarlas) lo que realmente le estimula (digámoslo así). Basta, para convencernos de ello, con contrastar las secuencias concernientes. Mientras las escenas de gastronomía antropofágica propiamente dichas son frías, indiferentes, distantes y parecen aburrirle hasta a él mismo, las de desmembramiento le implican con el mismo concienzudo interés que pone en su trabajo de corte y confección de ropa. Sólo cambia que donde aquí utiliza las tijeras, allí es el cuchillo de carnicero. 

Pero ya hemos visto que ni para el director ni para la crítica lo importante reside en saber si el protagonista es caníbal y qué sentido pueda tener que lo sea, sino la improbable “historia de amor” entre el monstruo y su víctima, así como “la humanidad de ese hombre… y su viaje de autorreconocimiento”. Es cierto que “incluso las emociones más turbadoras pueden ser positivas como tema artístico si se convierten en objeto de reflexión crítica[5]”. No existe una reflexión de tal tipo en la película. No se puede deducir, como se afirma en los párrafos críticos reproducidos, que el filme “se interroga sobre la extraña normalidad de una sociedad que asimila como normal la más incatalogable anormalidad” porque en ningún momento aparece en escena ningún representante social ante tal disyuntiva. Aunque nos resulta inexplicable que un tipo como el que nos describe la película pueda enamorarse “humanamente”, el “viaje de autorreconocimiento” que ello conlleva (confesión incluida) se reduce, en realidad, a un recorrido de 360 grados. El final de la película deja claro que el sastre seguirá matando y comiéndose a sus víctimas (más aún teniendo en cuenta la impasibilidad policial). Y que lo hubiera seguido haciendo por más enamorado que estuviese, aun si no hubiese muerto su enamoradora. Ni el mismo realizador sabría explicarlo. “Podrían caber todas las suposiciones”, diría, ya que, al igual que los espectadores, tampoco él conoce la (sin)razón de su personaje. Y sólo puede, por tanto, expresar como algo oscuro e incomprensible aquello que él mismo no comprende.

¿Cuál es, pues, el tema de la película? Tenemos derecho a sospechar que viene más o menos a proponer que todos somos monstruos en latencia y que hay algunos que se atreven a serlo realmente. ¿De dónde procede ese interés (morboso, ¿cómo, si no, podríamos llamarlo?) de determinados artistas por “lo patológico”? Pues la otra propiedad que, junto a la hipervalorización de los elementos técnicos, caracteriza al arte moderno es su fascinación por el irracionalismo. Viene, pues, de lejos. “La ontología del individuo solitario tiene como consecuencia en la literatura decadente plasmar lo excéntrico y, en último término, lo patológico. Esto tiene como premisa ideológica la negación de la racionalidad en la existencia y la negación de la posibilidad de relación entre los seres humanos. A esta simple descripción de lo patológico, de la perversidad, de la idiotez (en tanto que una huida a la nada) como forma típica de la condición humana, se agrega con frecuencia su abierta glorificación… Una intención de glorificar lo anormal: un antihumanismo[6]”, se escribía ya en 1958. O, en 1970: “En la medida en que en la vivencia del artista se destacan particularmente los fenómenos de lo patológico y obtienen una posición dominante, el resultado es que la mediación de este fenómeno con la totalidad subyacente es omitida y la abstracción de ésta produce el carácter abstracto de las figuras y de la acción… Se sustituye lo horrendo de lo normal por lo normal de lo horrendo a través del método de su deformación patológica y subjetiva… Cuando lo patológico es desgarrado del tiempo histórico, e independizado se convierte en un medio de oscurecimiento del verdadero carácter de la sociedad y de sus individuos[7]”. Palabras que parecen escritas hoy.


[1]   Caimán, Cuadernos de Cine. Nº 19 (70)

[2]   Caimán, Cuadernos de Cine. Nº 20 (71)

[3]   Praxis del cine. Noël Burch

[4]   Lo verosímil fílmico y otros ensayos. Galvano Della Volpe

[5]   Giulio Carlo Argan

[6]   Significación actual del realismo crítico. Georg Lukács

[7]   Arte abstracto y literatura del absurdo. Leo Kofler

EL TRAVELLING MORAL (y 3)

¿No puede parecer grotesca, o hasta friki, esa persistencia, que ya va por la tercera entrega, por aclarar el alcance de una frase aparentemente trivial expresada hace más de medio siglo por un crítico y realizador cinematográfico proclive a los exabruptos más provocadores? ¿Qué interés puede tener hoy dilucidar si, tal como sostenían Godard y sus acólitos, un factor meramente técnico de la composición de un filme, como es el trávelin, debe contener un propósito ético? ¿No se trata de una discusión meramente escolástica, propia de adocenadas camarillas cinéfilas, sin conexión con la realidad? Lo que aquí, a través de estas reseñas, se pretende sostener es que el aforismo de marras («el trávelin es una cuestión de moral») es tan sólo la manifestación mitómana y cerril de una concepción del cine que elude los criterios más elementales del juicio artístico, reemplazándolos por valoraciones de naturaleza irracional y delusoria, basadas esencialmente en la reducción (y confusión) de la forma artística en un mero procedimiento técnico, y su arbitraria separación del contenido. Esa fascinación provinciana por la técnica cinematográfica, que es la que desde entonces impera urbi et orbi en el mundillo de la crítica cinematográfica, tiene, consciente o inconscientemente, un fin propagandístico y político: hacer pasar a la industria norteamericana del cine como EL CINE por antonomasia. Antes de acabar, me propongo mostrar unos ejemplos donde la cámara en movimiento parece confirmar (en su acepción positiva o negativa) el célebre sofisma de Godard. Pero, ojo: todo medio técnico permanece integrado en la totalidad artística de la obra, y cuando un movimiento de cámara o un determinado encuadre adquieren, a nuestros ojos, una dimensión moral (o, por el contrario, indecente) es porque concuerdan con el desarrollo de la obra de la que forman parte, es decir, es ésta y no un fragmento de la misma quien ha de merecer nuestro dictamen acerca de su valor ético y artístico. Aquí puede contemplarse una célebre escena de «Lo que el viento se llevó» , en la que, además de apreciar la predisposición del cine clásico americano por los movimientos de cámara, comprobamos que el modo de suscitar en el espectador un sentimiento de adhesión al derecho de herencia, es decir, «el poder, conferido por la propiedad del difunto, de tomar posesión del fruto del trabajo ajeno», y a la renta de la tierra, esto es, «la forma económica de la propiedad de la tierra basada en el modo de producción capitalista», se consigue por medio de una oportuna combinación de fotografía, música y desplazamiento de cámara, en un impresionante alarde de romanticismo made in Hollywood. https://www.youtube.com/watch?v=Qu_eo3t6bRM Es, sin duda, una secuencia que temáticamente se ajusta a las mil maravillas con el contenido y las intenciones del filme. Aquí tenemos un plano de aquél a quien «Cahiers du Cinéma» rindió un fervoroso e inquebrantable culto, elevándolo a los altares de la genialidad, donde permanece desde entonces: Alfred Hitchcock. https://www.youtube.com/watch?v=qPKBV5QPzP8 Ni más ni menos que la cámara abandonando pudorosamente el lugar del crimen, evitando, así, ser testigo directo de ese brutal suceso. ¿No puede parecer que este trávelin de la película «Frenesí» es el súmmum de la sublimidad expresiva, rehuyendo toda morbosidad y dejando a la imaginación del espectador lo que acontece tras los muros de la casa? ¿No es el colmo del rigor y la sobriedad estilística? Sin embargo, tras esta ostentosa elipsis, devotamente aplaudida por la crítica acrítica, se oculta todo lo contrario: la afectación y el fariseísmo. En efecto, al hacerse patente de una forma tan notoria la presencia de la cámara (que parece, con ello, gozar de voluntad propia) se anula todo propósito de mesura, el artificio queda al descubierto. Más aún cuando el espectador ya ha sido antes testigo (y seguirá siéndolo, luego) de la violencia más explícita. ¿A qué viene, pues, ese incongruente énfasis por mostrarse contenido y virtuoso, si no es sólo para poder hacer ostentación de ello? Hitchcock nos da, sin ningún recato, gato por liebre, haciéndonos pasar por moral lo que es artero y deshonesto. ¿No se podría considerar, por tanto, uno de los planos más cínicos de la historia del cine? ¿Aquél que más se aproximaría a la doctrinal sentencia de Godard en su sentido más negativo? Cualquier otro realizador provisto de sensibilidad artística y sin la fatuidad de Hitchcock hubiese obrado con un criterio más respetuoso con la receptibilidad del espectador. Véase cómo procede Fritz Lang en una situación análoga, en la película «M. El vampiro de Dusseldorf»: https://www.youtube.com/watch?v=lLYjD4cR8LE He incluido la secuencia completa, además del trávelin de la niña, para dejar constancia del contraste de sensibilidades entre uno y otro realizador. El director alemán sabe que el verdadero arte requiere humanizar a sus criaturas de ficción, y, al hacerlo, ennoblece la percepción del espectador. No sugiere sólo el acto criminal, sino que muestra la angustia que produce su presunción en la madre (y el espectador). Para denotar la fatalidad del trágico acontecimiento le basta con mostrar unos pocos planos, que se clavan como alfileres en la retina del espectador: el inexorable avance de las agujas del reloj, el grito de la madre resonando en la desierta escalera, repitiéndose en el solitario tendedero, el plato vacío de la niña ausente, una pelota rodando abandonada por un descampado, el globo de la pequeña agitándose como un funesto espantajo entre los hilos del tendido eléctrico. Qué lección de gran arte. La diferencia es abismal, lo que va de la excelencia (Lang) a la trapacería (Hitchcok). ¿Y el famoso trávelin moral, que demandaba Godard, existe o no? Seguramente sí, pero como elemento agregado a la totalidad de la obra, cuya función y sentido sirven a la comprensión de la misma; no como mecanismo autónomo detentador en sí mismo de cualidades taumatúrgicas. Lo podemos descubrir, relumbrante, en esta escena de la película «The deep blue sea» , de Terence Davies. La protagonista, Rachel Weisz, abandonada por su amante, se dispone a suicidarse en el metro. Primer plano de su rostro desencajado, esperando la llegada del tren bajo el cual va a arrojarse y del que ya se escucha el cercano retumbo de las ruedas. Contra plano de su mirada: la entrada del túnel por el que va a aparecer el tren. De pronto, algo extraño y sorprendente acontece: una parte de la clave del arco del túnel se desmorona, mientras el ruido del tren aproximándose se transforma en un sordo rumor de bombardeos y se oye un lejano clamor de sirenas. En tanto, como si nos hallásemos en un teatro, el fondo de la escena se va oscureciendo y comprendemos que estamos ante un flash back; la cámara inicia un lento desplazamiento a lo largo del andén de la estación, mostrando a la multitud que se ha refugiado allí para escapar de las bombas. Al mismo tiempo, alguien comienza a entonar una canción, la tradicional «Molly Malone», a cuyos acordes le acompañan todos los allí reunidos, en un coro íntimo, fraterno, confiado, unánime. La cámara prosigue su pausado recorrido entre la gente hasta detenerse en el rostro de la mujer, que, junto a su marido, canta con los demás. Violenta ruptura del flash back: primer plano de la cara de la mujer, en tiempo presente, estremecida por el fragor del tren que pasa a su lado, hasta que su estruendo se aleja. En el último momento, gracias a ese recuerdo, ella ha desistido de su propósito suicida. Evocar un momento en el que, en aquel mismo escenario, durante la guerra, sintió dentro de sí la espontánea comunión humana, su natural calidez vital, simbolizada por una sencilla canción cantada en común, la ha redimido. Posiblemente, una situación de esta naturaleza sólo podía representarse visualmente, tal como lo ha preferido Davies, por medio de un trávelin. Pero si éste alcanza la fuerza alusiva que consigue en la película es porque se produce una admirable fusión entre la forma y el contenido. No en otra cosa consiste el Arte.

Ver: https://www.youtube.com/watch?v=QYhWfgfEfzQ

 

¿CÓMO DEBEMOS JUZGAR EL ARTE?. ¿CÓMO, EL CINE?

¿CÓMO DEBEMOS JUZGAR EL ARTE? ¿CÓMO, EL CINE?

(Una recopilación de aforismos sobre arte y literatura de Bertoldt Brecht)

Por A. Cirerol

En el texto que van a leer donde diga Arte o Literatura aplíquenlo también al Cine, por favor. Si dice Libros, añadan Películas. Donde hable de Escribir, ustedes entiendan Filmar. Donde se refiera a Palabras, relaciónenlo asimismo con las Imágenes Cinematográficas. Si habla de Escritores o Lectores, piensen igualmente en Directores y Espectadores.

Y ténganlo siempre presente cuando juzguen no sólo una novela o un poema, sino cualquier película que vean, sobre todo si pretende ser artística. Es decir, abandonen toda cinefilia, esa afición infantil que nos hurta la realidad sustituyéndola por sombras, si quieren realmente ser críticos, justos y racionales.

25 TESIS DE BERTOLDT BRECHT

*El arte no ha de presentar las cosas ni como evidentes ni como incomprensibles, sino como comprensibles, pero todavía no comprendidas.

*Quien quiera escribir con verdad sobre estados de cosas graves deberá escribir de tal manera que se hagan reconocibles las causas evitables de aquellos estados.

*Ensamblar bellas palabras no es arte. ¿Cómo puede el arte conmover y mover a los hombres y las mujeres si el arte mismo no es afectado por el destino de éstos?

*La obra de arte explica la realidad que plasma; enseña a ver con propiedad las cosas del mundo.

*¿Qué es el formalismo?: la deformación de la realidad en nombre de la forma.

*Es formalista en arte quien se aferra a formas viejas o nuevas. Lo es tanto aquél que impone por la fuerza formas nuevas a un tema, como quien no sabe escapar de las formas viejas.

*Únicamente los nuevos temas toleran formas nuevas.

*Un auténtico goce artístico sin actitud crítica es imposible.

*Sin someterse a la evolución del contenido, cualquier innovación formal es completamente estéril.

*No hay que juzgar la literatura desde la literatura, sino desde la vida y el mundo, desde la parte de la vida y del mundo de que aquélla trate.

*Sobre fórmulas literarias hay que interrogar a la realidad, no a la estética. Los nuevos medios estilísticos deben ser juzgados no en sí mismos, sino según su correspondencia, validez y eficacia con respecto al tema.

*Las innovaciones exclusivamente por motivos artísticos pretenden únicamente afianzar el viejo mundo burgués, dándole un barniz externo, un sesgo de moda. Tales experimentos se atienen sólo a la forma, son superficiales, banales y anticuados. Su propósito es conservar contenidos deteriorados, obsoletos.

*En la literatura de las postrimerías del capitalismo los poetas intentan sacar sin cesar nuevos incentivos a los viejos temas burgueses mediante transformaciones estilísticas vanas y desesperadas.

*Los novelistas que sustituyen la descripción del ser humano por una descripción de sus reacciones psíquicas y descomponen así al hombre en un mero complejo psicológico no hacen justicia a la realidad. Ni el mundo ni el ser humano pueden explicarse si sólo se describe el reflejo del mundo en la psique humana o sólo la psique cuando ésta refleja el mundo. El hombre debe ser descrito a la vez en sus reacciones y en sus acciones.

*Los novelistas que sólo describen la deshumanización que lleva a cabo el capitalismo, esto es, a los hombres sólo en su desolación psíquica, no hacen justicia a la realidad. El capitalismo no sólo deshumaniza: crea humanidad también, a saber, en la lucha activa contra la inhumanidad.

*Hay que analizar las obras en particular e indagar qué ideas socialmente importantes defienden o combaten, y qué complejos temáticos, viejos o nuevos, presentan al lector. A continuación hay que examinar también qué novedades formales introducen en el tratamiento del material.

*En cada caso particular hay que comparar la descripción que el artista hace de la vida con la misma vida descrita. Sólo mediante esta confrontación se podrá distinguir un escrito realista de otro no realista.

*El artista no puede trabajar de forma realista por encargo de las clases caducas y agotadas, que ya no están en condiciones de resolver productivamente los problemas y las dificultades sociales.

*Escribir de forma realista significa: influido conscientemente por la realidad e influyendo conscientemente en ella.

*El rango distintivo de las obras realistas: tienen mucho de esencial y nada de superficial.

*El elemento crítico es decisivo para el realismo. Hay que criticar la realidad configurándola, hay que criticarla “realistamente”.

*El público debe “pensar por encima de la acción”, debe negarse a aceptar ésta acríticamente; pero esto no significa rechazar una reacción emocional, sino que ante la obra de arte “ha de pensar emocionalmente y sentir pensativamente”.

*Decadencia en arte: separación de forma y contenido en la obra de arte. En ella se separan la forma (que es nueva) del contenido (que es viejo).

*La libertad burguesa es un formalismo para los trabajadores, una frase vacía, pues sólo son libres “según la forma”.

*Se puede modificar el gusto del público no con mejores obras artísticas, sino sólo modificando la situación social y cultural del público.

 

 

EL TRAVELLING MORAL (2)

EL TRAVELLING MORAL (2)

por A. Cirerol

Con «Cahiers du Cinéma» se inauguró una nueva etapa en el campo de la crítica cinematográfica, en la que se pasó de prestar atención a los aspectos temáticos del film a privilegiar exclusivamente los procedimientos formales. Seducidos por la ilusión de realidad característica del arte cinematográfico, esa inclinación al formalismo, que, como tendencia, ha existido siempre en el arte, derivó hacia un deslumbramiento infantil por los efectos técnicos, sin tener en cuenta que la esencia de la obra artística no radica en su «estilo», sino en la capacidad para explicar estéticamente la realidad a la que da forma. Sólo así se puede entender que se llegase a afirmar, tal como hacían Godard y sus acólitos, que existen usos de la técnica cinematográfica portadores en sí mismos de virtud o ignominia. Esto es, que la elección de un determinado encuadre o movimiento de cámara lleva aparejada una opción moral.

Aunque la humorada de Godard, comentada aquí en un artículo anterior, no tenía, como es habitual en él, sino una intención al tiempo provocativa y mixtificadora, no se tardó en encontrar su corroboración práctica. Su compañero de filas Jacques Rivette señalaba, en el opúsculo «De la abyección», la película «Kapo» como demostración de las facultades teleológicas, sino teológicas, de la cámara cinematográfica, en este caso para probar su empleo inicuo. En su artículo de 1992 «El travelling de Kapo«, incluido en su funerario libro de memorias cinéfilas «Perseverancia, reflexiones sobre el cine», el crítico francés Serge Daney, tras reconocer que nunca había visto dicha película, rememoraba la impresión que treinta años antes le produjo la lectura del artículo de Rivette sobre aquel film: «Así, un simple movimiento de cámara podía ser el movimiento que no había que hacer. Para atreverse a hacerlo había que ser abyecto. Apenas terminé de leer esas líneas supe que el autor tenía toda la razón. El texto de Rivette me permitía ponerle rostro a la abyección. Mi rebeldía había encontrado su forma de expresión. Esa rebeldía estaba acompañada de un sentimiento más oscuro y menos puro: la serena revelación de haber adquirido mi primera certeza como futuro crítico. Durante esos años, efectivamente, «el travelling de Kapo» fue mi dogma portátil, el axioma que no se discutía, el punto límite de todo debate. Con cualquiera que no sintiera de inmediato la abyección del «travelling de Kapo» yo no tenía definitivamente nada que ver, nada que compartir…La célebre fórmula de Godard que ve en los travellings una cuestión de moral me parecía una de esas verdades evidentes sobre las cuales nadie podía retractarse».

La máquina cinematográfica tenía para los nuevos críticos un poder taumatúrgico. El adecuado uso de sus mecanismos sólo era accesible a quienes en «Cahiers» denominaban «autores». Autor no era aquél capaz de dominar y recrear estéticamente la realidad, sino el usufructuario de un determinado «estilo». Es la «cinefilia», esa enfermiza, embaucadora y provinciana sugestión hipnótica con que los adeptos («cinéfilos») enjuician la obra cinematográfica, suspendiendo para ello todo criterio artístico y racional. Como un principio fundamental y consagrada la nueva fórmula kinosófica se divulgó por todos los medios de comunicación por indocumentados o doctos que fuesen; y así sigue, cual dogma inamovible, hasta la fecha.

En busca de ese principio mítico, «el travelling moral», puede resultar si no revelador por lo menos entretenido, aprovechar la ocasión para exponer, con unos cuantos ejemplos, entre mil posibles, algunos de sus usos, con el fin de indagar su función o su presunta naturaleza ética. Qué mejor que comenzar por el propio autor de la sentencia. Es el famoso trávelin de la muerte de Belmondo en «Al final de la escapada» el que tenéis a vuestra disposición:

¿Se puede sostener, al contemplar estas imágenes, que la preferencia del realizador por el trávelin para mostrar la muerte de su protagonista entraña una necesaria correspondencia de índole moral? Lo más que se puede aseverar es que la opción elegida propone al espectador una identificación romántica con el personaje y que, por sus características, al estar rodada al aire libre, provee a la escena de una mayor espontaneidad e inmediatez. Por el contrario, la relevancia concedida a ese movimiento de cámara, que Godard, para no parecer sentimental, procura al mismo tiempo desleír con acotaciones paródicas, sólo es aceptable si suscribimos, al igual que el director, la ejecutoria moral de un personaje que carece de ella. Al final resulta que el corolario de un trávelin tan afirmativo y arrebatado como éste, la mortal declaración de amor del forajido abatido por unos caricaturescos policías, no es sino una exaltación de la misoginia. El exabrupto que alude a la necesaria relación entre trávelin y moral queda en entredicho, a la hora de su puesta en práctica por el propio autor.

La secuencia indicada recuerda demasiado a aquélla con la que concluye «Cenizas y diamantes», la película de Andrzej Wajda, como para ser producto de la casualidad. También allí el protagonista, un asesino fascista (aunque casi tan «encantador» como Belmondo), es perseguido tras un enfrentamiento con el Ejército Popular, del que sale malherido. La cámara acompaña su huida, hasta que se desploma en un vertedero y muere entre la inmundicia como un despreciable traidor. Trato muy distinto al que dedica Godard a su héroe.

Ya que se habla de Wajda, vean la escena inicial de su película «Kanal», de 1957:

Un largo y arduo trávelin, que bien podríamos calificar como topográfico. Su sentido, aparte del gusto del realizador por la complejidad en general y el plano secuencia en particular, se justifica porque dota de mayor veracidad e inminencia al movimiento de tropas que reproduce, al modo de un reportaje bélico.

Más complejo y laborioso aún, el movimiento de cámara con el que se abre «Sed de mal», realizada un año más tarde por Orson Welles:

Un plano secuencia éste de tres minutos y medio, que se inicia con un primer plano de las manos que manejan el mecanismo de una bomba, que sigue luego en plano general al hampón que coloca el explosivo en un coche, en el que se monta una pareja, mientras la cámara se eleva con un movimiento de grúa por encima de unos edificios y desciende al otro lado de éstos para encuadrar de nuevo al coche, que por dos veces se detendrá ante sendos pasos de peatones, por el segundo de los cuales cruzará una pareja cogida del brazo (Charlton Heston y Janet Leigh, los protagonistas de la película) y que suscita a partir de este momento el interés de la cámara, que se desplaza siguiendo su itinerario, mientras el coche donde sabemos que han colocado el explosivo se cruza en varias ocasiones con ellos, entre la aglomeración de gente que deambula por las calles, hasta converger en un puesto de aduana (en el que nos enteramos de que la pareja acaba de casarse y que él es comisario de policía), donde la cámara abandona el recorrido del coche para centrarse en el camino de los recién casados. En el momento en que éstos se detienen en plano medio para besarse, se produce la explosión y el coche, rompiendo la imagen la continuidad del plano, salta por los aires.

Estamos ante una secuencia rodada en un solo plano que contiene numerosos y complicados desplazamientos de la cámara, que literalmente vuela, se desliza, discurre, circula, se acelera o se detiene, y  emprende de nuevo su trayecto, tras el reclamo del coche y de la pareja protagonista. Un auténtico alarde formal de precisión milimétrica, de continua y audaz apertura del espacio escénico, un trávelin de inspiración cartográfica, donde prevalece un punto de vista de irónica tensión ante la inminencia del estallido, apoyado en el ritmo sincopado de la música de Mancini.

Véase cuán distinta, aunque asimismo ostentosa, la cámara de Max Ophuls en «Carta de una desconocida»:

La cámara se deja atraer por los asistentes -pertenecientes a la alta sociedad vienesa- a una representación teatral. En la antesala del teatro sigue ora a unos personajes, ora a otros, con la volubilidad y ligereza que sugieren sus afectadas apariencias, y, al tiempo, con la acompasada elegancia coreográfica de un vals.

O el archifamoso plano de «Lo que el viento se llevó», que, a través de un espectacular desplazamiento de la cámara, que va elevándose imponentemente, nos descubre, a medida que se va abriendo a la vista el espacio fuera de campo, el cuadro sobrecogedor de los miles de soldados heridos, hacinados en la estación de Atlanta, hasta enmarcar la bandera confederada, simbólicamente convertida en un trapo viejo y raído.

Son maneras diversas de hacer un uso funcional y/o significativo del trávelin, pero no hemos hallado aún rastro alguno de su supuesto carácter moral (o de su contrario). Se intentará en el próximo y último capítulo.

Ida: fortaleza o sumisión

IDA, O LA FUERZA DE LA SUMISIÓN
por A. Cirerol

EXORDIO OBVIABLE
¿Cómo es el cine polaco de hoy? A diferencia de hace cuarenta o cincuenta años, a esa pregunta sólo podrían contestar en la actualidad unos pocos analistas cinematográficos especializados en el tema. Las condiciones de la industria cultural en la etapa actual del capitalismo tardío, en pleno apogeo del neoliberalismo sin fronteras, hace que, en el campo cinematográfico, sólo nos lleguen en cantidades masivas las producciones del Imperio, en su inmensa mayoría detestables, mientras de los cines nacionales (europeos, asiáticos, sudamericanos y africanos) apenas conocemos una exigua muestra. Eso se llama imperialismo cultural e ideológico.

Así, por ejemplo, nos pasa con el cine polaco que son muy pocos los que tienen noticia de él. Hace cosa de un año, la Filmoteca exhibió una selección de su reciente cinematografía: ¡felicitaciones a quienes tuvieron la oportunidad de asistir! En salas comerciales sólo ha llegado a nuestro país «Katyn», (2007), de Adrzej Wajda, sin duda por su rotunda carga propagandística sobre las «atrocidades del comunismo». Ahora, quizá a instancias de los premios internacionales cosechados, se acaba de estrenar en España «Ida», sin que podamos saber en qué medida esta película es representativa del cine de su país. Como, por diversas razones, reviste un interés singular, puede servirnos de pretexto para evocar el cine polaco que pudimos conocer hace bastantes años, además de intentar examinar las cualidades de la obra mencionada.

En las primeras escenas de «Ida» un cartel nos informa del momento histórico en que transcurre la acción: Polonia, 1962. Nos encontramos, pues, en uno de los escasos períodos de estabilidad y progreso de la República Popular de Polonia, en pleno deshielo, bajo la presidencia de Wladyslaw Gomulka. Es una época en la que se estimula la libertad creativa, y donde esto más se nota es en el cine, la música (pleno auge del dodecafonismo, con compositores como Lutoslawski, Penderecki, Górecki; boom del jazz, que se convierte en el más interesante que se produce en Europa), el teatro (Jerzy Grotowski y su Teatro Laboratorio) y la pintura (arrinconamiento del realismo socialista, expansión del abstraccionismo).

En la Escuela de Cine de Lodz, creada en 1948, se forman quienes serán los grandes directores de los años 50 y 60, una época de esplendor de la cinematografía polaca, que será conocida como la Escuela Polaca de Cine, a quienes unificaba su común oposición al realismo socialista: los Wajda, Munk, Kawalerowicz, Rosewicz, Kutz, Has, Polanski, Skolimowski, Zanussi, Kieslowski, etc. Fue éste un cine siempre insumiso, resistente a seguir las directrices de la doxa oficial, y que aún acrecentaría su enfrentamiento con el sistema en la etapa siguiente, que el realizador Krzystof Zanussi denomina Cine de la Inquietud Moral, «voz de los artistas disidentes, incompatibles con el marxismo, en quienes la ética prevalecía sobre la política, lo individual sobre lo colectivo». Películas como «El hombre de mármol» (1977), «El hombre de acero» (1981), de Wajda, «Iluminación» (1973), «Colores de camuflaje» (1977), de Zanussi (quien realizaría asimismo un filme sobre Juan Pablo II), «El hospital de la metamorfosis» (1977), de Zebrowski, «Yesterday» (1985), de Piwowarski, etc., cuyo objetivo era erosionar el régimen desde dentro con el fin de propiciar un cambio del sistema político entonces vigente.

SUMARIO
La figura de Pavel Pawlikowski, realizador de «Ida», es peculiar. Dejó Polonia en 1971, a los 14 años, y en los 80 se estableció en Inglaterra, donde se dedicó a la realización de documentales, con los que obtuvo diversos premios internacionales, antes de pasarse al cine de ficción más comercial con «My summer of love» (2004) y «The woman in the fifth» (2011). En 2013 rueda en Polonia «Ida», película que contrariamente a lo que los antecedentes de su autor podían hacernos imaginar es, en su esencia, cien por cien polaca. En ella narra la historia de una joven novicia, Anna/Ida, que no ha salido nunca del ámbito del convento en el que profesa. Antes de tomar los votos, se le encomienda que conozca al único pariente que le queda en el mundo: su tía, Wanda, a la que nunca ha visto. Ésta es una prestigiosa jueza del régimen, que le descubre a Anna su origen semita y le revela que sus padres fueron asesinados en el transcurso de la guerra. Juntas viajan al lugar de los hechos, en busca de los restos de los ascendientes de la joven, con el fin de darles sepultura. Para ambas este viaje tendrá un efecto catalizador y las aboca a una situación crítica y decisiva.

DISPOSICIÓN DE LOS MATERIALES
Lo primero que llama la atención en «Ida» es la singularidad de su estructura narrativa, fundamentada en un encadenamiento de unidades fílmicas constituidas por planos fijos, donde todo movimiento de cámara es abolido (cuando en un par de ocasiones parece desplazarse, lo hace en realidad desde un elemento igualmente móvil -coche o autobús- por lo que sigue actuando como un encuadre fijo, correspondiente a la mirada de la protagonista), salvo en la última secuencia, donde la irrupción del movimiento de la cámara (trávelin) cumple una función catártica. Una apreciación superficial podría hacernos pensar que estamos en presencia de un tipo de montaje que reproduce las técnicas del cine ruso de los años 20 y 30, pero se trata de una falsa impresión. En el cine de los grandes realizadores soviéticos el encuadre y la composición de los planos pretende «producir sentido», y éste se alcanza por medio de una interacción conflictiva o contrapuntística entre los planos. Éstos no cumplen una función propiamente representativa, sino discursiva, reflexiva; son portadores de significación en sí mismos. Bajo un aspecto formal en apariencia semejante, nada más disímil que el planteamiento de Pawlikowski. La disposición de planos estáticos en «Ida» se concentra en la plástica de la imagen, donde lo que prevalece es el emplazamiento de los cuerpos en el espacio, su equilibrio o, por el contrario y de una manera más insistente, un ordenamiento asimétrico de aquéllos en el encuadre, con una gran amplitud de espacio fílmico vacío dentro del plano en sus márgenes lateral o superior, cualquiera que sea el tamaño de la figura enmarcada, desde el plano general al primer plano. Plausible referencia a la incomunicación, extrañamiento, inestabilidad e infortunio de la sociedad polaca bajo la tiranía atea y totalitaria.

La elección del blanco y negro cumple la misma función plástica. No tanto para representar de manera expresionista un estado de ánimo correspondiente a un «período histórico sombrío», sino para iluminar la pantalla con el ascetismo de las dependencias y los hábitos conventuales, con la gélida impresión del hibernal paisaje polaco, con la evocación de un pasado en el que los colores se han desvanecido, como ocurre en los sueños. Cómo no, la prevalencia de los tonos cromáticos del blanco y negro actúa para destacar la proporción y el relieve de las figuras, su austera composición en el espacio. La misma continencia encontramos en la representación sonora: ausencia de apoyo musical externo al desarrollo narrativo, recurso usado habitualmente con el fin de suscitar emociones en el espectador. La música emerge sólo dentro del contexto narrativo, para enfatizar el carácter de los personajes o para definir el espíritu de la época. Así, en el apartamento de Wanda siempre sonará música clásica en el tocadiscos; en la velada en el hotel del pueblo, reverberan en el micro las canciones pop del momento (hits italianos), que hoy nos hacen sonreír por su candorosa simpleza; de madrugada, cuando los componentes del grupo musical interpretan ya sólo para abismados noctámbulos y para sí mismos, improvisaciones jazzísticas: Coltrane.

EL SALTO DE WANDA Y EL TRÁVELIN DE IDA
El filme no está sólo cuidadosamente elaborado desde un punto de vista formal, la relación que se establece entre las dos protagonistas da lugar a una penetrante indagación de sus personalidades. Ambas son diametralmente opuestas. Anna, sin ninguna experiencia de la vida, es una adolescente llena de una ingenua y a la vez firme espiritualidad. Su entereza se sostiene en una fe religiosa tan serena como inexpugnable, amurallada por un silencio a la par reflexivo y vigilante. Pero, al tiempo, es observadora, inquisitiva, calladamente receptiva a la influencia de ese mundo nuevo, desconocido, que se abre de pronto a sus ojos. Wanda, por el contrario, es una mujer experimentada, dura, curtida por la vida. Atea, materialista, otrora funcionaria relevante del Partido Obrero Unificado en el poder, determinados indicios de la trama nos hacen inferir que el nuevo giro político liberalizador la ha postergado a un lugar secundario y que sus años de notoriedad han pasado. En la actualidad, es una mujer amargada, desengañada, cínica, que consuela su soledad con el alcohol y fortuitos encuentros amorosos con extraños, que sólo consiguen ahondar su desolación. Los rostros de las dos mujeres -y en la película abundan los primeros planos- revelan con elocuente transparencia sus distintas naturalezas. El de la joven se nos aparece límpido, con la pureza simple de quien carece de pasado, pero resuelto, al tiempo, a no alterar el inmutable futuro de reclusión y servidumbre espiritual que ha decidido para sí. En el de la mujer mayor están impresas las huellas de una vida de lucha, de áridas y vanas ambiciones, y de decisiones crueles e inconmovibles; y, sin embargo, bajo la corteza y las cicatrices de esa vida tormentosa, antes de ser conocida como Wanda la Roja, podemos imaginar (merced al extraordinario magnetismo de su intérprete, Agata Kulesza) a la muchacha apasionada e idealista, que unió altruistamente su destino a la gran causa por la humanidad.

A lo largo de ese breve viaje a la raíz, pasarán de la mutua desconfianza y los prejuicios a la aceptación y el aprecio. La joven sentirá la atracción de lo externo y contingente, de lo visible y material; parece, por un momento, salir de sí para atrapar lo real humano. La mujer mayor, la que sabe lo que significa vivir, mancharse, será la que paradójicamente sucumbirá al enfrentamiento con el pasado. Su aparente fortaleza, ya resquebrajada, acaba por desplomarse. Se le hace intolerable la conciencia de su desamparo, la insoportable revelación del sin sentido de su vida, el desmoronamiento de sus certidumbres. Vacía de todo, decide precipitarse en ese vacío, salir del mundo. De la otra, la novicia, se apodera un sentimiento nuevo, la duda, provocada por su naciente atracción por ese principio hasta ahora ignorado, el mundo sensible. Decide, pues, a modo de verificación antes de resolver a desposarse con Dios, experimentar los goces terrenales, asumiendo, para ello, la personalidad de su tía. Se vestirá con sus trajes, fumará como ella, bailará, se emborrachará, joderá como ella. De la prueba que se ha impuesto saldrá, sin embargo, indemne, y reforzada en su determinación de regresar al convento y profesar. El último plano de la película nos muestra ese acto definitivo de voluntad por medio de un trávelin (¿será ése el tipo de trávelin moral con que hace más de medio siglo nos vacilaba Godard?) que encuadra su rostro enérgico, resuelto, tocado por un fulgor místico, mientras camina hacia la abadía, al encuentro de su irrevocable misión. Ida, por fin, se ha puesto en movimiento.

NO ES ORO TODO LO QUE RELUCE
Ida tiene toda la pinta de una obra redonda, y deja esa sensación en nuestro entendimiento durante bastante tiempo tras su visión. Mérito, sin duda, del talento y la inteligencia de su realizador, que expone con compleja precisión y mirada humana el drama de estas dos almas antagónicas, enfrentadas a su identidad y su destino. Hagamos, sin embargo, un esfuerzo de profundización. Por poco que lo intentemos aparecen de inmediato sus puntos débiles, consistentes en la falta de coherencia interna del texto narrativo, que afecta a la verosimilitud -y, por tanto, a la verdad- de situaciones y personajes, y, lo que es más grave, al propio sentido de la película.

¿POR QUÉ TUVE QUE IRME A LUCHAR?
Comencemos por una serie de inconsecuencias y discordancias del contenido narrativo, necesarias, sin embargo, para mantener el efecto que Pawlikowski pretende provocar en el ánimo del espectador. En concreto, cabe preguntarse, en apoyo de la lógica diegética, esto es, la que hace referencia al desarrollo narrativo de los hechos, qué inexplicada razón impulsa a la abadesa a prescribir a Ida el deber de visitar a su tía -la célebre Wanda la Roja- antes de consagrarse a la vida religiosa. ¿Conocer la verdad sobre su origen? Asombraría tal muestra de liberalidad apostólica en una institución como la señalada, a parte de que nada nos permite suponer que tal circunstancia sea siquiera conocida por la dirección abacial. Aunque pudiéramos llegar a aceptarlo, puestos en esta tesitura, cómo prestar la mínima verosimilitud al hecho de que previamente la misma Wanda, atea y comunista convencida, hubiese recluido a su sobrina en un establecimiento religioso (donde su destino como profesa era ineluctable) en lugar de internarla en una institución escolar estatal, acorde con su ideología. Por qué Wanda, cual si hubiese aguardado a las exigencias dramáticas del guión de Pawlikowski, decide partir al rescate de los restos de su hermana y, ¡sorpresa del guión!, de su propio hijo, cuando recibe la inesperada visita de su sobrina, casi veinte años después de los hechos. ¿No resulta, por el contrario, más conforme con las reglas de la razón suponer que la búsqueda y recuperación de unos restos mortales tan queridos, así como el castigo de los culpables, tuviese lugar en el mismo momento del triunfo sobre el nazismo? Igualmente incongruente, la respuesta a la lógica pregunta de Ida a los asesinos (*): ¿por qué yo no estoy ahí? (en la fosa), esto es: ¿por qué no me matasteis también a mí? Lo cual lleva aparejado como consecuencia que Wanda hubo de recuperar a su sobrina sabiendo que los mismos que la habían recogido eran los asesinos de su propia familia, incluido el hijo de Wanda, sin que a ésta – ya destacada militante del partido en el poder y todopoderosa jueza en ciernes- se le ocurriese hacer nada al respecto. Más aún, si se tiene en cuenta su reacción posterior, en el momento de exhumar con tanto retraso el cadáver de su hijo, cuando aparece devastada por el dolor, hasta el punto de lamentar la decisión tomada entonces, dejando al pequeño al cuidado de su hermana para dedicarse a combatir a los invasores nazis. ¿Para qué tuve que irme a luchar?, llega a preguntarse, reconcomida por la culpa. Una inferencia de esa índole es inconcebible en una personalidad con las convicciones de Wanda, por muy debilitadas que éstas se hallasen a la sazón. Todo parece producirse de acuerdo no con la credibilidad de los acontecimientos, sino con los propósitos que guían a Pawlikowski, por más alejados que estén tanto de la lógica común como de la histórica. Podemos pasar por alto también que Ida y Wanda, católica militante la una y atea consecuente la otra, decidan enterrar furtivamente los respectivos restos de su madre y su hijo en un cementerio judío, sin que hayamos sido avisados de su repentina identificación con su origen étnico. Vayamos, por fin, a lo principal: la resolución final de Ida.

LA PRUEBA DE LA NOVICIA
Wanda opta por el suicidio. Es una decisión acorde con su temple, una vez que asume la vaciedad de su existencia, su dolor culpable, su desamor. Ha dejado de esperar y de creer, y ella no es una mujer que se ande por las ramas. De Ida conocemos su gradual expectación por el mundo exterior; la curiosidad, próxima a la sugestión, que le inspira su tía; la vislumbre de atracción por el joven saxofonista del grupo musical. La prueba que se exige Ida a sí misma puede tener una doble interpretación. Aquella que tiene mayor apariencia de certidumbre: ella necesita experimentar las heces de la vida mundanal y profana para demostrarse la fortaleza de sus convicciones religiosas. Su acción reviste un viso simbólico: apropiarse de la personalidad de la tía, la imagen más representativa de todo aquello que desde una perspectiva moral e ideológica es antagónico con sus creencias; transformarse en ella para vencerla, para extirparla de sí, y conjurarla, exorcizarla para siempre. O podemos probar con la otra plausible explicación, la más simple y dudosa: Ida precisa conocer, antes de profesar, si su destino como mujer está en el culto a Dios o en la secular entrega al amor carnal y familiar. Pese a las expectativas creadas por Pawlikowski al respecto, mostrándonos, a través de encuadres armónicos, centrados, equilibrados, la atracción anímica y afectiva entre los dos jóvenes, el músico y la novicia, Ida decide, ya sea por desencanto o por convicción, que no es ése su camino. Sea cual sea la razón, la decisión de Ida se nos muestra -cinematográficamente, a través del primer y exultante movimiento de cámara de la película- como el triunfo de la voluntad, del idealismo, de la libertad.

LA FORTALEZA DE LA SERVIDUMBRE
¿Podemos como espectadores críticos comulgar con los postulados del filme? No podemos. Supondría aceptar el valor de la razón irracional y de la verdad intangible. Admitir la primacía de lo espiritual e incorpóreo sobre lo material, colocar la conciencia al margen de la naturaleza, la fe suplantando a la razón. Con ese empeño, Ida se hace trampas a sí misma y Pawlikowski se las hace al espectador. El acto de Ida es sólo un simulacro o una parodia, un juego. Su transubstanciación con su antagonista
sólo se produce en lo incidental y anecdótico. La novicia, un ser sin pasado vital, imita a Wanda en lo contiguo e inmediato, en aquello más superficial, en lo que le veía hacer o se imaginaba que era, tal como los niños cuando se disfrazan de mayores. Pero como neófita es incapaz de acoger dentro de sí el cúmulo de experiencias vitales que han llevado a Wanda a ser lo que es. De eso Ida no sabe nada. Y, cuestión primordial, el estado y la situación de ambas es radicalmente desemejante: Wanda ya no cree en nada; Ida, aun en el momento de conculcar las normas que constituyen su decálogo moral, no ha perdido en ningún momento su fe. Por ello, ese examen de autoafirmación no puede ser sustancial, ni siquiera moral, sino un ejercicio de simulación, una representación falsamente purificadora. Es un acto en sí mismo intrascendente. No puede servir, pues, para afirmar la aparente tesis de la película. La preponderancia del alma, la fuerza de la voluntad.

PUNTO DE FUGA
¿Pero es ésa en realidad la tesis de la película? Lo es, pero enmarcada en un contexto político concreto, la conclusión que propone Pawlikowski de su parábola fílmica es diáfana: la necesidad de preservar la individualidad, el espiritualismo y la libertad, sólo es posible en determinadas circunstancias, como la de Polonia en 1962, huyendo de la realidad. Para quien ha colaborado a cimentar esa acerba realidad sólo cabe buscar ventanas por las que precipitarse al vacío que la constituye; para los demás, la fuga hacia dentro, que es la resistencia interior. La elección de Ida es más productiva de lo que parece, a la postre la Iglesia fue uno de los principales baluartes contra el socialismo y posiblemente el que más coadyuvó a su caída. Walesa lo haría desde Gdansk, a través de las películas de Wajda. El resto, como la juventud indolente y acomodaticia que vemos en «Ida» o quienes en la película representan el pasado colaboracionista y culpable, se sumaron entusiasmados a la fiesta.

TRÁILER
Los proyectos inmediatos de Pawlikowski: una película en inglés, titulada «Epic» , y otra en ruso y georgiano de título «Kamo» , sobre los años mozos de Iósif Vissariónovich, más conocido como Stalin. Esto promete.

(*) «Está el asunto de un granjero polaco que mata a una familia judía…, seguro que habrá problemas», declara el director al comentar su película. Hay que celebrar el interés de éste por sacar a la luz comportamientos incómodos para la historia de su país. La cuestión del colaboracionismo con los nazis es un asunto sistemáticamente omitido en la memoria histórica y artística europea. Sin embargo, la osadía de Pawlikowski es tan limitada como pusilánime: no se plantea denunciar unos hechos notorios, se trata solamente de un caso excepcional suscitado por la codicia. No habrá problemas.

EL TRAVELLING MORAL (1)

Una vez, no recuerdo si en una entrevista o en un artículo crítico, Godard sentenció: «El travelling es una cuestión de moral». Lo que quisiese significar con su ingeniosa agudeza nunca fue aclarado, pero, pese a su apariencia inescrutable o quizá por ello, el dicho, abierto a mil interpretaciones, ha quedado inscrito con letras doradas en la memoria de los cinéfilos. Es más, espoleados sin duda por la frivolidad de la proposición, otros intentaron superarla. Así, un tal Serge Moullet, un segundón de la Nouvelle Vague, en el colmo de la futilidad típicamente gabacha atusó el aforismo por medio del siguiente retruécano: «La moral es una cuestión de travellings». No sorprendió a nadie. Aún más, con la misma proclividad insustancialmente provocadora, Raúl Ruiz, un director chileno afincado en Francia, cuyas insufribles obras eran entusiásticamente ensalzadas por la crítica de Cahiers du Cinéma, rizó el rizo declarando que «El travelling es una cuestión de nostalgia».

No puede dejar de asombrarle a cualquier persona en su sano juicio esa obstinación de la cinefilia en la valoración, y aun veneración, de un mero artificio técnico, pues no otra cosa es un travelling, sino un desplazamiento de la base de la cámara, en el que su eje permanece paralelo en una misma dirección. Seguramente tal pasmo por un recurso expresivo se produce en el espectador por razones diversas, entre las cuales la principal sea la confusión típicamente cinematográfica entre técnica y forma. Técnica (techné: artesanía) es el conjunto de medios a disposición del artífice para configurar su producto, en donde cuenta la pericia o habilidad en hacer uso de ellos. Un empleo peculiar, característico, de los elementos técnicos conforma o modela un determinado estilo. Su glosa apenas merecerá unos renglones en cualquier manual de Estética. Sobre el concepto de forma, por el contrario, se han escrito libros sin cuento. No conviene por el momento divagar acerca de su significación, si no es para extractar su sentido genérico: el aspecto exterior de la obra de arte: su estructura, el conjunto de sus elementos y de la relación entre ellos, a través de la cual se pone de manifiesto su contenido. Para Kant es lo que define a la obra de arte. Para Hegel, todo contenido concreto determina una forma adecuada al mismo. Y Marx señala: la forma no tiene valor, salvo que sea la forma de su contenido. Se ve, pues, la estrecha vinculación y dependencia entre forma y contenido. Cuando ambos se disocian, cuando la forma llega como tal a la consciencia del receptor, conservando una independencia respecto del contenido, al no mutar completamente en éste, se produce un efecto que muestra la subjetividad del artista, se cae en el formalismo y la obra artística se resiente negativamente.

Desde esta perspectiva podemos considerar ahora la frase de Godard citada al principio como una banalidad, o una boutade, como diría un francés. La característica mentalidad pueril y provinciana sobre el cine (cinefilia) tendente a sacralizar sus mecanismos y sus sensaciones. Lo mismo que se proclama acerca de la moralidad de ese movimiento de cámara conocido como travelling, se podría aplicar con la misma volubilidad al primer plano, al encuadre fijo, al plano general, a la profundidad de campo, el espacio fuera de campo, o a cualquier otra técnica de la representación visual. Sin embargo, esa sugestión emancipadora, de apropiación de la realidad, que provoca la cámara cinematográfica al desplazarse, deslumbra tanto como oscurece la razón cinéfila. Llevada por su afán mistificador, no es de extrañar que pronto se encontrase una interpretación fáctica al oscuro y arbitrario aforismo godardiano, que permitiese convertirlo en precepto. En 1961 el número 120 de Cahiers du Cinéma publicaba un artículo del crítico y cineasta Jacques Rivette, titulado «De la abyección», en el cual venía a evidenciar y probar la justeza de dicha consigna, que descubría en su envoltura más negativa en un filme sobre los campos de exterminio nazis, titulado «Kapó», del realizador Gillo Pontecorvo. Escribía Rivette: «Lo menos que puede decirse cuando se acomete un tema como éste (los campos de concentración) es que es difícil no proponer previamente ciertas cuestiones; pero todo transcurre como si por incoherencia, necedad o cobardía, Pontecorvo hubiera decidido no planteárselas…Obsérvese el plano en que (Emmanuelle) Riva se suicida abalanzándose sobre la alambrada eléctrica. Aquel que decide en ese momento hacer un travelling de aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, poniendo cuidado de insertar exactamente la mano alzada en un ángulo de su encuadre final, ese individuo sólo merece el más profundo desprecio».

Aquí podéis contemplar la escena, con el célebre travelling final que dura poco más de 5 segundos:

El crítico justifica así su repudio: «Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento, y la muerte es sin duda una de ellas. Y cómo no sentirse en el momento de rodar algo tan misterioso, un impostor? Más valdría en cualquier caso plantearse la pregunta e incluir de alguna manera este interrogante en lo que se filma. Pero está claro que la duda es algo de lo que más carecen Pontecorvo y sus semejantes».

La argumentación expuesta por el comentarista parece harto irrazonable, pese a su trascendente pretenciosidad. Primero, en el caso de que la secuencia descrita fuese moralmente intolerable no se debería al uso más bien anecdótico del travelling sobre el cuerpo de la suicida, sino al sentido que tiene su inmolación en el desarrollo de la trama, que es, por el contrario, tan congruente como justificado. Acerca del liviano movimiento de cámara que provoca su exagerada repulsa, cabría aceptar que es en todo caso innecesario y redundante. Resulta evidente que Pontecorvo pretendía embellecer el sacrificio de la prisionera, lo cual le desliza involuntariamente hacia una visión no tanto elegíaca como dulcificada y amortiguada del horror en los campos de concentración. Sin embargo, los escrúpulos del crítico Rivette ante la filmación de la muerte ficticia (todo en el cine es ficticio; impostor o farsante habría que considerar, por tanto, a todo realizador) son tan arteros como hipócritas. Exige para ello, para mostrar ese acto inescrutable, temor y temblor. Sin embargo, en muchas de las películas favoritas de Cahiers y del mismo Rivette las secuencias de muertes violentas eran tan habituales como poco propensas a descifrar su misterio. Va a ser, al final, que Pontecorvo no era un «auteur» para los alumnos de Bazin; carecía de estilo, y de ahí los mamporros críticos. Añádase a ello que un aspecto destacado en «Kapó» es el de la represión anticomunista y antipartisana durante el nazismo, el colaboracionismo judío en el Holocausto, así como el protagonismo concedido al Ejército Rojo en la liberación de los campos, asuntos que casi nunca han sido tratados, sino soslayados, en el cine de este lado del Danubio. Hay que sospechar, pues, dado el conocido sesgo ideológico de Cahiers (anarquismo de derechas), que nos hallamos en presencia de una crítica ideológica enmascarada bajo una apariencia de exigencia moral y purismo cinematográfico. Pero ya se había conseguido lo que se pretendía: el establecimiento de una doxa que hiciera bueno y aplicable el aforismo de Godard, y su extensión urbi et orbi entre las camarillas cinematográficas.

Podemos preguntarnos, con todo, si se puede hablar apropiadamente del uso de procedimientos o técnicas artísticas (en el caso del cine: encuadres, movimientos de cámara, ajustes de planos) portadores en sí mismos de virtud o de vileza. Seguiremos hablando.