QU’EST-CE QUE LE CINÉMA, JEAN-LUC GODARD? UNA CRÍTICA AUTOBIOGRÁFICA

Dedicado a mi amigo Javier Sol

Por A. Cirerol

“Trato de filmar pensamientos en marcha” (Godard) (*)

GOD-ART. Pues hubo un tiempo, hace medio siglo, en que Godard era Dios para una gran parte de la crítica cinematográfica y para muchos jóvenes cinéfilos deseosos de romper con «lo establecido» en política, cultura y formas de vida, como yo mismo, entonces. Nos parecía que sus películas eran centelleantes reflexiones sobre la vida (ah, pero reflexiones irreflexivas, basadas no en la experiencia, sino meramente en las imágenes que provienen de la ficción, en el conocimiento proporcionado exclusivamente por el cine, pues éramos rebeldes soñadores e infantiles, que queríamos suspender sine die nuestro paso a la madurez). Es decir, el cine de Godard era ingenua y radicalmente romántico. O, en plano subjetivo, desesperadamente romántico. Pero amábamos, sobre todo, el cine de Godard porque transformaba y subvertía las estructuras narrativas (la dramaturgia) del cine tradicional y creaba e imponía nuevas formas de ver y leer el cine, inventaba un nuevo lenguaje. O sea, era el símbolo de la modernidad. Alguien capaz de empezar una película con la imagen del equipo de rodaje avanzando en plano fijo hacia el espectador al otro lado de la pantalla, siguiendo el desplazamiento de la cámara por los carriles del trávelin, mientras una voz en off sobre el fondo sonoro de una música que parecía sugerir imágenes fragmentadas de tensos estados emocionales recitaba la ficha técnica de la película. O con un primer plano de una mano que anota el precio y firma los cheques de lo que ha costado cada una de las secciones técnicas que han participado en la realización del filme, incluidas las “estrellas internacionales” que lo protagonizan. Sus películas, que parecían filmadas a trompicones y montadas conscientemente al desgaire o al azar, tenían una trama desarticulada, a menudo incoherente, bastantes veces absurda, cuyo casi único tema, al menos durante su primera etapa comercial, era el de la indescifrable seducción femenina, propensa siempre a la fatalidad o a la traición, lo cual requería una profusión de primeros planos estatuarios-introspectivos de la protagonista. Al final él o ella solían morir. O se proponía un happy end intencionadamente paródico y disparatado en el que la pareja protagonista escapaba en coche hacia algún lugar más auspicioso. Era un lugar común hablar de misoginia con respecto a las películas de Godard. No creo que fuese así. Habría, que suponer, más bien, que se trataba del caso tan común entre los artistas de una admiración obsesiva hacia la mujer. La fascinación romántica por lo que suelen llamar el misterio femenino, lo cual quiere decir: por su imagen externa, por la forma mixtificadora con que la percibe la mirada masculina concentrada en su cuerpo (sólo en el caso de que sea hermoso), una impresión producto, seguramente, del asombro, la inquietud, la inseguridad, la sospecha o el temor, más propio aún de alguien que, como él, Godard, decía de sí mismo que no conocía nada de la vida, salvo a través del cine. Igual podría haber afirmado yo. Por eso me producían un fervoroso encandilamiento escenas como aquella con que se iniciaba una de sus películas, en la que él y ella mantienen un diálogo en la cama aparentemente después de haber hecho el amor.

Ella está desnuda echada boca abajo, él vestido. Ella le pregunta: “¿Ves mis pies en el espejo?”. “Sí”, contesta él. “¿Te parecen bonitos?”. “Sí, mucho”. “Y mis tobillos ¿te gustan?”. “Sí”. “¿También te gustan mis rodillas?”. “Sí, me gustan mucho tus rodillas”. “¿Y también mis muslos?”. “También”. “¿Me ves el trasero en el espejo?”. “Sí”. “¿Te parecen bonitas mis nalgas?”. “Sí, mucho”. “¿Quieres que me ponga de rodillas?”. “No, no hace falta”. “Y mis pechos, ¿te gustan?”. “Sí, muchísimo”. “Despacio, Paul, no tan fuerte”. “Perdona”. “¿Qué te gusta más: mis pechos o sólo la punta?”. “No lo sé. Es lo mismo ¿no?”. “Y mis hombros, ¿te gustan?”. “Sí”. “Yo creo que no son lo suficientemente redondos”. “Yo no”. “¿Y mis brazos?”. “Sí”. “¿Y mi cara?”. “También”. “¿Todo? ¿Mi boca, mis ojos, mi nariz, mis orejas?”. “Sí. Todo”. “Entonces ¿me amas completamente?”. “Sí. Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente”. “Yo también, Paul”. La secuencia está rodada en un solo plano. La cámara se mueve ya para acercarse a sus rostros, ya para recorrer despaciosamente el cuerpo de ella. Varias veces la iluminación de la escena cambia de color, virando al rojo, al azul o al natural, lo que necesariamente ha de provocar una sensación de desconcierto en el espectador. No se explica la razón del juego de luces, aunque no parece debido a una pretensión frívolamente esteticista del director, sino a causas naturales: el reflejo en la habitación de los anuncios luminosos de la calle. Un tema musical recurrente envuelve a los personajes en un aire de indefinida melancolía, como un presagio de infortunio. Era una escena que en aquella época resultaba atrevida, tanto desde un punto de vista visual como dialógico. No haría falta señalarlo, que, a mí, la escena me parecía la culminación de un romanticismo sofisticadamente innovador y desesperanzado. Al igual que el director del filme creía que “amar completamente” consistía en enamorarse sólo de la envoltura carnal, hacer de ella un admirable y posesional objeto amoroso. Ya lo he dicho antes, sólo conocía de la vida su apariencia exterior, de la que el cine era su más superficial representación, ya que se podía ver proyectada en una pantalla sentado anónimamente en una sala oscura. En otra película, él y ella huyen de la civilización (en coche, en barca, en lancha o cruzando un río a pie, vestidos de calle y con los zapatos puestos y una maleta en la mano) sin que se sepa muy bien por qué ni a dónde van, aunque se intrincaba en la historia una ininteligible trama político-policial en la que estaban absurdamente implicados, para hacerse robinsonianos en algún lugar de la costa meridional hasta que se cansan de fingir que algo de todo aquello es real. Ella pasea con afectada desesperación por la playa gritando “¿Qué puedo hacer?

¡No sé qué hacer!” mientras él, ajeno a sus quejas, escribe su diario sentado con un loro sobre el hombro en un tronco abandonado en la orilla. Ella se sienta a su lado y mantienen un diálogo como este: Él: “¿Por qué estás triste?” (no está triste, sino aburrida). Ella: “Porque tú me hablas con palabras y yo te miro con sentimientos”. Él: “Contigo no se puede hablar. No tienes ideas, sólo sentimientos”. Ella: “Eso no es cierto, hay ideas en los sentimientos”.Él: “Dime aquello que te gusta y yo haré lo mismo”.Ella: “Las flores, los animales, el azul del cielo y la música. No sé qué más. Todo. ¿Y a ti?”. Él: “La ambición, la esperanza, el movimiento de las cosas, los incidentes. Todo”. Ella (levantándose decepcionada y alejándose por la playa): “¿Lo ves? Yo tenía razón. Nunca nos entenderemos. ¿Qué puedo hacer? ¡No sé qué hacer!”. A mí me entusiasmaba la película. Era la más luminosa, colorista, viva, moderna, provocadora y anarquista de Godard. Y me había enamorado idealmente de ella, de Anna Karina, que enfundada en un vestidito veraniego que silueteaba su grácil figura, dejando al aire sus finos hombros morenos y sus bellas piernas, paseaba con sensual indolencia por la playa reclamando al cielo: “¿Qué puedo hacer? ¡No sé qué hacer!”. Pero más hermoso era aún su rostro, de una desnudez clara y depurada, botticelliana, que podía expresar una dulce y un poco impostada inocencia o una erótica determinación, siempre a punto de ceder al sometimiento o a la perfidia. En una secuencia anterior del filme él le decía: “Tus piernas y tus pechos son conmovedores”, que es algo que sólo se puede decir cuando se ama. Al final, como suele ocurrir en los filmes de Godard, ella le traiciona y se produce un absurdo tiroteo en el que ella muere de un disparo. Entonces él se enrolla una ristra de cartuchos de dinamita alrededor de la cabeza y la hace estallar. Cuando explota, la cámara efectúa un lento movimiento panorámico siguiendo la línea del mar. Se escucha procedente del espacio la voz de ella: “La he vuelto a encontrar”“¿El qué?”, pregunta la voz de él. “La eternidad”“Es el mar, ¿no ves?”“Con el sol”, dice ella. Esto es, en efecto, el mar, las nubes y el sol lo que el espectador ve en la pantalla, traduciendo en imágenes el verso de Rimbaud: “la mer allée avec les nuages et le soleil”. En un momento de la película, cuando iban en el coche, encuadrados desde atrás por la cámara, él se vuelve un instante y mira a la cámara. Ella le pregunta: “¿Qué miras?”“A los espectadores”, responde él. “Ah, sí”, constata ella sin darle importancia. Eso lo hacía mucho Godard, que los actores se pusieran a mirar o a hablarle a la cámara, violando así un elemental tabú cinematográfico. Las películas de esa época de Godard, los años 60, aunque aquí tardaron mucho tiempo en llegar, tenían una luminosidad especial, una forma límpida, precisa y singular de fijar el plano, que se debía no sólo a la inherente sensibilidad plástica de su autor, sino también al talento de su director de fotografía, Raoul Coutard. Por lo demás, cómo no iban a provocar en mí, predispuesto al asombro juvenil, una fervorosa admiración las rupturas estilísticas del más alto abanderado de la Nouvelle Vague. Sus filmes eran simpáticas, fulgurantes y destructivas parodias del cine americano, que él tanto amaba. En otra, un descabellado remedo de thriller rodado en blanco y negro, no como la otra, en la que reverberaba en la pantalla la luz y el color del Mediterráneo, un trío de aspirantes a atracadores pretende hacerse con un botín oculto en un caserón de las afueras de París.

Ellos son dos estrafalarios maleantes de mentalidad pueril que juegan a emular los modos rufianescos de las películas americanas de gánsteres. La tercera de la banda es ella, Anna Karina de nuevo, haciendo aquí de joven candorosa y confiada, fácil de engañar por los dos truhanes, que es la que ha de permitirles el acceso a la pasta. Abundancia de primeros planos de la protagonista, ya que para Godard “fotografiar un rostro es fotografiar el alma tras este rostro”, pero en su caso sólo se trata del placer de fotografiar un rostro bello mimetizándolo con la desnuda austeridad expresiva de Falconetti en La pasión de Juana de Arco o en la formal pureza corruptible de la Virgen con el niño pintada por Bouguereau, aunque por lo que se refiere a la película la  reflexiva estatuaria de los primeros planos femeninos careciera de significado. Los tres están enamorados entre sí o quieren hacérnoslo creer. Pero da igual porque todo es un juego intelectual, es decir, de niños, y se da por supuesto que no nos vamos a tomar nada en serio de lo que digan o hagan. Y que vamos a flipar para siempre con el baile en línea del trío en el bar, que nos enternecerá el púdico erotismo de la escena en la que ella se quita las medias para que sirvan de máscaras a los salteadores, que la secuencia en la que los tres, corriendo cogidos de la mano, se recorren el Louvre en un minuto nos dejará regocijadamente apabullados o que nos descojonaremos de risa con el duelo a tiros final, una burlesca payasada de los típicos finales del cine noir o de los wésterns. Y, en fin, que el happy end de los protagonistas viajando en barco rumbo a América, donde se nos promete la continuación de sus aventuras, esta vez a todo color, es el sarcástico remate de un filme que se burla de las fórmulas narrativas convencionales. El triunfo de la iconoclasia. Al fin, no era otra cosa más que pura cinefilia. Como esa otra película de intencionalidad aparentemente más verista, incluso dramática y con pretensiones sociológicas, en la que ella hace de puta. Se pretende filosofar al respecto con la característica ligereza godardiana, ingeniosamente cautivadora. Se tiene la impresión de estar en presencia de una obra importante, pese a la falta de psicología de los personajes y a la incoherencia temática y argumental. Situaciones, personajes, diálogos son aleatorios o improvisados. Los actores no interpretan, sólo fingen que lo hacen. No se pretende otra cosa más que poner en evidencia que lo que vemos en la pantalla es mera representación, ficción premeditadamente grotesca, sin relación con la realidad. Su ámbito exclusivo de referencia es el cine en sí mismo, no la vida. La forma es el contenido. Por eso, aunque en ocasiones lo aparente, Godard no es ni puede ser, como se ha dicho en ocasiones, brechtiano. Esta superposición formal es la que crea la ilusión de artisticidad en las películas de Godard, que llevó al poeta Aragon, deslumbrado por la revelación del advenimiento de un nuevo modernismo, a recitar mixtificadores aforismos laudatorios en su honor (1) o a Susan Sontag a proclamarlo el director más importante de su tiempo. Sólo así, despojándola de toda ilusión de causalidad, puede llegar a parecer impresionante, patéticamente conmovedora la película e incluso admirable la escena de la muerte a tiros de Nana-Anna Karina (2), cuando carece intencionalmente de todo rigor lógico-artístico. No pretende otra cosa Godard, sino reivindicar la arbitrariedad como fundamento del arte, esto es, que el tema de sus películas es su forma.

Así siguió siendo hasta la última de las que componen la primera época, la de su cine destinado a proyectarse aún en salas comerciales y no, supuestamente, en fábricas ocupadas (¿qué obrero podría sacar algo en claro viendo sus filmes supuestamente de agit-prop que hizo después del 68?): “La Chinoise”, indiscriminada reseña sobre una disparatada escuela de cuadros maoístas compuesta por estudiantes provenientes de la pequeña burguesía, en la que el infantilismo de las ideas llega a su máximo grado de ridiculez, pues era risible ver a aquellos niñatos de clase acomodada participando en una suerte de ejercicios espirituales de marxismo-leninismo, recitar como idiotas el Libro Rojo, predicar la revolución en la Francia de la V República e, incluso, practicar el terrorismo. El embajador chino en Francia se cabreó un montón ante aquella necedad. Se hubiera podido tomar como una maliciosa sátira del maoísmo, si no fuera porque podemos creer justificadamente que Godard pensaba seriamente que estaba haciendo un filme revolucionario, si nos atenemos a sus palabras de presentación: “Este filme describe la aventura interior de un grupo formado por varios jóvenes que intentan aplicar a su propia vida, en este verano de París de 1967, los métodos teóricos y prácticos en nombre de los cuales Mao Tsé-tung ha roto con el aburguesamiento de los dirigentes de la URSS y de los principales pecés occidentales” y sobre la protagonista (que ya no era Anna Karina, aunque se esforzaba por parecérsele), que, como si nada hubiese ocurrido, sigue con su vida normal después de llevar a cabo una acción terrorista: “Se da cuenta de que estos meses que ha vivido con sus camaradas han sido un poco unas vacaciones marxistas-leninistas, que ahora que las clases en la universidad recomienzan es cuando la lucha empieza. Era el primer paso de una larga marcha”.

Daba un poco de vergüenza, propia y ajena, cuando algunas décadas más tarde volví a ver la película, constatar hasta qué punto me parecía ahora un gilipollas Godard, a quien yo había considerado un cineasta genial. Pero, ah, entonces no me daba cuenta de nada de esto, ¡tenía apenas veinte años! y estaba abierto a todos los actos de rebeldía, a todas las propuestas romántico-críticas que asaltasen la deprimente realidad en blanco y negro que me rodeaba y era un cinéfilo recalcitrante. Me empapaba de sus rutilantes imágenes como si inspirase algún tipo de metanfetamina capaz de proporcionarme un excitante hedonéestético. Pues ¿quién sino él, Godard, había dinamitado el discurso narrativo del cine tradicional, es decir, de todo el que se había hecho hasta entonces? Había hecho saltar el guion por los aires y con él el principio de causalidad que rige el relato. Revocaba la continuidad entre escenas y planos, que era antes el principio necesario del arte del montaje. Se ponía fin al plano-contraplano. La cámara se movía nerviosamente de un lado a otro o podía permanecer provocadoramente inmóvil. Se inventaba así una nueva sintaxis del cine y se establecía una nueva forma de percepción por parte del espectador. “Liberados los planos y las secuencias de su función transitiva la continuidad del relato (cuyo sentido no se sustenta ya en la realidad, sino sólo en el lenguaje cinematográfico) dependía ahora de la mirada subjetiva que los relaciona y no de los acontecimientos externos que los unen” (3). Esto significaba, a su vez, la deconstrucción de los personajes y de las convenciones interpretativas basadas en el naturalismo psicológico, en la autenticidad. El empalme de los planos podía ser sustituido no por el movimiento lógico que exige la acción, sino por ideogramas: collages, anuncios, imágenes de pinturas, viñetas de cómic o textos escritos. En sus películas en color el espacio ocupado por los personajes se transformaba en un mondrianesco escenario multicolor de luminosidad Pop. La música no cumplía ya una función expresiva, como acompañamiento de los sentimientos de los personajes, o para imponer el ritmo de la acción, sino que actuaba como una “forma creadora de pensamiento”, como una nube que envolvía a los personajes o las situaciones, o una niebla sonora que aquellos tuvieran que atravesar, persistentes leitmotivs tan reiterativos como inconstantes y asincrónicos con las imágenes, cargados de sugestiones conceptuales y morales. Pero no me preguntaba si esta originalidad creativa servía para “penetrar activamente en la vida” o se consumía en su propia pirotecnia formal. Mi devoción por Godard era incondicional. Luego se atenuó sensiblemente, a lo que contribuyó la errática trayectoria posterior del cineasta. Mucho tiempo después, cuando volví a ver aquellas películas que me habían deslumbrado hasta la ceguera en mi juventud, me sorprendió constatar su artificiosidad y su infantilismo. No obstante, subsistía aún como brasa dormida dentro de mí el fulgor que había dejado en mi ánimo aquella década asombrosa y no podía ver las imágenes de sus filmes (que aún parecían radiantemente nuevas) sin sentir un indeleble aprecio, que casi se confundía con la gratitud, por aquel artista contradictorio, incongruente, osado, inconformista, petulante, sincero, innovador, descarado, intuitivo, es decir, poeta, y una apaciguada indulgencia por aquel joven que fui. 

(*) Godard (1930-2022), “crítico cinematográfico, comenzó realizando varios   cortometrajes en los que elaboró ese estilo moderno e informal que haría furor con su primer largo, ‘Al final de la escapada’, que es a la vez un filme de autor y el manifiesto de la generación formada a través de Cahiers du Cinéma. Es, más exactamente, el manifiesto de este equipo crítico (el de Cahiers) y el de la ideología cinematográfica que defendían. Una ruptura categórica con todas las reglas técnicas al uso, un gusto evidente por la provocación, llevaron a Jean-Luc Godard a reinventar el cine. Su película tiene la apariencia de una creación espontánea, de un continuo desencadenamiento, porque su escritura es directa. Cuatro semanas de rodaje, bajo presupuesto, decorados naturales, dos actores en sus comienzos. Un don auténtico para atrapar las cosas al vuelo, para la ágil improvisación. ‘Al final de la escapada’ es el más nuevo de todos los filmes de la Nouvelle Vague” (“Nouvelle Vague?” de Jacques Siclier. Editions du Cerf, 1961). Durante los años 60 su prestigio y su influencia como el más alto exponente del cine moderno no dejaron de crecer. Su productividad era, igualmente, abrumadora: en diez años rodó 16 largometrajes y 6 mediometrajes. Tras los acontecimientos del 68 creó el Grupo Dziga-Vertov y se dedicó al cine político militante, en una línea autodefinida como marxista-leninista, para ser exhibido en fábricas y universidades. En los años 80 volvió al cine comercial en una dirección parecida a la de su primera época. A partir de los 90 se dedicó intensivamente a la experimentación con el modelo videográfico.  

Nota bene. Las fotografías que aparecen en el texto corresponden a las películas: “El desprecio” (1963), “Pierrot el loco” (1965), “Banda a parte” (1964), “Vivir su vida” (1962), “La Chinoise” (1967) y “Al final de la escapada” (1959).

  1. Escribió Louis Aragon: “Qu’est-ce que l’art? Je suis aux prises de cette interrogation depuis que j’ai vu le Pierrot le fou de Jean-Luc Godard… Il y a une chose dont je suis sûr: c’est que l’art d’aujourd’hui c’est Jean-Luc Godard”: “¿Qué es el arte? Estoy dándole vueltas a esta pregunta después de ver el Pierrot el loco de Jean-Luc Godard… Pero hay una cosa de la que estoy seguro y es que el arte de hoy se llama Jean-Luc Godard”. 
  2. En la nota de prensa correspondiente a su estreno, Godard hizo la siguiente sinopsis de la película (“Vivir su vida”): “Un filme en doce cuadros sobre la prostitución que cuenta cómo una dependienta parisiense joven y bonita entrega su cuerpo pero guarda su alma mientras suceden una serie de aventuras que le hacen conocer todos los sentimientos humanos profundos posibles y que han sido filmados por Jean-Luc Godard y representados por Anna Karina: “Vivir su vida”.
  3. Aunque, por aquel tiempo, no todos opinaban lo mismo. En un “Diccionario del nuevo cine francés” aparecido en la revista Positif, oponente de Cahiers du Cinéma, se despachaba así a Godard: “Autor de algunos cortometrajes en los que ya se afirmaba su gusto por una logorrea de lugares comunes y una misoginia desenfrenada, Godard, para estrenar un filme impresentable (Al final de la escapada), lo trituró tranquilamente, contando con la bobería de una crítica que le sirvió para lanzar una moda: la del filme mal hecho. Chapucero impenitente, autor de diálogos imbéciles y abyectos, publicista de sí mismo, Godard representa la más penosa regresión del cine francés hacia el analfabetismo intelectual y el bluff plástico” (del libro “Godard polémico” de Román Gubern. Ed. Tusquets, 1969).
  4. De “La pantalla de la memoria. Ensayos de lectura cinematográfica” de Marie Claire Ropars Wuilleumier (Ed. Fundamentos, 1971).

«AS BESTAS» de Rodrigo Sorogoyen

TEMAS, SUBTEMAS, TRAMAS Y SUBTRAMAS (A VUELTAS CON)

Por A. Cirerol

¿De qué va “As bestas”? O sea, ¿de qué trata? ¿Cuál es su tema? ¿Tiene tema? ¿Tiene, quizás, demasiados?

¿A qué responde esa tremebunda historia, por lo visto verídica, de acoso, abyección y violencia que ocurre aquí, en nuestro país, y a tan corta distancia cronológica de nosotros?

¿Se trata de exponer, representar o denunciar la intolerancia, la mezquindad, la incorregible degradación de una raza o de sus residuos históricos, el resentimiento ancestral hacia todo lo externo, lo intruso, lo “de fuera”, lo distinto que irrumpe en las pútridas aguas del atraso secular, una persistente forma de tercermundismo que se niega a desaparecer, ¿¡la Galicia profunda!?, el transmitido genoma del esperpento? Se me hace difícil creer que pueda ser este el propósito de “As bestas” porque algo así, aunque efectivamente haya ocurrido, ha dejado desde hace mucho de ser representativo (“típico”: esto es, históricamente significativo del ser y el acontecer de un lugar y unas gentes) y no puede constituirse, por tanto, en referente temático, a no ser que se haga de ello un uso hiperbólico carente de fundamento, con el solo propósito de urdir una historia de violencia. 

¿Plantea acaso el enfrentamiento entre la conciencia ecologista de unos civilizados europeos y la codicia de una familia de ganaderos autóctonos, viles, sórdidos y sucios? ¿La vendetta de los asilvestrados y zafios aborígenes contra los amables neocolonizadores, apropiadores de tierras e intereses ajenos? A ratos parece empeñarse en que de eso, desde un punto de vista crítico, debe ir la cosa, pero de una forma tan revuelta con otros contenidos argumentales que no se afirma válidamente como motivo temático.

¿Trata de la historia de amor, trabajo y resistencia de una pareja de ingenuos robinsonianos que creen en una idílica arcadia y luchan contra todos los obstáculos y amenazas para hacerla realidad en un lugar inhóspito? No se puede negar que también algo de eso hay, pero, como antes, tan mezclado con todo lo demás que no llega a cuajar como tema. Aparte de que no llega a entenderse la razón que impulsa a esa pareja de cultos urbanitas a dejarlo todo para emprender semejante ensoñación tan a trasmano. No sólo nosotros, tampoco la hija del matrimonio lo comprende (y, por momentos, da la impresión de que lo mismo ocurre con sus propios protagonistas).  

¿De la explotación de los recursos naturales (viento y tierra) por las grandes empresas de “energías limpias” a costa de la forma de vida de los lugareños? También y, de hecho, es el desencadenante de la tragedia, pero no llega en ningún caso a conformarse como asunto general del filme.

¿Enfoca entonces la problemática de lo que se ha dado en llamar la España vaciada? Lo hace, como quien dice, de refilón, como ambientación, sin ahondar en su problemática real.

Menos aún cuando se plantea el conflicto generacional entre la madre y la hija, que aparece como subtrama asociada a la película, inducida por el antagonismo de esta con la utopista obstinación parental.

¿O, tal vez, hemos de concebir su sentido profundo cuando en el último tramo de la película esta da un vuelco y se revela inopinadamente el auténtico carácter fuerte de la mujer, convertida de pronto en un paciente reducto de firmeza y poder moral y justiciero, ante la que, de pronto también, los malos agachan la cabeza y se doblegan? Puede ser, en efecto, que la idea última de los autores de la película sea esta, la del empoderamiento femenino en terreno hostil. Pero es este un giro de timón que no se fundamenta a lo largo de la película, donde ella es un personaje escasamente afectivo (incluso con su marido, que es, en realidad, quien más parece necesitarla) y cada vez más distanciado del común proyecto regenerador.

Aunque pueda parecer arbitrario y hasta caprichoso (sobre todo para la crítica realmente existente del siglo) ese empeño por encontrarle contenido temático a una obra cinematográfica (o literaria), no está de más recordar que en una buena película, ya que de cine estamos hablando, “las escenas particulares, debidamente ordenadas, producen el tema” y que, tal como planteó Eisenstein, la tarea crucial de la realización es el descubrimiento del tema, puesto que es la estructura significativa que rige toda la obra. Por supuesto que un filme que contenga y exprese un tema puede ser malo, ya por deficiencias formales o porque este (el tema) sea una idiotez, pero sí que me parece obvio que el tema es el “principio generador” de toda narración y que cuanto más realmente temática se haga la trama su nivel significativo-artístico será mayor.

¿QUÉ ES ESO DEL TEMA?, OBJETA LA CRÍTICA: ¡LO QUE IMPORTA ES EL GÉNERO!

Es ese, el de la “política de los géneros cinematográficos”, un mantra que proviene de la crítica cinéfila (o sea, toda en la actualidad) y de su embebecida admiración por el cine americano, al que dicha crítica-acrítica considera EL CINE sin más. El cine clásico hollywoodiense basó su estructura de producción en el sistema de géneros, cada uno con sus propias y reconocidas convenciones iconográficas. Los profundos cambios materiales, de ideas y de formas de vida que han tenido lugar en los últimos cincuenta años han modificado este modelo. Aunque el cine de géneros sigue funcionando, estos han sufrido una transformación acorde con la nueva mentalidad y las exigencias del público. Han aparecido, además, géneros nuevos y otros prácticamente han desaparecido (al menos en su concepción y sentido originales) como el musical, el cine cómico (es muy difícil hacer reír a un público que ha perdido la inocencia) o el western.

Como la crítica realmente existente pasa de contenidos temáticos y sólo fija su atención cinéfila en lo que llama la “puesta en escena”, llevada, a su vez, por el sentimiento nostálgico que le inspira aún el cine clásico americano, cree descubrir destellos e iluminaciones de géneros periclitados en los productos de hoy. Casi podría decirse que es su juego favorito, si se me permite parafrasear a Howard Hawks.

¿Es “As bestas” un western? Eso se afirma con teológica convicción en bastantes críticas que he leído, y que “Alcarràs” también lo es, un western, y aún me parto de la risa. Por lo visto, hablar hoy del mundo rural convierte inmediatamente a una película, sobre todo si es española, en un western: nos hemos convertido en la reserva espiritual del western, a este punto hemos llegado.

¿Tal vez se trata de un thriller al modo hispánico? (más pinta tiene, justo es reconocerlo, pero, aunque hay un asesinato de por medio, tanto su iconografía como las normas convencionales que lo definen distan demasiado de las propias del género).

Cabría mejor hablar de un bronco y tremendista drama rural (pese a que se trate en el filme de mostrar los motivos de ambas partes), cuyo espacio más apropiado es el de la crónica negra. Sin el simbolismo político, por cierto, de una película como “La caza” de Saura. Ha habido y posiblemente seguirá habiendo “puertos urracos”, pero aquí, en el filme, se les da a los hechos violentos que relata una carga o un sesgo de tipicidad, de “somos así”, que -aunque se base en un suceso real- no guarda relación con la realidad social.

Carece, en todo caso, de interés establecer, como hace la crítica-acrítica, la pertenencia genérica de la película, sino intentar especificar su sentido y su valor.

EL PROBLEMA DE LAS REPRESENTACIONES PARTICULARES O LA PLÉTORA DE SUBTEMAS SE COME AL TEMA

“As bestas” comienza con una escena de la “rapa das bestas”, esa fiesta tradicional gallega en la que se les cortan las crines a los caballos salvajes y, tras desparasitarlos y curarles posibles heridas, son devueltos libremente al monte. En la película protagonizan la secuencia (maldición: en cámara lenta, como era de temer) los que se presentarán a continuación como los malos de la historia. Esta imagen -violenta y pacífica al mismo tiempo, puesto que se realiza sin daño y por una buena causa- se representará luego por medio de otra muy similar cargada de simbolismo, pero esta vez los caballos son sustituidos por un ser humano y el sentido es muy diferente, ya que queda reducido a la violencia física más brutal. Aunque su clave simbólica es tan inmediata como potente, creo que se trata de una falsa representación, puesto que sus significados, en un caso y otro, son contradictorios. ¿Quiénes son las “bestas” que dan título a la película? En la realidad y en la ceremonia inicial, los caballos protegidos por los humanos. Después, en su escena especular, el caballo es un hombre y los defensores de los caballos bestias asesinas. No me parece aceptable proponer una analogía digamos poética entre dos actos cuya carga moral es incompatible entre sí. El símil es tan intencional como forzado, el crimen se hubiese podido llevar a cabo con el mismo resultado de un modo menos simbólico, ya que uno de los partícipantes va armado, pero se prefiere engañosamente identificar ambas acciones porque estéticamente resulta más impactante. Ahora el título de la película adquiere su verdadero y contradictorio significado.

No es habitual, sin embargo, y menos en una película española, encontrarnos ante un texto tan cargado de complejidad semiótica social. Aborda (toca) un abundante abanico temático, siguiendo y perdiéndose en los meandros de subtramas y subtemas asociados, aunque sin llegar a decidirse por el que debe guiar el sentido de la acción, esto es, por el marco significativo que lo controla y dirige. De ello son o deberían ser conscientes los propios autores de la película, si atendemos a la exposición de su guionista, Isabel Peña: “En la película hemos intentado hablar de muchos temas. Hemos querido hablar de la dignidad y del amor entre las parejas, de la diferencia de oportunidades y de cómo se te marca, de la xenofobia, del choque entre lo rural y lo urbano, de la diferencia que hay entre los hombres y las mujeres a la hora de resolver conflictos… Cuanto más dentro de la historia estén (dichos temas) es mejor porque calan más: todos estos temas nos han servido para que la película cobre más fuerza. La naturaleza es el campo de batalla de estos personajes, ellos se pelean por su tierra y por su viento. Ella (la naturaleza) está allí, pero más allá de esto es un lugar muy hermoso que engancha a los personajes”. O de sus intérpretes principales: “Es el choque entre la Galicia profunda y la modernidad… En la película se habla sobre la masculinidad, la virilidad, es una guerra entre hombres… Los paisajes son algo muy poderoso, sin duda, es un escenario más grande que la vida, uno se siente muy pequeño en este lugar… Hay muchas cosas en esta película, está muy bien escrita”.

No es sólo una frase propagandística: está bien escrita (algo muy raro también en el cine español). Sin embargo, esa disgregación temática sin una clave argumental central, determinante, es, precisamente, la que impide, en mi opinión, que se consiga la necesaria integración-composición entre trama y tema, que es como una obra consigue desarrollar y alcanzar su significado.

“As bestas” posee una indudable solvencia técnica y hondura dramática en diferentes tramos del filme y, al menos hasta el giro final, los personajes están bien trazados, cumpliéndose con creces el principio de que “una de las particularidades más notables del actor en la pantalla es la autenticidad, al punto de que cree en el espectador la ilusión de que está observando la realidad” (1). Hay secuencias eficazmente compuestas: la escena inicial en la taberna de la aldea, que fija de entrada el tono de acosamiento, amenazante y violento que se irá imponiendo en el filme; el cara a cara en plano fijo entre el protagonista y su asediador, donde uno y otro manifiestan sus razones; el enfrentamiento materno filial o los paseos de la mujer por el bosque en busca de pruebas. Es cierto que en “As bestas” se pueden rastrear referencias de películas conocidas (2), lo cual no tiene por qué hacernos desmerecer por ello su estimación.

Lo que desequilibra la película es, como se ha dicho, la proliferación de subtemas, que hace que se desvanezca el tema rector. Se han mencionado las dos escenas que se reflejan entre sí como ante un espejo deformante: la de los caballos que abre el filme y la del asesinato. No es la única confusión alegórica. La metamorfosis de la protagonista tras el crimen surge sin un desarrollo anterior del personaje que nos haga comprender su elección. Su determinación de quedarse sola allí. Sería plausible si dijera: “hasta que le encuentre a él, a su cadáver o sus huesos: no puedo dejarle sin saber más de él, sin enterrarle, como si realmente hubiera desaparecido”. O: “no voy a dejar que una panda de facinerosos me eche de mi casa”. Pero no lo dice en ningún momento (aunque tampoco abandona su búsqueda), no es esa la justificación que da a su hija, sino otra que concuerda poco con lo que sabemos de ella y de sus circunstancias: “quiero quedarme porque me gusta esto, vivir aquí”. ¿Sola? ¿Incomunicada? ¿Excluida de toda relación afectiva? ¿Puerta con puerta con los asesinos? Su hija no puede creerla, tampoco los espectadores. No importa si en los hechos reales ocurrió verdaderamente así: no tiene sentido. O la película no sabe hacérnoslo sentir. La inconmovible imperturbabilidad de ella, su ausencia de dolor, la omisión del duelo. No se comprenden.

FINALMENTE, DE FORMA SORPRESIVA SOBREVIENE EL TEMA

Pero es el punto álgido del filme. Cuando ella, irrazonablemente, sin aparente aflicción, se encastilla en su confinamiento y se transforma de improviso en la mujer endurecida, poderosa en su permanente e incondicional paciencia justiciera. Por imprevisible parece una actitud sobrevenida, impostada. Quiero decir: impuesta de forma arbitraria por el guion. Como si, de pronto, después de haberse ocupado indistintamente en diversos subtemas hubiese encontrado al fin, por la vía fácil, como una vela impulsada por el viento de los tiempos, el tema motriz: las mujeres saben hacer las cosas mejor que los hombres, perdidos siempre, ellos, en sus guerras de demostración de su virilidad. O, como apunta la guionista: “la diferencia que hay entre los hombres y las mujeres a la hora de resolver los conflictos”.

El giro argumental desencadena por fuerza (forzadamente) otras transmutaciones. En la idiosincrasia de los asesinos, convertidos de pronto en ovejitas. Ante un gesto, una palabra, una mirada de la mujer bajan la cabeza, se vencen, parecen otros. Ella dice, imperativa: “No quiero hablar con vosotros, sino con ella” (la madre). Le abren paso. ¿Es el peso de la culpa? Es del todo improbable, no han mostrado el menor signo de contrición o remordimiento. Su flaqueza sólo puede atribuirse al poder de la razón y de la fortaleza femeninas: a su firmeza silenciosa, convincente, no violenta. Va aún más allá. Hace su aparición (irrumpe), de manera imposible de creer, la sororidad. Ella busca de pronto la complicidad femenina en la figura de la madre de los asesinos, que también se achanta como sus hijos, de manera aún más increíble que ellos. La misma mujer que unas escenas antes había echado de allí con cajas destempladas, a gritos y empujones, al marido acosado. La misma que, sin la menor duda, está perfectamente al corriente del crimen cometido por sus vástagos y que no sólo lo aprueba, sino que es incluso muy posible que lo haya alentado. Aunque todo eso son, por supuesto, sólo (factibles) suposiciones, ya que, en realidad, no sabemos nada de lo que ocurre entre las cuatro paredes de la familia de ganaderos hostiles.

He aquí, por último, una diferencia fundamental en el tratamiento de los personajes de la película. De los protagonistas buenos, quiero decir: de aquellos con los que se identifica el público, tenemos acceso a su vida exterior e interior, a su actuación pública y a su comportamiento privado, íntimo. Ese conocimiento extensivo que tenemos de ellos contribuye a humanizarlos como personajes.

Por lo que se refiere a los malvados, sólo sabemos cómo se comportan en público. Cierto es que el guion procura cerrar los puntos vulnerables y se preocupa equitativa y sagazmente de manifestar también sus razones e intereses (por cierto, más racionales, justos y comprensibles, pese a su tenebrosa catadura, que los de sus oponentes), pero no traspasa nunca los muros de su casa. Para el espectador carecen de vida íntima. Ese desconocimiento contribuye a deshumanizarlos como personajes.

Así pues, luego de tanta ramificación argumental, surge por fin el tronco temático que hasta ahora había permanecido oculto: la primacía resolutiva femenina. Como consecuente corolario, el sentimiento de empatía entre las mujeres. En la última secuencia, cuando el caso ya ha entrado en vía de resolución, se cruza la mirada de las dos mujeres y sabemos que también entre ellas se han acabado los problemas. En el plano final ella sonríe segura de haber llevado a término con éxito su misión.

Por eso, “As bestas” es, sin duda, una película llamada a obtener muchos premios dentro y fuera de su país. Su fuerza sobre la predisposición emocional del espectador es poderosa. Aun con sus incoherencias y sus sesgos oportunistas hay que dar valor a su esfuerzo por minar de elementos significativos la película y hacerlos accesibles al gran público.

(1) “Estética y semiótica del cine”. Yuri M. Lotman. Editorial Gustavo Gili, 1979

(2) A “Perros de paja”, que presentaba, también, el rechazo, producto de la brutal cerrazón rural, contra la pareja representativa de lo moderno, lo culto, lo ciudadano, lo foráneo, que, en búsqueda de tranquilidad, pretende integrarse en un territorio agreste e inhospitalario. Una película que sí tiene tema: el punto límite a partir del que la civilización acosada por el irracionalismo y el salvajismo necesita romper con lo civilizado y recurrir, como solución, a la violencia. Me parece un buen tema para ser tratado artísticamente. Otra cosa es que su director, Sam Peckinpah, supiera utilizar los medios más acertados y se limitase a hacer un filme predecible y comercial. En la última parte de “As bestas” se produce un giro argumental, que pretende erigirse en temático, sobre el que planea el recuerdo de una película reciente: “Tres anuncios en las afueras”. La protagonista se transmuta en Frances McDormand, la heroína en circunstancias comparables del filme americano, adoptando, de pronto, una caracterización llena de fuerza y de poder interior, a tal punto de hacer desaparecer literalmente de la pantalla a sus hostigadores, eso sí, sin recurrir a la violencia típica de las películas americanas. En ese mismo fragmento argumental “As bestas” se abre a otro subtema: el del antagonismo emocional y conductual madre-hija, muy en la línea de algunos rasgos escénicos de filmes franceses actuales (no sólo por el hecho de que en dicha escena se hable en francés) de realizadores como Mia Hansen-Love, Ozon o Assayas, en el estilo y el tono. Hay que insistir en que tales influencias, aunque sean conscientes, no afectan a la originalidad y el valor que pueda tener la película comentada.

“ARGENTINA 1985” de Santiago MitreTESTIMONIO CATÁRTICO DEL DRAMA NACIONAL

Por A. Cirerol

¿DE QUÉ HABLA LA PELÍCULA?

“Argentina 1985” se propone describir (reconstruir) los hechos y circunstancias que hicieron posible el juicio contra los máximos responsables militares de la represión y las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura, un acontecimiento que obró como un acto catártico para el pueblo argentino.

En este entorno de situación el hilo conductor narrativo es desempeñado por el fiscal que dirigió la acusación (Julio César Estrassera, que encarna en la pantalla el actor Ricardo Darín). Se da forma a su personaje a partir de su quehacer cotidiano en la intimidad familiar, en la elección (o alistamiento) de sus ayudantes, en la preparación y estrategia del juicio. Para hacer más próximo y efusivo el desarrollo de la trama (o sea, para llegar más al público) el filme, al menos en sus dos tercios iniciales (hasta que comienzan las declaraciones en el juicio), en lugar de cargar las tintas en los aspectos más dramáticos y tenebrosos del caso se apoya en la fórmula genérica de la comedia. Es la propia personalidad del personaje principal, de carácter ambiguo y contradictorio, inseguro y apasionado, pero consagrado a su tarea, la que sirve para incentivar el tono de comedia: cuando se muestran sus relaciones con su familia o con su equipo de colaboradores. Pues la película se propone presentar al hombre que “hizo posible lo imposible” como un ser humano cabal a la par que dubitativo y falible, a ratos confuso, esto es, no como un personaje de una pieza ni como un héroe, o, si acaso, como un héroe a su pesar, que se hace fuerte y se resuelve desde la propia confrontación con su misión. Su método: resolver sus dudas a través de la opinión de los otros cercanos en los que confía: su mujer, su hijo (adolescente), el par de inveterados amigos, su adjunto en el caso. No sólo le sirve a él para orientarse y proveerse de razones y convicciones, sino del mismo modo a la película para progresar en modo comedia.

Humanizar al personaje principal contribuye a conmover el ánimo del espectador y lo predispone a identificarse con el mensaje del filme. O sea, a que su sentido profundo sea aceptado por quienes ven la película más allá de sus propias ideas preconcebidas de clase. Se logra así que la película, al igual que el juicio real, tenga una proyección o poder de convocatoria de las conciencias desde una perspectiva unitaria-nacional. El momento culminante de dicho consenso social se plasma en la llamada telefónica de la madre del fiscal adjunto, Moreno Ocampo, a su hijo. Es esta una mujer perteneciente a la alta burguesía argentina, que respalda a la Junta Militar, es adepta al gobierno y amiga del presidente del mismo, Rafael Videla. Tras escuchar por la radio (en la realidad lo leyó en una crónica periodística) una declaración de una víctima-testigo en el juicio llama a su hijo para decirle (sic): “Estuve escuchando el testimonio de Calvo de Laborde (la testigo). Yo todavía lo quiero a Videla, pero tenés razón: tiene que ir preso”. Es un detalle que sirve a la película para globalizar su mensaje de integración nacional de voluntades: “Nunca más”. Pues tanto la película como el juicio histórico es, ante todo, un discurso-comunicado interclasista dirigido a toda la nación de exaltación de la democracia liberal.

Para ello se apoya, en primer lugar, en el tono de comedia adoptado por la película y en la ajustada interpretación de su principal protagonista, que aparece a nuestros ojos como un hombre normal y corriente, como si se nos quisiera transmitir una idea muy simple y sustancial: cualquiera de vosotros también puede convertirse en un héroe si la situación del país lo reclama. El punto de vista, tomado a veces desde perspectivas externas al juez, ya sea desde la mirada del hijo o de su mujer o de sus colaboradores, contribuye a afirmar el esquema narrativo del filme y su objetivo manifiesto: dar un sentido coral a la misión que pretende infundir: la concordia de clases.  

Los fundamentos formales y argumentales que sostienen la película son los propios y habituales de las clásicas películas americanas de juicios (de Hitchcock a Preminger, de Lumet a Pollack, de Stone a Soderbergh, sin olvidar al Gavras de sus incursiones en el cine americano). Tan bien tipificados en este caso que, por momentos, tanto en la preparación del proceso como en la ejecución o en el desarrollo de las situaciones y personajes parece, en efecto, que estamos viendo una película americana.

DE LO QUE NO HABLA LA PELÍCULA

“Argentina 1985”, la película (producida por la plataforma Amazon Prime), guarda sepulcral silencio sobre una cuestión esencial que determinó el destino de Argentina y del subcontinente austral americano durante más de un decenio: el Plan Cóndor. Fue este un operativo de represión política y terrorismo de estado para borrar del mapa físico a la izquierda política, sindical, estudiantil y a la oposición en general, respaldado por el gobierno de EEUU durante cinco administraciones, que proporcionó para su desarrollo planificación, formación, apoyo técnico y suministro de ayuda militar. Se puso en marcha en 1975 por medio de las jefaturas de los regímenes dictatoriales del Cono Sur (Chile, Argentina, Paraguay, Uruguay, Brasil y Bolivia). “Los llamados Archivos del Terror hallados en Paraguay en 1992 dan la cifra global de 50.000 personas asesinadas, 30.000 desaparecidas y 400.000 encarceladas”. En Argentina, en 1973, cuando Perón era todavía presidente, ya había comenzado a actuar la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A, en coordinación con la dictadura de Pinochet, contra las organizaciones de izquierda.

Relacionado de manera intrínseca con el mutismo acerca del papel de la Operación Cóndor y el protagonismo del imperialismo americano en la constitución de dictaduras en el subcontinente, la película obvia, igualmente, cualquier referencia directa a la implicación de la burguesía nacional en el golpe militar y su respaldo material. Sólo su apoyo espiritual, en la secuencia de la fiesta, en la que aparece la madre del fiscal adjunto. Sí se recalca, por el contrario, la “concienciación” de esta después de oír la declaración de una testigo en el juicio. Como si pudiéramos creer que ella y la clase social a la que pertenece y representa estuvieran en la inopia de lo que ocurría, que no supieran nada de la manera en que la Junta Militar de Gobierno resolvía el problema político del país, que no fuera con su apoyo explícito que semejante horror fuera posible. Tampoco del apoyo al golpe y a la Junta Militar por parte de la jerarquía eclesiástica se dice ni mu. Pero todo eso parece que es lo que la película pretende que creamos. Es un detalle, no obstante, ese de ignorar dichas implicaciones, tan importante como necesario, ya que le sirve al filme para transmitir su mensaje de reconciliación nacional.

No hay tampoco una referencia explícita a la guerra de las Malvinas, cuya derrota determinó la caída de la dictadura. Tampoco se señala que la mayoría de la población civil apoyaba a la Junta hasta que el desastre de la guerra la liquidó.

Se pasa de puntillas (apenas una mención tirando a chistosa) sobre la actuación de Strassera durante la etapa del llamado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), más conocido como Junta Militar, en la que fue promovido como Fiscal General, que es la máxima autoridad de la institución. Así que, en la película, como es obvio, destacan más las luces que las sombras, pues no parece procedente señalarlas sobre quien llevó adelante el juicio contra la dictadura y es considerado por ello un héroe nacional. Uno y otro son, sin embargo, el mismo hombre. No es el único caso en la historia en que circunstancias favorables hacen de alguien un héroe que en otra situación menos propicia no lo fue.

En el famoso discurso final Strassera se cuida de señalar, eso no se elude en el filme, sino todo lo contrario, que no se trata de un juicio contra el Ejército del país, sino sólo contra aquellos que lo deshonraron como institución.

A LAS GENERACIONES QUE NO LO VIVIERON

La película es, cuarenta años después, un testimonio de efecto purificador y liberador, un acto de afirmación nacional y de exaltación de la democracia liberal, dirigido, sobre todo, a las generaciones que no vivieron el drama.

No ha habido desde entonces más intentos de golpes de estado militares. Tampoco en el resto del subcontinente. “Nunca más”. Por ahora. Sobre todo, porque la política impulsada hoy por EEUU es otra, una vez que la URSS ya no existe y la revolución ha dejado de significar un peligro real. En la actualidad los golpes son de otro tipo: civiles-parlamentarios.

Al final de la película el público aplaudió.

Es lógico.

Es muy posible que “Argentina 1985” consiga este año el Óscar.

Y Mitre ha hecho méritos para rodar en Hollywood.

 

Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut), de Stanley Kubrick

Un relato soñado

Por A. Cirerol

Era en setiembre de 1999.  Habíamos visto la última película de Kubrick (y lo fue ciertamente para siempre, porque cuando se estrenó él ya había muerto). Trataba de un matrimonio formado por una pareja joven y atractiva de alto nivel económico y social, padres de una niña tan encantadora como ellos mismos. Viven en un piso inmenso y lujosísimo, como corresponde a su condición de clase, que le sirve al director para llevar a cabo kilométricos trávelin a través de pasillos, salas y habitaciones. Ellos, aunque se consideran a sí mismos juiciosos, amables y enamorados, además de bellos, son más bien unos arribistas, aunque bastante ingenuos, o, tal vez, aún sólo neófitos, lobos en ciernes. Están empezando, cultivan peligrosas y perniciosas amistades de un rango superior, que les invitan a ostentosas fiestas en las que se induce al descontrol y el libertinaje. La joven pareja se siente oscuramente atraída por “deseos ocultos”, que parecen infundir a sus posibles elecciones vitales un “hálito de aventura, libertad y peligro”. Juegan a sonsacarse recíprocas confesiones secretas que puedan juzgarse como “expresión de lo indecible”. Sólo ella se atreve a contarlas abiertamente: la experiencia de una 

ensoñación amorosa (no de un sueño, sino de una impresión real vivida con un desconocido por el cual ella siente un repentino e imprevisible deseo), en la que, si aquel le hubiese dado ocasión, habría estado dispuesta, confiesa, a todo, incluso a abandonar a su marido y a su hija. Luego, un sueño de sexo promiscuo llevado a cabo delante de su marido para humillarle, que acarrea -en el sueño- la horrible muerte de este, sentida con gozo por parte de la mujer, lo que, al despertar, la deja sumida en un estado de confusión culpable. Él calla, turbado por las inesperadas revelaciones, y, a continuación, cuando está solo, se regodea obsesivamente representándose las imaginarias infidelidades de su mujer. Por su parte, llevado por una solapada voluntad de retorsión, intenta, en el curso de una noche, de la que no es posible elucidar si es real o ilusoria, entablar relaciones sexuales con diversas mujeres, que nunca llegan a consumarse, seguramente porque su propio inconsciente, ya sea en la realidad o en el sueño, las reprime en el último momento. Finalmente, haciendo buena la máxima shakespeariana de que “un cielo tan turbio no se aclara sin una tempestad”, las aguas matrimoniales vuelven a su cauce, se perdonan mutuamente y a la pregunta de qué deben hacer a partir de ahora, ella, con el buen juicio de quien ha alcanzado la madurez, contesta: “Estar agradecidos al destino, ya que hemos salido indemnes de esas aventuras, las reales y las soñadas”. 

En la película se incluye aún un posfinal que no figura en el libro en el que se basa (1) y que a mí me gustaba porque era atrevido y le confería a la mujer un papel dominante. La pareja protagonista lleva a su hija a unos grandes almacenes para comprarle los regalos de Navidad. Aún sin tener claro qué nuevo sentido han de dar a sus vidas, ante la actitud dubitativa de él, ella (primer plano fijo de su rostro) declara: “Pero yo te quiero y tú sabes que hay algo que debemos hacer cuanto antes”. “¿Qué?”, pregunta él. “Follar”, sentencia ella. Fin, con el fondo musical del vals de Shostakovich. 

A mí me parecía, sin embargo, que la hiperestésica reacción que el sueño orgiástico le había provocado a la protagonista era exagerada. ¿Cómo podía considerar una pesadilla soñar que participaba en una saturnal? Olvidaba, sin embargo, que no se trataba solo de una onírica orgía sexual, sino, a la vez, de la expresión de un ansia jubilosamente homicida, ya que en el sueño “mata” a su marido. Pero, ¿podía tomarse con el dramatismo con que lo hacen sus protagonistas (la mujer que sueña y el marido que escucha su relato) la huella de un sueño? Los sueños son sólo sueños. Podía, sin duda, haber contestado que eso no es posible, que nadie se queda colgado de otro sólo por verle durante un instante, por un flash, como ocurre en la película, que no se trataba sino de una exageración típicamente freudiana atribuible a una psique frágil y tendente al histerismo como la de la mujer burguesa reprimida del tipo de las que trataba Freud. 

Pero que ella, la protagonista, no lo era, reprimida, y que en cualquier caso procuraría en la vida real montárselo a su conveniencia. En cuanto a él, el protagonista de la película o la novelita, era un capullo. Tontea durante toda la película con los márgenes del deseo prohibido sin atreverse a cruzarlos. De la confesión de su mujer lo que le perturba y zahiere hasta el punto de instigarle a tomarse el desquite (sin ser capaz de consumarlo) no es tanto el contenido orgiástico de sus ensoñaciones, sino el menoscabado papel que él juega en ellas. Su intrusión en la mefistofélica fiesta final, factible anticipación del sueño de la mujer, si no es que transcurre sincrónicamente con este o incluso lo estimula de manera remota, es un intento por su parte de reconocer las fuerzas maléficas que se esconden detrás de la máscara, dentro de sí mismo e, incluso, de someterse a ellas. La secta secreta, que actúa como instancia psíquica del Ello, le niega, sin embargo, el acceso al no considerarle capaz de liberarse de las normas morales interiorizadas: lo ve sólo como un diletante proclive a curiosear en los negocios ajenos, atraído frívola y veleidosamente por el abismo. 

Después de ver la película, como esa música que no se te va de la cabeza, no paraba de sonar en mi sesera el vals de la Suite de Jazz nº2 de Shostakovich.

(1) “Relato soñado”, publicado en 1926, obra del escritor y médico (como el protagonista de la novela) austriaco Arthur Schnitzler (1862-1931), que escandalizó a la sociedad de su tiempo con la descripción del erotismo y el adulterio. Sus libros fueron quemados por los nazis en 1933, considerados supuestamente un ejemplo de la decadencia y corrupción de la moral burguesa” (tomado del comentario anexo al libro editado por Alianza Editorial)

Thelma y Louise (1991), de Ridley Scott y Caille Khouri

Dos mujeres en la carretera

Por A. Cirerol

Sí, en realidad en aquel tiempo yo no pasaba de ser un progre. Con ello quiero decir que formaba parte de la masa de adeptos de la izquierda radical procedentes de la pequeña burguesía que comparten de forma entusiasta y acomodaticia sus recurrentes planteamientos, su consabida retórica, su devota emotividad, sin reflexionar sobre su vigencia o potencialidad, como un conjunto de elementales nociones y percepciones que modelaban nuestro sentido de pertenencia, en el que nos reconocíamos partícipes de un destino común con nuestros amigos. Era, en suma, un creyente, que es la antítesis de lo que debe ser la izquierda real. 

Nos sumábamos, pues, a las opiniones típicas del radicalismo establecido, no sólo desde el punto de vista político, sino también cultural, pero de eso por entonces no nos percatábamos. A fin de cuentas, a quién puede extrañarle si las mismas dirigencias políticas y sindicales de lo que llaman la izquierda están compuestas por elementos procedentes de la clase media o que han asimilado sus valores y no toman en consideración la misión didáctica de formular una política cultural acorde con los intereses de clase, sino que, por el contrario, desprovistos de todo criterio, toman para sí, seguramente sin siquiera darse cuenta, y fomentan la de la clase dominante en su vertiente aparentemente más libertaria. He aquí un signo inequívoco de la renuncia a cualquier aspiración a un cambio social revolucionario.

Por aquellos días habíamos visto “Thelma y Louise” y nos había parecido una película estupenda, aunque ya íbamos advertidos en tal sentido por la crítica que había publicado El País, cuyos dictámenes nos servían de guía normativa. En este apriorístico acatamiento del juicio a la moda ya se puede constatar la disociación que existía entre mis ideas políticas y el modelo cultural predominante, que no era sino la estrategia liberal en el campo artístico para el próximo siglo y que yo mismo, sin apercibirme, daba por bueno. Parecía que había leído a Lukács sin provecho alguno. Así que compartía el gusto mayoritario y el general entusiasmo que el filme suscitaba en el mundillo progre. 

Pues aquella fue una película que hizo época y avanzó un nuevo estilo en la apreciación moral del espectador. Era feminista, rebelde, libertaria, trepidante, resolutiva y justiciera. En aquel tiempo, pese a que ya había superado con creces los cuarenta, aún veía la vida en dos dimensiones. De todas las demás que pueda haber en el mundo físico me faltaba, sobre todo, una, la de la profundidad. O sea, como en la pantalla de un cine o como en la vida aparente del comportamiento burgués, las cosas “eran” lo que parecían, esto es, su mera superficie reflejada. Como la película parecía muy audaz y crítica con el sistema, a mí también me lo pareció. Es cierto que haciendo uso de la espectacularidad típica del cine americano cumple con gran eficacia su objetivo de atrapar emocionalmente al espectador. Como en todas las películas de Hollywood, que tipifican la resolución individual de problemas colectivos, hay que identificarse con los protagonistas, que aquí son dos tías buenas, virgueras y rompedoras. Aun cuando se apunta su condición de clase, una curra de camarera en un restaurante de carretera (aunque es dueña de un cochazo, pero eso allí debe de ser normal, como lo es treinta años después que un joven trabajador que cobra el salario mínimo disponga de un móvil de buten) y la otra es una burguesita poco instruida y revoltosa que está hasta el moño del gilipollas de su marido, no se conoce de dónde proviene la amistad entre ambas ni se sacan más consecuencias sociales. Si se mira tridimensionalmente podría decirse que son dos tías que se sienten disponibles y abiertas para empezar otra vida con más horizontes, que, sin embargo, en sus circunstancias, sólo puede discurrir carretera adelante porque no saben de qué van ni a dónde y están bastante trastornadas de la cabeza, de lo cual parece culpabilizarse a los tíos. Dos mujeres vulgares, normales y corrientes, pero predispuestas a explotar (estallar de ira) por su misma condición de mujeres en un contexto machista y alcanzar su momento de fulgor. Convertidas bruscamente en vindicativas justicieras, sus locuras anarcoides parecen presentarse como modelos a imitar. Entonces a todas las mujeres que conocíamos y podíamos muy bien suponer que también a las demás, la película les había impactado de forma imperecedera y en su imaginación hubieran deseado también ser como ellas, las Thelma y Louise del filme, emular su insensata némesis,  descerrajarle con furor vindicatorio un tiro a un cerdo machista violador para que sirva de ejemplo y escarmiento, encerrar a un poli en el maletero del coche en pleno desierto a 40 grados y que suplicara que lo dejasen salir y ellas no le hicieran ni puto caso, atracar bancos con jubiloso divertimiento, como si jugaran a Bonnie y Clyde, volar camiones a su paso conducidos por camioneros palurdos y sucios, incendiar todo lo que quedara fuera del coche como una apocalíptica y catártica venganza de género y volar alegremente ellas mismas sobre el abismo que conduce directamente al cielo de la libertad.

El cine americano diseñó una estetización de la violencia cuando Sam Peckinpah montó en cámara lenta las escenas en las que la sangre salpica la pantalla. Desde entonces se ha convertido en un lugar común hacer de la violencia un motivo estetizante, como un anuncio publicitario. Con Spielberg se dio el paso moral decisivo al dar un toque humorístico a la violencia ejercida por los protagonistas “buenos”, o sea, por aquellos con los que se debe de identificar el espectador, con lo que convierte a este en cómplice divertido de las salvajadas y vilezas que los héroes cometen contra un enemigo de antemano deshumanizado. Así se deshumaniza a la vez al espectador. Igualmente, la violencia festiva o jocosa se ha convertido en un rasgo característico del cine americano de acción, del que participa también “Thelma y Louise”.

Hay que reconocer que la autora del guion, Caille Khouri (que ganó el Óscar por la película) y el director captaron con sagaz habilidad el aire de cambio de los tiempos y se adelantaron a la corrección moral hoy imperante. Feminista lo era la película no en un sentido ideológico, sino en bruto, de primera mano, a modo de vendetta, apelando a los sentimientos y no a la razón. Un feminismo del primer mundo, anglosajón, blanco y de clase (burguesa). Pero la fábrica de sueños es tan eficaz a la hora de globalizar los mensajes que todas (y nosotros, igualmente) se podían ver representadas en las heroínas del filme a nivel de deseo subliminal. Pues, en realidad, la película no hace sino poner en imágenes la realización de un deseo vindicativo (en su acepción literal: vengativo) y justiciero más o menos subconsciente que planea en nuestra psique. Y, lo mismo que ellas, desearían también volar, de modo que el final de la película se convierte, de hecho, en un happy end suspendido en el cielo. 

Así que una película como “Thelma y Louise” se podía integrar cómodamente en un campo de visión propio de la izquierda radical como el nuestro. Y tal como vimos más tarde podía ser un referente icónico del ámbito ideológico representado por el movimiento me too, en el que la izquierda de la época de la postmodernidad se reconoce. Pero estos tiempos, de los que la película era precursora y estandarte, aún no habían llegado cuando comentábamos vivamente la película en la barra de un bar después de salir del cine. Ella celebraba su intensidad dramática, la fuerza de las interpretaciones, la decisión de las protagonistas, la progresión (“crecimiento” es la expresión más adecuada) del personaje más joven, Thelma, que al principio se había mostrado como la más insustancial y frívola de las dos, para acabar convirtiéndose en la más espiritosa y decisiva. El catártico final, en fin. Yo compartía sus aseveraciones, si bien mi cautela ideológica con respecto a los productos hollywoodienses me llevaba a considerar que, como es común en el cine americano, se concentraba en los efectos en lugar de hacerlo en las causas; que, por lo mismo, hacía de la violencia individual el factor “natural y formal” de la vida social y reducía la lucha de clases a “antagonismos secundarios de orden personal”. 

Pero qué duda podía caber, convinimos, de que era una película muy buena, importante, original y excitante. A Ella le gustó mi rebuscada interpretación intelectualoide que no contradecía su visión general. A ambos la vendetta genérica de las protagonistas nos parecía justa y necesaria. 

“BORDER”, UNA PELICULA DE ALI ABBASI 

THE NIGHT OF THE FREAKS

Por A. Cirerol

“Border” es una película que comienza como un sensible drama realista acerca de un extraño personaje (que siguiendo la terminología inaugurada por la película de 1932 de Tod Browning podríamos denominar “freak”) que desempeña un trabajo realmente insólito: pone a disposición de la policía un don, habilidad o poder excepcional que posee en exclusiva: es capaz de detectar a los delincuentes por su olor, esto es, por el hedor que despide la “conciencia del delito”. Se nos explica (más o menos) que procede (el olor del mal) del temor, turbación, vergüenza, odio, vileza, depravación, ignominia, etc., en fin, todos los malos sentimientos que las supuestas buenas conciencias creen o simulan creer que se ocultan bajo los sentimientos de “los malos”. Claro que, tomada en serio, una lógica semejante resulta muy poco convincente, sino absurda, pero como se trata de un personaje “diferente” que pone todo su empeño en colaborar con la causa del bien común, no tomamos muy en cuenta tamaño despropósito. Tampoco que parezca normal y hasta tranquilizadoramente progresista que una persona sea utilizada cual perro ventor para olfatear los supuestos pecados del prójimo. Pero ya sabemos que hoy, en la era del prohibido dudar, se convierte en sospechosos a quienes puedan alojar sentimientos considerados “negativos” (como si no se tratara de algo común en todo ser humano y que lo define, además, como tal) y en inmediatos culpables a los que, cruzando la línea de lo admisible, acumulen dentro de sí emociones como el odio. Así que no juzguemos extraño el oficio de la protagonista. Por el contrario, tengámoslo por encomiable.

Como decía al principio, hasta más de la mitad de la película ésta se presenta como un drama humano, el de quien es visto como “diferente” por el resto de la sociedad, condenándolo a tener que soportar el intolerable peso que, debido a su aspecto físico, le sume en el desamor, la soledad, la tristeza. Cierto, la fealdad es una de las tragedias sociales más crueles e invisibilizadas. Lo es hasta el punto de que, para rodar la película, en lugar de que fuese interpretada por una persona que cumpliese tal requisito, tuvieron que llevar a cabo un esmeradísimo trabajo de afeamiento sistemático sobre la actriz que interpreta el papel de Tina, la protagonista cuya herramienta de trabajo es la nariz, una mujer bastante guapa en la “realidad real”. Cuando a media película aparece otro “freak”, aparentemente de género masculino, no muy distinto en cuanto a comportamiento, gustos y marginación social de Tina, todos nos alegramos porque intuimos de inmediato que la vida de la protagonista va a cambiar de forma positiva al conocer el amor. Y, en efecto, así parece ocurrir. Incluso le viene bien para ampliar sus gustos, aficionándose a los insectos, no sólo a apreciarlos como elementos imprescindibles de la naturaleza, como ya sabíamos desde la primera escena, sino a devorarlos con fruición, siguiendo las pautas alimentarias de su amante. 

Pero en la última parte del filme todo lo que, aun a costa de múltiples incoherencias y faltas de sentido argumental, había ido, mal que bien, desarrollándose como lo que nos habían hecho creer que era: un drama humanista sobre aquellos seres físicamente desfavorecidos, da un giro no digamos que copernicano, porque algo ya nos veníamos (mal)oliendo, pero sí determinante. 

La película, de aparente drama naturalista se transforma en una descabellada cinta fantástica-mesiánica. Pues es preciso que sepamos que la criatura de la que la pobre Tina se enamora no es solamente rara como ella, ni que está, a su vez, loco de atar, empeñado en creer que forma parte de una raza extinguida, sino que REALMENTE su locura es cierta y pertenece a otra especie no humana (o más bien inhumana), que, cual ángel vengador erra por la tierra para llevar a cabo todas las maldades posibles contra la raza humana, juzgada en su totalidad como mala, criminal y mentirosa, y culpable en un pasado inverosímil del exterminio de la suya. Y que el tal “freak” o “troll”, como él a sí mismo de denomina, no pertenece tampoco a sexo verificable, aunque con regular frecuencia pare, esto es, da a luz, lo que podríamos denominar homúnculos que guarda en la nevera. Por otra parte, su vindicativo frenesí antihumano (por tanto, antihumanista también, ¿no?) llega al extremo de hacerle colaborar con redes delictivas (pedófilas, por ejemplo) con el fin de provocar, según sus propias palabras, el mayor daño, dolor y confusión a la especie humana y acelerar, así, su extinción, hasta el anhelado momento en que “los suyos” se hagan con el poder.

No se crea, sin embargo, por lo dicho, que es un mal tipo. Al contrario, miren lo bien que se lleva con Tina, nuestra protagonista, que, por su parte, se lo pasa muy bien con su homólogo “freak” holgándose y dándose chapuzones y devorando bichos, la cual, pese a sus infalibles facultades olfativas, capaces de percibir el más mínimo rastro de crimen y maldad a un kilómetro de distancia, no se ha coscado del hedor moral que despedía su compañero, un tipo ciertamente peligroso. Será, seguramente, porque el olor del amor lo oculta todo. Pero ya carece de importancia porque ella ya está convencida de formar parte de la misma especie hecha desaparecer por los humanos y a estas alturas la película ha entrado ya en la más delirante fantasmagoría, aunque persista, para mayor incongruencia, en su estilo realista-naturalista, empeñada en que el espectador se tome en serio semejante sampedrada. Finalmente, perdón por el spoiler, pero la película es de 2019 y habéis tenido tiempo de sobra para verla, ella recibe un paquete por correo postal dentro del cual hay, vivito y coleando, un bebé barbudo comedor de insectos que colma las ansias de maternidad de la protagonista. El día llegará.

Un demencial mensaje anti género humano con el que se incita al espectador a identificarse y enternecerse y, por absurdo que parezca, seguramente lo consigue, si nos atenemos a los premios y nominaciones cosechados. Así están las cosas y los tiempos.

Bromas así sólo las hace bien Polanski, precisamente porque su bebé (que deja, por otra parte, campo libre para que podamos llegar a pensar que todo ha sido una paranoia de la protagonista, o no) es ciertamente inquietante (sobre todo porque no se ve) y porque la secta que promueve su alumbramiento tiene el rostro absolutamente normal de lo que hoy podríamos llamar los fondos oscuros de la sociedad que iluminan las luces de los rascacielos. 

Si se hace en serio, para eso está una película como “Maudie, el color de la vida” (2016) de Aisling Walsh, donde Sally Hawkins y Ethan Hawke dan vida a los “freaks” más humanos, veraces y bellos en su fealdad que podemos imaginar.

GUIA (ESTIVAL) DE PELICULAS DE FILMIN

Tenemos ganas de ver cine y disponemos de un medio excelente para ello: Filmin.

Pero Filmin presenta algunas dificultades: junto a un buen número de buenas películas y de obras maestras hay también una considerable proporción de mediocridades y de morralla. Y viene todo mezclado, por lo que resulta muy difícil discriminar.

Estoy intentando separar el grano de la paja, una actividad bastante laboriosa y a menudo desesperante, para obtener una lista medianamente ordenada de películas que pueda servirnos para guiarnos un poco entre la selva de títulos.

Entre tanto, he pensado en ofrecer un primer listado que pueda servir para que este verano se puedan ver desde casa películas con ciertas garantías de que no nos van a agobiar aún más que la ola de calor. 

Claro que se corresponden con el gusto y afición de quien suscribe, pero como, en general, coinciden con las que destacan las enciclopedias es muy posible que la mayoría sean acertadas.

Unas pocas las hemos visto hace tiempo en la Tertulia, pero como ya ha pasado tiempo de ello y las pelis se olvidan pronto y creo, además, que son muy buenas seguramente se podrá disculpar.

En Filmin hay muy poco cine español anterior a los 70 y de cine sudamericano prácticamente no hay nada. Así que se nota en la lista.

Tampoco hay películas de este siglo. O porque las hemos visto o porque son malas o, sobre todo y definitivamente, porque no tengo ni idea del cine del siglo.

Al final salen muchas, pero así hay donde elegir.

También faltan muchas, pero eso la culpa la tiene el autor de la lista.

LISTA ESTIVAL DE PELÍCULAS PARA ADHERENTES DEL BLOG KINO

Empecemos por el principio, que fue el CINE MUDO:

CINE AMERICANO

LA CULPA AJENA (1919) de David Griffith. 

Para reírse mucho: EL NAVEGANTE (1924) y EL HÉROE DEL RÍO (1928) de Buster Keaton.

La mejor obra realista del cine americano: AVARICIA (1924) de Erich von Stroheim.

LOS MUELLES DE NUEVA YORK (1927) de Josef von Sternberg. EL SÉPTIMO CIELO de Frank Borzage.

CINE ALEMÁN

EL AMOR DE JEANNE NEY (1927), TRES PÁGINAS DE UN DIARIO (1929) y LA CAJA DE PANDORA (1929) de G. W. Pabst.

AMANECER (1927) de Murnau

El cine ya ha aprendido a hablar.

EL ÁNGEL AZUL (1930) de Josef von Sternberg.

TABÚ (1931) de Murnau y Robert Flaherty

LA CALLE (1931) de King Vidor.

ADIÓS A LAS ARMAS (1932) de Frank Borzage

EL GRAN DICTADOR (1940) de Chaplin

Fritz Lang en Hollywood:

SOLO SE VIVE UNA VEZ (1937), Perversidad (1945) y una de propaganda antinazi: LOS VERDUGOS TAMBIÉN MUEREN (1943)

NEORREALISMO

Roberto Rossellini: EUROPA 51 (1951) y TE QUERRÉ SIEMPRE (1953)

Luchino Visconti: SENSO (1954) y LAS NOCHES BLANCAS (1957)

Federico Fellini: LA STRADA(1954) y LAS NOCHES DE CABIRIA (1957)

Vittorio de Sica: ESTACIÓN TERMINI (1952)

Michelangelo Antonioni: CRÓNICA DE UN AMOR (1950)

(TRAGI)COMEDIA ITALIANA DE LOS 60

LA GRAN GUERRA (1959) y LOS CAMARADAS (1963) de Mario Monicelli

TODOS A CASA (1960) de Luigi Comencini

LA ESCAPADA (1962) de Dino Risi

CINE JAPONÉS

LOA AMANTES CRUCIFICADOS (1954) y LA CALLE DE LA VERGÜENZA (1956) DE Kenji Mizoguchi

EL INFIERNO DEL ODIO (1963) y BARBARROJA (1965) de Akira Kurosawa

HARAKIRI (1963) de Masaki Kobayashi

EL ARPA BIRMANA (1956) de Kon Ichikawa

Orson Welles

LA DAMA DE SHANGHAI (1948) y SED DE MAL (1958)

Alfred Hitchcock

ENCADENADOS (1946)

Jean Renoir

LA GOLFA (1931), TONI (1935), LA BESTIA HUMANA (1938), ESTA TIERRA ES MÍA (1943)

Jacques Becker

ANTOINE Y ANTOINETTE (SE ESCAPÓ LA SUERTE) (1947), , PARÍS BAJOS FONDOS (1952), NO TOQUÉIS LA PASTA (1954), LOS AMANTES DE MONTPARNASSE (1957)

Max Ophuls

LA RONDA (1950), EL PLACER (1952)

NOUVELLE VAGUE (MÁS O MENOS)

LA PIEL SUAVE (1963) y LA SIRENA DEL MISSISSIPPI (1969) de François Truffaut

UN SOPLO EN EL CORAZÓN (1971) de Louis Malle

(Louis Malle en América: ATLANTIC CITY (1980), VANIA EN LA CALLE 42 (1994)

EL AMOR DESPUÉS DEL MEDIODÍA (1972), PAULINE EN LA PLAYA (1983), EL RAYO VERDE (1986) de Eric Rohmer

LO QUE SE LLAMÓ FREE CINEMA

MIRANDO HACIA ATRÁS CON IRA (1958) de Tony Richardson

UN LUGAR EN LA CUMBRE (1954) de Jack Clayton

SÁBADO NOCHE, DOMINGO MAÑANA (1960) de Karel Reisz

DARLING (1965) de John Schlesinger

LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO (1966) de John Schlesinger

ISADORA (1967) de Karel Reisz

PETULIA (1968) de Richard Lester

CINE AMERICANO DE LOS 40/50/60

LA CIUDAD DESNUDA (1948) de Jules Dassin

EL POLÍTICO (1950) de Robert Rossen

CARMEN JONES (1954) de Otto Preminger

LOS VALIENTES ANDAN SOLOS (1955) de David Miller

LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS (1956) de Don Siegel

ELISA (1962) de Frank Perry

AMÉRICA, AMÉRICA (1963) de Elia Kazan

SIETE DÍAS DE MAYO (1964) de John Frankenheimer

LA JAURÍA HUMANA (1966) de Arthur Penn

BOB, CAROL, TED Y ALICE (1967) de Paul Mazursky

CINE SOVIÉTICO 50/60

CUANDO PASAN LAS CIGÜEÑAS (1958), LA CARTA QUE NUNCA FUE ENVIADA (1960) y SOY CUBA (1964) de Mikhail Kalatozov

LA BALADA DEL SOLDADO (1959) de Grigori Chukhrai

BIENVENIDOS, O PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS EXTRAÑOS (1964) de Elem Klimov

SOLARIS (1972) de Andrei Tarkovski

Luis Buñuel

ABISMOS DE PASIÓN (1953), LA JOVEN (1960), DIARIO DE UNA CAMARERA (1964)

Ingmar Bergman

UN VERANO CON MONIKA (1953), EL SÉPTIMO SELLO (1957), EL MANANTIAL DE LA DONCELLA (1960), SECRETOS DE UN MATRIMONIO (1973), FANNY Y ALEXANDER (1982)

EL NORTE TAMBIÉN EXISTE

EL VIRA MADIGAN (1967) de Bo Widerberg

EL FESTÍN DE BABETTE (1987) de Gabriel Axel

PELLE EL CONQUISTADOR (1987) de Bille August

Wim Wenders

ALICIA EN LAS CIUDADES (1974), EL AMIGO AMERICANO (1977)

Costa-Gavras

ESTADO DE SITIO (1972), SECCIÓN ESPECIAL (1975), LA CAJA DE MÚSICA (1989)

Adolfo Aristarain

UN LUGAR EN EL MUNDO (1992)

Peter Bogdanovich

THE LAST PICTURE SHOW-LA ÚLTIMA PELÍCULA (1971)

John Cassavetes

MARIDOS (1970), ASÍ HABLA EL AMOR (1971), GLORIA (1980)

Bertrand Tavernier

HOY EMPIEZA TODO (1990), CAPITÁN CONAN (1996)

Terence Davies

VOCES DISTANTES (1988)

Addendum

Ya sabéis que después de las listas (en especial de las subjetivas) siempre aparece lo que se ha dejado de poner y en este caso quisiera llamar la atención sobre algunos títulos que he rescatado de Filmin y que creo que deberían figurar en la lista porque me parecen muy apropiados para contribuir a mejorar la calidad de la cultura estival. 

No son muchos, unos cuantos, y prometo no reincidir, al menos durante el verano.

Voilá:

Robert Guédiguian 

LADY JANE (2008), LAS NIEVES DEL KILIMANJARO (2011), EL CUMPLEAÑOIS DE ARIANE (2014), UNA HISTORIA DE LOCOS (2015), LA CASA JUNTO AL MAR (2017) 

Laurent Cantet 

RECURSOS HUMANOS (1999), LA CLASE (2008), FOXFIRE, CONFESIONES DE UNA BANDA DE CHICAS (2012), REGRESO A ÍTACA (2014), EL TALLER DE ESCRITURA (2017) 

Olivier Assayas 

LAS HORAS DEL VERANO (2008), CARLOS (2010) 

Aki Kaurismaki 

SOMBRAS EN EL PARAÍSO (1986)

Stanley Kubrick 

¿TELÉFONO ROJO? VOLAMOS HACIA MOSCÚ (1964) 

Peter Brook 

EL SEÑOR DE LAS MOSCAS (1963)

Roman Polanski 

EL CUCHILLO EN EL AGUA (1961) 

 Andrej Zulawski 

LO IMPORTANTE ES AMAR (1975) 

 Jiri Menzel 

TRENES RIGUROSAMENTE VIGILADOS (1966) 

John Huston 

FAT CITY (1972) 

Carol Reed 

LARGA ES LA NOCHE (1947) 

 David Lean 

OLIVER TWIST (1948) 

 Alexander Mackendrick 

LA BELLA MAGGIE (1954), EL QUINTETO DE LA MUERTE (1955) 

René Clément 

JUEGOS PROHIBIDOS (1952), A PLENO SOL (1959) 

 Jacques Demy 

LOLA

Jean-Pierre Melville 

EL SILENCIO DE UN HOMBRE (1968) 

Zhang Yimou 

VIVIR (1994) 

Martin Scorsese 

BOB DYLAN. NO DIRECTION HOME (2005) 

Bueno, parecen muchas, pero no son tantas. Además, el verano es cálido y largo.

DRIVE MY CAR (2021) DE RYUSUKE HAMAGUCHI,

CUANDO LLEGUE NUESTRA HORA, MORIREMOS SUMISOS

(A. Cirerol)

MOTIVOS PRELIMINARES

Cuando uno lee las numerosas críticas de “Drive my car” en las que relucen (si no unánimemente, bien puede afirmarse que muy próximas a la coincidencia generalizada) frases tan elogiosas como los siguientes: “Obra maestra indiscutible”…”Drama magistral del que no puedes apartar la mirada”… “Cautivadora desde la primera hasta la última escena”… “Una de las películas más hondas y excepcionales de los últimos años”… “Película impecable, prácticamente perfecta”… “Nunca antes vimos nada parecido, una obra maestra”… “Hamaguchi nos brinda una obra maestra sobre el arte y la vida”… “Subyugante profundidad emocional”… “Una película deslumbrante”… “Bellísima película”… Etc., etc.

O al indagar sobre su trama deduce que aborda temas a priori tan importantes y capaces de suscitar humana emoción como el duelo por la pérdida, el peso que los muertos ejercen sobre los sentimientos y las acciones de los vivos, la culpabilidad (no tanto por lo hecho como por aquello dejado de hacer), la trascendencia del azar o lo imprevisible en el curso de las relaciones humanas o el poder sanador del arte (el teatro en este caso) sobre las enfermedades del alma. 

O, por añadidura, lo hace (el filme) sustentándose en un referente de alto valor cultural (algo poco habitual en el cine de hoy, tan hueco, basado casi exclusivamente en la sugestión de la imagen): el “Tío Vania” de Chéjov, como lección de vida. 

Llegado a este punto lleno de abrumadoras expectativas, aun a pesar de la falta de confianza que le inspira la crítica realmente existente, a uno no le cabe sino sacar dos conclusiones antes de decidirse a ver la película:

1ª) Que (dejando aparte la tópica y estereotipada unanimidad de los ditirambos críticos) esta película, que, según se nos dice, se centra en el examen de sentimientos, emociones y reacciones humanas, no debe de tener (por eso mismo) nada que ver con el cine asiático actual. Esto es: con el tipo de filmes de yakuzas con un toque de auteur (Kitano), o con los de estética de cómic y exorbitante alarde (piro)técnico que fundamentan en la violencia (gratuita) su principal foco de interés (Park Shan-wook), o con los que exhiben un naturalismo grotesco para pormenorizar las fantasías de ascenso social de estrafalarios especímenes lumpen (Bong Joon-ho, Koreeda a sus horas), o con los que por medio de un minimalismo poético dibujan situaciones y personajes maravillosamente sofisticados, ilusorios e insustanciales (Hong Sang-soo), o con los que en la represión de los sentimientos y del contacto corporal descubren un nuevo romanticismo fatalista puramente decorativo (Wong Kar-wai), o con los que erigen colosales e intemporales sagas épico-fantásticas (Zhang Yimou), o con los que se embarcan en largos viajes tridimensionales por el mar de la subjetividad absoluta (Bi Gan), por no hablar de aquellos que se solazan en bucear en disparatados e irrisorios mundos oníricos (Apichatpong Weerasethakul). En suma, una dominante cultural basada en la anulación de la profundidad (“la forma es el fondo”), la preponderancia de la técnica sobre la forma, el declive de los afectos, la supremacía de las categorías espaciales sobre las temporales, la cancelación de la historicidad, es decir: antirrealismo y pérdida abrupta de una visión humanista del arte. Todo lo que hoy encandila a la crítica-acrítica. 

2ª) En consecuencia, se dice uno lleno de buenos auspicios: habrá que ir a ver “Drive my car”.

Y uno corre a verla.

AQUÍ SE CUENTA LA PELÍCULA (*)

Los protagonistas (al menos durante los primeros cuarenta minutos) son Él (Kafuku), Ella (Oto) y un coche rojo (después, la estela de personajes se amplía). Él (Kafuku) es un actor y director teatral de cierta reputación, Ella (Oto) es guionista de series de éxito en la televisión, el coche es un Saab 900 Turbo de fabricación sueca, que conduce Él, de color rojo, como ya se ha dicho, que llega a parecernos como esos coches de los dibujos animados capaces de hacer visibles (“antropologizar”) sus emociones. Él y Ella están casados y son aparentemente felices, o, por lo menos, se comportan amablemente entre sí. Pertenecen a una clase media acomodada y tienen éxito en su vida profesional. En seguida descubriremos algunas sombras o, por lo menos, singularidades o extrañas anomalías en su relación. Ambos se aman (dicen), pero ella se acuesta habitualmente con otros hombres. Él lo sabe, pero parece asumirlo como un hecho que no pone en cuestión su convivencia, algo que hay que respetar y aceptar en el carácter o condición de su esposa. La muerte de su hija les produjo un fuerte trauma emocional del que difícilmente se han recuperado. Se nos da a entender que la disfuncionalidad de la pareja tiene su origen, aunque no su sentido, en dicha pérdida. Tienen una extravagante costumbre: la actividad sexual estimula la creatividad literaria de la mujer. Inventa sus guiones televisivos en pleno acto sexual, inspirada por el orgasmo. Al día siguiente Ella los olvida y Él los transcribe (“los pasa a limpio”). Una noche, al volver a casa, Él la encuentra muerta. Sí, eso pasa. Aunque ha sido debido a una embolia se culpa por no haber llegado a tiempo para salvarla. Basa su reproche de conciencia en que se ha retrasado intencionadamente porque Ella lo había emplazado para “hablar sobre ellos dos” y Él temía lo que pudiera decirle. Tras el sepelio y sufrir una crisis emocional mientras interpreta “Tío Vania”, le vemos (el espectador) viajando en el coche rojo por la autopista. En este momento, o sea, cuando ya llevamos casi 45 minutos de película, esto es, la cuarta parte de su metraje, aparecen los títulos de crédito y nos damos cuenta de que, como quien dice, ahora comienza la película. Lo que hemos visto antes era sólo el preámbulo o la introducción. Han pasado dos años, se nos informa al mismo tiempo, y Él viaja a la ciudad de Hiroshima para dirigir una representación de “Tío Vania”. Es un proyecto experimental con actores que hablan diferentes idiomas, incluida una mujer sordomuda que se expresa por medio del lenguaje de signos. Entre ellos está un joven actor conflictivo (Takatsuki) que había sido amante de la mujer de Kafuku. Él debe superar el rechazo que le produce su presencia. Surge una complicación que acaba por resultar providencial. Los promotores del proyecto, alegando una cláusula de responsabilidad contractual que prohíbe a los empleados conducir su coche, le imponen a Kafuku un chófer para el Saab rojo, que Él acepta a regañadientes. En realidad, hay que suponer que la proscripción se debe a otra causa no manifestada: Kafuku padece una enfermedad ocular (glaucoma) que pone en riesgo su capacidad conductora. Pero el chófer resulta ser una mujer. Watari (la choferesa) reúne todas las virtudes (profesionales y personales) que debe poseer el conductor ideal: es eficiente, segura, cuidadosa, prudente, perspicaz, discreta, hasta el punto de pasar casi desapercibida para el mismo cliente (Kafuku), quien puede, como es su costumbre, repasar sin problemas la obra en el mismo coche por medio de cintas de audio. Comienzan los ensayos dirigidos por Kafuku, que renuncia a interpretar el papel principal (Vania, con el que se siente extrañamente identificado, aunque, en realidad, no existen características comunes entre ambos) y lo asigna a Takatsuki, pese a la diferencia de edad entre el actor y el personaje, a la disparidad de ambos caracteres y a la misma animadversión que el joven le inspira a Kafuku. Aquel, con una cierta intención morbosa, intenta anudar una relación amigable con Kafuku, basada en el recuerdo de la mujer que ambos amaron (aunque no está claro de que fueran estos realmente los sentimientos que el joven sintiera por la mujer muerta). Mientras tanto, Él (Kafuku), a través del cotidiano trabajo teatral y el progresivo conocimiento de Watari experimenta renovadas sensaciones vitales. La actriz sordomuda, la joven conductora y la misma ciudad de Hiroshima, con su carga simbólica, le infunden un nuevo aliento. Por el contrario, la relación con Takatsuki, sólo consigue amarrarlo a emociones negativas del pasado y a enfermizos celos póstumos. Watari, que hasta aquel momento había permanecido en un segundo plano, adquiere un relieve especial, ya que ambos se reconocen como seres heridos por sucesos trágicos del pasado que los han sumido en una suerte de parálisis emocional. Una herida basada en la culpa por lo que ellos creen que no hicieron para salvar respectivamente a su madre (ella) y a su mujer (Él). Posiblemente (se acusan a sí mismos) porque ambos deseaban que muriesen. Al final los acontecimientos se precipitan: Takatsuki, patológicamente incapaz de controlar sus accesos de agresividad, mata gratuitamente a un paparazzi y es detenido por la policía. La obra se queda sin Tío Vania. Kafuku, a la búsqueda de encontrar una respuesta a su propia invalidez emocional, cree hallar la solución visitando el lugar donde murió en un incendio la madre de Watari (es decir, donde ella se culpa de haberla dejado morir). Tras un ininterrumpido viaje de dos días (Watari al volante, Kafuku sentado a su lado, ya no detrás como el cliente de un taxi, cargando los dos con su insoportable peso de culpabilidades, en el Saab rojo) llegan al origen del remordimiento. Es el paraje nevado, el centro simbólico de la desgracia, en el que encuentran la razón de su sufrimiento y su liberación. Kafuku acepta, al fin, interpretar el papel de Tío Vania. La escena final de la obra de Chéjov completa el efecto liberador y purificador, catártico, de sus protagonistas, Kafuku-Vania a través de la mujer sordomuda-Sonia (la sobrina de Vania), Watari, como espectadora: sólo la aceptación y la resignación pueden salvarles como seres humanos. La función redentora sólo se cumple aceptándose (perdonándose) a sí mismos: ¡Hay que vivir! Es esta la misión que deben cumplir, vivir. En la última escena Watari, sola, con mascarilla, compra en un supermercado. Luego se mete en un coche y se va.

UNA REINTERPRETACIÓN

Para exponer su “lección de vida” Hamaguchi (además de necesitar tres horas para ello) recurre a situaciones y tipos extremos, apartados de los modelos sociales representativos. En este sentido (de falta de tipicidad y de consistencia de su suelo histórico-dramático) “Drive my car” es mucho más postmodernista de lo que parece. 

Lo es, externo a los planos representativos, el protagonista principal, quien, habituado por su profesión a representar en público sentimientos ajenos, sufre un grave bloqueo emocional en su vida privada. Incapaz de abordar las continuas infidelidades de su mujer se impone a sí mismo asumirlas como normales y vivir así. Es precisamente el temor a que Ella pueda “plantear la situación” lo que le inhibe de acudir a la cita que habían acordado y que originará su complejo de culpa. Ella, Oto, vive una existencia disociada. Afirma que ama a su marido y, al mismo tiempo, lo engaña de manera compulsiva y reiterada. Su joven amante, Takatsuki, es un tipo carente de control, que se “psicopatiza” con facilidad (especialmente si es fotografiado por desconocidos). Watari, la joven choferesa, es una mujer traumatizada por una niñez desdichada y una madre que nunca la quiso. La única persona propicia y afirmativa es aquella privada de la capacidad de hablar, la única que de manera natural es capaz de comunicar sus afectos por medio del lenguaje de su propio cuerpo. 

La película basa su sentido en el encuentro de dos duelos irresueltos, vividos ambos como la forma de expiar una supuesta culpa: el convencimiento (ilusorio o quizás no) de que ellos fueron colaboradores necesarios de las muertes que punen dentro de sí. En ambos casos existía un indudable componente de amor-odio hacia las dos muertas (un rencor que tanto Kafuku como Watari se atreven al fin a revelar). 

En el caso de la relación Kafuku-Oto cuesta creer que la personalidad de la mujer pueda suscitar post mortem una sombra emocional tan alargada. Ni su ser (exterior e interior) ni su afectada amabilidad ni sus pésimos relatos orgásmicos (poco más se puede recordar de Ella) dan lugar para crear esa imagen mitificada que impide sellar un duelo. Menos aún que pueda ser recordada con amor una persona que infringe de manera recalcitrante los principios en que se basa el afecto mutuo: lealtad, autenticidad, veracidad. Y que con gentil y refinado sadismo se solaza presentando sus próximos amantes al infeliz esposo. El cual dos años después aún es capaz de sentir celos retrospectivos porque el último de los amantes conocidos de su mujer (el desquiciado Takatsuki) conoce el final de uno de sus infumables relatos interorgásmicos, que a Él nunca le fue revelado. Por otra parte, a Él, a Kafuku, nunca se le vio muy entusiasmado en tales momentos. Así que tras o debajo del insondable amor póstumo del viudo hay que pensar que se esconde más bien el odio que provoca un comportamiento, el de la mujer muerta, que resulta inescrutable y que lo seguirá siendo para siempre.

No podemos dudar, en cambio, de que los sentimientos de Watari no ocultan intento alguno de autoengaño, como en el caso de Kafuku. Aquí cuentan los hechos (y su propia procedencia de clase): fue una niña del arroyo, no querida por una madre negligente y maltratadora. Una niña que tuvo que hacerse mayor muy pronto. Es consciente de que cuando ocurrió el siniestro ella se puso a salvo y que mientras la casa ardía pensó que su madre estaba dentro y que (tal vez) hubiera podido salvarla. Posiblemente no fuera así, pero es lo que ella realmente sintió. Y desde ese momento crece con la culpa. Se dice a sí misma: yo la maté. Es una mujer herida, sus sentimientos y su estimación propia ardieron también con la casa y con la mujer que estaba dentro. Para sobrevivir ha de hacerse dura. Sólo la inconsciente inocencia de los animales, el perro de la muda, puede suscitarle tiernos sentimientos. En Kafuku encuentra a un semejante, a otro culpable como ella, da igual que sea un simulador, un falso culpable: buscará con él su redención. 

La discapacidad emocional de “la chica que conduce mi coche” es reactiva, provocada por hechos terribles que la realidad, dadas sus condiciones de vida, no le ha ofrecido (aún) la posibilidad de superar. La impotencia de Kafuku es elegida, su duelo incapacitante fingido, la mitificación de su amor desaparecido la justificación para permanecer en suspenso. No creo que Hamaguchi sea consciente de la verdadera naturaleza de su personaje, de sus subterfugios emocionales, de su actitud impostada y autojustificativa ante la vida. Él (Hamaguchi) también se cree la culpabilidad hipócrita y las justificaciones de su personaje.

El viaje de Watari y Kafuku al origen de la culpa, enterrado bajo la nieve, provoca un shock emocional que les saca a ambos de sí porque les permite comprender y aceptarse. Después, la sanación a través de la representación teatral, al mostrarles el camino que debe seguir su vida: “¡Hay que vivir y viviremos!”.

LA ESCENA CULMINANTE DE LA PELÍCULA: LA DISTORSIÓN DE CHÉJOV POR HAMAGUCHI Y LA CRÍTICA-ACRÍTICA

La (pen)última secuencia de la película es la esencial y decisiva (y, sin duda, la más brillante) porque tiene el poder de cambiar el destino de sus principales protagonistas (uno que actúa en el escenario, Kafuku; el otro que mira la representación entre el público, Watari). Se desarrolla la última escena de “Tío Vania”, cuando Voinitzkii (Vania) y Sonia (su sobrina) se quedan solos en la hacienda de Serebriakov, el dueño de la finca, cuñado de Vania y padre de Sonia, la hija que tuvo con su primera mujer. En la película Sonia está interpretada por la actriz sordomuda, que se expresa por medio de signos (su monólogo aparece subtitulado en la pantalla del escenario). La secuencia es, por consiguiente, silenciosa (salvo los esporádicos sonidos producidos por las manos de Sonia al palmear) y casi enteramente filmada en un plano medio frontal de Vania sentado a la mesa y de Sonia tras él hablando con sus manos colocadas ante la cara de su tío y, por lo tanto, también del público. Se reproduce íntegramente el monólogo de Sonia, que dura casi cinco minutos. Empieza el lamento de Vania: “¡Niña mía!… ¡Cuánto sufro!… ¡Oh, si supieras cuánto sufro! …”. Sigue, luego, el largo consuelo de su sobrina: “¡Qué se le va a hacer!… ¡Hay que vivir! ¡Viviremos, tío Vania! …”. Le pinta la interminable sucesión de días y anocheceres en los que habrán de soportar pacientemente las pruebas que les envíe el destino, mientras ellos seguirán trabajando para otros (se refiere a Serebriakov) sin descanso hasta la vejez. “¡Cuando llegue nuestra hora moriremos sumisos y allí, al otro lado de la tumba, diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que hemos padecido amargura!… ¡Dios se apiadará de nosotros y, entonces, tío…, querido tío…, conoceremos una vida maravillosa…, clara…, fina!… ¡La alegría vendrá a nosotros y, con una sonrisa, … descansaremos!… ¡Tengo fe, tío!… ¡Creo ardientemente!… ¡Descansaremos! …”. Sonia se imagina un cielo cuajado de diamantes desde el que ellos verán, abajo, toda la maldad terrestre, que ya no les podrá afectar, y una misericordia surgida de sus sufrimientos llenará el Universo y su vida, la de Sonia y su tío, será quieta, tierna, dulce como una caricia. “¡Tengo fe!… ¡Tengo fe!… (Secándole las lágrimas) ¡Pobre tío Vania!… ¡Estás llorando! ¡Tu vida no conoció la alegría…, pero espera, tío Vania, espera!… ¡Descansaremos! (abrazándole) ¡Descansaremos!” (El telón desciende lentamente mientras se apagan las luces).

¿Cuál es, por tanto, la fórmula que plantea la película para, apoyándose en las enseñanzas chejovianas para la reparación y desagravio de las almas heridas, acceder al conocimiento de uno mismo y encontrar el sentido de la existencia?: la resignación, la conformidad y la aceptación de las adversidades. Vivir resignadamente, morir sumisamente. Esta es la filosofía de la vida que propone Hamaguchi. Lo que conmueve y sana a sus personajes, resignados y sumisos. Es lo mismo que opina al respecto la crítica-acrítica, que celebra como un verdadero arte de vivir el camino señalado por el director japonés. 

Es, por lo tanto, necesario subrayar la diferencia entre el final de la obra teatral de Chéjov y el de la película de Hamaguchi. Pero, ¿cómo?, se dirá, ¿es que acaso no son iguales uno y otro? ¿No son igualmente hermosos y reveladores? ¿Misma la enseñanza? Ciertamente, el gran teatro de Chéjov se nutre de un humanismo comprensivo y compasivo. Apela a la resignación ante los golpes de la vida. Se trata de un planteamiento correspondiente a una época en que la situación en Rusia y el destino de la clase social representada en sus obras, la burguesía campesina semi arruinada, estaba en un estado de anquilosis social, al borde del desmoronamiento. Por eso, sus personajes, incapaces de actuar, son representativos de este marasmo, presagio de la gran sacudida revolucionaria que los haría desaparecer como clase social. Su único refugio es el sueño, soportar pacientemente su infortunio en la vida real imaginando celestiales trascendencias fuera de este mundo, donde un Dios se apiadará de ellos y podrán al fin descansar de tanto padecimiento (sobre todo, moral). Es ese el principal deseo de Sonia, sus últimas palabras al caer el telón: ¡Descansaremos!… ¡Descansaremos!”

¿Qué relación tiene la aspiración de Sonia, mujer del XIX ruso, con el paisaje del mundo que expone “Drive my car”? No tiene, por ello, el mismo sentido el final de Chéjov y el de Hamaguchi, aunque suenen igual a nuestros oídos. El director japonés utiliza el ethos (entendido como propuesta moral) chejoviano como solución a los dilemas del presente (¡del siglo XXI!). Hacerlo así no sólo distorsiona el espíritu de Chéjov, sino que es, además, grotescamente anacrónico y caduco e indefendiblemente reaccionario (es decir, contrario al auténtico sentido de la existencia humana).

EL ENIGMÁTICO FINAL

Como ya se ha indicado, en la última escena de la película Watari, sola, protegida con una mascarilla antipandémica, compra alimentos en un supermercado. A continuación, se mete en un Saab rojo (¿el mismo de Kafuku?), acaricia al perro que la espera dentro del coche (¿el mismo perro de la sordomuda?) y conduce por la carretera (¿hacia dónde?, ¿dónde está?, ¿vive sola?, ¿sigue en Japón?, ¿o vive ahora en Corea del Sur, tal como en un momento de la película dijo que le gustaría hacer?). No lo sabemos ni a Hamaguchi le importa que lo sepamos o no, ya que se trata de un final intencionadamente enigmático. En realidad, signifique lo que signifique, tampoco nos importa demasiado. Por su aspecto podemos, eso sí, aventurar que ahora la vida parece tratarle bien a Watari. A Kafuku, en cambio, se lo ha tragado la tierra.

POSDATA

La canción de los Beatles que da título a la película y al cuento de Murakami no suena en toda la película. Tampoco importa mucho, no es de las mejores.

(*) Sí, de eso va. No de hacer spoiler, nada más lejos de mi intención, sino sólo de contarla. Es algo muy necesario para entender realmente una película, como ya nos enseñó Guido Aristarco (véase “Los gritos y los susurros. Diez lecturas críticas de películas”. Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 1996), el mejor crítico cinematográfico que ha habido. Es una lástima que los críticos de hoy no lo tengan en cuenta, seguro que razonarían más y mistificarían menos.

“LARGO VIAJE HACIA LA NOCHE” DE BI GAN, EL ÉXTASIS DE LA INMERSIÓN SUBJETIVA

  • (Por A. Cirerol)

ORIGEN

El conocimiento que se tiene en occidente del cine chino anterior a la revolución es prácticamente nulo. Cuesta imaginar que, salvo en alguna rara proyección en determinadas filmotecas, alguien en Europa haya visto una película china de esta época. Lo mismo puede decirse de las realizadas durante el cuarto de siglo posterior. Hemos de conformarnos con leer en las enciclopedias que durante los años 30 se produjeron, en los estudios de Shanghái, películas (todas ellas mudas) lo suficientemente importantes como para que esta época fuese conocida como la “primera edad dorada del cine chino”. Al respecto, se mencionan directores como Yuan Muzhi (“El ángel de la calle”), Wu Yonggang (“La diosa”, “Amor y deber”) y Cai Chusheng (“Nuevas mujeres”). Unos años en los que Japón había invadido China, ocupado Manchuria, constituido allí un estado títere y levantado en su capital Chang Chun un gran estudio cinematográfico en el que trabajaron numerosos directores japoneses (Yasujiro Ozu entre ellos) haciendo películas de muy baja calidad. La ocupación japonesa de Shanghái en 1937 dio fin a la “primera edad de oro de la cinematografía china”.

Terminada la guerra, expulsados los japoneses y restablecida la unidad nacional, se reanudó también la guerra civil entre las fuerzas nacionalistas y comunistas que había interrumpido la invasión. La industria cinematográfica se estableció nuevamente en Shanghái, en territorio del Kuomintang. Pero, “pese a la represión, no fue capaz de impedir que los progresistas controlasen de nuevo la producción de los mejores filmes. Por medio del soborno la censura cerró los ojos a las tendencias de izquierda cada vez más manifiestas tanto en las compañías privadas de Shanghái como en los propios estudios del Kuomintang” (1). Películas de tendencia revolucionaria como “Las lágrimas del Yangtse”, “La esperanza de la humanidad”, “Bajo miles de techos” o “Los gorriones y el cuervo” tuvieron un inmenso éxito popular. Sólo la película “Primavera en un pequeño pueblo”, drama intimista alejado de las preocupaciones políticas y sociales, alcanzó, según nos cuentan, una repercusión comparable a los filmes antes citados.

Con la proclamación de la República Popular China el cine sirvió a “la reconstrucción de la unidad nacional y la recuperación del orgullo nacional perdido”. Al año siguiente, en 1950, se produjeron más de 50 filmes, centrados en la lucha contra los japoneses, la guerra civil, la problemática social de los campesinos y obreros y la lucha contra las costumbres patriarcales. Dos de las películas más notables, “Hijas de China” y “La muchacha de los cabellos blancos” se realizaron en los estudios de Chang Chun. En los de Pekín, “Héroes y heroínas” y en Shanghái “Agrupémonos y mañana”. A partir de 1955 “se abrieron nuevos estudios en Cantón, en el Turkestán chino, en Se-Chuan, Yunan y hasta en Lhasa, los centros de producción se hicieron más autónomos y la temática de las películas se diversificó” (2). En 1960 la asistencia al cine superó los cinco mil millones de entradas, el doble que en los EEUU.

En la reedición de 1970 de la “Historia del cine mundial”, de Georges Sadoul, se podía leer lo siguiente: “El cine chino actual es un completo misterio. Los muy escasos filmes vistos en los festivales internacionales en los últimos años y los boletines informativos no permiten concluir nada tanto sobre la situación económica como estética del actual cine chino”. Con la muerte de Mao y el fin de la Revolución Cultural los nuevos planteamientos económicos aplicados por Deng Xiaoping permitieron una renovación temática y formal del cine chino y la aparición, en los años 80, de un grupo de jóvenes directores de la que se conoció como “quinta generación”, cuyos principales representantes fueron Zhang Yimou y Chen Kaige. 

Por primera vez el cine chino se abría a la mirada de occidente.

SIGLO XXI

Hoy China es el primer mercado cinematográfico del planeta. 

Se puede percibir en su cine la expresión de la situación política, social, cultural y moral del país. Por un lado, el cine comercial para consumo de masas, representado por melodramas, comedias, filmes de acción y efectos especiales y películas de animación. Por lo que respecta a lo que se conoce como “cine de autor”, mucho más visto fuera que dentro de China, ha surgido una nueva generación de directores alejados de los planteamientos oficiales: Bi Gan (“Kaili Blues”, “Largo viaje hacia la noche”), Jia Zhang-ke (“Naturaleza muerta”, “Un toque de violencia”, “La ceniza es el blanco más puro”), Hu Bo (que se suicidó al terminar su única película: “An elephant sitting still”, estrenada en España con su título inglés) o la realizadora Vivian Qu (“Ángeles vestidos de blanco”). En ellos se descubre un estado común de desafección, hastío, confusión y escapismo, y, artísticamente, mimetismo de los modelos culturales occidentales y del posmodernismo asiático (cines de Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong, Tailandia y Japón) y rechazo de las temáticas de raíz social, sustituidas por las del cine de género, con especial influencia del noir. “Algunas de sus películas han sido prohibidas en China. Pero incluso aquellas que son autorizadas sólo consiguen un acceso reducido a las salas, dedicadas casi por entero al cine comercial” (3)

EL VIAJE EN FUGA DE BI GAN

“Es una de las grandes falacias de nuestro tiempo el que se considere el arte desde un punto de vista técnicamente formal. Esta concepción tiene su asiento teórico en la llamada escuela de la interpretación, en la que los problemas puramente formales de la renovación lingüística son inflados de tal modo que pasan a convertirse en grandes problemas independientes” (Georg Lukács. “Conversaciones con Lukács”. Alianza Editorial, 1971)

Bi Gan (nacido en 1989), considerado, con sólo dos filmes, la figura principal de la nueva generación de directores (¿la séptima?, ¿la octava?). “Largo viaje hacia la noche” ha sido calificada como “una conquista mayor del cine contemporáneo” y “el más deslumbrante e insólito monumento fílmico realizado en China durante la última década” (4). 

¿En qué se sustentan unos elogios tan abrumadores y definitivos (igualmente compartidos por la crítica mundial)? En la idea, hoy hegemónica en el campo de la crítica cinematográfica, de que el valor de una obra radica exclusivamente en su estructura interna, independiente de toda condición histórica y social. Esto es, lo esencial es el procedimiento, “la adquisición de nuevas posibilidades expresivas” y “el empleo de nuevos medios lingüísticos”. Su importancia reside, para la crítica moderna, en que estos recursos técnicos se hagan cuanto más visibles mejor, a expensas del contenido. Lo que se pueda entender de lo que cuenta una película no cuenta. Es más, en el caso de “Largo viaje” y otros filmes de características similares, tanto mejor cuanto menos se entienda.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           

El largo viaje de Bi Gan por el mar de la subjetividad absoluta -el título de cuya película nos remite a dos obras literarias de la cultura occidental sobradamente conocidas y admiradas: “Viaje al final de la noche” de Céline y “Largo viaje hacia la noche” de O’Neill, aunque no tenga nada que ver con éstas ni por su temática ni por su valor artístico- da como resultado un filme escapista que rehúye toda correspondencia con la realidad. Su única realidad es la creada por los propios códigos formales del cine de género (el cine negro en este caso), cuya atmósfera Bi Gan captura por medio de alardes técnicos y un sofisticado estilo. Parece decirnos cuando vemos desplegarse ante nuestros ojos las imágenes de su película: lo único que puede interesarme es viajar-huir fuera de la realidad que produce la situación política y social de China, sólo allí, en ese imaginado no-mundo, es donde puedo encontrarme. 

Al comenzar la película la voz en off del protagonista (sin propósito narrativo, pues hace referencia sólo a inciertas evocaciones) nos informa de que ha regresado a su lugar de origen para asistir al funeral de su padre y encontrar a la mujer de la que en su juventud estuvo enamorado -la mujer del vestido verde- y con la que aún sigue soñando (“Cada vez que la veía sabía que estaba soñando… Pero nunca he sabido su nombre real ni su edad ni nada sobre su pasado”). El filme es el trayecto de esa inútil búsqueda del protagonista más allá del espacio y del tiempo. Tránsito en el que se desvanecen tanto la individualidad de los personajes como el marco espacio-temporal particularizado de sus acciones. Eso significa que no sabemos cuándo ocurren las cosas (ni siquiera si realmente ocurren ni por qué), como tampoco tenemos una referencia fiable de los lugares donde suceden (casi siempre indeterminados espacios abandonados o ruinosos). Vagamente podemos suponer que el protagonista rememora la muerte de su amigo de juventud (un tal Gato Salvaje) y la presencia-ausencia de la mujer de verde (cuyo chulo, un gánster, fue quien mató a su amigo). El protagonista, acosado por un pasado tan sombrío como incomprensible, atesora fetiches supuestamente determinantes para el resultado de su viaje que va encontrando por sus lugares reminiscentes: una foto escondida en un reloj con un número de teléfono y un libro mágico de tapas verdes. 

Toda la película está compuesta por una sucesión de escenas sin progresión narrativa. Nunca sabremos si lo que vemos es real o soñado, recordado o imaginado, si es presente, pasado o simple ilusión. Imposible, ya que lo esencial se centra en el aspecto formal (lo que falsamente la crítica “cahierista” llama forma, cuando, en realidad, se refiere sólo al empleo de los recursos técnicos, la consabida confusión cinéfila entre técnica y forma), de lo que lo otro (los restos temático-argumentales) son sólo un mero pretexto para el alarde visual. Esta ambigüedad decide la estructura de la película: ausencia de un montaje basado en la continuidad narrativa y en la explicación de los acontecimientos. Tomas largas montadas en el interior del plano a partir de los movimientos de cámara, que sustituyen a los planos-contraplanos. Hasta desembocar en el punto de no retorno: la última escena, en la que la película parece comenzar de nuevo, consistente en un sueño ilustrado por un plano secuencia en 3D de una hora de duración.

Merece la pena detenerse a reconstruirlo teniendo en cuenta que lo que sigue a continuación acontece enteramente en una sola toma y se supone que, en su versión original (que, si realmente existe, no es la estrenada en España), en 3D. Tras dormirse en un cine, el protagonista aparece portando un candil en el interior de una mina abandonada, donde encuentra a un joven encerrado en un armario que se compromete a mostrarle la salida si le gana al pimpón. Después de jugar una grotesca partida en la que el habitante del subsuelo es derrotado, éste, en cumplimiento de su promesa, le conduce de noche en una moto hasta una colina donde el protagonista se monta en una tirolina que desciende hasta un valle en el que hay un salón de juegos. Allí conoce a la encargada a quien confunde con la mujer de verde, aunque ésta va vestida de rojo, y a la que defiende del acoso de dos jóvenes, que en venganza los dejan encerrados. Consiguen escapar haciendo girar una raqueta de pimpón que, con su giro, les concede por arte de magia el poder de volar. Se desplazan por el aire hasta que se posan en una calle donde un tipo intenta sujetar a una mula cargada con grandes bolsas de manzanas que se desparraman por el suelo. El protagonista y la mujer de rojo llegan a la plaza del pueblo donde se celebra un concurso de karaoke. Allí aparece una mujer parecida a la madre de Gato Salvaje con una antorcha con la que, no se sabe por qué, amenaza a los espectadores. Nuestro protagonista la sigue y amenazándola de pronto con una pistola la obliga a entregarle su reloj. A continuación, regresa al karaoke y encuentra a la mujer de rojo arreglándose en el camerino del teatrillo. Le regala el reloj robado, pero ésta no lo acepta. Enciende una bengala, que deja prendida sobre el tocador y conduce al hombre hasta una destartalada habitación, que es la misma en la que él en alguna de sus ensoñaciones había encontrado los fetiches que ha ido guardando en su viaje. Gracias a la magia del libro verde la habitación comienza a girar mientras ellos se besan. Finalmente, la cámara los abandona en su abrazo y desanda sola el camino recorrido antes hasta el camerino en el que la bengala reflejada doblemente en sendos espejos se está consumiendo. Al apagarse la pantalla queda en negro.

Hay que decir que por lo que se refiere a su estructura onírica formal se trata de un sueño bastante plausible. Posee la incongruente verosimilitud o la inverosímil congruencia de los sueños. Es cierto que se podría objetar (técnicamente) lo siguiente: ¿Están compuestos los sueños por un único e ininterrumpido plano secuencia, como aquí parece colegirse, o se produce en ellos un ensamblaje composicional de planos? Aunque su configuración pueda hacer creer que la narrativa onírica se desarrolla como un continuum sin cortes, tal como se vive en la vida real, lo cierto es que en su curso nos encontramos a menudo (he podido verificarlo con otros soñadores) con una segmentación del espacio (montaje de planos) parecida a la del cine. No hablemos ya de que puedan llegar a experimentarse en 3D. Pero no es una elección de este tipo la que debe guiar nuestro juicio crítico, dejemos que cada cual sueñe a su manera. Lo que sorprende del trávelin onírico de la película hasta hacérsenos casi apabullante es imaginar su planificación, el exhaustivo trabajo de ajuste durante el rodaje para hacer coincidir todos sus movimientos cruzados, su exactitud topográfico-escenográfica. Estoy dispuesto a aceptar que se trata sin duda de un experimento laborioso y hasta meritorio desde el punto de vista logístico, pero habrá que reconocer que eso tiene en sí muy poco que ver con el talento o el valor artístico. Lo tendría si, como sucede, por ejemplo, en los sueños contenidos en filmes como “Los olvidados” de Buñuel o “Fresas salvajes” y “La vergüenza” de Bergman (que no recurren para escenificarlos a ningún tipo de afectación técnica), dicha escena aportara un valor significativo a la historia, nos proporcionase una subinformación relevante sobre los hechos y los personajes. Pero tal cosa aquí no ocurre ni puede ocurrir, entre otras razones porque nada sabemos ni de los hechos ni de los personajes, incluido el soñador. En este caso, los casi sesenta minutos de cámara en movimiento no tienen más sentido que su propio y arbitrario artificio técnico.  

No debe inferirse, como creo que queda claro, que la poca valoración que me merece el filme de Bi Gan se deba a su complejidad expositiva, a que en él aparezcan deliberadamente disociados los tiempos narrativos, sus situaciones y percepciones. Al contrario, me parecería excelente si sirviera para ilustrar y realzar una fábula que tuviera por objeto profundizar y enriquecer su correspondencia con la realidad, es decir, una fábula dotada de sentido humano. No basada, como es el caso, en la trillada y banal historieta, por lo demás inverosímil, que se deja entrever por debajo de la sofisticada opacidad estilística, revestida, como no podía ser menos, de una supuesta intención trascendente. 

Hacer una buena película no es una cuestión de estilo, como invoca la crítica de la corriente “cahierista”, o de desenfrenada imaginación visual. No es eso lo que convierte a un director en “auteur”. Una buena película, una buena novela, una verdadera fábula “saca a la luz lo esencial, las relaciones complejas y sustanciales del ser humano con el mundo”. Es algo que al “sobreestimar desmedidamente el aspecto técnico-formal y dejar, en cambio, sin criticar la esencia social y artística del contenido” (5) la crítica realmente existente no será nunca capaz de comprender.

CINEFILIA

En “Largo viaje hacia la noche”, como ocurre a menudo entre los directores infectados de cinefilia, se rinde en varios momentos homenaje explícito a los “grands auteurs”. Es una costumbre tan pueril como molesta que inauguraron los directores-críticos de la Nouvelle Vague en sus películas. Es algo que, como era de esperar, encanta a los cinéfilos. 

En una escena de la película (recuerdo, imaginación o sueño) él y la mujer de verde están sentados a una mesa hablando en el estilo neorromántico-fatalista típico del posmodernismo. Al final, la vibración de un tren que pasa mueve el vaso del protagonista que se desliza lentamente por la superficie de la mesa hasta que cae al suelo. Se supone que presagio de la imposibilidad de su amor. Una escena idéntica ocurre en la película “Stalker” de Andrei Tarkovski: una niña sentada a una mesa y un vaso de agua que trepida solo y cae. Es una bella e inquietante escena (más que la de Bi Gan), pero ante la que Fredric Jameson (6) plantea la siguiente objeción: “No tanto por su contenido religioso como por su pretenciosidad artística, por medio de la que se pretende bloquear nuestra resistencia a aceptarla de una manera doble: anticiparse a los escrúpulos estéticos con solemnidad religiosa, a la vez que limpiar de objeciones el contenido religioso recordando que, después de todo, se trata de gran arte” (7). Algo parecido sucede con la escena de la película china, sustituyendo “religioso” por misterioso, esotérico o simple fatum, y “gran arte” por pastiche (que en la intertextualidad posmoderna significa imitación intencionada del estilo de un autor).

En la última escena él y la mujer de rojo se besan en el momento en que mágicamente empieza a girar la habitación. Este plano es un “homenaje” al de “Vértigo” de Hitchcock, en el que el fetichista Scottie (James Stewart) besa a una recobrada y restaurada Madelaine (Kim Novak). En la de Hitchcock, que literalmente enloquece hasta el delirio a la crítica cinéfila, la cámara gira alrededor de los protagonistas mientras se besan; en la de Bi Gan el plano es fijo y la que gira es la habitación. En este caso, el protagonista no recobra ni recupera nada, sólo cabe imaginar que imagina que besa a la mujer de verde o que se conforma con la de rojo. Pero ya sabemos (o creemos saber) que no se trata más que de un sueño. 

En su libro “Las cosas” escribió Georges Perec acerca de esa enfermedad mental que recibe el nombre de cinefilia:

“Porque la realidad no era como la vida que les habría gustado vivir…Eran cinéfilos. Era esa su razón primera. Se daban cuenta de ello cada noche o casi. Amaban las imágenes por poco que fueran bellas, por poco que les entusiasmasen, les encantaran, les fascinasen. No carecían de gusto. Tenían una fuerte prevención contra el denominado cine “serio”, lo que les hacía encontrar aún más bellas las obras que ese calificativo impedía que pareciera vana la simpatía casi exagerada que sentían por los thrillers, las comedias americanas y por esas aventuras sorprendentes, henchidas de líricas grandezas, de imágenes suntuosas, de bellezas fulgurantes y casi inexplicables. Por desgracia, muy a menudo se sentían atrozmente decepcionados. Ese no era el filme que habían soñado. Ese filme que hubiesen deseado realizar. O, más secretamente quizá, que hubiesen deseado vivir”.

  • (1) “Historia del Cine Mundial”, Georges Sadoul. Ed. Siglo XXI
  • (2) Id.
  • (3) Caimán. Cuadernos de Cine. N.º 82 (133)
  • (4) Id.
  • (5) “Significación actual del realismo crítico”. Georg Lukács. Ed. Era
  • (6) Fredric Jameson (1934), crítico y teórico literario estadounidense.
  • (7) “La estética geopolítica. Cine y espacio en el sistema mundial”, Fredric Jameson. Ed. Paidós

“FIRST COW” (2019), de Kelly Reichardt. Mirar el pasado desde la perspectiva de una nueva sensibilidad

“FIRST COW” (2019), de Kelly Reichardt

Mirar el pasado desde la perspectiva de la nueva sensibilidad

(por A. Cirerol)

Una niña y su perro hallan dos esqueletos enterrados uno junto al otro en el campo. A partir de ahí un flashback nos transporta doscientos años atrás para contarnos su historia. Un cocinero y un inmigrante chino en tierras de Oregón en tiempos de la colonización se encuentran azarosamente y establecen una amistad basada en la elaboración y venta de buñuelos a los colonos. Necesitan para su producción de la leche que obtienen furtivamente de una vaca perteneciente a un hacendado. Al ser descubiertos son perseguidos sin piedad.

He aquí una película que incita a preguntarse acerca de la razón o de la futilidad del repertorio de procedimientos técnicos: encuadres, cortes, raccord (continuidad), entradas y salidas de campo, movimientos de cámara, etc., esto es de las elecciones formales que toma un director o directora con relación a la disposición de su narrativa. En el sentido de si tales articulaciones encargadas de tejer la trama de la película tienen en sí un valor semántico (significativo) y, en consecuencia, son las apropiadas a la expresión de su contenido. Si, en definitiva, están dotadas de sentido o, por el contrario, obedecen a la veleidad del realizador.

“First Cow” es una película con un formato de proyección de pantalla cuadrada (conocido como formato académico), que era el establecido hasta los años 50, cuando se sustituyó por otro panorámico (correspondiente a la visión humana “en horizontal”), que abría más la mirada del espacio fílmico. Actualmente el formato cuadrado (de 35 mm) sólo se usa ocasionalmente, con alguna intención específica. Por ejemplo, en “Elephant” de Gus van Sant para crear una sensación de desasosegante hermetismo en un centro escolar escenario de una tragedia. En “Ida” de Pawlikowski para potenciar el ByN y el montaje en planos fijos. O en “El hijo de Saúl” de Nemes para elevar la impresión de angustia y reclusión en un campo de exterminio alemán. Aquí, donde la historia tiene por marco la naturaleza de un continente que se ofrecía como ilimitado a los ojos de sus pioneros, no parece precisamente el más idóneo. Hay que entender, pues, que, a falta de significación, se hace uso de él porque le peta a la directora. Bueno, pues aceptémoslo así. 

Durante los siete primeros minutos de la película el montaje, como en “Ida”, se desarrolla exclusivamente por medio de planos fijos. Al iniciarse el flashback que explica hasta su final la historia que narra la película (ya que no volveremos a ver a los personajes del principio, una muchacha y su perro), se inicia, a su vez, como para subrayar el tránsito temporal, un trávelin en seguimiento de una mano (la del protagonista) que recoge setas en el campo. A partir de aquí los movimientos de cámara se producen de manera caprichosa y hasta errática, como el caso de largos trávelin sobre personajes sin protagonismo significativo en el desarrollo de la trama. El colmo, cuando en la mansión del potentado un criado limpia y ordena la habitación en la que el amo duerme tumbado en un diván: la cámara, para encuadrarlo, se desplaza horizontalmente de la cabeza a los pies del durmiente en movimientos de ida y vuelta sin motivo alguno que lo justifique hasta salir de dicho recorrido y adentrarse en un espacio vacío de personajes y significado. Lo mismo ocurre, con análoga superfluidad, con un largo movimiento lateral de la cámara en seguimiento de un barco que surca el río. Igualmente, la reincidencia en encuadrar el espacio exterior desde interiores (puertas, ventanas, tiendas de campaña), a la manera, podría pensarse, de Ford en “Centauros del desierto”, sólo que, en este caso, el sentido no es gratuito o preciosista, sino que tiene por objeto mostrar la interdicción moral del personaje interpretado por John Wayne con respecto al hogar familiar, dejándole a la intemperie.   

El montaje, lo específico cinematográfico, es inconexo, omitiendo aspectos relevantes de la acción que dificultan su correcta comprensión. No se trata, a través de estas arbitrarias elipsis, de dotar a la película de una mayor complejidad expresiva o imaginativa, sino sólo de un deliberado desaliño destinado a conferirle un tono intrincado y azaroso, o, como solemos decir, “interesante”. 

Más allá de la panoplia técnica, hay una insistencia en la representación naturalista de la realidad física exterior: paisajes, poblados, vestuarios, objetos… Se pretende mostrar con exhaustivo rigor las formas de vida y de relación en un momento determinado de la colonización, en el que aparece, formando un todo común, la diferenciación de tipos y etnias. Se trata, sin embargo, de un dato que aparece “expuesto” (dado), sin que se explique su sentido ni la función que cumple ni lo que se puede derivar de ello, tanto en la mezcolanza humana del poblado como la que se muestra en la mansión del personaje acaudalado. Para despiste del espectador se llega al extremo de centrar ocasionalmente la atención en individuos que no tienen ninguna relevancia argumental y de quienes el espectador lo ignora todo: la misteriosa indiecita que sigue y es seguida, los aborígenes que viven en la mansión, algunos pobladores…  

La mencionada atención prestada a la apariencia de veracidad antropológica no se aviene con la que se concede a la autenticidad sicológica de los protagonistas, que aparece representada por dos seres atípicos: uno, de una rara e indefinible sensibilidad; el otro, enigmático y ambiguo, ambos totalmente ajenos al medio y a la situación histórica, a la brutalidad y zafiedad que les rodea, que, en aquellas circunstancias, los hace parecer dos marcianos. La poca atención prestada a los sentimientos que les mueven (de hecho, están completamente desprovistos de deseos, pasiones y necesidades biológicas) hace que la amistad que surge entre ellos parezca forzada, poco creíble y, en su resolución final, inverosímil. Pero Kelly Reichardt, que tanto se preocupa de dotar de realidad a la superficie de personajes y ambientes, no se esfuerza en igual medida en dar un sentido real a las razones internas. Se recrea, por el contrario, en los aspectos topográficos (vegetales y minerales) y en determinadas particularidades culinarias, lo cual tiene su importancia, pero poca es si para ello se desatienden las más importantes determinaciones sociológicas y las causalidades sicológicas que aquellas producen. 

Se ha querido relacionar este filme con la tradición literaria de Mark Twain. Nada más alejado. La película carece precisamente por completo de lo que en tan generosa abundancia poseía el genio de Twain: humor, ironía, emoción, aventura (lean, para comprobarlo, “Las aventuras de Huckleberry Finn”). Nunca escribió tonterías: la extensión y formación del territorio y los personajes que lo poblaban (bastantes de ellos insólitos) estaban indisolublemente unidos. Posiblemente hubiese podido escribir un relato parecido al de la película, pero lo hubiera hecho con una irónica vitalidad y habría ilustrado con agudeza el azaroso funcionamiento social de ese nuevo mundo. Nunca con la aburridísima y pedantesca trascendencia reichardtiana, sustentada en la nueva sensibilidad del siglo (XXI).

Se habla también (me refiero con ese “se” impersonal a la crítica, unánimemente laudatoria) de “First Cow” como de un wéstern. “Magnífico wéstern”, “Wéstern magistral”, “Wéstern insólito”, “Wéstern minimalista”, etc. Hasta ese punto llega el fideísmo de la crítica realmente existente. “First cow” no es un wéstern. El wéstern es un género cinematográfico y, como tal, con una iconografía y unas convenciones definidas, que siguen existiendo en sus sucesivas renovaciones, por más que estas adquieran un cariz cada vez más naturalista. Sólo se puede hablar de él como de un género específico, en la actualidad prácticamente inexistente, por cierto. No basta con remontarse al tiempo y lugar del mito (wéstern) para que lo sea. “First Cow” no es una película de género (referido el término a un tipo de obra cinematográfica, naturally). Reichardt ha hecho lo que se conoce como una película “de autor”, pues lo que ha pretendido es dejar en ella la huella de su estilo y de su visión personal.

He mencionado la atipicidad de los personajes. Con ello quiero decir que no se corresponden con lo esencial de la época y del motivo que los ha llevado hasta allí, esto es, no son representativos de su propia elección vital. Es esta falta de peso sicológico lo que desprovee de autenticidad, de verosimilitud y de interés a la historia. Sólo son plausibles, ambos personajes, en el marco del idealismo propio de la alegoría, o sea, “cargados de un significado que no les corresponde en sí mismos, sino que les ha sido impuesto desde el exterior” (tal como lo delimita Goethe en oposición a la verdadera naturaleza poética). Este “exterior” al que se alude es, en el caso que tratamos, Kelly Reichardt. De una manera más clara: en “First Cow” lo que hacen los protagonistas no es lo que ellos mismos quieren (harían), sino lo que la realizadora decide por ellos. ¿Y desde qué perspectiva o punto de vista?, podemos preguntarnos. Desde una mirada dos siglos posterior, desde el moralismo predominante en el mundo de hoy. Y así, con tales anteojeras la realidad se diluye.

“First cow”. Visión humanística y sensible sobre la colonización del oeste americano

(Por Ana García)

Con la intención de completar lo que habló en nuestra tertulia virtual del domingo pasado, 30 de enero de 2022, os envío este texto y así espero que se refleje de una manera más completa lo debatido.

Comenzaré diciendo que First cow es una adaptación de la novela The Half Life de Jonathan Raymond, que co-escribió el guión de la película junto con la directora por lo que supongo que reflejará el texto de la novela. No la he leído así que no puedo asegurar esto pero tampoco es significativo para hablar sobre la película. En este comentario, me centraré en algunos aspectos, sin intención de ser  exhaustiva. Vamos allá.

Sobre el formato cuadrado de la película. En mi nada experto criterio, creo que todas las películas responden a las “veleidades” o intenciones, más o menos explícitas, de sus directores. En el caso de First Cow, se puede especular con que Kelly Reichardt –la directora- pretendería centrar la atención en el acontecer de sus protagonistas durante ese período de tiempo, en lo limitado de las pretensiones de estos frente la grandiosidad de la naturaleza salvaje de Oregón y la brutalidad -también salvaje pero con otro significado- de los nuevos colonizadores y terratenientes. Tal vez pretenda también encuadrar el argumento, las relaciones de amistad y solidaridad entre dos hombres en un entorno duro y hostil.

No es una película ortodoxa, ni en la forma, ni en el montaje, ni en el flashback, ni en el traveling, ni en los protagonistas. En mi opinión, es un film que apela a las emociones, a mostrar, con una mirada diferente, lo que fue la llegada de personas de cataduras y orígenes diferentes  a un nuevo territorio en busca de nuevas oportunidades, de una vida mejor y la relación entre dos hombres que no encajan con el estereotipo tradicional de los exploradores, pioneros, vaqueros , tan violentos y masculinizados, en el peor sentido de la palabra.

Me ha gustado la fotografía, la ambientación, la cadencia, el vestuario y el tratamiento de los personajes. Veo en todo ello una forma de mirar “femenina”, sosegada, amable, sin estridencias, sin los tiroteos ni la testosterona de los héroes de las películas típicas y tópicas del oeste, al fin y al cabo, Oregón está en el oeste de los EEUU.

Los protagonistas: Cookie y King Lu, un cocinero y un chino fugitivo, son dos personas que no encajan en la brutalidad y en el egoísmo que, al parecer, hace falta para  vivir en esa tierra. El primero alejándose de los bárbaros cazadores de pieles y el segundo huyendo de unos rusos, se alían y conforman un modelo de amistad frente a la rudeza, una ayuda mutua frente al individualismo del sálvese quien pueda, una nueva forma de masculinidad, solidaria, sensible, afable que se nos va mostrando a lo largo de la película.

En su búsqueda de un modo de subsistencia, se encuentran con la vaca que el nuevo terrateniente ha traído y que tiene atada a un árbol. Cookie, que conoce el oficio, ve la manera de conseguir una materia prima -la leche- con la que cocinar y vender unos bollos que les permitan ahorrar un dinero con el que establecerse por su cuenta y progresar. Como era de esperar, se topan con el “neo cacique” que no puede consentir ese ataque hacia su propiedad y que desencadena la venganza que termina con la huída, separación y reencuentro de los protagonistas hasta morir juntos. En el transcurso de la acción, la cámara nos va mostrando otros personajes: indios que subsisten erradicados de su modo de vida autóctono, criados, sirvientes, sicarios del amo, etc. y que conforman el entorno humano de los protagonistas. También se detiene la mirada de la directora en primeros planos y detalles como la respetuosa recogida de setas en el bosque, los bollitos o buñuelos, la forma de tratar a la vaca por parte de Cookie, o los rostros de los diferentes personajes, especialmente de los protagonistas, que reflejan una humanidad que no tiene cabida en ese mundo tan bárbaro. Quiero destacar la química que se establece entre los dos protagonistas que refleja perfectamente la importancia que la película otorga a las relaciones que se establecen entre ambos. Queda también esbozado en la película el conflicto entre los nuevos grandes propietarios que se han apoderado del territorio, los oportunistas defensores con las armas de ese status de amo, la situación de subordinación y pobreza a la que se relega a los indios, pobladores primigenios del territorio y la del resto de colonizadores que van llegando. Pero estos aspectos darían para otro debate.

Para concluir, creo que hemos visto una película que trata de perdedores, de antihéroes de personas marginales que no encajan en un mundo hostil, rudo y cruel. Una película filmada con una visión humanista y sensible, con un ritmo pausado, sobre todo al principio, y una estética  sencilla que permite recrearse en la fotografía y en los personajes.

En definitiva, una película diferente sobre la colonización del oeste norteamericano y que, en mi opinión, merece la pena ver.