THE QUIET GIRL (AN CAILÍN CIÚIN*) de COLM BAIRÉAD:

AMOR Y PEDAGOGÍA

Por A. Cirerol

En una zona rural del oeste de Irlanda (**) vive Cáit, una niña de 9 años perteneciente a una familia empobrecida, emocionalmente desestructurada, cargada de hijos, a los que apenas puede prestar atención (***). Esta situación afecta al desarrollo emocional y escolar de Cáit, que para sobrellevar la situación se encierra en su mundo interior, como si quisiera hacerse invisible. Cuando su madre queda embarazada de nuevo es enviada a vivir durante un tiempo con unos parientes que no conoce. Allí siente por primera vez la atención, el cuidado y el afecto familiar. Poco a poco comienza a relacionarse socialmente. Y aprende a amar, al sentirse amada. De forma casual descubre el drama oculto de su familia de adopción. Cuando su madre da a luz ella tiene que regresar a la casa de su verdadera familia. La acción se desarrolla en el año 1981. No se determina la razón de la elección de dicho marco temporal. La única pista plausible es que coincide con el año del nacimiento del director del filme.

He aquí una película que podríamos considerar minimalista, esto es “que busca la expresión de lo esencial eliminando lo superfluo”. ¿Cómo es eso, si a bastante gente le resulta aburrida porque “parece” que cuenta una historia en la que “no pasa nada”? Lo es, en efecto, una historia sencilla, aunque no simple, hecha a partir de situaciones cotidianas y de actos nimios protagonizados por vidas vulgares. Plantea una cuestión de alto valor humano: la importancia de los cuidados afectivos para el desarrollo emocional y psicológico de la infancia. Es una proposición evidente, pero podemos estar seguros de que sobre este asunto se han hecho muchas películas engañosas, sensibleras, hipócritas, moralistas. Esta no es nada de esto. Aunque para llegar al espectador toca la tecla emocional, lo hace sin apelar al sentimentalismo; exhibiendo, por el contrario, una lúcida sensibilidad y una gran inteligencia expositiva. No busca nunca, ni formalmente ni desde un punto de vista argumental, los caminos fáciles y trillados. Nos muestra cómo esa transferencia afectiva obra, de un modo casi imperceptible, un cambio en la naturaleza de la protagonista (Cáit, la pequeña del título), originalmente bloqueada, paralizada emocionalmente; cómo (con dificultad) se va desarrollando su capacidad de relacionarse y comprender, de sentir y de expresar sus emociones. Ese proceso anímico se hace dramática y artísticamente perceptible gracias a la fotogenia (en cine: la capacidad de expresión del mundo interior) del personaje protagonista, interpretado por la jovencísima Catherine Clinch. Su rostro, su fisicidad irradian una luz que ilumina al personaje, lo revela y lo humaniza. Sin ella no habría película. 

Técnicamente el filme asigna un valor primordial a la composición fotográfica: encuadre, color, luz, formato de pantalla. Utiliza, en este sentido, no el formato (proporción de altura y anchura del plano) que se viene utilizando comercialmente desde que se inventó el CinemaScope en 1953, es decir, la pantalla panorámica en sus sucesivas configuraciones, sino el llamado “formato o ratio académico” (que fue normativo en el cine durante los años 30 y 40 del siglo pasado hasta la aparición del scope), en el que la dimensión de la imagen, aun siendo rectangular, tiende al cuadrado. Hoy esta proporción dimensional del cuadro prácticamente no se emplea. Cuando se utiliza es para acentuar la composición del encuadre. En este caso, además, para favorecer una intencionada estrategia de “lentitud expositiva” (que no narrativa) con el fin de provocar en el espectador una cierta extrañeza o desorientación en la articulación del relato hasta que gradualmente se proyecta luz sobre aspectos de la trama que permanecían oscuros u ocultos. Se trata de una “trama de progresión”, cuya causalidad se va generando a medida que se desarrolla. Así, el drama de la familia adoptiva, que se desvela casi al final y que nos hace comprender la razón de los sentimientos que determinan su relación con la niña. Tanto como la lenta progresión de los sentimientos de esta. 

La niña, que al principio es como un animalito asustado y paralizado, ajena a los hechos externos, encerrada en sí misma, aprende emocional y psicológicamente al sentirse querida y valorada por sus circunstanciales padres. Por medio del orden cotidiano, de la asunción de responsabilidades, del trabajo, del descubrimiento de hechos esenciales de la vida (el afecto, la muerte). De momentos poéticos de acercamiento emocional, como la conversación nocturna a la orilla del mar con el padre transitorio o las carreras hasta el lejano buzón rural para recoger las cartas. El desarrollo que va de la falta de compromiso a la implicación afectiva. Al final Cáit consigue sobreponerse a su quietud emocional, a su incapacidad para expresar sus sentimientos, gracias al aprendizaje afectivo con los padres adoptivos. Ese “movimiento interior” por el que pasa de la pasividad-inacción al movimiento-acción de orden físico-psicológico-emocional aparece simbólicamente expresado a través de la carrera hasta el buzón (montada en cámara lenta con una sucesión de flashbacks significativos de su evolución sensitiva). Pero no sólo Cáit experimenta esa percepción iluminadora (epifánica) debida a la protectora atención, para ella desconocida, que recibe de sus padres de acogida, sino que estos también se impregnan de nuevos sentimientos emotivos suscitados por la inocencia, la veracidad y la bondad de la niña.

Cuando, al acabar el verano, Cáit vuelve con su familia real se produce una escena reveladora que ilustra el sentido de la película. Ella entra en la casa, que ya le resulta ajena por su desorden y frialdad, expresión tangible de la inestabilidad y desafecto interiores de la familia. Ella saluda a su madre y esta, mirándola con una mezcla de asombro y desconcierto casi admirativos, le dice: “¡Has crecido!”. Y así es, en efecto, pues, aunque físicamente sigue siendo la misma Cáit, su “elevación” es producto de su nueva capacidad de sentir y de relacionarse. Una actitud de ánimo que se manifiesta (o brilla) exteriormente. 

Debemos, pues, suponer que, aunque el filme sugiere un final infeliz, ella se ha desbloqueado. Podemos pensar que Cáit se ha determinado como persona, que ha interiorizado un orden emocional, que no será más la niña que se mea en la cama, que será capaz de sobrellevar no traumáticamente la situación con su familia original, que progresará en su desarrollo escolar tanto como en el vital, que seguirá viendo cada verano y anudando aún más fuertes lazos afectivos con las personas que la aman (sus padres de acogida). Podemos imaginar que se convertirá en un ser humano autónomo. Podemos, por tanto, creer que, a pesar de la separación y el desgarramiento, estamos ante un final feliz adulto (no un estúpido happy end), aunque las conmovedoras imágenes finales aparenten desmentirlo.

  • (*) “An cailín ciúin” es el título original de la película, que está hablada íntegramente en gaélico.
  • (**) El idioma gaélico se habla en tres regiones del oeste de Irlanda (las Gaeltacht), donde aún se usa habitualmente como lengua materna tradicional por entre 20 y 30 mil personas. En el resto de Irlanda la lengua estándar irlandesa (el Caighdéar) se enseña en la mayoría de las escuelas. Lo hablan o dicen tener conocimiento de ella un millón y medio de personas (un 40% de los habitantes de la isla). El idioma mayoritario es el inglés.
  • (***) Hay que hacer constar un cierto maniqueísmo, que puede hacer sospechar una connotación xenófoba, en el tratamiento de la figura del padre, un tipo rudo, negligente, desatento, violento, alcoholizado. Es forastero (inglés), no perteneciente a la comunidad vernácula, el único que no habla gaélico y que usa su propio idioma de forma burda y soez. En comparación con el buen sentido, el orden, la disposición para el trabajo y la sociabilidad del grupo humano autóctono él representa todas las taras atribuibles a un mal ciudadano y un mal padre.

ELLAS HABLAN, una película de Sarah Polley

AUTO SACRAMENTAL “ME TOO”

Por A. Cirerol

LOS HECHOS

El filme “Ellas hablan” está basado en una novela de Miriam Toews, que, a su vez, se inspiró en un suceso real. Para entender el auténtico propósito de la película es necesario conocer los hechos a los que se refiere. Son los siguientes, según las informaciones de los medios de prensa:

Entre 2005 y 2009 en una colonia agrícola menonita de Bolivia fueron violadas de forma continuada 151 mujeres de todas las edades, sin que ellas se dieran cuenta de cómo se habían producido los hechos. Durante este tiempo los acontecimientos se silenciaron dentro de la comunidad religiosa y fueron atribuidos a causas sobrenaturales (intervención satánica, castigo divino) o a la locura de las afectadas, hasta que los agresores fueron sorprendidos mientras cometían el delito. La manera de actuar de los violadores (pertenecientes a la propia comunidad menonita) consistía en rociar por la noche con un aerosol un producto químico usado para anestesiar el ganado a través de las ventanas de los dormitorios, narcotizando así a sus víctimas. Aunque este grupo religioso, prácticamente sin contacto con el mundo exterior, suele impartir su propia justicia, se vio, en un caso como este de violación masiva, superado por la situación y la Asamblea de Ancianos (los líderes de la iglesia local) decidió denunciarlo a la justicia. Dos años después, en 2011, un tribunal de Bolivia condenó a siete hombres de entre 20 y 40 años de edad a 25 años de prisión como autores del delito continuado de violación y siguen en la cárcel cumpliendo su pena. Después de concluir el juicio, las mujeres regresaron a la comunidad y no volvieron a aparecer en los medios de comunicación. Debido al apartamiento social de su congregación es muy posible que no sepan siquiera que su caso ha servido de argumento para una película.

Después de lo dicho, parece obligado dar una breve información sobre los menonitas. Son una rama pacifista y trinitaria del movimiento anabaptista fundada en 1537 por Menno Simons, un ex sacerdote católico. Perseguidas en la Europa occidental, las recién fundadas comunidades se establecieron en Rusia y de allí emigraron a América formando colonias agrícolas. Actualmente se dividen en tres ramas. Los menonitas de la antigua orden, que hablan un alemán del siglo XVI y viven conservando las costumbres centenarias (rechazan incluso el uso de la electricidad). Los menonitas modernos aceptan la vida actual con todos sus avances y ya no hablan alemán, sino el idioma del país en el que se han asentado, como si formaran parte de una iglesia protestante tradicional. Los menonitas de grupos intermedios aceptan la vida moderna, aunque con limitaciones.

Los menonitas de la película pertenecen al primer grupo.

LA PELÍCULA

La novelista (1) y la directora basan su historia, según afirman, en los sucesos reales antes relatados. Si bien, habría que añadir, adaptándolos a sus planteamientos ideológicos. Se fundan en hechos reales, pero tergiversándolos y retorciéndolos para imponer el sentido que las autoras pretenden transmitir. Podríamos decir que se trata, pues, de una “película de tesis”, que se plantea como principal objetivo el desarrollo de una determinada opinión o ideología. 

Tanto la novela como la película nos advierten antes de empezar de que lo que vamos a leer o a presenciar es un “acto de imaginación femenina”. Es decir, pura ficción (o ilusión) de género, sin nada que ver con la realidad. De hecho, un auto sacramental, una alegoría litúrgico-reivindicativa representada entre mujeres solas.

Si nos atenemos a los hechos, nunca se produjo el cónclave de mujeres de la comunidad religiosa que muestra la película para decidir libremente, por medio de un referéndum con participación exclusivamente femenina, la forma de hacer frente al problema de las agresiones sexuales. Lo que ocurrió realmente fue que los culpables fueron descubiertos por hombres de la congregación y entregados a la justicia. Ese “acto de imaginación” pretende, pues, representar, obviando la realidad, lo que hubiese ocurrido si las mujeres de la colonia, en un acto de autoafirmación, se hubieran constituido en parte decisoria del proceso. Se trata, sin embargo, de una posibilidad ilusoria, puesto que no sólo, según las reglas que la comunidad aplicaba a las mujeres, estas no habían recibido ninguna clase de instrucción (no sabían leer ni escribir ni tenían la menor noción de álgebra y hablaban escasamente un idioma primitivo), sino que, y ello es determinante, habían sido prácticamente sometidas a un lavado de cerebro para infundirles creencias mágico-irracionales. En la novela y en la película, por el contrario, todas sin distinción de edad son, pese a ello, capaces de expresar sentimientos y pensamientos profundos con sentido crítico. No sólo acerca de su condición subyugada dentro de la comunidad, sino sobre temas trascendentes relativos a conceptos como los del perdón, la existencia de Dios o la validez del pacifismo. Para que pueda llevarse a cabo la asamblea permanente de mujeres que nos muestra la película, es preciso, además, que todos los hombres de la colonia no tengan oportunidad de expresarse, para lo cual se les hace desaparecer del escenario de los hechos. Su ausencia se debe, aunque parezca demencial, a que van a traer de vuelta a los victimarios para que se reintegren en la comunidad.

Ahora bien, desde un punto de vista artístico puede ser legítimo alterar datos y circunstancias de un hecho real para ofrecer una determinada interpretación generalizadora de estos. O sea, con el fin, propio del objeto artístico, de abstraer lo común y sustancial para formar un concepto general, o, con otras palabras, universalizar situaciones individuales. Esa es, precisamente, la intención de Toews-Palley. Pero para tomar en consideración la validez de la mixtificación (falseamiento) que plantean es preciso indagar cómo se hace y con qué propósito. 

En el caso del filme que comentamos, alterando, como hemos visto, la esencia de los hechos reales para que concuerden con la conclusión (ideológica) que se pretende universalizar. Así que nos encontramos ante un microcosmos cerrado (la colonia menonita), que vive al margen de la Historia, a la cual se pretende simbolizar como reflejo e imagen de la totalidad social. Una comunidad religiosa que coexiste en el tiempo presente, pero que piensa y actúa como si estuviese en el s. XVI. En este contexto, la película adopta un planteamiento especulativo-ilusorio en el que se expresan problemas filosóficos de nuestro tiempo y donde “ellas hablan” (además de en un perfecto inglés) como si hubiesen leído a Simone de Beauvoir y en el que el proceso de empoderamiento de la mujer pasa a primer plano. De pronto la problemática específica de una comunidad hermética, que vive fuera del tiempo, se hace representativa de los problemas seculares y contemporáneos de la situación de la mujer. Porque lo que no podemos creer es que la película tenga simplemente por objetivo abogar por la liberación de las mujeres menonitas, sino que lo que pretende es utilizar la cuestión menonita como espejo de la condición genérica de la mujer.

En ningún momento se plantea en el filme la obvia constatación de que las agresiones son producto de las condiciones de confinamiento en que vive la colectividad y de la irracionalidad de su ideario religioso opresivo. A partir de la orientación, hoy hegemónica en el mundo occidental, de un feminismo WASP (White-AngloSaxon-Protestant) y de clase (burguesa), la película propone una visión negativista y hórrida del animal humano masculino. Los hombres (ausentes, invisibles) son, en su conjunto, incomprensivos, despiadados, brutales e intrínsecamente violadores. Los únicos que merecen aparecer en la película son en sí anómalos. En un caso se trata de una mujer trans, esto es, que ha abandonado su anterior condición de hombre. El otro es un ser ambiguo, indeterminado e inocuo que colabora con las alzadas. Pese a su buena disposición y a su actitud cooperativa (es el que transcribe las actas de sus asambleas, ya que ellas no saben escribir), a despecho de su delicadeza de trato y su complicidad con la causa de las mujeres, su actitud es muy poco apreciada por estas, que más bien lo maltratan psicológicamente (por su condición de hombre). Se enamora tierna y amablemente de una de ellas, encinta de uno de los invisibles violadores, pero esta lo manda amablemente a esparragar, como si (esa es la impresión que da) fuese demasiado sensible para ser hombre. Finalmente, él mismo parece lamentar y sentir culpabilidad por su propia condición masculina, en medio del generalizado empoderamiento femenino. Se pasa el resto de la película llorando. Esa parece ser, pues, en el mundo de hoy, la perspectiva dualmente esquizofrénica del ejemplar humano masculino que ofrece la película: o bestia o (demasiado) blando. O, si no, te haces trans. Por un mundo unisex, parece ser el mensaje.

En esta película, acogida por el mundo de las ideas dominantes como un modélico y valiente ejemplo de sensibilidad y fuerza liberadora, hay un momento perturbador por su asombrosa y desnaturalizada insensatez. Cuando, tras la votación de las tres propuestas de resolución planteadas acerca de cómo actuar frente a las agresiones: a) quedarse y seguir sometidas, b) enfrentarse y luchar o c) marcharse, y se opta por la tercera, surge una cuestión impensable: qué hacer con los hijos (de sexo masculino) mayores de catorce años. ¿Se los llevarán las madres con ellas y los demás hijos pequeños o los abandonarán en la colonia, considerando que ya están irremediablemente infectados por la “cultura de la violación”? (Se aprovecha este momento para insertar flashbacks demostrativos de la agresividad inconfundiblemente masculina que caracteriza los juegos de los preadolescentes para que comprendamos la decisión que tomarán las madres, ya que esos chicos son… decididamente -casi se podría decir que genéticamente- irrecuperables, o sea, violadores en potencia): Ahí se quedan. O sea, el agresor sexual nace en la misma medida (o más) que se hace. Su instinto depredador es innato. Su pecado original: haber nacido con un pene entre las piernas. 

Es que, hay que entenderlo, estamos ante un filme de tesis, un filme “que se atreve a tomar partido”, un “filme militante”. 

Como típico producto cultural de la idea posmoderna de “multiculturalismo despolitizado”, o sea, de la ideología hegemónica del reconocimiento y defensa de las identidades y de los estilos de vida, el filme muestra su empatía con un movimiento tan retrógrado como el del sectarismo evangelista y se convierte en un poema visual enaltecedor tanto del anhelo liberador como de la Fe y los ideales de las prosélitas. En sus asamblearias deliberaciones filosófico-redentoristas todas se declaran siempre fervorosas siervas del Señor. De un Señor obviamente masculino. En un momento de la película, una de ellas afirma, como si soltase una verdad que el espectador debe aplaudir con incondicional admiración porque forma parte del mensaje ético de la película: “Sólo pido tres cosas: seguridad para nuestros hijos, guardar y conservar nuestra Fe y poder pensar”. No se da(n) cuenta de que la 2ª y la 3ª proposiciones son contradictorias y taxativamente opuestas entre sí.

El final de la película, contracara de aquel viejo western: “Caravana de mujeres” de William Wellman (2), resuena visualmente como las bíblicas trompetas de Jericó, cuando, tal como nos cuenta el libro de Josué, el Pueblo de Dios logró derribar las murallas gracias a su Fe. Como en las épicas imágenes de expansión y conquista de la frontera de las películas del Oeste, la caravana de siervas del Señor se pone en marcha hacia nuevos horizontes de libertad. Un The End utópicamente feliz. 

Pero, es justo preguntarse, ¿qué clase de utopía es esa? ¿A dónde se dirige esa tropa de mujeres y niños? ¿Qué esperan descubrir o fundar? ¡Si se llevan consigo como emblema protector aquello que es el origen y fundamento de su propia desgracia y servidumbre: su Fe!, el invicto fervor en sus taumatúrgicas creencias. ¿No se dan cuenta de que huyen del Patriarcado y ellas mismas, imbuidas de sus principios irracionalistas, lo transportan dentro de sí, el ideario patriarcal, a donde quiera que vayan y que están, por tanto, condenadas a repetir su calvario?

No puede extrañarnos que “Ellas hablan”, una película reaccionaria, haya sido saludada con entusiasmo por la imaginación progresista, que, imbuida por la razón de las políticas identitarias posmodernas, desde hace mucho ha abandonado el pensamiento crítico, sustituyéndolo por la emocionalidad. También el gusto ha sido colonizado en la actual sociedad globalizada de pensamiento único.

“Ellas hablan” ha recibido el Óscar 2023 al mejor guion.

  1. Miriam Toews, la autora de la novela, nació en una comunidad menonita de la iglesia moderna. A los 18 años se separó de su grupo religioso.
  2. “Caravana de mujeres” es una película de 1951 que cuenta la odisea de un grupo de mujeres que atraviesa medio Oeste para llegar a un territorio habitado por granjeros que buscan esposa.

ALMAS EN PENA DE INISHERIN de Martin McDonagh

SIBILAS, ESPÍRITUS ERRANTES Y DEDOS CORTADOS: FUEGOS FATUOS

Por A. Cirerol

“La materia prima del cine no es la realidad misma, sino el tema fílmico. El realizador creativo se coloca en la posición de comprender la realidad temáticamente y de ser capaz de crear un filme cuyas representaciones particulares, cuando están debidamente ordenadas, producen el tema que se ha propuesto representar”

Un hombre de aspecto rústico y apocado camina por un sendero que bordea la costa rocosa hasta llegar a una casa que se alza cerca de la playa. Toca a la puerta para recordarle a su amigo Colm que es la hora de ir a la taberna a tomarse la pinta de cerveza de todos los días. No recibe respuesta pese a sus insistentes llamadas. Mira por la ventana y ahí lo ve, a su amigo, sentado sin hacer ni caso de sus llamadas, como si no le oyera. ¿Qué le pasa a Colm, es que se ha vuelto sordo? No puede entenderlo. Bueno, ahí te espero, en la taberna, le avisa. Y el hombre se aleja preocupado por esa extraña perturbación de las arraigadas costumbres de los dos amigos. Así empieza la película y así sigue. Él es Colin Farrell, haciendo de Pádraic, un tímido, bondadoso y un tanto corto agricultor y ganadero. Vive con su hermana Siobhán, que interpreta Kerry Condon, que viene a ser su sostén anímico, y su mejor y más leal compañero, aparte de Colm, es, en realidad, un burro. Su desatento amigo es Brendan Gleeson, haciendo de Colm, un presuntuoso y empecinado y malhumorado violinista católico (hay que suponer que allí todos lo son) que se confiesa puntualmente con un cura quisquilloso y reprensor. A Colm le gusta desoír las amonestaciones del cura. La historia se desarrolla en alguna isla de Irlanda (tan próxima a ella que se puede distinguir a lo lejos su contorno a simple vista) en 1923, en plena guerra civil, aunque en la pequeña isla donde ellos viven no pasa nada. Sólo se escucha de vez en cuando un lejano rumor de cañones. 

Ahí tenemos, pues, representadas en la pantalla, las relaciones cotidianas a principios del siglo pasado, en tiempos convulsos, de la reducida grey que habita un pueblecito portuario y la población dispersa en torno, compuesta por rudos aldeanos, cerriles y contumaces bebedores, apegados a sus seculares tradiciones, devotos de su folclore musical y de acompañar con sentidas canturriadas sus borracheras en la cantina del pueblo. Un paisanaje con las pequeñas mezquindades propias de su condición agreste, habitantes de un villorrio con (por orden de importancia) su pub, su iglesia (católica), unos cuantos barcos de pesca, algún pequeño comercio y unas pocas granjas agrícolas y ganaderas. Custodian el orden del caserío un policía despótico y depravado y un cura adusto que comparece todos los domingos a decir misa y confesar a los feligreses. Gente terca y orgullosamente religiosa, como son los irlandeses, según aprendimos a conocerlos a través de las películas de John Ford. 

Pero no se piense que nos hallamos ante un filme costumbrista que se propone describir con cierta dosis de humor las tópicas y triviales vicisitudes de un pequeño mundo rural. Aunque, ciertamente, los habitantes de la isla sean pintorescos y a menudo estrambóticos y los coloquios que mantienen puedan resultar chocantes y disparatados, la película es irónicamente sombría y paulatinamente truculenta y su aparente realismo brumosamente fantasmagórico. Pasan cosas tremebundas y decididamente inverosímiles, se cometen actos absurdamente atroces, misteriosos suicidios, incendios a título de desagravio. Hay sibilas nocturnas (1) anunciadoras de muertes cercanas (y que, además, no fallan en sus augurios) y (como reza el título de la película) bastantes almas en pena, incluido un burro, se arrastran por los caminos de la isla. 

Toda esa escenografía es el marco en el que se desenvuelve el asunto principal de la historia, que tiene como fundamento la progresiva y ascendente sucesión de desencuentros entre dos de sus vecinos (sí: los anteriormente mentados Pádraic y Colm), persistentes camaradas de bar, que pasan de una arraigada y sólida amistad de copas a una rencorosa hostilidad fatalmente disgregadora sin que existan motivos racionales para ello, salvo que uno, el atrabiliario violinista, argumenta que ya no soporta más a su amigo porque su vana cháchara le resulta insoportablemente estólida y, lo que es peor, le roba un tiempo precioso que podría dedicar a componer sus canciones.

Uno estaría tentado de creer durante la primera parte de la película que se encuentra ante un intento de rendir homenaje (o de parodiar) la fórmula de aquellas comedias británicas de los años 40/50 del siglo pasado que labraron la fama de los estudios Ealing (2), al confrontar su estilo irónico y siniestramente alegórico. O que la absurda e inverosímil apuesta que marca el enfrentamiento entre los dos amigos podría contener un sentido antropológicamente satírico contrastando dos temperamentos tan recalcitrantemente dispares y obstinados, como expresión de una permanente guerra civil, una especie de apólogo acerca del carácter y el destino de lo irlandés.

O, tal vez, ante su inverosimilitud dramática y su carencia de contenido, acabemos por pensar, que se trata sólo de la pretenciosa envoltura de una obra huera. Si examinamos su composición formal observamos unos tipos y unas situaciones en apariencia realistas trazados con un sesgo sarcástico y mordaz, pero carentes de significado y proyección; unas interpretaciones muy trabajadas con el ojo puesto en los Óscar, aunque, por más esfuerzos que hagan los actores para dotarlas de sentido, desprovistas de emotividad y patetismo; una fotografía preciosista de los agrestes paisajes de la verde y vieja Erin: la minuciosidad y perfección con la que son sublimados paisaje, fauna y cielos más que valor artístico sólo aportan adorno estético; la búsqueda recurrente de superfluos encuadres imaginativos; la epatante banda sonora en sus versiones folclórica y clásica (utilización arbitraria de los lieds de Brahms para enfatizar el dramatismo de las imágenes) y la constante pretensión del director, McDonagh, por poner de manifiesto que es un autor genial. 

Es precisamente esta afectación, su amaneramiento formal, su esteticismo a toda costa, el artificioso empeño en hacer pasar por magistral un producto en el que prevalece lo absurdo y grotesco lo que acaba enterrando la película. Pues lo realmente peripatético e infumable no es tanto que un violinista, que precisa de sus manos para seguir siendo lo que es, se corte los dedos con unas tijeras de podar y se regodee arrojando luego los despojos mutilados contra la puerta de la casa de su amigo para demostrarle que ya no quiere ser su amigo, sino que dicho gesto no tiene ningún contenido vital ni tampoco significado temático y sólo es una hipérbole frívola y vacua destinada a impresionar al espectador y hacerle creer que está ante una obra maestra de difícil interpretación.

Mc Donagh es dramaturgo, además de cineasta, pero hace gala en sus incursiones cinematográficas de una dramaturgia superficial y hueca. Sus dos personajes semejan trasuntos de los habituales protagonistas de las obras de Samuel Beckett, irlandés como él, al que aspira a parecerse, sólo que, si los de este desafían con su nihilismo la razón y el sentido de toda relación humana, especialmente la que pueda comportar un átomo de amor y confianza en el ser humano, el pesimismo antropológico de McDonagh es simplemente artificioso, insustancial y extravagante.

  1. “Las sibilas, o banshees (anglicismo del gaélico bean sídhe), forman parte del folclore irlandés. Son espíritus femeninos que, según la leyenda, se aparecen a una persona para anunciar la muerte de un pariente cercano. Una banshee puede también permanecer como una figura solitaria que augura la muerte paseando por las colinas o sentada sobre un muro de piedra”. 
  2. Los Estudios Ealing fueron una compañía productora de películas, especializada en comedias, que vivió su período de esplendor al terminar la 2ª Guerra Mundial hasta principios de los años 60. Sus películas estaban impregnadas de “un tono realista generalmente perturbado por una situación anormal llevada hasta el absurdo. Se centraban en la descripción humorística de una pequeña comunidad, realizada con un espíritu amablemente ácrata que buscaba producir en el espectador una sensación de divertimiento un poco subversiva, aunque al final siempre se imponían la ley y el orden”. “Whisky Galore”, “Oro en barras”, “Ocho sentencias de muerte”, “El hombre vestido de blanco” y “El quinteto de la muerte” son sus títulos principales. Y Alexander Mackendrick, Charles Cichton y Robert Hamer sus directores más conspicuos. Alec Guinnes el actor más representativo.

R.M.N., de Cristian Mungiu, Resonancia magnética nuclear de un país, o la dura europeidad

Por A. Cirerol

CONTEXTO

La atmósfera pesimista y carente de salidas de la última película de Cristian Mungiu parece plantear la dificultad de adaptación a la europeidad de un país como Rumanía, que vivió casi medio siglo (desde el final de la 2ª Guerra Mundial) aislado de la evolución política y económica europea, y, por tanto, de sus transformaciones en los modos de vida, cultura, costumbres y mentalidad. Después de 15 años de su ingreso en la UE, este país parece seguir, en muchos aspectos de su superestructura social y religiosa, anclado en una mentalidad pre-posmoderna. Rumanía forma parte del proyecto neoliberal occidental que, para desarrollarse, debe abolir modos de existencia tradicionales y, sobre todo en las zonas rurales, el “sentido común” que sostenía sus relaciones sociales. El “pequeño mundo antiguo” desaparece sustituido por otro en el que se imponen nuevas formas de relación más libres e individualistas que desanudan y disgregan las formas “comprensibles” de antes. El mundo se hace más ininteligible y caótico y se tiene la sensación de que todo forma parte de un plan dirigido por poderes externos que, con sus dictados económico-políticos, implanta también nuevos conceptos morales incongruentes con el sentir nacional-popular, intereses ajenos que no tienen en cuenta los propios y, junto a ello, el extendido sentimiento de que Rumanía es tratado por Europa como un país de segunda.

R.M.N. = Rumanía.

Para dar forma a la exposición cinematográfica de este proceso Mungiu toma como hilo conductor a un personaje inadaptado a la nueva situación, confuso, tendente a reacciones violentas y que, ante las incertidumbres provocadas por una sociedad cambiante, se refugia en ideas primarias y seguridades “de supervivencia”, como si los demás y la propia naturaleza fuesen sus enemigos y tuviese que protegerse de sus asechanzas. Por eso su respuesta ante los acontecimientos es la huida. Él, Matthias, huye primero de su país y de sus responsabilidades familiares a Alemania, y de las condiciones de vida y de trabajo de este país de nuevo a Rumanía. Aquí se encuentra al regresar con lo que había dejado, una familia (mujer e hijo) en la que le resulta imposible reintegrarse y donde sólo es capaz de adoptar un irreflexivo papel autoritario-patriarcal. La mujer es una persona simple, que sólo encuentra sentido a su vida a través de la religión. El niño es un ser hipersensible, psicológicamente frágil, que posee el don extrasensorial de visualizar futuras desgracias. Ante su incapacidad de ejercer como padre y esposo se evade una vez más para buscar refugio en los brazos de su novia anterior, de la cual podemos imaginar que también había huido en el pasado. Matthias es un especialista en fugas. 

Al mismo tiempo que nos muestra las características de los habitantes del pueblo, perteneciente a una zona minera de Transilvania, formado por una diversidad de comunidades étnicas (rumana, húngara y alemana), que, mal que bien, se han ido conllevando históricamente entre sí, la película da entonces un giro imprevisto. Matthias pasa a un segundo plano y toma el protagonismo quien fuera su novia antes de que aquel se casara, Scilla, que en la actualidad dirige con una amiga una panificadora que abastece a toda la región, para cuyo mantenimiento y desarrollo recibe fondos de la UE. La contratación por la empresa de tres trabajadores paquistaníes dará lugar a pulsiones xenófobas que se constituyen en el contenido principal de la película.

Para determinar el sentido del filme y confrontar en qué medida consigue dar forma artística al tema es preciso examinar cómo desarrolla su estructura narrativa. 

La figura de Matthias, su protagonista principal, posee una dimensión simbólica. Su confusión, su incapacidad para actuar racionalmente, sumido en la indiferencia o guiado por primitivos modelos instructivos de supervivencia en la relación que establece con su hijo, su actitud elusiva a la hora de comprometerse y tomar decisiones, sus estallidos de violencia y su continuo recurso a la huida, parece proponerse como esquema representativo del desconcierto, de la falta de autonomía y del estancamiento del país. En contraposición a él, Scilla, una mujer moderna, emprendedora, sensible y comprometida con los valores humanos se presenta como la alternativa comportamental necesaria para sacar al país de su marasmo.

Entre ambos, el paisaje y la fauna popular, constituida mayoritariamente por una masa tribal unida por sus emociones más primarias, expresadas sustancialmente por la desconfianza y el odio hacia todo aquello, extraño y diferente, que pueda sentir como una amenaza a sus formas de pensar, sentir y vivir. Frente a ellos, los que son vistos como elementos socialmente contaminantes y disgregadores, los inmigrantes y sus defensores, son los portadores de las mejores cualidades humanas: tolerancia, ánimo, honradez, tenacidad, gusto por el trabajo bien hecho.

DISCORDANCIAS

Aunque estamos ante una obra que confirma el talento de Mungiu y, en especial, su perseverante firmeza en profundizar en la dura realidad de su país, pues, en efecto, “R.M.N.” se esmera en determinar el carácter de la enfermedad que lo aqueja y su crítica es impactante, el desarrollo de personajes y situaciones da lugar a formulaciones contradictorias.

Tenemos, por un lado, la irracionalidad, encarnada a nivel individual por el protagonista, carente de opinión propia, refugiado en la inercia y los atavismos, y, en el plano colectivo, por la mayoría de los habitantes del pueblo, que actúan en modo horda, presos de los prejuicios, la desconfianza y el miedo. Por otro, la minoría liberal, culta y humanista, compuesta por mujeres emprendedoras (tanto en lo personal como en lo económico), que están al frente de una fábrica modelo por lo que se refiere a las relaciones laborales, que fomentan la cultura y sostienen ideas de progreso social, enfrentadas con el egoísmo de la masa que funda su acuerdo en las ideas e instituciones nacionales y religiosas.

Podríamos preguntarnos si no resulta demasiado fácil predisponer al espectador contra la masa popular convertida en “jauría humana”, señalando como razón principal de su protesta un móvil basado en la ignorancia supersticiosa, como es el temor a “infectarse” con elementos patógenos provenientes de las manos sucias de los extranjeros encargados de amasar el pan. (Aunque es cierto que los racistas se justifican con insensateces de esa clase). Pero, al centrar la revuelta en la esfera racista ¿no se desarma de esa forma la protesta contra las condiciones leoninas que impone la UE en este y otros terrenos? ¿No se está reconociendo así toda la carga de corrección política y social impuesta a un país considerado de segunda por una institución neoliberal e híper hipócrita como la UE? ¿No se nos obliga, como única opción, a solidarizarnos con las filantrópicas empresarias, dando de lado a las clases populares, estigmatizadas por sus sentimientos xenófobos? ¿No es esta una forma de darle más mecha a las razones de la extrema derecha política?

Resulta, por otra parte, poco verosímil que personajes tan antagónicos como Scilla y Matthias puedan enamorarse: la sensible y refinada violoncelista (al tiempo que empresaria), de ideas progresistas y protectora de inmigrantes, y el tosco, taciturno, irresponsable, violento y tirando a loco Matthias, matarife y chacinero de profesión. Aunque es cierto también que por lo que se refiere a las leyes de la atracción amorosa no hay ciencia escrita. O que, aunque la acción transcurra en el ámbito rural, no existan organizaciones políticas ni sindicales, o, al menos, asociaciones representativas del mundo del trabajo y de la cultura, y que su tarea sea asumida por las dirigentes empresariales de la principal industria del pueblo. O, por lo que hace a la turba popular, que su organización corra a cargo de la jerarquía eclesiástica de una de las etnias de la provincia. Si eso tiene realmente visos de autenticidad sirve para hacerse una terrible idea de cómo anda el país. 

OSCURO Y ALEGÓRICO FINAL

Continuando con las interrogaciones que suscita el filme: ¿Qué sentido debemos dar a su final?: ¿Por qué agarra Matthias la escopeta y la dirige contra su amante?: ¿Qué motivos llevan por fin a actuar (autodestructivamente) a ese personaje encerrado en sí mismo, eterno irresoluto, confuso y sin opinión?: ¿A quién o a qué dispara?

Su intención de matar a su amante habrá que preguntársela al director. Cabe imaginar que llevado por la desesperación que le produce su propia cobardía. En cuanto a los disparos reales, son, sí, disparos a la oscuridad, al país, a la nada, a todo. A su propia locura, que imagina amenazantes presencias de úrsidos que habitan en el bosque originario, ancestral. No son osos de verdad, como podemos ver. Hay que suponer que se trata de merodeadores disfrazados o de imaginaciones producto de la perturbación mental de Matthias. Sea lo que sea, representan lo exterior ajeno, incomprensible y ominoso. Luego ya no sabe a quién disparar. Lo más probable es que a sí mismo en un elíptico fundido en negro.

POSDATA ACERCA DE UNA SECUENCIA DEL FILME

“La función artística del cine empieza por el encuadre (la porción de realidad escogida y tomada bajo una perspectiva espacial). Los encuadres corresponden a una imagen interior: cada impresión se convierte en expresión. Los encuadres captan el significado de las cosas y las imágenes buscan expresar símbolos y metáforas cargados de significado” (Béla Balázs) (1)

Hace tiempo que en la composición narrativa cinematográfica se viene confundiendo forma y técnica. En el cine contemporáneo “de autor” la busca de la originalidad a toda costa promueve una acentuada tendencia al discurso disruptivo, o sea, a trastocar inmotivadamente (y con intención formalista) la lógica de la estructura narrativa. En este sentido, una secuencia de “R.M.N.” ha desatado el entusiasmo de la crítica. En la asamblea que reúne al pueblo para decidir qué hacer con los trabajadores estigmatizados, la escena está filmada en un solo y excéntrico plano fijo (los planos fijos están hoy casi tan de moda como los kilométricos planos secuencia en el apartado del cine de autor). La cámara encuadra en plano general a todos los reunidos, dejando fuera de campo (a espaldas de la cámara) a los que componen la mesa, cuyas voces se escuchan en off. Durante casi 20 minutos un plano que permanece estático da cuenta de las vicisitudes de la reunión. Casi no haría falta señalar que lo que motiva el arrobamiento de la crítica, siempre pendiente de los detalles de ruptura formal, considerados como un signo de genio, es la elección visual tomada para dar cuenta del episodio: un largo cuadro fijo, en lugar de descomponer la escena por medio de un empalme de planos. Es decir, la renuncia al montaje, que es el principio fundamental del cine. Gana así en inmediatez, se podría argüir. Pero dejar la cámara filmando inmóvil no es cine, sino (por muy preparada que esté la escena) imperturbable registro de un acontecimiento. Desentenderse del trabajo de composición, del movimiento, de la interrelación, de la interpretación, de la dirección. “Las imágenes sueltas son mera realidad sin forma. Sólo el montaje las convierte en verdades o falsedades: el artista debe elevarse por encima de la exterioridad aparente de los acontecimientos”.

  1. Béla Balázs (1884-1949) fue uno de los más importantes teóricos cinematográficos. Su obra principal es “Teoría del cine”

QU’EST-CE QUE LE CINÉMA, JEAN-LUC GODARD? UNA CRÍTICA AUTOBIOGRÁFICA

Dedicado a mi amigo Javier Sol

Por A. Cirerol

“Trato de filmar pensamientos en marcha” (Godard) (*)

GOD-ART. Pues hubo un tiempo, hace medio siglo, en que Godard era Dios para una gran parte de la crítica cinematográfica y para muchos jóvenes cinéfilos deseosos de romper con «lo establecido» en política, cultura y formas de vida, como yo mismo, entonces. Nos parecía que sus películas eran centelleantes reflexiones sobre la vida (ah, pero reflexiones irreflexivas, basadas no en la experiencia, sino meramente en las imágenes que provienen de la ficción, en el conocimiento proporcionado exclusivamente por el cine, pues éramos rebeldes soñadores e infantiles, que queríamos suspender sine die nuestro paso a la madurez). Es decir, el cine de Godard era ingenua y radicalmente romántico. O, en plano subjetivo, desesperadamente romántico. Pero amábamos, sobre todo, el cine de Godard porque transformaba y subvertía las estructuras narrativas (la dramaturgia) del cine tradicional y creaba e imponía nuevas formas de ver y leer el cine, inventaba un nuevo lenguaje. O sea, era el símbolo de la modernidad. Alguien capaz de empezar una película con la imagen del equipo de rodaje avanzando en plano fijo hacia el espectador al otro lado de la pantalla, siguiendo el desplazamiento de la cámara por los carriles del trávelin, mientras una voz en off sobre el fondo sonoro de una música que parecía sugerir imágenes fragmentadas de tensos estados emocionales recitaba la ficha técnica de la película. O con un primer plano de una mano que anota el precio y firma los cheques de lo que ha costado cada una de las secciones técnicas que han participado en la realización del filme, incluidas las “estrellas internacionales” que lo protagonizan. Sus películas, que parecían filmadas a trompicones y montadas conscientemente al desgaire o al azar, tenían una trama desarticulada, a menudo incoherente, bastantes veces absurda, cuyo casi único tema, al menos durante su primera etapa comercial, era el de la indescifrable seducción femenina, propensa siempre a la fatalidad o a la traición, lo cual requería una profusión de primeros planos estatuarios-introspectivos de la protagonista. Al final él o ella solían morir. O se proponía un happy end intencionadamente paródico y disparatado en el que la pareja protagonista escapaba en coche hacia algún lugar más auspicioso. Era un lugar común hablar de misoginia con respecto a las películas de Godard. No creo que fuese así. Habría, que suponer, más bien, que se trataba del caso tan común entre los artistas de una admiración obsesiva hacia la mujer. La fascinación romántica por lo que suelen llamar el misterio femenino, lo cual quiere decir: por su imagen externa, por la forma mixtificadora con que la percibe la mirada masculina concentrada en su cuerpo (sólo en el caso de que sea hermoso), una impresión producto, seguramente, del asombro, la inquietud, la inseguridad, la sospecha o el temor, más propio aún de alguien que, como él, Godard, decía de sí mismo que no conocía nada de la vida, salvo a través del cine. Igual podría haber afirmado yo. Por eso me producían un fervoroso encandilamiento escenas como aquella con que se iniciaba una de sus películas, en la que él y ella mantienen un diálogo en la cama aparentemente después de haber hecho el amor.

Ella está desnuda echada boca abajo, él vestido. Ella le pregunta: “¿Ves mis pies en el espejo?”. “Sí”, contesta él. “¿Te parecen bonitos?”. “Sí, mucho”. “Y mis tobillos ¿te gustan?”. “Sí”. “¿También te gustan mis rodillas?”. “Sí, me gustan mucho tus rodillas”. “¿Y también mis muslos?”. “También”. “¿Me ves el trasero en el espejo?”. “Sí”. “¿Te parecen bonitas mis nalgas?”. “Sí, mucho”. “¿Quieres que me ponga de rodillas?”. “No, no hace falta”. “Y mis pechos, ¿te gustan?”. “Sí, muchísimo”. “Despacio, Paul, no tan fuerte”. “Perdona”. “¿Qué te gusta más: mis pechos o sólo la punta?”. “No lo sé. Es lo mismo ¿no?”. “Y mis hombros, ¿te gustan?”. “Sí”. “Yo creo que no son lo suficientemente redondos”. “Yo no”. “¿Y mis brazos?”. “Sí”. “¿Y mi cara?”. “También”. “¿Todo? ¿Mi boca, mis ojos, mi nariz, mis orejas?”. “Sí. Todo”. “Entonces ¿me amas completamente?”. “Sí. Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente”. “Yo también, Paul”. La secuencia está rodada en un solo plano. La cámara se mueve ya para acercarse a sus rostros, ya para recorrer despaciosamente el cuerpo de ella. Varias veces la iluminación de la escena cambia de color, virando al rojo, al azul o al natural, lo que necesariamente ha de provocar una sensación de desconcierto en el espectador. No se explica la razón del juego de luces, aunque no parece debido a una pretensión frívolamente esteticista del director, sino a causas naturales: el reflejo en la habitación de los anuncios luminosos de la calle. Un tema musical recurrente envuelve a los personajes en un aire de indefinida melancolía, como un presagio de infortunio. Era una escena que en aquella época resultaba atrevida, tanto desde un punto de vista visual como dialógico. No haría falta señalarlo, que, a mí, la escena me parecía la culminación de un romanticismo sofisticadamente innovador y desesperanzado. Al igual que el director del filme creía que “amar completamente” consistía en enamorarse sólo de la envoltura carnal, hacer de ella un admirable y posesional objeto amoroso. Ya lo he dicho antes, sólo conocía de la vida su apariencia exterior, de la que el cine era su más superficial representación, ya que se podía ver proyectada en una pantalla sentado anónimamente en una sala oscura. En otra película, él y ella huyen de la civilización (en coche, en barca, en lancha o cruzando un río a pie, vestidos de calle y con los zapatos puestos y una maleta en la mano) sin que se sepa muy bien por qué ni a dónde van, aunque se intrincaba en la historia una ininteligible trama político-policial en la que estaban absurdamente implicados, para hacerse robinsonianos en algún lugar de la costa meridional hasta que se cansan de fingir que algo de todo aquello es real. Ella pasea con afectada desesperación por la playa gritando “¿Qué puedo hacer?

¡No sé qué hacer!” mientras él, ajeno a sus quejas, escribe su diario sentado con un loro sobre el hombro en un tronco abandonado en la orilla. Ella se sienta a su lado y mantienen un diálogo como este: Él: “¿Por qué estás triste?” (no está triste, sino aburrida). Ella: “Porque tú me hablas con palabras y yo te miro con sentimientos”. Él: “Contigo no se puede hablar. No tienes ideas, sólo sentimientos”. Ella: “Eso no es cierto, hay ideas en los sentimientos”.Él: “Dime aquello que te gusta y yo haré lo mismo”.Ella: “Las flores, los animales, el azul del cielo y la música. No sé qué más. Todo. ¿Y a ti?”. Él: “La ambición, la esperanza, el movimiento de las cosas, los incidentes. Todo”. Ella (levantándose decepcionada y alejándose por la playa): “¿Lo ves? Yo tenía razón. Nunca nos entenderemos. ¿Qué puedo hacer? ¡No sé qué hacer!”. A mí me entusiasmaba la película. Era la más luminosa, colorista, viva, moderna, provocadora y anarquista de Godard. Y me había enamorado idealmente de ella, de Anna Karina, que enfundada en un vestidito veraniego que silueteaba su grácil figura, dejando al aire sus finos hombros morenos y sus bellas piernas, paseaba con sensual indolencia por la playa reclamando al cielo: “¿Qué puedo hacer? ¡No sé qué hacer!”. Pero más hermoso era aún su rostro, de una desnudez clara y depurada, botticelliana, que podía expresar una dulce y un poco impostada inocencia o una erótica determinación, siempre a punto de ceder al sometimiento o a la perfidia. En una secuencia anterior del filme él le decía: “Tus piernas y tus pechos son conmovedores”, que es algo que sólo se puede decir cuando se ama. Al final, como suele ocurrir en los filmes de Godard, ella le traiciona y se produce un absurdo tiroteo en el que ella muere de un disparo. Entonces él se enrolla una ristra de cartuchos de dinamita alrededor de la cabeza y la hace estallar. Cuando explota, la cámara efectúa un lento movimiento panorámico siguiendo la línea del mar. Se escucha procedente del espacio la voz de ella: “La he vuelto a encontrar”“¿El qué?”, pregunta la voz de él. “La eternidad”“Es el mar, ¿no ves?”“Con el sol”, dice ella. Esto es, en efecto, el mar, las nubes y el sol lo que el espectador ve en la pantalla, traduciendo en imágenes el verso de Rimbaud: “la mer allée avec les nuages et le soleil”. En un momento de la película, cuando iban en el coche, encuadrados desde atrás por la cámara, él se vuelve un instante y mira a la cámara. Ella le pregunta: “¿Qué miras?”“A los espectadores”, responde él. “Ah, sí”, constata ella sin darle importancia. Eso lo hacía mucho Godard, que los actores se pusieran a mirar o a hablarle a la cámara, violando así un elemental tabú cinematográfico. Las películas de esa época de Godard, los años 60, aunque aquí tardaron mucho tiempo en llegar, tenían una luminosidad especial, una forma límpida, precisa y singular de fijar el plano, que se debía no sólo a la inherente sensibilidad plástica de su autor, sino también al talento de su director de fotografía, Raoul Coutard. Por lo demás, cómo no iban a provocar en mí, predispuesto al asombro juvenil, una fervorosa admiración las rupturas estilísticas del más alto abanderado de la Nouvelle Vague. Sus filmes eran simpáticas, fulgurantes y destructivas parodias del cine americano, que él tanto amaba. En otra, un descabellado remedo de thriller rodado en blanco y negro, no como la otra, en la que reverberaba en la pantalla la luz y el color del Mediterráneo, un trío de aspirantes a atracadores pretende hacerse con un botín oculto en un caserón de las afueras de París.

Ellos son dos estrafalarios maleantes de mentalidad pueril que juegan a emular los modos rufianescos de las películas americanas de gánsteres. La tercera de la banda es ella, Anna Karina de nuevo, haciendo aquí de joven candorosa y confiada, fácil de engañar por los dos truhanes, que es la que ha de permitirles el acceso a la pasta. Abundancia de primeros planos de la protagonista, ya que para Godard “fotografiar un rostro es fotografiar el alma tras este rostro”, pero en su caso sólo se trata del placer de fotografiar un rostro bello mimetizándolo con la desnuda austeridad expresiva de Falconetti en La pasión de Juana de Arco o en la formal pureza corruptible de la Virgen con el niño pintada por Bouguereau, aunque por lo que se refiere a la película la  reflexiva estatuaria de los primeros planos femeninos careciera de significado. Los tres están enamorados entre sí o quieren hacérnoslo creer. Pero da igual porque todo es un juego intelectual, es decir, de niños, y se da por supuesto que no nos vamos a tomar nada en serio de lo que digan o hagan. Y que vamos a flipar para siempre con el baile en línea del trío en el bar, que nos enternecerá el púdico erotismo de la escena en la que ella se quita las medias para que sirvan de máscaras a los salteadores, que la secuencia en la que los tres, corriendo cogidos de la mano, se recorren el Louvre en un minuto nos dejará regocijadamente apabullados o que nos descojonaremos de risa con el duelo a tiros final, una burlesca payasada de los típicos finales del cine noir o de los wésterns. Y, en fin, que el happy end de los protagonistas viajando en barco rumbo a América, donde se nos promete la continuación de sus aventuras, esta vez a todo color, es el sarcástico remate de un filme que se burla de las fórmulas narrativas convencionales. El triunfo de la iconoclasia. Al fin, no era otra cosa más que pura cinefilia. Como esa otra película de intencionalidad aparentemente más verista, incluso dramática y con pretensiones sociológicas, en la que ella hace de puta. Se pretende filosofar al respecto con la característica ligereza godardiana, ingeniosamente cautivadora. Se tiene la impresión de estar en presencia de una obra importante, pese a la falta de psicología de los personajes y a la incoherencia temática y argumental. Situaciones, personajes, diálogos son aleatorios o improvisados. Los actores no interpretan, sólo fingen que lo hacen. No se pretende otra cosa más que poner en evidencia que lo que vemos en la pantalla es mera representación, ficción premeditadamente grotesca, sin relación con la realidad. Su ámbito exclusivo de referencia es el cine en sí mismo, no la vida. La forma es el contenido. Por eso, aunque en ocasiones lo aparente, Godard no es ni puede ser, como se ha dicho en ocasiones, brechtiano. Esta superposición formal es la que crea la ilusión de artisticidad en las películas de Godard, que llevó al poeta Aragon, deslumbrado por la revelación del advenimiento de un nuevo modernismo, a recitar mixtificadores aforismos laudatorios en su honor (1) o a Susan Sontag a proclamarlo el director más importante de su tiempo. Sólo así, despojándola de toda ilusión de causalidad, puede llegar a parecer impresionante, patéticamente conmovedora la película e incluso admirable la escena de la muerte a tiros de Nana-Anna Karina (2), cuando carece intencionalmente de todo rigor lógico-artístico. No pretende otra cosa Godard, sino reivindicar la arbitrariedad como fundamento del arte, esto es, que el tema de sus películas es su forma.

Así siguió siendo hasta la última de las que componen la primera época, la de su cine destinado a proyectarse aún en salas comerciales y no, supuestamente, en fábricas ocupadas (¿qué obrero podría sacar algo en claro viendo sus filmes supuestamente de agit-prop que hizo después del 68?): “La Chinoise”, indiscriminada reseña sobre una disparatada escuela de cuadros maoístas compuesta por estudiantes provenientes de la pequeña burguesía, en la que el infantilismo de las ideas llega a su máximo grado de ridiculez, pues era risible ver a aquellos niñatos de clase acomodada participando en una suerte de ejercicios espirituales de marxismo-leninismo, recitar como idiotas el Libro Rojo, predicar la revolución en la Francia de la V República e, incluso, practicar el terrorismo. El embajador chino en Francia se cabreó un montón ante aquella necedad. Se hubiera podido tomar como una maliciosa sátira del maoísmo, si no fuera porque podemos creer justificadamente que Godard pensaba seriamente que estaba haciendo un filme revolucionario, si nos atenemos a sus palabras de presentación: “Este filme describe la aventura interior de un grupo formado por varios jóvenes que intentan aplicar a su propia vida, en este verano de París de 1967, los métodos teóricos y prácticos en nombre de los cuales Mao Tsé-tung ha roto con el aburguesamiento de los dirigentes de la URSS y de los principales pecés occidentales” y sobre la protagonista (que ya no era Anna Karina, aunque se esforzaba por parecérsele), que, como si nada hubiese ocurrido, sigue con su vida normal después de llevar a cabo una acción terrorista: “Se da cuenta de que estos meses que ha vivido con sus camaradas han sido un poco unas vacaciones marxistas-leninistas, que ahora que las clases en la universidad recomienzan es cuando la lucha empieza. Era el primer paso de una larga marcha”.

Daba un poco de vergüenza, propia y ajena, cuando algunas décadas más tarde volví a ver la película, constatar hasta qué punto me parecía ahora un gilipollas Godard, a quien yo había considerado un cineasta genial. Pero, ah, entonces no me daba cuenta de nada de esto, ¡tenía apenas veinte años! y estaba abierto a todos los actos de rebeldía, a todas las propuestas romántico-críticas que asaltasen la deprimente realidad en blanco y negro que me rodeaba y era un cinéfilo recalcitrante. Me empapaba de sus rutilantes imágenes como si inspirase algún tipo de metanfetamina capaz de proporcionarme un excitante hedonéestético. Pues ¿quién sino él, Godard, había dinamitado el discurso narrativo del cine tradicional, es decir, de todo el que se había hecho hasta entonces? Había hecho saltar el guion por los aires y con él el principio de causalidad que rige el relato. Revocaba la continuidad entre escenas y planos, que era antes el principio necesario del arte del montaje. Se ponía fin al plano-contraplano. La cámara se movía nerviosamente de un lado a otro o podía permanecer provocadoramente inmóvil. Se inventaba así una nueva sintaxis del cine y se establecía una nueva forma de percepción por parte del espectador. “Liberados los planos y las secuencias de su función transitiva la continuidad del relato (cuyo sentido no se sustenta ya en la realidad, sino sólo en el lenguaje cinematográfico) dependía ahora de la mirada subjetiva que los relaciona y no de los acontecimientos externos que los unen” (3). Esto significaba, a su vez, la deconstrucción de los personajes y de las convenciones interpretativas basadas en el naturalismo psicológico, en la autenticidad. El empalme de los planos podía ser sustituido no por el movimiento lógico que exige la acción, sino por ideogramas: collages, anuncios, imágenes de pinturas, viñetas de cómic o textos escritos. En sus películas en color el espacio ocupado por los personajes se transformaba en un mondrianesco escenario multicolor de luminosidad Pop. La música no cumplía ya una función expresiva, como acompañamiento de los sentimientos de los personajes, o para imponer el ritmo de la acción, sino que actuaba como una “forma creadora de pensamiento”, como una nube que envolvía a los personajes o las situaciones, o una niebla sonora que aquellos tuvieran que atravesar, persistentes leitmotivs tan reiterativos como inconstantes y asincrónicos con las imágenes, cargados de sugestiones conceptuales y morales. Pero no me preguntaba si esta originalidad creativa servía para “penetrar activamente en la vida” o se consumía en su propia pirotecnia formal. Mi devoción por Godard era incondicional. Luego se atenuó sensiblemente, a lo que contribuyó la errática trayectoria posterior del cineasta. Mucho tiempo después, cuando volví a ver aquellas películas que me habían deslumbrado hasta la ceguera en mi juventud, me sorprendió constatar su artificiosidad y su infantilismo. No obstante, subsistía aún como brasa dormida dentro de mí el fulgor que había dejado en mi ánimo aquella década asombrosa y no podía ver las imágenes de sus filmes (que aún parecían radiantemente nuevas) sin sentir un indeleble aprecio, que casi se confundía con la gratitud, por aquel artista contradictorio, incongruente, osado, inconformista, petulante, sincero, innovador, descarado, intuitivo, es decir, poeta, y una apaciguada indulgencia por aquel joven que fui. 

(*) Godard (1930-2022), “crítico cinematográfico, comenzó realizando varios   cortometrajes en los que elaboró ese estilo moderno e informal que haría furor con su primer largo, ‘Al final de la escapada’, que es a la vez un filme de autor y el manifiesto de la generación formada a través de Cahiers du Cinéma. Es, más exactamente, el manifiesto de este equipo crítico (el de Cahiers) y el de la ideología cinematográfica que defendían. Una ruptura categórica con todas las reglas técnicas al uso, un gusto evidente por la provocación, llevaron a Jean-Luc Godard a reinventar el cine. Su película tiene la apariencia de una creación espontánea, de un continuo desencadenamiento, porque su escritura es directa. Cuatro semanas de rodaje, bajo presupuesto, decorados naturales, dos actores en sus comienzos. Un don auténtico para atrapar las cosas al vuelo, para la ágil improvisación. ‘Al final de la escapada’ es el más nuevo de todos los filmes de la Nouvelle Vague” (“Nouvelle Vague?” de Jacques Siclier. Editions du Cerf, 1961). Durante los años 60 su prestigio y su influencia como el más alto exponente del cine moderno no dejaron de crecer. Su productividad era, igualmente, abrumadora: en diez años rodó 16 largometrajes y 6 mediometrajes. Tras los acontecimientos del 68 creó el Grupo Dziga-Vertov y se dedicó al cine político militante, en una línea autodefinida como marxista-leninista, para ser exhibido en fábricas y universidades. En los años 80 volvió al cine comercial en una dirección parecida a la de su primera época. A partir de los 90 se dedicó intensivamente a la experimentación con el modelo videográfico.  

Nota bene. Las fotografías que aparecen en el texto corresponden a las películas: “El desprecio” (1963), “Pierrot el loco” (1965), “Banda a parte” (1964), “Vivir su vida” (1962), “La Chinoise” (1967) y “Al final de la escapada” (1959).

  1. Escribió Louis Aragon: “Qu’est-ce que l’art? Je suis aux prises de cette interrogation depuis que j’ai vu le Pierrot le fou de Jean-Luc Godard… Il y a une chose dont je suis sûr: c’est que l’art d’aujourd’hui c’est Jean-Luc Godard”: “¿Qué es el arte? Estoy dándole vueltas a esta pregunta después de ver el Pierrot el loco de Jean-Luc Godard… Pero hay una cosa de la que estoy seguro y es que el arte de hoy se llama Jean-Luc Godard”. 
  2. En la nota de prensa correspondiente a su estreno, Godard hizo la siguiente sinopsis de la película (“Vivir su vida”): “Un filme en doce cuadros sobre la prostitución que cuenta cómo una dependienta parisiense joven y bonita entrega su cuerpo pero guarda su alma mientras suceden una serie de aventuras que le hacen conocer todos los sentimientos humanos profundos posibles y que han sido filmados por Jean-Luc Godard y representados por Anna Karina: “Vivir su vida”.
  3. Aunque, por aquel tiempo, no todos opinaban lo mismo. En un “Diccionario del nuevo cine francés” aparecido en la revista Positif, oponente de Cahiers du Cinéma, se despachaba así a Godard: “Autor de algunos cortometrajes en los que ya se afirmaba su gusto por una logorrea de lugares comunes y una misoginia desenfrenada, Godard, para estrenar un filme impresentable (Al final de la escapada), lo trituró tranquilamente, contando con la bobería de una crítica que le sirvió para lanzar una moda: la del filme mal hecho. Chapucero impenitente, autor de diálogos imbéciles y abyectos, publicista de sí mismo, Godard representa la más penosa regresión del cine francés hacia el analfabetismo intelectual y el bluff plástico” (del libro “Godard polémico” de Román Gubern. Ed. Tusquets, 1969).
  4. De “La pantalla de la memoria. Ensayos de lectura cinematográfica” de Marie Claire Ropars Wuilleumier (Ed. Fundamentos, 1971).

«AS BESTAS» de Rodrigo Sorogoyen

TEMAS, SUBTEMAS, TRAMAS Y SUBTRAMAS (A VUELTAS CON)

Por A. Cirerol

¿De qué va “As bestas”? O sea, ¿de qué trata? ¿Cuál es su tema? ¿Tiene tema? ¿Tiene, quizás, demasiados?

¿A qué responde esa tremebunda historia, por lo visto verídica, de acoso, abyección y violencia que ocurre aquí, en nuestro país, y a tan corta distancia cronológica de nosotros?

¿Se trata de exponer, representar o denunciar la intolerancia, la mezquindad, la incorregible degradación de una raza o de sus residuos históricos, el resentimiento ancestral hacia todo lo externo, lo intruso, lo “de fuera”, lo distinto que irrumpe en las pútridas aguas del atraso secular, una persistente forma de tercermundismo que se niega a desaparecer, ¿¡la Galicia profunda!?, el transmitido genoma del esperpento? Se me hace difícil creer que pueda ser este el propósito de “As bestas” porque algo así, aunque efectivamente haya ocurrido, ha dejado desde hace mucho de ser representativo (“típico”: esto es, históricamente significativo del ser y el acontecer de un lugar y unas gentes) y no puede constituirse, por tanto, en referente temático, a no ser que se haga de ello un uso hiperbólico carente de fundamento, con el solo propósito de urdir una historia de violencia. 

¿Plantea acaso el enfrentamiento entre la conciencia ecologista de unos civilizados europeos y la codicia de una familia de ganaderos autóctonos, viles, sórdidos y sucios? ¿La vendetta de los asilvestrados y zafios aborígenes contra los amables neocolonizadores, apropiadores de tierras e intereses ajenos? A ratos parece empeñarse en que de eso, desde un punto de vista crítico, debe ir la cosa, pero de una forma tan revuelta con otros contenidos argumentales que no se afirma válidamente como motivo temático.

¿Trata de la historia de amor, trabajo y resistencia de una pareja de ingenuos robinsonianos que creen en una idílica arcadia y luchan contra todos los obstáculos y amenazas para hacerla realidad en un lugar inhóspito? No se puede negar que también algo de eso hay, pero, como antes, tan mezclado con todo lo demás que no llega a cuajar como tema. Aparte de que no llega a entenderse la razón que impulsa a esa pareja de cultos urbanitas a dejarlo todo para emprender semejante ensoñación tan a trasmano. No sólo nosotros, tampoco la hija del matrimonio lo comprende (y, por momentos, da la impresión de que lo mismo ocurre con sus propios protagonistas).  

¿De la explotación de los recursos naturales (viento y tierra) por las grandes empresas de “energías limpias” a costa de la forma de vida de los lugareños? También y, de hecho, es el desencadenante de la tragedia, pero no llega en ningún caso a conformarse como asunto general del filme.

¿Enfoca entonces la problemática de lo que se ha dado en llamar la España vaciada? Lo hace, como quien dice, de refilón, como ambientación, sin ahondar en su problemática real.

Menos aún cuando se plantea el conflicto generacional entre la madre y la hija, que aparece como subtrama asociada a la película, inducida por el antagonismo de esta con la utopista obstinación parental.

¿O, tal vez, hemos de concebir su sentido profundo cuando en el último tramo de la película esta da un vuelco y se revela inopinadamente el auténtico carácter fuerte de la mujer, convertida de pronto en un paciente reducto de firmeza y poder moral y justiciero, ante la que, de pronto también, los malos agachan la cabeza y se doblegan? Puede ser, en efecto, que la idea última de los autores de la película sea esta, la del empoderamiento femenino en terreno hostil. Pero es este un giro de timón que no se fundamenta a lo largo de la película, donde ella es un personaje escasamente afectivo (incluso con su marido, que es, en realidad, quien más parece necesitarla) y cada vez más distanciado del común proyecto regenerador.

Aunque pueda parecer arbitrario y hasta caprichoso (sobre todo para la crítica realmente existente del siglo) ese empeño por encontrarle contenido temático a una obra cinematográfica (o literaria), no está de más recordar que en una buena película, ya que de cine estamos hablando, “las escenas particulares, debidamente ordenadas, producen el tema” y que, tal como planteó Eisenstein, la tarea crucial de la realización es el descubrimiento del tema, puesto que es la estructura significativa que rige toda la obra. Por supuesto que un filme que contenga y exprese un tema puede ser malo, ya por deficiencias formales o porque este (el tema) sea una idiotez, pero sí que me parece obvio que el tema es el “principio generador” de toda narración y que cuanto más realmente temática se haga la trama su nivel significativo-artístico será mayor.

¿QUÉ ES ESO DEL TEMA?, OBJETA LA CRÍTICA: ¡LO QUE IMPORTA ES EL GÉNERO!

Es ese, el de la “política de los géneros cinematográficos”, un mantra que proviene de la crítica cinéfila (o sea, toda en la actualidad) y de su embebecida admiración por el cine americano, al que dicha crítica-acrítica considera EL CINE sin más. El cine clásico hollywoodiense basó su estructura de producción en el sistema de géneros, cada uno con sus propias y reconocidas convenciones iconográficas. Los profundos cambios materiales, de ideas y de formas de vida que han tenido lugar en los últimos cincuenta años han modificado este modelo. Aunque el cine de géneros sigue funcionando, estos han sufrido una transformación acorde con la nueva mentalidad y las exigencias del público. Han aparecido, además, géneros nuevos y otros prácticamente han desaparecido (al menos en su concepción y sentido originales) como el musical, el cine cómico (es muy difícil hacer reír a un público que ha perdido la inocencia) o el western.

Como la crítica realmente existente pasa de contenidos temáticos y sólo fija su atención cinéfila en lo que llama la “puesta en escena”, llevada, a su vez, por el sentimiento nostálgico que le inspira aún el cine clásico americano, cree descubrir destellos e iluminaciones de géneros periclitados en los productos de hoy. Casi podría decirse que es su juego favorito, si se me permite parafrasear a Howard Hawks.

¿Es “As bestas” un western? Eso se afirma con teológica convicción en bastantes críticas que he leído, y que “Alcarràs” también lo es, un western, y aún me parto de la risa. Por lo visto, hablar hoy del mundo rural convierte inmediatamente a una película, sobre todo si es española, en un western: nos hemos convertido en la reserva espiritual del western, a este punto hemos llegado.

¿Tal vez se trata de un thriller al modo hispánico? (más pinta tiene, justo es reconocerlo, pero, aunque hay un asesinato de por medio, tanto su iconografía como las normas convencionales que lo definen distan demasiado de las propias del género).

Cabría mejor hablar de un bronco y tremendista drama rural (pese a que se trate en el filme de mostrar los motivos de ambas partes), cuyo espacio más apropiado es el de la crónica negra. Sin el simbolismo político, por cierto, de una película como “La caza” de Saura. Ha habido y posiblemente seguirá habiendo “puertos urracos”, pero aquí, en el filme, se les da a los hechos violentos que relata una carga o un sesgo de tipicidad, de “somos así”, que -aunque se base en un suceso real- no guarda relación con la realidad social.

Carece, en todo caso, de interés establecer, como hace la crítica-acrítica, la pertenencia genérica de la película, sino intentar especificar su sentido y su valor.

EL PROBLEMA DE LAS REPRESENTACIONES PARTICULARES O LA PLÉTORA DE SUBTEMAS SE COME AL TEMA

“As bestas” comienza con una escena de la “rapa das bestas”, esa fiesta tradicional gallega en la que se les cortan las crines a los caballos salvajes y, tras desparasitarlos y curarles posibles heridas, son devueltos libremente al monte. En la película protagonizan la secuencia (maldición: en cámara lenta, como era de temer) los que se presentarán a continuación como los malos de la historia. Esta imagen -violenta y pacífica al mismo tiempo, puesto que se realiza sin daño y por una buena causa- se representará luego por medio de otra muy similar cargada de simbolismo, pero esta vez los caballos son sustituidos por un ser humano y el sentido es muy diferente, ya que queda reducido a la violencia física más brutal. Aunque su clave simbólica es tan inmediata como potente, creo que se trata de una falsa representación, puesto que sus significados, en un caso y otro, son contradictorios. ¿Quiénes son las “bestas” que dan título a la película? En la realidad y en la ceremonia inicial, los caballos protegidos por los humanos. Después, en su escena especular, el caballo es un hombre y los defensores de los caballos bestias asesinas. No me parece aceptable proponer una analogía digamos poética entre dos actos cuya carga moral es incompatible entre sí. El símil es tan intencional como forzado, el crimen se hubiese podido llevar a cabo con el mismo resultado de un modo menos simbólico, ya que uno de los partícipantes va armado, pero se prefiere engañosamente identificar ambas acciones porque estéticamente resulta más impactante. Ahora el título de la película adquiere su verdadero y contradictorio significado.

No es habitual, sin embargo, y menos en una película española, encontrarnos ante un texto tan cargado de complejidad semiótica social. Aborda (toca) un abundante abanico temático, siguiendo y perdiéndose en los meandros de subtramas y subtemas asociados, aunque sin llegar a decidirse por el que debe guiar el sentido de la acción, esto es, por el marco significativo que lo controla y dirige. De ello son o deberían ser conscientes los propios autores de la película, si atendemos a la exposición de su guionista, Isabel Peña: “En la película hemos intentado hablar de muchos temas. Hemos querido hablar de la dignidad y del amor entre las parejas, de la diferencia de oportunidades y de cómo se te marca, de la xenofobia, del choque entre lo rural y lo urbano, de la diferencia que hay entre los hombres y las mujeres a la hora de resolver conflictos… Cuanto más dentro de la historia estén (dichos temas) es mejor porque calan más: todos estos temas nos han servido para que la película cobre más fuerza. La naturaleza es el campo de batalla de estos personajes, ellos se pelean por su tierra y por su viento. Ella (la naturaleza) está allí, pero más allá de esto es un lugar muy hermoso que engancha a los personajes”. O de sus intérpretes principales: “Es el choque entre la Galicia profunda y la modernidad… En la película se habla sobre la masculinidad, la virilidad, es una guerra entre hombres… Los paisajes son algo muy poderoso, sin duda, es un escenario más grande que la vida, uno se siente muy pequeño en este lugar… Hay muchas cosas en esta película, está muy bien escrita”.

No es sólo una frase propagandística: está bien escrita (algo muy raro también en el cine español). Sin embargo, esa disgregación temática sin una clave argumental central, determinante, es, precisamente, la que impide, en mi opinión, que se consiga la necesaria integración-composición entre trama y tema, que es como una obra consigue desarrollar y alcanzar su significado.

“As bestas” posee una indudable solvencia técnica y hondura dramática en diferentes tramos del filme y, al menos hasta el giro final, los personajes están bien trazados, cumpliéndose con creces el principio de que “una de las particularidades más notables del actor en la pantalla es la autenticidad, al punto de que cree en el espectador la ilusión de que está observando la realidad” (1). Hay secuencias eficazmente compuestas: la escena inicial en la taberna de la aldea, que fija de entrada el tono de acosamiento, amenazante y violento que se irá imponiendo en el filme; el cara a cara en plano fijo entre el protagonista y su asediador, donde uno y otro manifiestan sus razones; el enfrentamiento materno filial o los paseos de la mujer por el bosque en busca de pruebas. Es cierto que en “As bestas” se pueden rastrear referencias de películas conocidas (2), lo cual no tiene por qué hacernos desmerecer por ello su estimación.

Lo que desequilibra la película es, como se ha dicho, la proliferación de subtemas, que hace que se desvanezca el tema rector. Se han mencionado las dos escenas que se reflejan entre sí como ante un espejo deformante: la de los caballos que abre el filme y la del asesinato. No es la única confusión alegórica. La metamorfosis de la protagonista tras el crimen surge sin un desarrollo anterior del personaje que nos haga comprender su elección. Su determinación de quedarse sola allí. Sería plausible si dijera: “hasta que le encuentre a él, a su cadáver o sus huesos: no puedo dejarle sin saber más de él, sin enterrarle, como si realmente hubiera desaparecido”. O: “no voy a dejar que una panda de facinerosos me eche de mi casa”. Pero no lo dice en ningún momento (aunque tampoco abandona su búsqueda), no es esa la justificación que da a su hija, sino otra que concuerda poco con lo que sabemos de ella y de sus circunstancias: “quiero quedarme porque me gusta esto, vivir aquí”. ¿Sola? ¿Incomunicada? ¿Excluida de toda relación afectiva? ¿Puerta con puerta con los asesinos? Su hija no puede creerla, tampoco los espectadores. No importa si en los hechos reales ocurrió verdaderamente así: no tiene sentido. O la película no sabe hacérnoslo sentir. La inconmovible imperturbabilidad de ella, su ausencia de dolor, la omisión del duelo. No se comprenden.

FINALMENTE, DE FORMA SORPRESIVA SOBREVIENE EL TEMA

Pero es el punto álgido del filme. Cuando ella, irrazonablemente, sin aparente aflicción, se encastilla en su confinamiento y se transforma de improviso en la mujer endurecida, poderosa en su permanente e incondicional paciencia justiciera. Por imprevisible parece una actitud sobrevenida, impostada. Quiero decir: impuesta de forma arbitraria por el guion. Como si, de pronto, después de haberse ocupado indistintamente en diversos subtemas hubiese encontrado al fin, por la vía fácil, como una vela impulsada por el viento de los tiempos, el tema motriz: las mujeres saben hacer las cosas mejor que los hombres, perdidos siempre, ellos, en sus guerras de demostración de su virilidad. O, como apunta la guionista: “la diferencia que hay entre los hombres y las mujeres a la hora de resolver los conflictos”.

El giro argumental desencadena por fuerza (forzadamente) otras transmutaciones. En la idiosincrasia de los asesinos, convertidos de pronto en ovejitas. Ante un gesto, una palabra, una mirada de la mujer bajan la cabeza, se vencen, parecen otros. Ella dice, imperativa: “No quiero hablar con vosotros, sino con ella” (la madre). Le abren paso. ¿Es el peso de la culpa? Es del todo improbable, no han mostrado el menor signo de contrición o remordimiento. Su flaqueza sólo puede atribuirse al poder de la razón y de la fortaleza femeninas: a su firmeza silenciosa, convincente, no violenta. Va aún más allá. Hace su aparición (irrumpe), de manera imposible de creer, la sororidad. Ella busca de pronto la complicidad femenina en la figura de la madre de los asesinos, que también se achanta como sus hijos, de manera aún más increíble que ellos. La misma mujer que unas escenas antes había echado de allí con cajas destempladas, a gritos y empujones, al marido acosado. La misma que, sin la menor duda, está perfectamente al corriente del crimen cometido por sus vástagos y que no sólo lo aprueba, sino que es incluso muy posible que lo haya alentado. Aunque todo eso son, por supuesto, sólo (factibles) suposiciones, ya que, en realidad, no sabemos nada de lo que ocurre entre las cuatro paredes de la familia de ganaderos hostiles.

He aquí, por último, una diferencia fundamental en el tratamiento de los personajes de la película. De los protagonistas buenos, quiero decir: de aquellos con los que se identifica el público, tenemos acceso a su vida exterior e interior, a su actuación pública y a su comportamiento privado, íntimo. Ese conocimiento extensivo que tenemos de ellos contribuye a humanizarlos como personajes.

Por lo que se refiere a los malvados, sólo sabemos cómo se comportan en público. Cierto es que el guion procura cerrar los puntos vulnerables y se preocupa equitativa y sagazmente de manifestar también sus razones e intereses (por cierto, más racionales, justos y comprensibles, pese a su tenebrosa catadura, que los de sus oponentes), pero no traspasa nunca los muros de su casa. Para el espectador carecen de vida íntima. Ese desconocimiento contribuye a deshumanizarlos como personajes.

Así pues, luego de tanta ramificación argumental, surge por fin el tronco temático que hasta ahora había permanecido oculto: la primacía resolutiva femenina. Como consecuente corolario, el sentimiento de empatía entre las mujeres. En la última secuencia, cuando el caso ya ha entrado en vía de resolución, se cruza la mirada de las dos mujeres y sabemos que también entre ellas se han acabado los problemas. En el plano final ella sonríe segura de haber llevado a término con éxito su misión.

Por eso, “As bestas” es, sin duda, una película llamada a obtener muchos premios dentro y fuera de su país. Su fuerza sobre la predisposición emocional del espectador es poderosa. Aun con sus incoherencias y sus sesgos oportunistas hay que dar valor a su esfuerzo por minar de elementos significativos la película y hacerlos accesibles al gran público.

(1) “Estética y semiótica del cine”. Yuri M. Lotman. Editorial Gustavo Gili, 1979

(2) A “Perros de paja”, que presentaba, también, el rechazo, producto de la brutal cerrazón rural, contra la pareja representativa de lo moderno, lo culto, lo ciudadano, lo foráneo, que, en búsqueda de tranquilidad, pretende integrarse en un territorio agreste e inhospitalario. Una película que sí tiene tema: el punto límite a partir del que la civilización acosada por el irracionalismo y el salvajismo necesita romper con lo civilizado y recurrir, como solución, a la violencia. Me parece un buen tema para ser tratado artísticamente. Otra cosa es que su director, Sam Peckinpah, supiera utilizar los medios más acertados y se limitase a hacer un filme predecible y comercial. En la última parte de “As bestas” se produce un giro argumental, que pretende erigirse en temático, sobre el que planea el recuerdo de una película reciente: “Tres anuncios en las afueras”. La protagonista se transmuta en Frances McDormand, la heroína en circunstancias comparables del filme americano, adoptando, de pronto, una caracterización llena de fuerza y de poder interior, a tal punto de hacer desaparecer literalmente de la pantalla a sus hostigadores, eso sí, sin recurrir a la violencia típica de las películas americanas. En ese mismo fragmento argumental “As bestas” se abre a otro subtema: el del antagonismo emocional y conductual madre-hija, muy en la línea de algunos rasgos escénicos de filmes franceses actuales (no sólo por el hecho de que en dicha escena se hable en francés) de realizadores como Mia Hansen-Love, Ozon o Assayas, en el estilo y el tono. Hay que insistir en que tales influencias, aunque sean conscientes, no afectan a la originalidad y el valor que pueda tener la película comentada.

“ARGENTINA 1985” de Santiago MitreTESTIMONIO CATÁRTICO DEL DRAMA NACIONAL

Por A. Cirerol

¿DE QUÉ HABLA LA PELÍCULA?

“Argentina 1985” se propone describir (reconstruir) los hechos y circunstancias que hicieron posible el juicio contra los máximos responsables militares de la represión y las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura, un acontecimiento que obró como un acto catártico para el pueblo argentino.

En este entorno de situación el hilo conductor narrativo es desempeñado por el fiscal que dirigió la acusación (Julio César Estrassera, que encarna en la pantalla el actor Ricardo Darín). Se da forma a su personaje a partir de su quehacer cotidiano en la intimidad familiar, en la elección (o alistamiento) de sus ayudantes, en la preparación y estrategia del juicio. Para hacer más próximo y efusivo el desarrollo de la trama (o sea, para llegar más al público) el filme, al menos en sus dos tercios iniciales (hasta que comienzan las declaraciones en el juicio), en lugar de cargar las tintas en los aspectos más dramáticos y tenebrosos del caso se apoya en la fórmula genérica de la comedia. Es la propia personalidad del personaje principal, de carácter ambiguo y contradictorio, inseguro y apasionado, pero consagrado a su tarea, la que sirve para incentivar el tono de comedia: cuando se muestran sus relaciones con su familia o con su equipo de colaboradores. Pues la película se propone presentar al hombre que “hizo posible lo imposible” como un ser humano cabal a la par que dubitativo y falible, a ratos confuso, esto es, no como un personaje de una pieza ni como un héroe, o, si acaso, como un héroe a su pesar, que se hace fuerte y se resuelve desde la propia confrontación con su misión. Su método: resolver sus dudas a través de la opinión de los otros cercanos en los que confía: su mujer, su hijo (adolescente), el par de inveterados amigos, su adjunto en el caso. No sólo le sirve a él para orientarse y proveerse de razones y convicciones, sino del mismo modo a la película para progresar en modo comedia.

Humanizar al personaje principal contribuye a conmover el ánimo del espectador y lo predispone a identificarse con el mensaje del filme. O sea, a que su sentido profundo sea aceptado por quienes ven la película más allá de sus propias ideas preconcebidas de clase. Se logra así que la película, al igual que el juicio real, tenga una proyección o poder de convocatoria de las conciencias desde una perspectiva unitaria-nacional. El momento culminante de dicho consenso social se plasma en la llamada telefónica de la madre del fiscal adjunto, Moreno Ocampo, a su hijo. Es esta una mujer perteneciente a la alta burguesía argentina, que respalda a la Junta Militar, es adepta al gobierno y amiga del presidente del mismo, Rafael Videla. Tras escuchar por la radio (en la realidad lo leyó en una crónica periodística) una declaración de una víctima-testigo en el juicio llama a su hijo para decirle (sic): “Estuve escuchando el testimonio de Calvo de Laborde (la testigo). Yo todavía lo quiero a Videla, pero tenés razón: tiene que ir preso”. Es un detalle que sirve a la película para globalizar su mensaje de integración nacional de voluntades: “Nunca más”. Pues tanto la película como el juicio histórico es, ante todo, un discurso-comunicado interclasista dirigido a toda la nación de exaltación de la democracia liberal.

Para ello se apoya, en primer lugar, en el tono de comedia adoptado por la película y en la ajustada interpretación de su principal protagonista, que aparece a nuestros ojos como un hombre normal y corriente, como si se nos quisiera transmitir una idea muy simple y sustancial: cualquiera de vosotros también puede convertirse en un héroe si la situación del país lo reclama. El punto de vista, tomado a veces desde perspectivas externas al juez, ya sea desde la mirada del hijo o de su mujer o de sus colaboradores, contribuye a afirmar el esquema narrativo del filme y su objetivo manifiesto: dar un sentido coral a la misión que pretende infundir: la concordia de clases.  

Los fundamentos formales y argumentales que sostienen la película son los propios y habituales de las clásicas películas americanas de juicios (de Hitchcock a Preminger, de Lumet a Pollack, de Stone a Soderbergh, sin olvidar al Gavras de sus incursiones en el cine americano). Tan bien tipificados en este caso que, por momentos, tanto en la preparación del proceso como en la ejecución o en el desarrollo de las situaciones y personajes parece, en efecto, que estamos viendo una película americana.

DE LO QUE NO HABLA LA PELÍCULA

“Argentina 1985”, la película (producida por la plataforma Amazon Prime), guarda sepulcral silencio sobre una cuestión esencial que determinó el destino de Argentina y del subcontinente austral americano durante más de un decenio: el Plan Cóndor. Fue este un operativo de represión política y terrorismo de estado para borrar del mapa físico a la izquierda política, sindical, estudiantil y a la oposición en general, respaldado por el gobierno de EEUU durante cinco administraciones, que proporcionó para su desarrollo planificación, formación, apoyo técnico y suministro de ayuda militar. Se puso en marcha en 1975 por medio de las jefaturas de los regímenes dictatoriales del Cono Sur (Chile, Argentina, Paraguay, Uruguay, Brasil y Bolivia). “Los llamados Archivos del Terror hallados en Paraguay en 1992 dan la cifra global de 50.000 personas asesinadas, 30.000 desaparecidas y 400.000 encarceladas”. En Argentina, en 1973, cuando Perón era todavía presidente, ya había comenzado a actuar la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A, en coordinación con la dictadura de Pinochet, contra las organizaciones de izquierda.

Relacionado de manera intrínseca con el mutismo acerca del papel de la Operación Cóndor y el protagonismo del imperialismo americano en la constitución de dictaduras en el subcontinente, la película obvia, igualmente, cualquier referencia directa a la implicación de la burguesía nacional en el golpe militar y su respaldo material. Sólo su apoyo espiritual, en la secuencia de la fiesta, en la que aparece la madre del fiscal adjunto. Sí se recalca, por el contrario, la “concienciación” de esta después de oír la declaración de una testigo en el juicio. Como si pudiéramos creer que ella y la clase social a la que pertenece y representa estuvieran en la inopia de lo que ocurría, que no supieran nada de la manera en que la Junta Militar de Gobierno resolvía el problema político del país, que no fuera con su apoyo explícito que semejante horror fuera posible. Tampoco del apoyo al golpe y a la Junta Militar por parte de la jerarquía eclesiástica se dice ni mu. Pero todo eso parece que es lo que la película pretende que creamos. Es un detalle, no obstante, ese de ignorar dichas implicaciones, tan importante como necesario, ya que le sirve al filme para transmitir su mensaje de reconciliación nacional.

No hay tampoco una referencia explícita a la guerra de las Malvinas, cuya derrota determinó la caída de la dictadura. Tampoco se señala que la mayoría de la población civil apoyaba a la Junta hasta que el desastre de la guerra la liquidó.

Se pasa de puntillas (apenas una mención tirando a chistosa) sobre la actuación de Strassera durante la etapa del llamado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), más conocido como Junta Militar, en la que fue promovido como Fiscal General, que es la máxima autoridad de la institución. Así que, en la película, como es obvio, destacan más las luces que las sombras, pues no parece procedente señalarlas sobre quien llevó adelante el juicio contra la dictadura y es considerado por ello un héroe nacional. Uno y otro son, sin embargo, el mismo hombre. No es el único caso en la historia en que circunstancias favorables hacen de alguien un héroe que en otra situación menos propicia no lo fue.

En el famoso discurso final Strassera se cuida de señalar, eso no se elude en el filme, sino todo lo contrario, que no se trata de un juicio contra el Ejército del país, sino sólo contra aquellos que lo deshonraron como institución.

A LAS GENERACIONES QUE NO LO VIVIERON

La película es, cuarenta años después, un testimonio de efecto purificador y liberador, un acto de afirmación nacional y de exaltación de la democracia liberal, dirigido, sobre todo, a las generaciones que no vivieron el drama.

No ha habido desde entonces más intentos de golpes de estado militares. Tampoco en el resto del subcontinente. “Nunca más”. Por ahora. Sobre todo, porque la política impulsada hoy por EEUU es otra, una vez que la URSS ya no existe y la revolución ha dejado de significar un peligro real. En la actualidad los golpes son de otro tipo: civiles-parlamentarios.

Al final de la película el público aplaudió.

Es lógico.

Es muy posible que “Argentina 1985” consiga este año el Óscar.

Y Mitre ha hecho méritos para rodar en Hollywood.

 

Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut), de Stanley Kubrick

Un relato soñado

Por A. Cirerol

Era en setiembre de 1999.  Habíamos visto la última película de Kubrick (y lo fue ciertamente para siempre, porque cuando se estrenó él ya había muerto). Trataba de un matrimonio formado por una pareja joven y atractiva de alto nivel económico y social, padres de una niña tan encantadora como ellos mismos. Viven en un piso inmenso y lujosísimo, como corresponde a su condición de clase, que le sirve al director para llevar a cabo kilométricos trávelin a través de pasillos, salas y habitaciones. Ellos, aunque se consideran a sí mismos juiciosos, amables y enamorados, además de bellos, son más bien unos arribistas, aunque bastante ingenuos, o, tal vez, aún sólo neófitos, lobos en ciernes. Están empezando, cultivan peligrosas y perniciosas amistades de un rango superior, que les invitan a ostentosas fiestas en las que se induce al descontrol y el libertinaje. La joven pareja se siente oscuramente atraída por “deseos ocultos”, que parecen infundir a sus posibles elecciones vitales un “hálito de aventura, libertad y peligro”. Juegan a sonsacarse recíprocas confesiones secretas que puedan juzgarse como “expresión de lo indecible”. Sólo ella se atreve a contarlas abiertamente: la experiencia de una 

ensoñación amorosa (no de un sueño, sino de una impresión real vivida con un desconocido por el cual ella siente un repentino e imprevisible deseo), en la que, si aquel le hubiese dado ocasión, habría estado dispuesta, confiesa, a todo, incluso a abandonar a su marido y a su hija. Luego, un sueño de sexo promiscuo llevado a cabo delante de su marido para humillarle, que acarrea -en el sueño- la horrible muerte de este, sentida con gozo por parte de la mujer, lo que, al despertar, la deja sumida en un estado de confusión culpable. Él calla, turbado por las inesperadas revelaciones, y, a continuación, cuando está solo, se regodea obsesivamente representándose las imaginarias infidelidades de su mujer. Por su parte, llevado por una solapada voluntad de retorsión, intenta, en el curso de una noche, de la que no es posible elucidar si es real o ilusoria, entablar relaciones sexuales con diversas mujeres, que nunca llegan a consumarse, seguramente porque su propio inconsciente, ya sea en la realidad o en el sueño, las reprime en el último momento. Finalmente, haciendo buena la máxima shakespeariana de que “un cielo tan turbio no se aclara sin una tempestad”, las aguas matrimoniales vuelven a su cauce, se perdonan mutuamente y a la pregunta de qué deben hacer a partir de ahora, ella, con el buen juicio de quien ha alcanzado la madurez, contesta: “Estar agradecidos al destino, ya que hemos salido indemnes de esas aventuras, las reales y las soñadas”. 

En la película se incluye aún un posfinal que no figura en el libro en el que se basa (1) y que a mí me gustaba porque era atrevido y le confería a la mujer un papel dominante. La pareja protagonista lleva a su hija a unos grandes almacenes para comprarle los regalos de Navidad. Aún sin tener claro qué nuevo sentido han de dar a sus vidas, ante la actitud dubitativa de él, ella (primer plano fijo de su rostro) declara: “Pero yo te quiero y tú sabes que hay algo que debemos hacer cuanto antes”. “¿Qué?”, pregunta él. “Follar”, sentencia ella. Fin, con el fondo musical del vals de Shostakovich. 

A mí me parecía, sin embargo, que la hiperestésica reacción que el sueño orgiástico le había provocado a la protagonista era exagerada. ¿Cómo podía considerar una pesadilla soñar que participaba en una saturnal? Olvidaba, sin embargo, que no se trataba solo de una onírica orgía sexual, sino, a la vez, de la expresión de un ansia jubilosamente homicida, ya que en el sueño “mata” a su marido. Pero, ¿podía tomarse con el dramatismo con que lo hacen sus protagonistas (la mujer que sueña y el marido que escucha su relato) la huella de un sueño? Los sueños son sólo sueños. Podía, sin duda, haber contestado que eso no es posible, que nadie se queda colgado de otro sólo por verle durante un instante, por un flash, como ocurre en la película, que no se trataba sino de una exageración típicamente freudiana atribuible a una psique frágil y tendente al histerismo como la de la mujer burguesa reprimida del tipo de las que trataba Freud. 

Pero que ella, la protagonista, no lo era, reprimida, y que en cualquier caso procuraría en la vida real montárselo a su conveniencia. En cuanto a él, el protagonista de la película o la novelita, era un capullo. Tontea durante toda la película con los márgenes del deseo prohibido sin atreverse a cruzarlos. De la confesión de su mujer lo que le perturba y zahiere hasta el punto de instigarle a tomarse el desquite (sin ser capaz de consumarlo) no es tanto el contenido orgiástico de sus ensoñaciones, sino el menoscabado papel que él juega en ellas. Su intrusión en la mefistofélica fiesta final, factible anticipación del sueño de la mujer, si no es que transcurre sincrónicamente con este o incluso lo estimula de manera remota, es un intento por su parte de reconocer las fuerzas maléficas que se esconden detrás de la máscara, dentro de sí mismo e, incluso, de someterse a ellas. La secta secreta, que actúa como instancia psíquica del Ello, le niega, sin embargo, el acceso al no considerarle capaz de liberarse de las normas morales interiorizadas: lo ve sólo como un diletante proclive a curiosear en los negocios ajenos, atraído frívola y veleidosamente por el abismo. 

Después de ver la película, como esa música que no se te va de la cabeza, no paraba de sonar en mi sesera el vals de la Suite de Jazz nº2 de Shostakovich.

(1) “Relato soñado”, publicado en 1926, obra del escritor y médico (como el protagonista de la novela) austriaco Arthur Schnitzler (1862-1931), que escandalizó a la sociedad de su tiempo con la descripción del erotismo y el adulterio. Sus libros fueron quemados por los nazis en 1933, considerados supuestamente un ejemplo de la decadencia y corrupción de la moral burguesa” (tomado del comentario anexo al libro editado por Alianza Editorial)

Thelma y Louise (1991), de Ridley Scott y Caille Khouri

Dos mujeres en la carretera

Por A. Cirerol

Sí, en realidad en aquel tiempo yo no pasaba de ser un progre. Con ello quiero decir que formaba parte de la masa de adeptos de la izquierda radical procedentes de la pequeña burguesía que comparten de forma entusiasta y acomodaticia sus recurrentes planteamientos, su consabida retórica, su devota emotividad, sin reflexionar sobre su vigencia o potencialidad, como un conjunto de elementales nociones y percepciones que modelaban nuestro sentido de pertenencia, en el que nos reconocíamos partícipes de un destino común con nuestros amigos. Era, en suma, un creyente, que es la antítesis de lo que debe ser la izquierda real. 

Nos sumábamos, pues, a las opiniones típicas del radicalismo establecido, no sólo desde el punto de vista político, sino también cultural, pero de eso por entonces no nos percatábamos. A fin de cuentas, a quién puede extrañarle si las mismas dirigencias políticas y sindicales de lo que llaman la izquierda están compuestas por elementos procedentes de la clase media o que han asimilado sus valores y no toman en consideración la misión didáctica de formular una política cultural acorde con los intereses de clase, sino que, por el contrario, desprovistos de todo criterio, toman para sí, seguramente sin siquiera darse cuenta, y fomentan la de la clase dominante en su vertiente aparentemente más libertaria. He aquí un signo inequívoco de la renuncia a cualquier aspiración a un cambio social revolucionario.

Por aquellos días habíamos visto “Thelma y Louise” y nos había parecido una película estupenda, aunque ya íbamos advertidos en tal sentido por la crítica que había publicado El País, cuyos dictámenes nos servían de guía normativa. En este apriorístico acatamiento del juicio a la moda ya se puede constatar la disociación que existía entre mis ideas políticas y el modelo cultural predominante, que no era sino la estrategia liberal en el campo artístico para el próximo siglo y que yo mismo, sin apercibirme, daba por bueno. Parecía que había leído a Lukács sin provecho alguno. Así que compartía el gusto mayoritario y el general entusiasmo que el filme suscitaba en el mundillo progre. 

Pues aquella fue una película que hizo época y avanzó un nuevo estilo en la apreciación moral del espectador. Era feminista, rebelde, libertaria, trepidante, resolutiva y justiciera. En aquel tiempo, pese a que ya había superado con creces los cuarenta, aún veía la vida en dos dimensiones. De todas las demás que pueda haber en el mundo físico me faltaba, sobre todo, una, la de la profundidad. O sea, como en la pantalla de un cine o como en la vida aparente del comportamiento burgués, las cosas “eran” lo que parecían, esto es, su mera superficie reflejada. Como la película parecía muy audaz y crítica con el sistema, a mí también me lo pareció. Es cierto que haciendo uso de la espectacularidad típica del cine americano cumple con gran eficacia su objetivo de atrapar emocionalmente al espectador. Como en todas las películas de Hollywood, que tipifican la resolución individual de problemas colectivos, hay que identificarse con los protagonistas, que aquí son dos tías buenas, virgueras y rompedoras. Aun cuando se apunta su condición de clase, una curra de camarera en un restaurante de carretera (aunque es dueña de un cochazo, pero eso allí debe de ser normal, como lo es treinta años después que un joven trabajador que cobra el salario mínimo disponga de un móvil de buten) y la otra es una burguesita poco instruida y revoltosa que está hasta el moño del gilipollas de su marido, no se conoce de dónde proviene la amistad entre ambas ni se sacan más consecuencias sociales. Si se mira tridimensionalmente podría decirse que son dos tías que se sienten disponibles y abiertas para empezar otra vida con más horizontes, que, sin embargo, en sus circunstancias, sólo puede discurrir carretera adelante porque no saben de qué van ni a dónde y están bastante trastornadas de la cabeza, de lo cual parece culpabilizarse a los tíos. Dos mujeres vulgares, normales y corrientes, pero predispuestas a explotar (estallar de ira) por su misma condición de mujeres en un contexto machista y alcanzar su momento de fulgor. Convertidas bruscamente en vindicativas justicieras, sus locuras anarcoides parecen presentarse como modelos a imitar. Entonces a todas las mujeres que conocíamos y podíamos muy bien suponer que también a las demás, la película les había impactado de forma imperecedera y en su imaginación hubieran deseado también ser como ellas, las Thelma y Louise del filme, emular su insensata némesis,  descerrajarle con furor vindicatorio un tiro a un cerdo machista violador para que sirva de ejemplo y escarmiento, encerrar a un poli en el maletero del coche en pleno desierto a 40 grados y que suplicara que lo dejasen salir y ellas no le hicieran ni puto caso, atracar bancos con jubiloso divertimiento, como si jugaran a Bonnie y Clyde, volar camiones a su paso conducidos por camioneros palurdos y sucios, incendiar todo lo que quedara fuera del coche como una apocalíptica y catártica venganza de género y volar alegremente ellas mismas sobre el abismo que conduce directamente al cielo de la libertad.

El cine americano diseñó una estetización de la violencia cuando Sam Peckinpah montó en cámara lenta las escenas en las que la sangre salpica la pantalla. Desde entonces se ha convertido en un lugar común hacer de la violencia un motivo estetizante, como un anuncio publicitario. Con Spielberg se dio el paso moral decisivo al dar un toque humorístico a la violencia ejercida por los protagonistas “buenos”, o sea, por aquellos con los que se debe de identificar el espectador, con lo que convierte a este en cómplice divertido de las salvajadas y vilezas que los héroes cometen contra un enemigo de antemano deshumanizado. Así se deshumaniza a la vez al espectador. Igualmente, la violencia festiva o jocosa se ha convertido en un rasgo característico del cine americano de acción, del que participa también “Thelma y Louise”.

Hay que reconocer que la autora del guion, Caille Khouri (que ganó el Óscar por la película) y el director captaron con sagaz habilidad el aire de cambio de los tiempos y se adelantaron a la corrección moral hoy imperante. Feminista lo era la película no en un sentido ideológico, sino en bruto, de primera mano, a modo de vendetta, apelando a los sentimientos y no a la razón. Un feminismo del primer mundo, anglosajón, blanco y de clase (burguesa). Pero la fábrica de sueños es tan eficaz a la hora de globalizar los mensajes que todas (y nosotros, igualmente) se podían ver representadas en las heroínas del filme a nivel de deseo subliminal. Pues, en realidad, la película no hace sino poner en imágenes la realización de un deseo vindicativo (en su acepción literal: vengativo) y justiciero más o menos subconsciente que planea en nuestra psique. Y, lo mismo que ellas, desearían también volar, de modo que el final de la película se convierte, de hecho, en un happy end suspendido en el cielo. 

Así que una película como “Thelma y Louise” se podía integrar cómodamente en un campo de visión propio de la izquierda radical como el nuestro. Y tal como vimos más tarde podía ser un referente icónico del ámbito ideológico representado por el movimiento me too, en el que la izquierda de la época de la postmodernidad se reconoce. Pero estos tiempos, de los que la película era precursora y estandarte, aún no habían llegado cuando comentábamos vivamente la película en la barra de un bar después de salir del cine. Ella celebraba su intensidad dramática, la fuerza de las interpretaciones, la decisión de las protagonistas, la progresión (“crecimiento” es la expresión más adecuada) del personaje más joven, Thelma, que al principio se había mostrado como la más insustancial y frívola de las dos, para acabar convirtiéndose en la más espiritosa y decisiva. El catártico final, en fin. Yo compartía sus aseveraciones, si bien mi cautela ideológica con respecto a los productos hollywoodienses me llevaba a considerar que, como es común en el cine americano, se concentraba en los efectos en lugar de hacerlo en las causas; que, por lo mismo, hacía de la violencia individual el factor “natural y formal” de la vida social y reducía la lucha de clases a “antagonismos secundarios de orden personal”. 

Pero qué duda podía caber, convinimos, de que era una película muy buena, importante, original y excitante. A Ella le gustó mi rebuscada interpretación intelectualoide que no contradecía su visión general. A ambos la vendetta genérica de las protagonistas nos parecía justa y necesaria. 

“BORDER”, UNA PELICULA DE ALI ABBASI 

THE NIGHT OF THE FREAKS

Por A. Cirerol

“Border” es una película que comienza como un sensible drama realista acerca de un extraño personaje (que siguiendo la terminología inaugurada por la película de 1932 de Tod Browning podríamos denominar “freak”) que desempeña un trabajo realmente insólito: pone a disposición de la policía un don, habilidad o poder excepcional que posee en exclusiva: es capaz de detectar a los delincuentes por su olor, esto es, por el hedor que despide la “conciencia del delito”. Se nos explica (más o menos) que procede (el olor del mal) del temor, turbación, vergüenza, odio, vileza, depravación, ignominia, etc., en fin, todos los malos sentimientos que las supuestas buenas conciencias creen o simulan creer que se ocultan bajo los sentimientos de “los malos”. Claro que, tomada en serio, una lógica semejante resulta muy poco convincente, sino absurda, pero como se trata de un personaje “diferente” que pone todo su empeño en colaborar con la causa del bien común, no tomamos muy en cuenta tamaño despropósito. Tampoco que parezca normal y hasta tranquilizadoramente progresista que una persona sea utilizada cual perro ventor para olfatear los supuestos pecados del prójimo. Pero ya sabemos que hoy, en la era del prohibido dudar, se convierte en sospechosos a quienes puedan alojar sentimientos considerados “negativos” (como si no se tratara de algo común en todo ser humano y que lo define, además, como tal) y en inmediatos culpables a los que, cruzando la línea de lo admisible, acumulen dentro de sí emociones como el odio. Así que no juzguemos extraño el oficio de la protagonista. Por el contrario, tengámoslo por encomiable.

Como decía al principio, hasta más de la mitad de la película ésta se presenta como un drama humano, el de quien es visto como “diferente” por el resto de la sociedad, condenándolo a tener que soportar el intolerable peso que, debido a su aspecto físico, le sume en el desamor, la soledad, la tristeza. Cierto, la fealdad es una de las tragedias sociales más crueles e invisibilizadas. Lo es hasta el punto de que, para rodar la película, en lugar de que fuese interpretada por una persona que cumpliese tal requisito, tuvieron que llevar a cabo un esmeradísimo trabajo de afeamiento sistemático sobre la actriz que interpreta el papel de Tina, la protagonista cuya herramienta de trabajo es la nariz, una mujer bastante guapa en la “realidad real”. Cuando a media película aparece otro “freak”, aparentemente de género masculino, no muy distinto en cuanto a comportamiento, gustos y marginación social de Tina, todos nos alegramos porque intuimos de inmediato que la vida de la protagonista va a cambiar de forma positiva al conocer el amor. Y, en efecto, así parece ocurrir. Incluso le viene bien para ampliar sus gustos, aficionándose a los insectos, no sólo a apreciarlos como elementos imprescindibles de la naturaleza, como ya sabíamos desde la primera escena, sino a devorarlos con fruición, siguiendo las pautas alimentarias de su amante. 

Pero en la última parte del filme todo lo que, aun a costa de múltiples incoherencias y faltas de sentido argumental, había ido, mal que bien, desarrollándose como lo que nos habían hecho creer que era: un drama humanista sobre aquellos seres físicamente desfavorecidos, da un giro no digamos que copernicano, porque algo ya nos veníamos (mal)oliendo, pero sí determinante. 

La película, de aparente drama naturalista se transforma en una descabellada cinta fantástica-mesiánica. Pues es preciso que sepamos que la criatura de la que la pobre Tina se enamora no es solamente rara como ella, ni que está, a su vez, loco de atar, empeñado en creer que forma parte de una raza extinguida, sino que REALMENTE su locura es cierta y pertenece a otra especie no humana (o más bien inhumana), que, cual ángel vengador erra por la tierra para llevar a cabo todas las maldades posibles contra la raza humana, juzgada en su totalidad como mala, criminal y mentirosa, y culpable en un pasado inverosímil del exterminio de la suya. Y que el tal “freak” o “troll”, como él a sí mismo de denomina, no pertenece tampoco a sexo verificable, aunque con regular frecuencia pare, esto es, da a luz, lo que podríamos denominar homúnculos que guarda en la nevera. Por otra parte, su vindicativo frenesí antihumano (por tanto, antihumanista también, ¿no?) llega al extremo de hacerle colaborar con redes delictivas (pedófilas, por ejemplo) con el fin de provocar, según sus propias palabras, el mayor daño, dolor y confusión a la especie humana y acelerar, así, su extinción, hasta el anhelado momento en que “los suyos” se hagan con el poder.

No se crea, sin embargo, por lo dicho, que es un mal tipo. Al contrario, miren lo bien que se lleva con Tina, nuestra protagonista, que, por su parte, se lo pasa muy bien con su homólogo “freak” holgándose y dándose chapuzones y devorando bichos, la cual, pese a sus infalibles facultades olfativas, capaces de percibir el más mínimo rastro de crimen y maldad a un kilómetro de distancia, no se ha coscado del hedor moral que despedía su compañero, un tipo ciertamente peligroso. Será, seguramente, porque el olor del amor lo oculta todo. Pero ya carece de importancia porque ella ya está convencida de formar parte de la misma especie hecha desaparecer por los humanos y a estas alturas la película ha entrado ya en la más delirante fantasmagoría, aunque persista, para mayor incongruencia, en su estilo realista-naturalista, empeñada en que el espectador se tome en serio semejante sampedrada. Finalmente, perdón por el spoiler, pero la película es de 2019 y habéis tenido tiempo de sobra para verla, ella recibe un paquete por correo postal dentro del cual hay, vivito y coleando, un bebé barbudo comedor de insectos que colma las ansias de maternidad de la protagonista. El día llegará.

Un demencial mensaje anti género humano con el que se incita al espectador a identificarse y enternecerse y, por absurdo que parezca, seguramente lo consigue, si nos atenemos a los premios y nominaciones cosechados. Así están las cosas y los tiempos.

Bromas así sólo las hace bien Polanski, precisamente porque su bebé (que deja, por otra parte, campo libre para que podamos llegar a pensar que todo ha sido una paranoia de la protagonista, o no) es ciertamente inquietante (sobre todo porque no se ve) y porque la secta que promueve su alumbramiento tiene el rostro absolutamente normal de lo que hoy podríamos llamar los fondos oscuros de la sociedad que iluminan las luces de los rascacielos. 

Si se hace en serio, para eso está una película como “Maudie, el color de la vida” (2016) de Aisling Walsh, donde Sally Hawkins y Ethan Hawke dan vida a los “freaks” más humanos, veraces y bellos en su fealdad que podemos imaginar.