EL TRAVELLING MORAL (1)
Una vez, no recuerdo si en una entrevista o en un artículo crítico, Godard sentenció: “El travelling es una cuestión de moral”. Lo que quisiese significar con su ingeniosa agudeza nunca fue aclarado, pero, pese a su apariencia inescrutable o quizá por ello, el dicho, abierto a mil interpretaciones, ha quedado inscrito con letras doradas en la memoria de los cinéfilos. Es más, espoleados sin duda por la frivolidad de la proposición, otros intentaron superarla. Así, un tal Serge Moullet, un segundón de la Nouvelle Vague, en el colmo de la futilidad típicamente gabacha atusó el aforismo por medio del siguiente retruécano: “La moral es una cuestión de travellings”. No sorprendió a nadie. Aún más, con la misma proclividad insustancialmente provocadora, Raúl Ruiz, un director chileno afincado en Francia, cuyas insufribles obras eran entusiásticamente ensalzadas por la crítica de Cahiers du Cinéma, rizó el rizo declarando que “El travelling es una cuestión de nostalgia”.
No puede dejar de asombrarle a cualquier persona en su sano juicio esa obstinación de la cinefilia en la valoración, y aun veneración, de un mero artificio técnico, pues no otra cosa es un travelling, sino undesplazamiento de la base de la cámara, en el que su eje permanece paralelo en una misma dirección. Seguramente tal pasmo por un recurso expresivo se produce en el espectador por razones diversas, entre las cuales la principal sea la confusión típicamente cinematográfica entre técnica y forma. Técnica (techné: artesanía) es el conjunto de medios a disposición del artífice para configurar su producto, en donde cuenta la pericia o habilidad en hacer uso de ellos. Un empleo peculiar, característico, de los elementos técnicos conforma o modela un determinado estilo. Su glosa apenas merecerá unos renglones en cualquier manual de Estética. Sobre el concepto de forma, por el contrario, se han escrito libros sin cuento. No conviene por el momento divagar acerca de su significación, si no es para extractar su sentido genérico: el aspecto exterior de la obra de arte: su estructura, el conjunto de sus elementos y de la relación entre ellos, a través de la cual se pone de manifiesto su contenido. Para Kant es lo que define a la obra de arte. Para Hegel, todo contenido concreto determina una forma adecuada al mismo. Y Marx señala: la forma no tiene valor, salvo que sea la forma de su contenido. Se ve, pues, la estrecha vinculación y dependencia entre forma y contenido. Cuando ambos se disocian, cuando la forma llega como tal a la consciencia del receptor, conservando una independencia respecto del contenido, al no mutar completamente en éste, se produce un efecto que muestra la subjetividad del artista, se cae en el formalismo y la obra artística se resiente negativamente.
Desde esta perspectiva podemos considerar ahora la frase de Godard citada al principio como una banalidad, o una boutade, como diría un francés. La característica mentalidad pueril y provinciana sobre el cine (cinefilia) tendente a sacralizar sus mecanismos y sus sensaciones. Lo mismo que se proclama acerca de la moralidad de ese movimiento de cámara conocido como travelling, se podría aplicar con la misma volubilidad al primer plano, al encuadre fijo, al plano general, a la profundidad de campo, el espacio fuera de campo, o a cualquier otra técnica de la representación visual. Sin embargo, esa sugestión emancipadora, de apropiación de la realidad, que provoca la cámara cinematográfica al desplazarse, deslumbra tanto como oscurece la razón cinéfila. Llevada por su afán mistificador, no es de extrañar que pronto se encontrase una interpretación fáctica al oscuro y arbitrario aforismo godardiano, que permitiese convertirlo en precepto. En 1961 el número 120 de Cahiers du Cinéma publicaba un artículo del crítico y cineasta Jacques Rivette, titulado “De la abyección”, en el cual venía a evidenciar y probar la justeza de dicha consigna, que descubría en su envoltura más negativa en un filme sobre los campos de exterminio nazis, titulado “Kapó”, del realizador Gillo Pontecorvo. Escribía Rivette: “Lo menos que puede decirse cuando se acomete un tema como éste (los campos de concentración) es que es difícil no proponer previamente ciertas cuestiones; pero todo transcurre como si por incoherencia, necedad o cobardía, Pontecorvo hubiera decidido no planteárselas…Obsérvese el plano en que (Emmanuelle) Riva se suicida abalanzándose sobre la alambrada eléctrica. Aquel que decide en ese momento hacer un travelling de aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, poniendo cuidado de insertar exactamente la mano alzada en un ángulo de su encuadre final, ese individuo sólo merece el más profundo desprecio”.
Aquí podéis contemplar la escena, con el célebre travelling final que dura poco más de 5 segundos:
El crítico justifica así su repudio: “Hay cosas que no deben abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento, y la muerte es sin duda una de ellas. Y cómo no sentirse en el momento de rodar algo tan misterioso, un impostor? Más valdría en cualquier caso plantearse la pregunta e incluir de alguna manera este interrogante en lo que se filma. Pero está claro que la duda es algo de lo que más carecen Pontecorvo y sus semejantes”.
La argumentación expuesta por el comentarista parece harto irrazonable, pese a su trascendente pretenciosidad. Primero, en el caso de que la secuencia descrita fuese moralmente intolerable no se debería al uso más bien anecdótico del travelling sobre el cuerpo de la suicida, sino al sentido que tiene su inmolación en el desarrollo de la trama, que es, por el contrario, tan congruente como justificado. Acerca del liviano movimiento de cámara que provoca su exagerada repulsa, cabría aceptar que es en todo caso innecesario y redundante. Resulta evidente que Pontecorvo pretendía embellecer el sacrificio de la prisionera, lo cual le desliza involuntariamente hacia una visión no tanto elegíaca como dulcificada y amortiguada del horror en los campos de concentración. Sin embargo, los escrúpulos del crítico Rivette ante la filmación de la muerte ficticia (todo en el cine es ficticio; impostor o farsante habría que considerar, por tanto, a todo realizador) son tan arteros como hipócritas. Exige para ello, para mostrar ese acto inescrutable, temor y temblor. Sin embargo, en muchas de las películas favoritas de Cahiers y del mismo Rivette las secuencias de muertes violentas eran tan habituales como poco propensas a descifrar su misterio. Va a ser, al final, que Pontecorvo no era un “auteur” para los alumnos de Bazin; carecía de estilo, y de ahí los mamporros críticos. Añádase a ello que un aspecto destacado en “Kapó” es el de la represión anticomunista y antipartisana durante el nazismo, el colaboracionismo judío en el Holocausto, así como el protagonismo concedido al Ejército Rojo en la liberación de los campos, asuntos que casi nunca han sido tratados, sino soslayados, en el cine de este lado del Danubio. Hay que sospechar, pues, dado el conocido sesgo ideológico de Cahiers (anarquismo de derechas), que nos hallamos en presencia de una crítica ideológica enmascarada bajo una apariencia de exigencia moral y purismo cinematográfico. Pero ya se había conseguido lo que se pretendía: el establecimiento de una doxa que hiciera bueno y aplicable el aforismo de Godard, y su extensión urbi et orbi entre las camarillas cinematográficas.
Podemos preguntarnos, con todo, si se puede hablar apropiadamente del uso de procedimientos o técnicas artísticas (en el caso del cine: encuadres, movimientos de cámara, ajustes de planos) portadores en sí mismos de virtud o de vileza. Seguiremos hablando.
EL TRAVELLING MORAL (2)
EL TRAVELLING MORAL (2)
por A. Cirerol
Con “Cahiers du Cinéma” se inauguró una nueva etapa en el campo de la crítica cinematográfica, en la que se pasó de prestar atención a los aspectos temáticos del film a privilegiar exclusivamente los procedimientos formales. Seducidos por la ilusión de realidad característica del arte cinematográfico, esa inclinación al formalismo, que, como tendencia, ha existido siempre en el arte, derivó hacia un deslumbramiento infantil por los efectos técnicos, sin tener en cuenta que la esencia de la obra artística no radica en su “estilo”, sino en la capacidad para explicar estéticamente la realidad a la que da forma. Sólo así se puede entender que se llegase a afirmar, tal como hacían Godard y sus acólitos, que existen usos de la técnica cinematográfica portadores en sí mismos de virtud o ignominia. Esto es, que la elección de un determinado encuadre o movimiento de cámara lleva aparejada una opción moral.
Aunque la humorada de Godard, comentada aquí en un artículo anterior, no tenía, como es habitual en él, sino una intención al tiempo provocativa y mixtificadora, no se tardó en encontrar su corroboración práctica. Su compañero de filas Jacques Rivette señalaba, en el opúsculo “De la abyección”, la película “Kapo” como demostración de las facultades teleológicas, sino teológicas, de la cámara cinematográfica, en este caso para probar su empleo inicuo. En su artículo de 1992 “El travelling de Kapo“, incluido en su funerario libro de memorias cinéfilas “Perseverancia, reflexiones sobre el cine”, el crítico francés Serge Daney, tras reconocer que nunca había visto dicha película, rememoraba la impresión que treinta años antes le produjo la lectura del artículo de Rivette sobre aquel film: “Así, un simple movimiento de cámara podía ser el movimiento que no había que hacer. Para atreverse a hacerlo había que ser abyecto. Apenas terminé de leer esas líneas supe que el autor tenía toda la razón. El texto de Rivette me permitía ponerle rostro a la abyección. Mi rebeldía había encontrado su forma de expresión. Esa rebeldía estaba acompañada de un sentimiento más oscuro y menos puro: la serena revelación de haber adquirido mi primera certeza como futuro crítico. Durante esos años, efectivamente, “el travelling de Kapo” fue mi dogma portátil, el axioma que no se discutía, el punto límite de todo debate. Con cualquiera que no sintiera de inmediato la abyección del “travelling de Kapo” yo no tenía definitivamente nada que ver, nada que compartir…La célebre fórmula de Godard que ve en los travellings una cuestión de moral me parecía una de esas verdades evidentes sobre las cuales nadie podía retractarse”.
La máquina cinematográfica tenía para los nuevos críticos un poder taumatúrgico. El adecuado uso de sus mecanismos sólo era accesible a quienes en “Cahiers” denominaban “autores”. Autor no era aquél capaz de dominar y recrear estéticamente la realidad, sino el usufructuario de un determinado “estilo”. Es la “cinefilia”, esa enfermiza, embaucadora y provinciana sugestión hipnótica con que los adeptos (“cinéfilos”) enjuician la obra cinematográfica, suspendiendo para ello todo criterio artístico y racional. Como un principio fundamental y consagrada la nueva fórmula kinosófica se divulgó por todos los medios de comunicación por indocumentados o doctos que fuesen; y así sigue, cual dogma inamovible, hasta la fecha.
En busca de ese principio mítico, “el travelling moral”, puede resultar si no revelador por lo menos entretenido, aprovechar la ocasión para exponer, con unos cuantos ejemplos, entre mil posibles, algunos de sus usos, con el fin de indagar su función o su presunta naturaleza ética. Qué mejor que comenzar por el propio autor de la sentencia. Es el famoso trávelin de la muerte de Belmondo en “Al final de la escapada” el que tenéis a vuestra disposición:
¿Se puede sostener, al contemplar estas imágenes, que la preferencia del realizador por el trávelin para mostrar la muerte de su protagonista entraña una necesaria correspondencia de índole moral? Lo más que se puede aseverar es que la opción elegida propone al espectador una identificación romántica con el personaje y que, por sus características, al estar rodada al aire libre, provee a la escena de una mayor espontaneidad e inmediatez. Por el contrario, la relevancia concedida a ese movimiento de cámara, que Godard, para no parecer sentimental, procura al mismo tiempo desleír con acotaciones paródicas, sólo es aceptable si suscribimos, al igual que el director, la ejecutoria moral de un personaje que carece de ella. Al final resulta que el corolario de un trávelin tan afirmativo y arrebatado como éste, la mortal declaración de amor del forajido abatido por unos caricaturescos policías, no es sino una exaltación de la misoginia. El exabrupto que alude a la necesaria relación entre trávelin y moral queda en entredicho, a la hora de su puesta en práctica por el propio autor.
La secuencia indicada recuerda demasiado a aquélla con la que concluye “Cenizas y diamantes”, la película de Andrzej Wajda, como para ser producto de la casualidad. También allí el protagonista, un asesino fascista (aunque casi tan “encantador” como Belmondo), es perseguido tras un enfrentamiento con el Ejército Popular, del que sale malherido. La cámara acompaña su huida, hasta que se desploma en un vertedero y muere entre la inmundicia como un despreciable traidor. Trato muy distinto al que dedica Godard a su héroe.
Ya que se habla de Wajda, vean la escena inicial de su película “Kanal”, de 1957:
Un largo y arduo trávelin, que bien podríamos calificar como topográfico. Su sentido, aparte del gusto del realizador por la complejidad en general y el plano secuencia en particular, se justifica porque dota de mayor veracidad e inminencia al movimiento de tropas que reproduce, al modo de un reportaje bélico.
Más complejo y laborioso aún, el movimiento de cámara con el que se abre “Sed de mal”, realizada un año más tarde por Orson Welles:
Un plano secuencia éste de tres minutos y medio, que se inicia con un primer plano de las manos que manejan el mecanismo de una bomba, que sigue luego en plano general al hampón que coloca el explosivo en un coche, en el que se monta una pareja, mientras la cámara se eleva con un movimiento de grúa por encima de unos edificios y desciende al otro lado de éstos para encuadrar de nuevo al coche, que por dos veces se detendrá ante sendos pasos de peatones, por el segundo de los cuales cruzará una pareja cogida del brazo (Charlton Heston y Janet Leigh, los protagonistas de la película) y que suscita a partir de este momento el interés de la cámara, que se desplaza siguiendo su itinerario, mientras el coche donde sabemos que han colocado el explosivo se cruza en varias ocasiones con ellos, entre la aglomeración de gente que deambula por las calles, hasta converger en un puesto de aduana (en el que nos enteramos de que la pareja acaba de casarse y que él es comisario de policía), donde la cámara abandona el recorrido del coche para centrarse en el camino de los recién casados. En el momento en que éstos se detienen en plano medio para besarse, se produce la explosión y el coche, rompiendo la imagen la continuidad del plano, salta por los aires.
Estamos ante una secuencia rodada en un solo plano que contiene numerosos y complicados desplazamientos de la cámara, que literalmente vuela, se desliza, discurre, circula, se acelera o se detiene, y emprende de nuevo su trayecto, tras el reclamo del coche y de la pareja protagonista. Un auténtico alarde formal de precisión milimétrica, de continua y audaz apertura del espacio escénico, un trávelin de inspiración cartográfica, donde prevalece un punto de vista de irónica tensión ante la inminencia del estallido, apoyado en el ritmo sincopado de la música de Mancini.
Véase cuán distinta, aunque asimismo ostentosa, la cámara de Max Ophuls en “Carta de una desconocida”:
La cámara se deja atraer por los asistentes -pertenecientes a la alta sociedad vienesa- a una representación teatral. En la antesala del teatro sigue ora a unos personajes, ora a otros, con la volubilidad y ligereza que sugieren sus afectadas apariencias, y, al tiempo, con la acompasada elegancia coreográfica de un vals.
O el archifamoso plano de “Lo que el viento se llevó”, que, a través de un espectacular desplazamiento de la cámara, que va elevándose imponentemente, nos descubre, a medida que se va abriendo a la vista el espacio fuera de campo, el cuadro sobrecogedor de los miles de soldados heridos, hacinados en la estación de Atlanta, hasta enmarcar la bandera confederada, simbólicamente convertida en un trapo viejo y raído.
Son maneras diversas de hacer un uso funcional y/o significativo del trávelin, pero no hemos hallado aún rastro alguno de su supuesto carácter moral (o de su contrario). Se intentará en el próximo y último capítulo.
EL TRAVELLING MORAL (y 3)
¿No puede parecer grotesca, o hasta friki, esa persistencia, que ya va por la tercera entrega, por aclarar el alcance de una frase aparentemente trivial expresada hace más de medio siglo por un crítico y realizador cinematográfico proclive a los exabruptos más provocadores? ¿Qué interés puede tener hoy dilucidar si, tal como sostenían Godard y sus acólitos, un factor meramente técnico de la composición de un filme, como es el trávelin, debe contener un propósito ético? ¿No se trata de una discusión meramente escolástica, propia de adocenadas camarillas cinéfilas, sin conexión con la realidad? Lo que aquí, a través de estas reseñas, se pretende sostener es que el aforismo de marras (“el trávelin es una cuestión de moral”) es tan sólo la manifestación mitómana y cerril de una concepción del cine que elude los criterios más elementales del juicio artístico, reemplazándolos por valoraciones de naturaleza irracional y delusoria, basadas esencialmente en la reducción (y confusión) de la forma artística en un mero procedimiento técnico, y su arbitraria separación del contenido. Esa fascinación provinciana por la técnica cinematográfica, que es la que desde entonces impera urbi et orbi en el mundillo de la crítica cinematográfica, tiene, consciente o inconscientemente, un fin propagandístico y político: hacer pasar a la industria norteamericana del cine como EL CINE por antonomasia. Antes de acabar, me propongo mostrar unos ejemplos donde la cámara en movimiento parece confirmar (en su acepción positiva o negativa) el célebre sofisma de Godard. Pero, ojo: todo medio técnico permanece integrado en la totalidad artística de la obra, y cuando un movimiento de cámara o un determinado encuadre adquieren, a nuestros ojos, una dimensión moral (o, por el contrario, indecente) es porque concuerdan con el desarrollo de la obra de la que forman parte, es decir, es ésta y no un fragmento de la misma quien ha de merecer nuestro dictamen acerca de su valor ético y artístico. Aquí puede contemplarse una célebre escena de “Lo que el viento se llevó” , en la que, además de apreciar la predisposición del cine clásico americano por los movimientos de cámara, comprobamos que el modo de suscitar en el espectador un sentimiento de adhesión al derecho de herencia, es decir, “el poder, conferido por la propiedad del difunto, de tomar posesión del fruto del trabajo ajeno”, y a la renta de la tierra, esto es, “la forma económica de la propiedad de la tierra basada en el modo de producción capitalista”, se consigue por medio de una oportuna combinación de fotografía, música y desplazamiento de cámara, en un impresionante alarde de romanticismo made in Hollywood.https://www.youtube.com/watch?v=Qu_eo3t6bRM Es, sin duda, una secuencia que temáticamente se ajusta a las mil maravillas con el contenido y las intenciones del filme. Aquí tenemos un plano de aquél a quien “Cahiers du Cinéma” rindió un fervoroso e inquebrantable culto, elevándolo a los altares de la genialidad, donde permanece desde entonces: Alfred Hitchcock. https://www.youtube.com/watch?v=qPKBV5QPzP8 Ni más ni menos que la cámara abandonando pudorosamente el lugar del crimen, evitando, así, ser testigo directo de ese brutal suceso. ¿No puede parecer que este trávelin de la película “Frenesí” es el súmmum de la sublimidad expresiva, rehuyendo toda morbosidad y dejando a la imaginación del espectador lo que acontece tras los muros de la casa? ¿No es el colmo del rigor y la sobriedad estilística? Sin embargo, tras esta ostentosa elipsis, devotamente aplaudida por la crítica acrítica, se oculta todo lo contrario: la afectación y el fariseísmo. En efecto, al hacerse patente de una forma tan notoria la presencia de la cámara (que parece, con ello, gozar de voluntad propia) se anula todo propósito de mesura, el artificio queda al descubierto. Más aún cuando el espectador ya ha sido antes testigo (y seguirá siéndolo, luego) de la violencia más explícita. ¿A qué viene, pues, ese incongruente énfasis por mostrarse contenido y virtuoso, si no es sólo para poder hacer ostentación de ello? Hitchcock nos da, sin ningún recato, gato por liebre, haciéndonos pasar por moral lo que es artero y deshonesto. ¿No se podría considerar, por tanto, uno de los planos más cínicos de la historia del cine? ¿Aquél que más se aproximaría a la doctrinal sentencia de Godard en su sentido más negativo? Cualquier otro realizador provisto de sensibilidad artística y sin la fatuidad de Hitchcock hubiese obrado con un criterio más respetuoso con la receptibilidad del espectador. Véase cómo procede Fritz Lang en una situación análoga, en la película “M. El vampiro de Dusseldorf”:https://www.youtube.com/watch?v=lLYjD4cR8LE He incluido la secuencia completa, además del trávelin de la niña, para dejar constancia del contraste de sensibilidades entre uno y otro realizador. El director alemán sabe que el verdadero arte requiere humanizar a sus criaturas de ficción, y, al hacerlo, ennoblece la percepción del espectador. No sugiere sólo el acto criminal, sino que muestra la angustia que produce su presunción en la madre (y el espectador). Para denotar la fatalidad del trágico acontecimiento le basta con mostrar unos pocos planos, que se clavan como alfileres en la retina del espectador: el inexorable avance de las agujas del reloj, el grito de la madre resonando en la desierta escalera, repitiéndose en el solitario tendedero, el plato vacío de la niña ausente, una pelota rodando abandonada por un descampado, el globo de la pequeña agitándose como un funesto espantajo entre los hilos del tendido eléctrico. Qué lección de gran arte. La diferencia es abismal, lo que va de la excelencia (Lang) a la trapacería (Hitchcok). ¿Y el famoso trávelin moral, que demandaba Godard, existe o no? Seguramente sí, pero como elemento agregado a la totalidad de la obra, cuya función y sentido sirven a la comprensión de la misma; no como mecanismo autónomo detentador en sí mismo de cualidades taumatúrgicas. Lo podemos descubrir, relumbrante, en esta escena de la película “The deep blue sea” , de Terence Davies. La protagonista, Rachel Weisz, abandonada por su amante, se dispone a suicidarse en el metro. Primer plano de su rostro desencajado, esperando la llegada del tren bajo el cual va a arrojarse y del que ya se escucha el cercano retumbo de las ruedas. Contra plano de su mirada: la entrada del túnel por el que va a aparecer el tren. De pronto, algo extraño y sorprendente acontece: una parte de la clave del arco del túnel se desmorona, mientras el ruido del tren aproximándose se transforma en un sordo rumor de bombardeos y se oye un lejano clamor de sirenas. En tanto, como si nos hallásemos en un teatro, el fondo de la escena se va oscureciendo y comprendemos que estamos ante un flash back; la cámara inicia un lento desplazamiento a lo largo del andén de la estación, mostrando a la multitud que se ha refugiado allí para escapar de las bombas. Al mismo tiempo, alguien comienza a entonar una canción, la tradicional “Molly Malone”, a cuyos acordes le acompañan todos los allí reunidos, en un coro íntimo, fraterno, confiado, unánime. La cámara prosigue su pausado recorrido entre la gente hasta detenerse en el rostro de la mujer, que, junto a su marido, canta con los demás. Violenta ruptura del flash back: primer plano de la cara de la mujer, en tiempo presente, estremecida por el fragor del tren que pasa a su lado, hasta que su estruendo se aleja. En el último momento, gracias a ese recuerdo, ella ha desistido de su propósito suicida. Evocar un momento en el que, en aquel mismo escenario, durante la guerra, sintió dentro de sí la espontánea comunión humana, su natural calidez vital, simbolizada por una sencilla canción cantada en común, la ha redimido. Posiblemente, una situación de esta naturaleza sólo podía representarse visualmente, tal como lo ha preferido Davies, por medio de un trávelin. Pero si éste alcanza la fuerza alusiva que consigue en la película es porque se produce una admirable fusión entre la forma y el contenido. No en otra cosa consiste el Arte.