“EL IRLANDÉS”, Film testamentario de Martin Scorsese
(por A. Cirerol)
Con “El irlandés” (o “He oído que pintas casas”, sarcástico eufemismo para aludir a un asesino a sueldo, haciendo con ello referencia a las manchas que inevitablemente suele dejar por las paredes tras su intervención) Martin Scorsese ha firmado un filme más testamentario que crepuscular y ha cerrado el círculo fílmico conformado, sobre todo, por “Uno de los nuestros” y “Casino”. En él, empecemos por ahí porque es importante, Scorsese hace uso de la tecnología ILM (Industrial Light & Magic) de rejuvenecimiento facial de los protagonistas. Como la película se desarrolla a lo largo de medio siglo (desde comienzos de los 50 – y aún antes, en el curso de la Segunda Guerra Mundial- hasta principios del nuevo siglo), en lugar de utilizar a actores diferentes para encarnar los cambios físicos debidos al paso del tiempo, el director explora las posibilidades al respecto de la nueva técnica. Sin embargo, el resultado es aún más chapucero que el desdoblamiento, ya que no va más allá de efectuar un burdo lifting de los rasgos faciales de los actores, o sea, de borrarles las arrugas. Al menos durante la primera hora y media de la película uno no puede dejar de sentir una desazonadora incomodidad estética al ver a personajes supuestamente juveniles moviéndose con la dificultosa rigidez de las personas ancianas, de manera aún más reveladora en escenas en las que deben hacer un despliegue de potencia física, y, en los primeros planos, unos rostros modelados por el tiempo de los cuales han sido suprimidas las arrugas. No es algo baladí, pues ese “detalle”, que contradice visualmente la “situación imaginada”, interfiere necesariamente en el resultado integral de la obra. Llega, en efecto, a resultar grotesco, e incluso patético, y, para el espectador, casi artísticamente traumatizante su contemplación. Al incurrir de una forma tan inmediata en la falta de verosimilitud de la acción, este forzado manierismo anula el sentido del relato. Y cuesta creer que un director avezado como Scorsese no haya sido consciente de tan flagrante discordancia. Como señala el filósofo italiano Galvano della Volpe en su obra “Lo verosímil fílmico y otros ensayos de estética cinematográfica” (editado en España por la editorial Ciencia Nueva en 1967) refiriéndose a los elementos de inverosimilitud en el cine: “¿De dónde proviene esa desagradabilísima sensación que importuna al espectador? La razón de esa molestia artística radica en la compleja incoherencia o inverosimilitud de ese detalle… Esa inverosimilitud concierne a la coherencia íntima, al carácter de racionalidad de lo asumido por el realizador mismo y, en consecuencia, al efecto final, al objetivo de credulidad, de conmoción, de interés al que apunta como artista. Así que reaccionamos negativamente ante este detalle visual no solamente con los ojos, sino conjuntamente con nuestra experiencia y nuestro sentido racional de las cosas, con nuestra (experimentada) razón; lo que nos confirma que el arte es, en sus modos, relación entre idea (razón) y materia (concepto empírico). Lo que significa que es también verosimilitud. De tal manera que todos los efectos fílmicos, los importantes y los nimios, artísticos, se verán sometidos a la compleja ley de la verosimilitud, es decir, de lo verosímil fílmico”.
Convincente razonamiento que está muy lejos, por cierto, de ser tenido en cuenta por la generalidad de la crítica cinematográfica, que uniformemente se lanza a ponderar como obra maestra la última película de Scorsese, pues se trata de un filme crepuscular de un director incontestable, tanto más incontestable cuanto más crepuscular. Vayamos a ello, pues “El irlandés” ofrece, ciertamente, una mirada senescente de esa entrañable hermandad llamada Mafia. Desde una residencia de ancianos el octogenario Frank Sheeran (Robert de Niro), un sicario mafioso -irlandés en una corporación intrínsecamente italiana- con una amplia hoja de servicios a sus espaldas, nos cuenta distendidamente su itinerario vital desde que siendo camionero es captado por la Mafia para convertirse en eficiente “ejecutor” a sueldo de la empresa. A su excepcional competencia profesional contribuyen rasgos de carácter que no siempre es posible encontrar reunidos de forma tan perfecta en una misma pieza: incondicional acatamiento de la jerarquía, discreción, sigilo, imperturbabilidad y carencia de escrúpulos para proceder de manera infalible con el trabajo (sucio) encomendado, oficio que ya había iniciado con vocacional pujanza y al que había cogido gusto durante la guerra, en ese caso sin tener que preocuparse de las consecuencias, pues, como sabemos, en las guerras se conceden medallas por eso. Aquí, en los EEUU posteriores a la contienda, los de arriba, Russell Buffalino (Joe Pesci), no se manchan las manos ni pintan paredes personalmente (ni siquiera ordenan, solamente sugieren o recomiendan, pues a buen entendedor…), de eso se encargan los empleados. Si son tan virtuosos y competentes como Sheeran pueden llegar a ser tan apreciados que sean ascendidos al rango de amigos, pero, como es natural, cada cual teniendo claro quién es y el puesto que ocupa.
Y de eso va la película, un larguísimo, arduo e intrincado flashback cuyo eje vertebrador es el viaje en coche de Russell, uno de los máximos capitostes de la corporación, y su apreciado amigo Frank, primer matarife de la compañía, acompañados, como corresponde, de sus consortes, para asistir a la boda de la sobrina de Russell. Pero, en realidad, se trata de aprovechar la salida para liquidar a un elemento que se ha vuelto intolerable y perniciosamente molesto para el consorcio: el sindicalista Jimmy Hoffa (Al Pacino). Ese Hoffa era el carismático líder del sindicato de camioneros, que en su época de esplendor se convirtió en el más influyente y con más afiliados de los EEUU. “Hoffa fue acusado de utilizar a miembros de la Mafia como «colaboradores» para intimidar a pequeños empresarios reacios a negociar con su gremio a cambio de apoyar a la Mafia en «limpiar» sus ingresos ilegales usando la red de servicios prestados por el sindicato a sus afiliados” (*). Tras pasar cuatro años en la cárcel (por sobornar a un jurado que investigaba sus conexiones mafiosas) pretende recuperar su anterior cargo, ocupado ahora por elementos aún más directamente vinculados con el crimen organizado, algo que la Mafia ya no está dispuesta a tolerar. Previamente, a lo largo de varios años, Hoffa y Frank habían trenzado estrechos lazos de amistad. Bien podría decirse que, en la medida en que Frank tuviese capacidad de comprender en qué consiste la amistad, habría de concluir que Hoffa era su mejor amigo. En esa tesitura, Russell sugiere, aconseja, advierte, apercibe y, finalmente, conmina a Frank a que se haga cargo de su amigo, esto es, le encarga que se lo cargue. Pues la mayor prueba de lealtad y confianza para una hermandad como la Mafia consiste precisamente en eso: en que seas capaz de pintarle la casa a tu mejor amigo si te lo pide quien tú ya sabes. Como decía, de eso va la película.
Naturalmente, un relato-río como éste da pie para hacer un somero recorrido por la historia de los EEUU de la época (superficiales y rudimentarias alusiones televisivas al asesinato de Kennedy, a su hermano Robert, a Cuba, Fidel Castro, Vietnam, etc.), pero, aunque sugiere la conexión entre la política y el crimen organizado no incide en ello ni saca conclusiones, forma parte sólo del decorado. A Scorsese, como en sus anteriores películas sobre dicho tema, le interesa fundamentalmente el funcionamiento de la Mafia como un trasunto de empresa familiar fundada en normas tácitas que implican un compromiso sustentado en la protección y el acatamiento, y mantenido por lealtades, padrinazgos, favores, pleitesías y silencios, donde la traición se paga caro. A Scorsese le atraen, sobre todo, las formas de vida que reproduce el crimen organizado: los empresarios que dirigen el negocio, los técnicos a su servicio (abogados y demás), conseguidores (políticos, cargos públicos, policías), colaboradores, peones y ejecutores, vistos en la cotidianidad de su ocupación y en sus interrelaciones. Le gusta explorar los tipos psicológicos que genera tal orden de vida, que, en realidad, difiere poco del que resulta de cualquier otro negocio, si excluimos sus más drásticos arbitrajes, pues se trata, en el fondo, de gente con intereses, problemas, afectos, necesidades y convicciones similares, aunque discrepen en cierta forma del marco de resolución más apropiado. Unos y otros tienen por causa resolver los ímprobos problemas derivados del mantenimiento y expansión de sus empresas, deben mirar por la familia, son, a menudo, padres preocupados, esposos o amantes manejables, están imbuidos de exigencias de trascendencia y dados, en consecuencia, a creencias religiosas salvíficas.
Es ahí donde las fuerzas de atracción del Viejo Maestro, que tanto parecen cautivar al conjunto de adeptos incondicionales de la crítica publicada, y los de este humilde espectador y exegeta de textos fílmicos divergen. Pues me desintereso inapelablemente de lo que de forma preferente más parece importar al realizador de “El irlandés”. Esto es, de los conflictos de lealtades del killer Frank Sheeran, tanto como de sus problemas familiares causados por su profesión, o de su incapacidad de comprensión y su indiferente estupor respecto al valor y significación de su propia vida, lo mismo que del complejo impulso que lleva al falsario, corrupto y, sin embargo, vehemente sindicalista Hoffa a lanzarse ciegamente hacia su perdición, así como de la trama de relaciones que la empresa del crimen teje con sus asociados y prosélitos, al igual que de la forma cinematográfica utilizada para contarlo y el supuesto sentido moral que a todo ello le da Scorsese.
(*) Tal como puede leerse en Wikipedia.