EL TRAVELLING MORAL (y 3)

¿No puede parecer grotesca, o hasta friki, esa persistencia, que ya va por la tercera entrega, por aclarar el alcance de una frase aparentemente trivial expresada hace más de medio siglo por un crítico y realizador cinematográfico proclive a los exabruptos más provocadores? ¿Qué interés puede tener hoy dilucidar si, tal como sostenían Godard y sus acólitos, un factor meramente técnico de la composición de un filme, como es el trávelin, debe contener un propósito ético? ¿No se trata de una discusión meramente escolástica, propia de adocenadas camarillas cinéfilas, sin conexión con la realidad? Lo que aquí, a través de estas reseñas, se pretende sostener es que el aforismo de marras («el trávelin es una cuestión de moral») es tan sólo la manifestación mitómana y cerril de una concepción del cine que elude los criterios más elementales del juicio artístico, reemplazándolos por valoraciones de naturaleza irracional y delusoria, basadas esencialmente en la reducción (y confusión) de la forma artística en un mero procedimiento técnico, y su arbitraria separación del contenido. Esa fascinación provinciana por la técnica cinematográfica, que es la que desde entonces impera urbi et orbi en el mundillo de la crítica cinematográfica, tiene, consciente o inconscientemente, un fin propagandístico y político: hacer pasar a la industria norteamericana del cine como EL CINE por antonomasia. Antes de acabar, me propongo mostrar unos ejemplos donde la cámara en movimiento parece confirmar (en su acepción positiva o negativa) el célebre sofisma de Godard. Pero, ojo: todo medio técnico permanece integrado en la totalidad artística de la obra, y cuando un movimiento de cámara o un determinado encuadre adquieren, a nuestros ojos, una dimensión moral (o, por el contrario, indecente) es porque concuerdan con el desarrollo de la obra de la que forman parte, es decir, es ésta y no un fragmento de la misma quien ha de merecer nuestro dictamen acerca de su valor ético y artístico. Aquí puede contemplarse una célebre escena de «Lo que el viento se llevó» , en la que, además de apreciar la predisposición del cine clásico americano por los movimientos de cámara, comprobamos que el modo de suscitar en el espectador un sentimiento de adhesión al derecho de herencia, es decir, «el poder, conferido por la propiedad del difunto, de tomar posesión del fruto del trabajo ajeno», y a la renta de la tierra, esto es, «la forma económica de la propiedad de la tierra basada en el modo de producción capitalista», se consigue por medio de una oportuna combinación de fotografía, música y desplazamiento de cámara, en un impresionante alarde de romanticismo made in Hollywood. https://www.youtube.com/watch?v=Qu_eo3t6bRM Es, sin duda, una secuencia que temáticamente se ajusta a las mil maravillas con el contenido y las intenciones del filme. Aquí tenemos un plano de aquél a quien «Cahiers du Cinéma» rindió un fervoroso e inquebrantable culto, elevándolo a los altares de la genialidad, donde permanece desde entonces: Alfred Hitchcock. https://www.youtube.com/watch?v=qPKBV5QPzP8 Ni más ni menos que la cámara abandonando pudorosamente el lugar del crimen, evitando, así, ser testigo directo de ese brutal suceso. ¿No puede parecer que este trávelin de la película «Frenesí» es el súmmum de la sublimidad expresiva, rehuyendo toda morbosidad y dejando a la imaginación del espectador lo que acontece tras los muros de la casa? ¿No es el colmo del rigor y la sobriedad estilística? Sin embargo, tras esta ostentosa elipsis, devotamente aplaudida por la crítica acrítica, se oculta todo lo contrario: la afectación y el fariseísmo. En efecto, al hacerse patente de una forma tan notoria la presencia de la cámara (que parece, con ello, gozar de voluntad propia) se anula todo propósito de mesura, el artificio queda al descubierto. Más aún cuando el espectador ya ha sido antes testigo (y seguirá siéndolo, luego) de la violencia más explícita. ¿A qué viene, pues, ese incongruente énfasis por mostrarse contenido y virtuoso, si no es sólo para poder hacer ostentación de ello? Hitchcock nos da, sin ningún recato, gato por liebre, haciéndonos pasar por moral lo que es artero y deshonesto. ¿No se podría considerar, por tanto, uno de los planos más cínicos de la historia del cine? ¿Aquél que más se aproximaría a la doctrinal sentencia de Godard en su sentido más negativo? Cualquier otro realizador provisto de sensibilidad artística y sin la fatuidad de Hitchcock hubiese obrado con un criterio más respetuoso con la receptibilidad del espectador. Véase cómo procede Fritz Lang en una situación análoga, en la película «M. El vampiro de Dusseldorf»: https://www.youtube.com/watch?v=lLYjD4cR8LE He incluido la secuencia completa, además del trávelin de la niña, para dejar constancia del contraste de sensibilidades entre uno y otro realizador. El director alemán sabe que el verdadero arte requiere humanizar a sus criaturas de ficción, y, al hacerlo, ennoblece la percepción del espectador. No sugiere sólo el acto criminal, sino que muestra la angustia que produce su presunción en la madre (y el espectador). Para denotar la fatalidad del trágico acontecimiento le basta con mostrar unos pocos planos, que se clavan como alfileres en la retina del espectador: el inexorable avance de las agujas del reloj, el grito de la madre resonando en la desierta escalera, repitiéndose en el solitario tendedero, el plato vacío de la niña ausente, una pelota rodando abandonada por un descampado, el globo de la pequeña agitándose como un funesto espantajo entre los hilos del tendido eléctrico. Qué lección de gran arte. La diferencia es abismal, lo que va de la excelencia (Lang) a la trapacería (Hitchcok). ¿Y el famoso trávelin moral, que demandaba Godard, existe o no? Seguramente sí, pero como elemento agregado a la totalidad de la obra, cuya función y sentido sirven a la comprensión de la misma; no como mecanismo autónomo detentador en sí mismo de cualidades taumatúrgicas. Lo podemos descubrir, relumbrante, en esta escena de la película «The deep blue sea» , de Terence Davies. La protagonista, Rachel Weisz, abandonada por su amante, se dispone a suicidarse en el metro. Primer plano de su rostro desencajado, esperando la llegada del tren bajo el cual va a arrojarse y del que ya se escucha el cercano retumbo de las ruedas. Contra plano de su mirada: la entrada del túnel por el que va a aparecer el tren. De pronto, algo extraño y sorprendente acontece: una parte de la clave del arco del túnel se desmorona, mientras el ruido del tren aproximándose se transforma en un sordo rumor de bombardeos y se oye un lejano clamor de sirenas. En tanto, como si nos hallásemos en un teatro, el fondo de la escena se va oscureciendo y comprendemos que estamos ante un flash back; la cámara inicia un lento desplazamiento a lo largo del andén de la estación, mostrando a la multitud que se ha refugiado allí para escapar de las bombas. Al mismo tiempo, alguien comienza a entonar una canción, la tradicional «Molly Malone», a cuyos acordes le acompañan todos los allí reunidos, en un coro íntimo, fraterno, confiado, unánime. La cámara prosigue su pausado recorrido entre la gente hasta detenerse en el rostro de la mujer, que, junto a su marido, canta con los demás. Violenta ruptura del flash back: primer plano de la cara de la mujer, en tiempo presente, estremecida por el fragor del tren que pasa a su lado, hasta que su estruendo se aleja. En el último momento, gracias a ese recuerdo, ella ha desistido de su propósito suicida. Evocar un momento en el que, en aquel mismo escenario, durante la guerra, sintió dentro de sí la espontánea comunión humana, su natural calidez vital, simbolizada por una sencilla canción cantada en común, la ha redimido. Posiblemente, una situación de esta naturaleza sólo podía representarse visualmente, tal como lo ha preferido Davies, por medio de un trávelin. Pero si éste alcanza la fuerza alusiva que consigue en la película es porque se produce una admirable fusión entre la forma y el contenido. No en otra cosa consiste el Arte.

Ver: https://www.youtube.com/watch?v=QYhWfgfEfzQ

 

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