«ORDET» («LA PALABRA», de C. Th. Dreyer, 1955).
(Por A. Cirerol)
Es posible para un racionalista tomar en serio y valorar una obra en la que se produce un milagro «real»? Y no un milagro cualquiera, sino el «milagro de los milagros»: el de la resurrección de la carne. Podemos aceptar que se celebre en obras maestras de la música, la pintura o la escultura, cuya fuerza creadora nos conmueve aunque no «creamos» en aquello que se conmemora, solo por la grandeza de su valor artístico y humanista. Pero, ¿en una obra narrativa? ¿en una película?. Pues eso ocurre en «Ordet» («La palabra»), de Carl Theodore Dreyer. En la película, la familia Bergen (el padre y sus tres hijos), perteneciente a una comunidad religiosa protestante, vive en una granja en Jutlandia. El mayor se ha apartado de las creencias religiosas. El mediano ha enloquecido tras sumirse en estudios teológicos. El menor se enamora de una joven de una comunidad religiosa disidente. La mujer del hijo mayor muere al dar a luz. Entonces, el loco, a instancias de la hija pequeña, resucita a la muerta por la fuerza de la Fe en la «palabra divina».
Lo que perturba de esta escena (y de la película) es el tono declaradamente realista del escenario y del comportamiento de los personajes. Qué «el milagro» no aparece con una visión enfática, grandilocuente, sino con sencillez, con naturalidad, obra no tanto del poder de la religión y su dios, sino del poder de la fe y la confianza en el amor. Un milagro más humano que divino, en el que el amor sensual es tan importante como el espiritual. Dice Dreyer: «Solo la verdad artística tiene valor. La verdad extraída de la vida real y purificada de todos sus aspectos secundarios. El naturalismo no es arte».
La escena en que la niña le pide a su tío que si muere su madre él «la despierte». El plano circular que describe la cámara en torno a los personajes expresa la calidez, la candorosa confianza (certidumbre) de los dos inocentes: la niña y el loco. Todo transcurre con completa sencillez, sin un atisbo de dramatismo.
En Dreyer, desde un punto de vista estilístico, destaca un uso magistral de los planos secuencia. ¿La cámara sigue a los personajes o es al revés? Una sobriedad y un rigor geométrico del escenario, que llega a la abstracción. Pero en Dreyer la búsqueda de la abstracción desemboca habitualmente en la realidad concreta.