ALMAS EN PENA DE INISHERIN de Martin McDonagh

SIBILAS, ESPÍRITUS ERRANTES Y DEDOS CORTADOS: FUEGOS FATUOS

Por A. Cirerol

“La materia prima del cine no es la realidad misma, sino el tema fílmico. El realizador creativo se coloca en la posición de comprender la realidad temáticamente y de ser capaz de crear un filme cuyas representaciones particulares, cuando están debidamente ordenadas, producen el tema que se ha propuesto representar”

Un hombre de aspecto rústico y apocado camina por un sendero que bordea la costa rocosa hasta llegar a una casa que se alza cerca de la playa. Toca a la puerta para recordarle a su amigo Colm que es la hora de ir a la taberna a tomarse la pinta de cerveza de todos los días. No recibe respuesta pese a sus insistentes llamadas. Mira por la ventana y ahí lo ve, a su amigo, sentado sin hacer ni caso de sus llamadas, como si no le oyera. ¿Qué le pasa a Colm, es que se ha vuelto sordo? No puede entenderlo. Bueno, ahí te espero, en la taberna, le avisa. Y el hombre se aleja preocupado por esa extraña perturbación de las arraigadas costumbres de los dos amigos. Así empieza la película y así sigue. Él es Colin Farrell, haciendo de Pádraic, un tímido, bondadoso y un tanto corto agricultor y ganadero. Vive con su hermana Siobhán, que interpreta Kerry Condon, que viene a ser su sostén anímico, y su mejor y más leal compañero, aparte de Colm, es, en realidad, un burro. Su desatento amigo es Brendan Gleeson, haciendo de Colm, un presuntuoso y empecinado y malhumorado violinista católico (hay que suponer que allí todos lo son) que se confiesa puntualmente con un cura quisquilloso y reprensor. A Colm le gusta desoír las amonestaciones del cura. La historia se desarrolla en alguna isla de Irlanda (tan próxima a ella que se puede distinguir a lo lejos su contorno a simple vista) en 1923, en plena guerra civil, aunque en la pequeña isla donde ellos viven no pasa nada. Sólo se escucha de vez en cuando un lejano rumor de cañones. 

Ahí tenemos, pues, representadas en la pantalla, las relaciones cotidianas a principios del siglo pasado, en tiempos convulsos, de la reducida grey que habita un pueblecito portuario y la población dispersa en torno, compuesta por rudos aldeanos, cerriles y contumaces bebedores, apegados a sus seculares tradiciones, devotos de su folclore musical y de acompañar con sentidas canturriadas sus borracheras en la cantina del pueblo. Un paisanaje con las pequeñas mezquindades propias de su condición agreste, habitantes de un villorrio con (por orden de importancia) su pub, su iglesia (católica), unos cuantos barcos de pesca, algún pequeño comercio y unas pocas granjas agrícolas y ganaderas. Custodian el orden del caserío un policía despótico y depravado y un cura adusto que comparece todos los domingos a decir misa y confesar a los feligreses. Gente terca y orgullosamente religiosa, como son los irlandeses, según aprendimos a conocerlos a través de las películas de John Ford. 

Pero no se piense que nos hallamos ante un filme costumbrista que se propone describir con cierta dosis de humor las tópicas y triviales vicisitudes de un pequeño mundo rural. Aunque, ciertamente, los habitantes de la isla sean pintorescos y a menudo estrambóticos y los coloquios que mantienen puedan resultar chocantes y disparatados, la película es irónicamente sombría y paulatinamente truculenta y su aparente realismo brumosamente fantasmagórico. Pasan cosas tremebundas y decididamente inverosímiles, se cometen actos absurdamente atroces, misteriosos suicidios, incendios a título de desagravio. Hay sibilas nocturnas (1) anunciadoras de muertes cercanas (y que, además, no fallan en sus augurios) y (como reza el título de la película) bastantes almas en pena, incluido un burro, se arrastran por los caminos de la isla. 

Toda esa escenografía es el marco en el que se desenvuelve el asunto principal de la historia, que tiene como fundamento la progresiva y ascendente sucesión de desencuentros entre dos de sus vecinos (sí: los anteriormente mentados Pádraic y Colm), persistentes camaradas de bar, que pasan de una arraigada y sólida amistad de copas a una rencorosa hostilidad fatalmente disgregadora sin que existan motivos racionales para ello, salvo que uno, el atrabiliario violinista, argumenta que ya no soporta más a su amigo porque su vana cháchara le resulta insoportablemente estólida y, lo que es peor, le roba un tiempo precioso que podría dedicar a componer sus canciones.

Uno estaría tentado de creer durante la primera parte de la película que se encuentra ante un intento de rendir homenaje (o de parodiar) la fórmula de aquellas comedias británicas de los años 40/50 del siglo pasado que labraron la fama de los estudios Ealing (2), al confrontar su estilo irónico y siniestramente alegórico. O que la absurda e inverosímil apuesta que marca el enfrentamiento entre los dos amigos podría contener un sentido antropológicamente satírico contrastando dos temperamentos tan recalcitrantemente dispares y obstinados, como expresión de una permanente guerra civil, una especie de apólogo acerca del carácter y el destino de lo irlandés.

O, tal vez, ante su inverosimilitud dramática y su carencia de contenido, acabemos por pensar, que se trata sólo de la pretenciosa envoltura de una obra huera. Si examinamos su composición formal observamos unos tipos y unas situaciones en apariencia realistas trazados con un sesgo sarcástico y mordaz, pero carentes de significado y proyección; unas interpretaciones muy trabajadas con el ojo puesto en los Óscar, aunque, por más esfuerzos que hagan los actores para dotarlas de sentido, desprovistas de emotividad y patetismo; una fotografía preciosista de los agrestes paisajes de la verde y vieja Erin: la minuciosidad y perfección con la que son sublimados paisaje, fauna y cielos más que valor artístico sólo aportan adorno estético; la búsqueda recurrente de superfluos encuadres imaginativos; la epatante banda sonora en sus versiones folclórica y clásica (utilización arbitraria de los lieds de Brahms para enfatizar el dramatismo de las imágenes) y la constante pretensión del director, McDonagh, por poner de manifiesto que es un autor genial. 

Es precisamente esta afectación, su amaneramiento formal, su esteticismo a toda costa, el artificioso empeño en hacer pasar por magistral un producto en el que prevalece lo absurdo y grotesco lo que acaba enterrando la película. Pues lo realmente peripatético e infumable no es tanto que un violinista, que precisa de sus manos para seguir siendo lo que es, se corte los dedos con unas tijeras de podar y se regodee arrojando luego los despojos mutilados contra la puerta de la casa de su amigo para demostrarle que ya no quiere ser su amigo, sino que dicho gesto no tiene ningún contenido vital ni tampoco significado temático y sólo es una hipérbole frívola y vacua destinada a impresionar al espectador y hacerle creer que está ante una obra maestra de difícil interpretación.

Mc Donagh es dramaturgo, además de cineasta, pero hace gala en sus incursiones cinematográficas de una dramaturgia superficial y hueca. Sus dos personajes semejan trasuntos de los habituales protagonistas de las obras de Samuel Beckett, irlandés como él, al que aspira a parecerse, sólo que, si los de este desafían con su nihilismo la razón y el sentido de toda relación humana, especialmente la que pueda comportar un átomo de amor y confianza en el ser humano, el pesimismo antropológico de McDonagh es simplemente artificioso, insustancial y extravagante.

  1. “Las sibilas, o banshees (anglicismo del gaélico bean sídhe), forman parte del folclore irlandés. Son espíritus femeninos que, según la leyenda, se aparecen a una persona para anunciar la muerte de un pariente cercano. Una banshee puede también permanecer como una figura solitaria que augura la muerte paseando por las colinas o sentada sobre un muro de piedra”. 
  2. Los Estudios Ealing fueron una compañía productora de películas, especializada en comedias, que vivió su período de esplendor al terminar la 2ª Guerra Mundial hasta principios de los años 60. Sus películas estaban impregnadas de “un tono realista generalmente perturbado por una situación anormal llevada hasta el absurdo. Se centraban en la descripción humorística de una pequeña comunidad, realizada con un espíritu amablemente ácrata que buscaba producir en el espectador una sensación de divertimiento un poco subversiva, aunque al final siempre se imponían la ley y el orden”. “Whisky Galore”, “Oro en barras”, “Ocho sentencias de muerte”, “El hombre vestido de blanco” y “El quinteto de la muerte” son sus títulos principales. Y Alexander Mackendrick, Charles Cichton y Robert Hamer sus directores más conspicuos. Alec Guinnes el actor más representativo.
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