AMOR Y PEDAGOGÍA
Por A. Cirerol
En una zona rural del oeste de Irlanda (**) vive Cáit, una niña de 9 años perteneciente a una familia empobrecida, emocionalmente desestructurada, cargada de hijos, a los que apenas puede prestar atención (***). Esta situación afecta al desarrollo emocional y escolar de Cáit, que para sobrellevar la situación se encierra en su mundo interior, como si quisiera hacerse invisible. Cuando su madre queda embarazada de nuevo es enviada a vivir durante un tiempo con unos parientes que no conoce. Allí siente por primera vez la atención, el cuidado y el afecto familiar. Poco a poco comienza a relacionarse socialmente. Y aprende a amar, al sentirse amada. De forma casual descubre el drama oculto de su familia de adopción. Cuando su madre da a luz ella tiene que regresar a la casa de su verdadera familia. La acción se desarrolla en el año 1981. No se determina la razón de la elección de dicho marco temporal. La única pista plausible es que coincide con el año del nacimiento del director del filme.
He aquí una película que podríamos considerar minimalista, esto es “que busca la expresión de lo esencial eliminando lo superfluo”. ¿Cómo es eso, si a bastante gente le resulta aburrida porque “parece” que cuenta una historia en la que “no pasa nada”? Lo es, en efecto, una historia sencilla, aunque no simple, hecha a partir de situaciones cotidianas y de actos nimios protagonizados por vidas vulgares. Plantea una cuestión de alto valor humano: la importancia de los cuidados afectivos para el desarrollo emocional y psicológico de la infancia. Es una proposición evidente, pero podemos estar seguros de que sobre este asunto se han hecho muchas películas engañosas, sensibleras, hipócritas, moralistas. Esta no es nada de esto. Aunque para llegar al espectador toca la tecla emocional, lo hace sin apelar al sentimentalismo; exhibiendo, por el contrario, una lúcida sensibilidad y una gran inteligencia expositiva. No busca nunca, ni formalmente ni desde un punto de vista argumental, los caminos fáciles y trillados. Nos muestra cómo esa transferencia afectiva obra, de un modo casi imperceptible, un cambio en la naturaleza de la protagonista (Cáit, la pequeña del título), originalmente bloqueada, paralizada emocionalmente; cómo (con dificultad) se va desarrollando su capacidad de relacionarse y comprender, de sentir y de expresar sus emociones. Ese proceso anímico se hace dramática y artísticamente perceptible gracias a la fotogenia (en cine: la capacidad de expresión del mundo interior) del personaje protagonista, interpretado por la jovencísima Catherine Clinch. Su rostro, su fisicidad irradian una luz que ilumina al personaje, lo revela y lo humaniza. Sin ella no habría película.
Técnicamente el filme asigna un valor primordial a la composición fotográfica: encuadre, color, luz, formato de pantalla. Utiliza, en este sentido, no el formato (proporción de altura y anchura del plano) que se viene utilizando comercialmente desde que se inventó el CinemaScope en 1953, es decir, la pantalla panorámica en sus sucesivas configuraciones, sino el llamado “formato o ratio académico” (que fue normativo en el cine durante los años 30 y 40 del siglo pasado hasta la aparición del scope), en el que la dimensión de la imagen, aun siendo rectangular, tiende al cuadrado. Hoy esta proporción dimensional del cuadro prácticamente no se emplea. Cuando se utiliza es para acentuar la composición del encuadre. En este caso, además, para favorecer una intencionada estrategia de “lentitud expositiva” (que no narrativa) con el fin de provocar en el espectador una cierta extrañeza o desorientación en la articulación del relato hasta que gradualmente se proyecta luz sobre aspectos de la trama que permanecían oscuros u ocultos. Se trata de una “trama de progresión”, cuya causalidad se va generando a medida que se desarrolla. Así, el drama de la familia adoptiva, que se desvela casi al final y que nos hace comprender la razón de los sentimientos que determinan su relación con la niña. Tanto como la lenta progresión de los sentimientos de esta.
La niña, que al principio es como un animalito asustado y paralizado, ajena a los hechos externos, encerrada en sí misma, aprende emocional y psicológicamente al sentirse querida y valorada por sus circunstanciales padres. Por medio del orden cotidiano, de la asunción de responsabilidades, del trabajo, del descubrimiento de hechos esenciales de la vida (el afecto, la muerte). De momentos poéticos de acercamiento emocional, como la conversación nocturna a la orilla del mar con el padre transitorio o las carreras hasta el lejano buzón rural para recoger las cartas. El desarrollo que va de la falta de compromiso a la implicación afectiva. Al final Cáit consigue sobreponerse a su quietud emocional, a su incapacidad para expresar sus sentimientos, gracias al aprendizaje afectivo con los padres adoptivos. Ese “movimiento interior” por el que pasa de la pasividad-inacción al movimiento-acción de orden físico-psicológico-emocional aparece simbólicamente expresado a través de la carrera hasta el buzón (montada en cámara lenta con una sucesión de flashbacks significativos de su evolución sensitiva). Pero no sólo Cáit experimenta esa percepción iluminadora (epifánica) debida a la protectora atención, para ella desconocida, que recibe de sus padres de acogida, sino que estos también se impregnan de nuevos sentimientos emotivos suscitados por la inocencia, la veracidad y la bondad de la niña.
Cuando, al acabar el verano, Cáit vuelve con su familia real se produce una escena reveladora que ilustra el sentido de la película. Ella entra en la casa, que ya le resulta ajena por su desorden y frialdad, expresión tangible de la inestabilidad y desafecto interiores de la familia. Ella saluda a su madre y esta, mirándola con una mezcla de asombro y desconcierto casi admirativos, le dice: “¡Has crecido!”. Y así es, en efecto, pues, aunque físicamente sigue siendo la misma Cáit, su “elevación” es producto de su nueva capacidad de sentir y de relacionarse. Una actitud de ánimo que se manifiesta (o brilla) exteriormente.
Debemos, pues, suponer que, aunque el filme sugiere un final infeliz, ella se ha desbloqueado. Podemos pensar que Cáit se ha determinado como persona, que ha interiorizado un orden emocional, que no será más la niña que se mea en la cama, que será capaz de sobrellevar no traumáticamente la situación con su familia original, que progresará en su desarrollo escolar tanto como en el vital, que seguirá viendo cada verano y anudando aún más fuertes lazos afectivos con las personas que la aman (sus padres de acogida). Podemos imaginar que se convertirá en un ser humano autónomo. Podemos, por tanto, creer que, a pesar de la separación y el desgarramiento, estamos ante un final feliz adulto (no un estúpido happy end), aunque las conmovedoras imágenes finales aparenten desmentirlo.
- (*) “An cailín ciúin” es el título original de la película, que está hablada íntegramente en gaélico.
- (**) El idioma gaélico se habla en tres regiones del oeste de Irlanda (las Gaeltacht), donde aún se usa habitualmente como lengua materna tradicional por entre 20 y 30 mil personas. En el resto de Irlanda la lengua estándar irlandesa (el Caighdéar) se enseña en la mayoría de las escuelas. Lo hablan o dicen tener conocimiento de ella un millón y medio de personas (un 40% de los habitantes de la isla). El idioma mayoritario es el inglés.
- (***) Hay que hacer constar un cierto maniqueísmo, que puede hacer sospechar una connotación xenófoba, en el tratamiento de la figura del padre, un tipo rudo, negligente, desatento, violento, alcoholizado. Es forastero (inglés), no perteneciente a la comunidad vernácula, el único que no habla gaélico y que usa su propio idioma de forma burda y soez. En comparación con el buen sentido, el orden, la disposición para el trabajo y la sociabilidad del grupo humano autóctono él representa todas las taras atribuibles a un mal ciudadano y un mal padre.