QU’EST-CE QUE LE CINÉMA, JEAN-LUC GODARD? UNA CRÍTICA AUTOBIOGRÁFICA

Dedicado a mi amigo Javier Sol

Por A. Cirerol

“Trato de filmar pensamientos en marcha” (Godard) (*)

GOD-ART. Pues hubo un tiempo, hace medio siglo, en que Godard era Dios para una gran parte de la crítica cinematográfica y para muchos jóvenes cinéfilos deseosos de romper con «lo establecido» en política, cultura y formas de vida, como yo mismo, entonces. Nos parecía que sus películas eran centelleantes reflexiones sobre la vida (ah, pero reflexiones irreflexivas, basadas no en la experiencia, sino meramente en las imágenes que provienen de la ficción, en el conocimiento proporcionado exclusivamente por el cine, pues éramos rebeldes soñadores e infantiles, que queríamos suspender sine die nuestro paso a la madurez). Es decir, el cine de Godard era ingenua y radicalmente romántico. O, en plano subjetivo, desesperadamente romántico. Pero amábamos, sobre todo, el cine de Godard porque transformaba y subvertía las estructuras narrativas (la dramaturgia) del cine tradicional y creaba e imponía nuevas formas de ver y leer el cine, inventaba un nuevo lenguaje. O sea, era el símbolo de la modernidad. Alguien capaz de empezar una película con la imagen del equipo de rodaje avanzando en plano fijo hacia el espectador al otro lado de la pantalla, siguiendo el desplazamiento de la cámara por los carriles del trávelin, mientras una voz en off sobre el fondo sonoro de una música que parecía sugerir imágenes fragmentadas de tensos estados emocionales recitaba la ficha técnica de la película. O con un primer plano de una mano que anota el precio y firma los cheques de lo que ha costado cada una de las secciones técnicas que han participado en la realización del filme, incluidas las “estrellas internacionales” que lo protagonizan. Sus películas, que parecían filmadas a trompicones y montadas conscientemente al desgaire o al azar, tenían una trama desarticulada, a menudo incoherente, bastantes veces absurda, cuyo casi único tema, al menos durante su primera etapa comercial, era el de la indescifrable seducción femenina, propensa siempre a la fatalidad o a la traición, lo cual requería una profusión de primeros planos estatuarios-introspectivos de la protagonista. Al final él o ella solían morir. O se proponía un happy end intencionadamente paródico y disparatado en el que la pareja protagonista escapaba en coche hacia algún lugar más auspicioso. Era un lugar común hablar de misoginia con respecto a las películas de Godard. No creo que fuese así. Habría, que suponer, más bien, que se trataba del caso tan común entre los artistas de una admiración obsesiva hacia la mujer. La fascinación romántica por lo que suelen llamar el misterio femenino, lo cual quiere decir: por su imagen externa, por la forma mixtificadora con que la percibe la mirada masculina concentrada en su cuerpo (sólo en el caso de que sea hermoso), una impresión producto, seguramente, del asombro, la inquietud, la inseguridad, la sospecha o el temor, más propio aún de alguien que, como él, Godard, decía de sí mismo que no conocía nada de la vida, salvo a través del cine. Igual podría haber afirmado yo. Por eso me producían un fervoroso encandilamiento escenas como aquella con que se iniciaba una de sus películas, en la que él y ella mantienen un diálogo en la cama aparentemente después de haber hecho el amor.

Ella está desnuda echada boca abajo, él vestido. Ella le pregunta: “¿Ves mis pies en el espejo?”. “Sí”, contesta él. “¿Te parecen bonitos?”. “Sí, mucho”. “Y mis tobillos ¿te gustan?”. “Sí”. “¿También te gustan mis rodillas?”. “Sí, me gustan mucho tus rodillas”. “¿Y también mis muslos?”. “También”. “¿Me ves el trasero en el espejo?”. “Sí”. “¿Te parecen bonitas mis nalgas?”. “Sí, mucho”. “¿Quieres que me ponga de rodillas?”. “No, no hace falta”. “Y mis pechos, ¿te gustan?”. “Sí, muchísimo”. “Despacio, Paul, no tan fuerte”. “Perdona”. “¿Qué te gusta más: mis pechos o sólo la punta?”. “No lo sé. Es lo mismo ¿no?”. “Y mis hombros, ¿te gustan?”. “Sí”. “Yo creo que no son lo suficientemente redondos”. “Yo no”. “¿Y mis brazos?”. “Sí”. “¿Y mi cara?”. “También”. “¿Todo? ¿Mi boca, mis ojos, mi nariz, mis orejas?”. “Sí. Todo”. “Entonces ¿me amas completamente?”. “Sí. Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente”. “Yo también, Paul”. La secuencia está rodada en un solo plano. La cámara se mueve ya para acercarse a sus rostros, ya para recorrer despaciosamente el cuerpo de ella. Varias veces la iluminación de la escena cambia de color, virando al rojo, al azul o al natural, lo que necesariamente ha de provocar una sensación de desconcierto en el espectador. No se explica la razón del juego de luces, aunque no parece debido a una pretensión frívolamente esteticista del director, sino a causas naturales: el reflejo en la habitación de los anuncios luminosos de la calle. Un tema musical recurrente envuelve a los personajes en un aire de indefinida melancolía, como un presagio de infortunio. Era una escena que en aquella época resultaba atrevida, tanto desde un punto de vista visual como dialógico. No haría falta señalarlo, que, a mí, la escena me parecía la culminación de un romanticismo sofisticadamente innovador y desesperanzado. Al igual que el director del filme creía que “amar completamente” consistía en enamorarse sólo de la envoltura carnal, hacer de ella un admirable y posesional objeto amoroso. Ya lo he dicho antes, sólo conocía de la vida su apariencia exterior, de la que el cine era su más superficial representación, ya que se podía ver proyectada en una pantalla sentado anónimamente en una sala oscura. En otra película, él y ella huyen de la civilización (en coche, en barca, en lancha o cruzando un río a pie, vestidos de calle y con los zapatos puestos y una maleta en la mano) sin que se sepa muy bien por qué ni a dónde van, aunque se intrincaba en la historia una ininteligible trama político-policial en la que estaban absurdamente implicados, para hacerse robinsonianos en algún lugar de la costa meridional hasta que se cansan de fingir que algo de todo aquello es real. Ella pasea con afectada desesperación por la playa gritando “¿Qué puedo hacer?

¡No sé qué hacer!” mientras él, ajeno a sus quejas, escribe su diario sentado con un loro sobre el hombro en un tronco abandonado en la orilla. Ella se sienta a su lado y mantienen un diálogo como este: Él: “¿Por qué estás triste?” (no está triste, sino aburrida). Ella: “Porque tú me hablas con palabras y yo te miro con sentimientos”. Él: “Contigo no se puede hablar. No tienes ideas, sólo sentimientos”. Ella: “Eso no es cierto, hay ideas en los sentimientos”.Él: “Dime aquello que te gusta y yo haré lo mismo”.Ella: “Las flores, los animales, el azul del cielo y la música. No sé qué más. Todo. ¿Y a ti?”. Él: “La ambición, la esperanza, el movimiento de las cosas, los incidentes. Todo”. Ella (levantándose decepcionada y alejándose por la playa): “¿Lo ves? Yo tenía razón. Nunca nos entenderemos. ¿Qué puedo hacer? ¡No sé qué hacer!”. A mí me entusiasmaba la película. Era la más luminosa, colorista, viva, moderna, provocadora y anarquista de Godard. Y me había enamorado idealmente de ella, de Anna Karina, que enfundada en un vestidito veraniego que silueteaba su grácil figura, dejando al aire sus finos hombros morenos y sus bellas piernas, paseaba con sensual indolencia por la playa reclamando al cielo: “¿Qué puedo hacer? ¡No sé qué hacer!”. Pero más hermoso era aún su rostro, de una desnudez clara y depurada, botticelliana, que podía expresar una dulce y un poco impostada inocencia o una erótica determinación, siempre a punto de ceder al sometimiento o a la perfidia. En una secuencia anterior del filme él le decía: “Tus piernas y tus pechos son conmovedores”, que es algo que sólo se puede decir cuando se ama. Al final, como suele ocurrir en los filmes de Godard, ella le traiciona y se produce un absurdo tiroteo en el que ella muere de un disparo. Entonces él se enrolla una ristra de cartuchos de dinamita alrededor de la cabeza y la hace estallar. Cuando explota, la cámara efectúa un lento movimiento panorámico siguiendo la línea del mar. Se escucha procedente del espacio la voz de ella: “La he vuelto a encontrar”“¿El qué?”, pregunta la voz de él. “La eternidad”“Es el mar, ¿no ves?”“Con el sol”, dice ella. Esto es, en efecto, el mar, las nubes y el sol lo que el espectador ve en la pantalla, traduciendo en imágenes el verso de Rimbaud: “la mer allée avec les nuages et le soleil”. En un momento de la película, cuando iban en el coche, encuadrados desde atrás por la cámara, él se vuelve un instante y mira a la cámara. Ella le pregunta: “¿Qué miras?”“A los espectadores”, responde él. “Ah, sí”, constata ella sin darle importancia. Eso lo hacía mucho Godard, que los actores se pusieran a mirar o a hablarle a la cámara, violando así un elemental tabú cinematográfico. Las películas de esa época de Godard, los años 60, aunque aquí tardaron mucho tiempo en llegar, tenían una luminosidad especial, una forma límpida, precisa y singular de fijar el plano, que se debía no sólo a la inherente sensibilidad plástica de su autor, sino también al talento de su director de fotografía, Raoul Coutard. Por lo demás, cómo no iban a provocar en mí, predispuesto al asombro juvenil, una fervorosa admiración las rupturas estilísticas del más alto abanderado de la Nouvelle Vague. Sus filmes eran simpáticas, fulgurantes y destructivas parodias del cine americano, que él tanto amaba. En otra, un descabellado remedo de thriller rodado en blanco y negro, no como la otra, en la que reverberaba en la pantalla la luz y el color del Mediterráneo, un trío de aspirantes a atracadores pretende hacerse con un botín oculto en un caserón de las afueras de París.

Ellos son dos estrafalarios maleantes de mentalidad pueril que juegan a emular los modos rufianescos de las películas americanas de gánsteres. La tercera de la banda es ella, Anna Karina de nuevo, haciendo aquí de joven candorosa y confiada, fácil de engañar por los dos truhanes, que es la que ha de permitirles el acceso a la pasta. Abundancia de primeros planos de la protagonista, ya que para Godard “fotografiar un rostro es fotografiar el alma tras este rostro”, pero en su caso sólo se trata del placer de fotografiar un rostro bello mimetizándolo con la desnuda austeridad expresiva de Falconetti en La pasión de Juana de Arco o en la formal pureza corruptible de la Virgen con el niño pintada por Bouguereau, aunque por lo que se refiere a la película la  reflexiva estatuaria de los primeros planos femeninos careciera de significado. Los tres están enamorados entre sí o quieren hacérnoslo creer. Pero da igual porque todo es un juego intelectual, es decir, de niños, y se da por supuesto que no nos vamos a tomar nada en serio de lo que digan o hagan. Y que vamos a flipar para siempre con el baile en línea del trío en el bar, que nos enternecerá el púdico erotismo de la escena en la que ella se quita las medias para que sirvan de máscaras a los salteadores, que la secuencia en la que los tres, corriendo cogidos de la mano, se recorren el Louvre en un minuto nos dejará regocijadamente apabullados o que nos descojonaremos de risa con el duelo a tiros final, una burlesca payasada de los típicos finales del cine noir o de los wésterns. Y, en fin, que el happy end de los protagonistas viajando en barco rumbo a América, donde se nos promete la continuación de sus aventuras, esta vez a todo color, es el sarcástico remate de un filme que se burla de las fórmulas narrativas convencionales. El triunfo de la iconoclasia. Al fin, no era otra cosa más que pura cinefilia. Como esa otra película de intencionalidad aparentemente más verista, incluso dramática y con pretensiones sociológicas, en la que ella hace de puta. Se pretende filosofar al respecto con la característica ligereza godardiana, ingeniosamente cautivadora. Se tiene la impresión de estar en presencia de una obra importante, pese a la falta de psicología de los personajes y a la incoherencia temática y argumental. Situaciones, personajes, diálogos son aleatorios o improvisados. Los actores no interpretan, sólo fingen que lo hacen. No se pretende otra cosa más que poner en evidencia que lo que vemos en la pantalla es mera representación, ficción premeditadamente grotesca, sin relación con la realidad. Su ámbito exclusivo de referencia es el cine en sí mismo, no la vida. La forma es el contenido. Por eso, aunque en ocasiones lo aparente, Godard no es ni puede ser, como se ha dicho en ocasiones, brechtiano. Esta superposición formal es la que crea la ilusión de artisticidad en las películas de Godard, que llevó al poeta Aragon, deslumbrado por la revelación del advenimiento de un nuevo modernismo, a recitar mixtificadores aforismos laudatorios en su honor (1) o a Susan Sontag a proclamarlo el director más importante de su tiempo. Sólo así, despojándola de toda ilusión de causalidad, puede llegar a parecer impresionante, patéticamente conmovedora la película e incluso admirable la escena de la muerte a tiros de Nana-Anna Karina (2), cuando carece intencionalmente de todo rigor lógico-artístico. No pretende otra cosa Godard, sino reivindicar la arbitrariedad como fundamento del arte, esto es, que el tema de sus películas es su forma.

Así siguió siendo hasta la última de las que componen la primera época, la de su cine destinado a proyectarse aún en salas comerciales y no, supuestamente, en fábricas ocupadas (¿qué obrero podría sacar algo en claro viendo sus filmes supuestamente de agit-prop que hizo después del 68?): “La Chinoise”, indiscriminada reseña sobre una disparatada escuela de cuadros maoístas compuesta por estudiantes provenientes de la pequeña burguesía, en la que el infantilismo de las ideas llega a su máximo grado de ridiculez, pues era risible ver a aquellos niñatos de clase acomodada participando en una suerte de ejercicios espirituales de marxismo-leninismo, recitar como idiotas el Libro Rojo, predicar la revolución en la Francia de la V República e, incluso, practicar el terrorismo. El embajador chino en Francia se cabreó un montón ante aquella necedad. Se hubiera podido tomar como una maliciosa sátira del maoísmo, si no fuera porque podemos creer justificadamente que Godard pensaba seriamente que estaba haciendo un filme revolucionario, si nos atenemos a sus palabras de presentación: “Este filme describe la aventura interior de un grupo formado por varios jóvenes que intentan aplicar a su propia vida, en este verano de París de 1967, los métodos teóricos y prácticos en nombre de los cuales Mao Tsé-tung ha roto con el aburguesamiento de los dirigentes de la URSS y de los principales pecés occidentales” y sobre la protagonista (que ya no era Anna Karina, aunque se esforzaba por parecérsele), que, como si nada hubiese ocurrido, sigue con su vida normal después de llevar a cabo una acción terrorista: “Se da cuenta de que estos meses que ha vivido con sus camaradas han sido un poco unas vacaciones marxistas-leninistas, que ahora que las clases en la universidad recomienzan es cuando la lucha empieza. Era el primer paso de una larga marcha”.

Daba un poco de vergüenza, propia y ajena, cuando algunas décadas más tarde volví a ver la película, constatar hasta qué punto me parecía ahora un gilipollas Godard, a quien yo había considerado un cineasta genial. Pero, ah, entonces no me daba cuenta de nada de esto, ¡tenía apenas veinte años! y estaba abierto a todos los actos de rebeldía, a todas las propuestas romántico-críticas que asaltasen la deprimente realidad en blanco y negro que me rodeaba y era un cinéfilo recalcitrante. Me empapaba de sus rutilantes imágenes como si inspirase algún tipo de metanfetamina capaz de proporcionarme un excitante hedonéestético. Pues ¿quién sino él, Godard, había dinamitado el discurso narrativo del cine tradicional, es decir, de todo el que se había hecho hasta entonces? Había hecho saltar el guion por los aires y con él el principio de causalidad que rige el relato. Revocaba la continuidad entre escenas y planos, que era antes el principio necesario del arte del montaje. Se ponía fin al plano-contraplano. La cámara se movía nerviosamente de un lado a otro o podía permanecer provocadoramente inmóvil. Se inventaba así una nueva sintaxis del cine y se establecía una nueva forma de percepción por parte del espectador. “Liberados los planos y las secuencias de su función transitiva la continuidad del relato (cuyo sentido no se sustenta ya en la realidad, sino sólo en el lenguaje cinematográfico) dependía ahora de la mirada subjetiva que los relaciona y no de los acontecimientos externos que los unen” (3). Esto significaba, a su vez, la deconstrucción de los personajes y de las convenciones interpretativas basadas en el naturalismo psicológico, en la autenticidad. El empalme de los planos podía ser sustituido no por el movimiento lógico que exige la acción, sino por ideogramas: collages, anuncios, imágenes de pinturas, viñetas de cómic o textos escritos. En sus películas en color el espacio ocupado por los personajes se transformaba en un mondrianesco escenario multicolor de luminosidad Pop. La música no cumplía ya una función expresiva, como acompañamiento de los sentimientos de los personajes, o para imponer el ritmo de la acción, sino que actuaba como una “forma creadora de pensamiento”, como una nube que envolvía a los personajes o las situaciones, o una niebla sonora que aquellos tuvieran que atravesar, persistentes leitmotivs tan reiterativos como inconstantes y asincrónicos con las imágenes, cargados de sugestiones conceptuales y morales. Pero no me preguntaba si esta originalidad creativa servía para “penetrar activamente en la vida” o se consumía en su propia pirotecnia formal. Mi devoción por Godard era incondicional. Luego se atenuó sensiblemente, a lo que contribuyó la errática trayectoria posterior del cineasta. Mucho tiempo después, cuando volví a ver aquellas películas que me habían deslumbrado hasta la ceguera en mi juventud, me sorprendió constatar su artificiosidad y su infantilismo. No obstante, subsistía aún como brasa dormida dentro de mí el fulgor que había dejado en mi ánimo aquella década asombrosa y no podía ver las imágenes de sus filmes (que aún parecían radiantemente nuevas) sin sentir un indeleble aprecio, que casi se confundía con la gratitud, por aquel artista contradictorio, incongruente, osado, inconformista, petulante, sincero, innovador, descarado, intuitivo, es decir, poeta, y una apaciguada indulgencia por aquel joven que fui. 

(*) Godard (1930-2022), “crítico cinematográfico, comenzó realizando varios   cortometrajes en los que elaboró ese estilo moderno e informal que haría furor con su primer largo, ‘Al final de la escapada’, que es a la vez un filme de autor y el manifiesto de la generación formada a través de Cahiers du Cinéma. Es, más exactamente, el manifiesto de este equipo crítico (el de Cahiers) y el de la ideología cinematográfica que defendían. Una ruptura categórica con todas las reglas técnicas al uso, un gusto evidente por la provocación, llevaron a Jean-Luc Godard a reinventar el cine. Su película tiene la apariencia de una creación espontánea, de un continuo desencadenamiento, porque su escritura es directa. Cuatro semanas de rodaje, bajo presupuesto, decorados naturales, dos actores en sus comienzos. Un don auténtico para atrapar las cosas al vuelo, para la ágil improvisación. ‘Al final de la escapada’ es el más nuevo de todos los filmes de la Nouvelle Vague” (“Nouvelle Vague?” de Jacques Siclier. Editions du Cerf, 1961). Durante los años 60 su prestigio y su influencia como el más alto exponente del cine moderno no dejaron de crecer. Su productividad era, igualmente, abrumadora: en diez años rodó 16 largometrajes y 6 mediometrajes. Tras los acontecimientos del 68 creó el Grupo Dziga-Vertov y se dedicó al cine político militante, en una línea autodefinida como marxista-leninista, para ser exhibido en fábricas y universidades. En los años 80 volvió al cine comercial en una dirección parecida a la de su primera época. A partir de los 90 se dedicó intensivamente a la experimentación con el modelo videográfico.  

Nota bene. Las fotografías que aparecen en el texto corresponden a las películas: “El desprecio” (1963), “Pierrot el loco” (1965), “Banda a parte” (1964), “Vivir su vida” (1962), “La Chinoise” (1967) y “Al final de la escapada” (1959).

  1. Escribió Louis Aragon: “Qu’est-ce que l’art? Je suis aux prises de cette interrogation depuis que j’ai vu le Pierrot le fou de Jean-Luc Godard… Il y a une chose dont je suis sûr: c’est que l’art d’aujourd’hui c’est Jean-Luc Godard”: “¿Qué es el arte? Estoy dándole vueltas a esta pregunta después de ver el Pierrot el loco de Jean-Luc Godard… Pero hay una cosa de la que estoy seguro y es que el arte de hoy se llama Jean-Luc Godard”. 
  2. En la nota de prensa correspondiente a su estreno, Godard hizo la siguiente sinopsis de la película (“Vivir su vida”): “Un filme en doce cuadros sobre la prostitución que cuenta cómo una dependienta parisiense joven y bonita entrega su cuerpo pero guarda su alma mientras suceden una serie de aventuras que le hacen conocer todos los sentimientos humanos profundos posibles y que han sido filmados por Jean-Luc Godard y representados por Anna Karina: “Vivir su vida”.
  3. Aunque, por aquel tiempo, no todos opinaban lo mismo. En un “Diccionario del nuevo cine francés” aparecido en la revista Positif, oponente de Cahiers du Cinéma, se despachaba así a Godard: “Autor de algunos cortometrajes en los que ya se afirmaba su gusto por una logorrea de lugares comunes y una misoginia desenfrenada, Godard, para estrenar un filme impresentable (Al final de la escapada), lo trituró tranquilamente, contando con la bobería de una crítica que le sirvió para lanzar una moda: la del filme mal hecho. Chapucero impenitente, autor de diálogos imbéciles y abyectos, publicista de sí mismo, Godard representa la más penosa regresión del cine francés hacia el analfabetismo intelectual y el bluff plástico” (del libro “Godard polémico” de Román Gubern. Ed. Tusquets, 1969).
  4. De “La pantalla de la memoria. Ensayos de lectura cinematográfica” de Marie Claire Ropars Wuilleumier (Ed. Fundamentos, 1971).

«AS BESTAS» de Rodrigo Sorogoyen

TEMAS, SUBTEMAS, TRAMAS Y SUBTRAMAS (A VUELTAS CON)

Por A. Cirerol

¿De qué va “As bestas”? O sea, ¿de qué trata? ¿Cuál es su tema? ¿Tiene tema? ¿Tiene, quizás, demasiados?

¿A qué responde esa tremebunda historia, por lo visto verídica, de acoso, abyección y violencia que ocurre aquí, en nuestro país, y a tan corta distancia cronológica de nosotros?

¿Se trata de exponer, representar o denunciar la intolerancia, la mezquindad, la incorregible degradación de una raza o de sus residuos históricos, el resentimiento ancestral hacia todo lo externo, lo intruso, lo “de fuera”, lo distinto que irrumpe en las pútridas aguas del atraso secular, una persistente forma de tercermundismo que se niega a desaparecer, ¿¡la Galicia profunda!?, el transmitido genoma del esperpento? Se me hace difícil creer que pueda ser este el propósito de “As bestas” porque algo así, aunque efectivamente haya ocurrido, ha dejado desde hace mucho de ser representativo (“típico”: esto es, históricamente significativo del ser y el acontecer de un lugar y unas gentes) y no puede constituirse, por tanto, en referente temático, a no ser que se haga de ello un uso hiperbólico carente de fundamento, con el solo propósito de urdir una historia de violencia. 

¿Plantea acaso el enfrentamiento entre la conciencia ecologista de unos civilizados europeos y la codicia de una familia de ganaderos autóctonos, viles, sórdidos y sucios? ¿La vendetta de los asilvestrados y zafios aborígenes contra los amables neocolonizadores, apropiadores de tierras e intereses ajenos? A ratos parece empeñarse en que de eso, desde un punto de vista crítico, debe ir la cosa, pero de una forma tan revuelta con otros contenidos argumentales que no se afirma válidamente como motivo temático.

¿Trata de la historia de amor, trabajo y resistencia de una pareja de ingenuos robinsonianos que creen en una idílica arcadia y luchan contra todos los obstáculos y amenazas para hacerla realidad en un lugar inhóspito? No se puede negar que también algo de eso hay, pero, como antes, tan mezclado con todo lo demás que no llega a cuajar como tema. Aparte de que no llega a entenderse la razón que impulsa a esa pareja de cultos urbanitas a dejarlo todo para emprender semejante ensoñación tan a trasmano. No sólo nosotros, tampoco la hija del matrimonio lo comprende (y, por momentos, da la impresión de que lo mismo ocurre con sus propios protagonistas).  

¿De la explotación de los recursos naturales (viento y tierra) por las grandes empresas de “energías limpias” a costa de la forma de vida de los lugareños? También y, de hecho, es el desencadenante de la tragedia, pero no llega en ningún caso a conformarse como asunto general del filme.

¿Enfoca entonces la problemática de lo que se ha dado en llamar la España vaciada? Lo hace, como quien dice, de refilón, como ambientación, sin ahondar en su problemática real.

Menos aún cuando se plantea el conflicto generacional entre la madre y la hija, que aparece como subtrama asociada a la película, inducida por el antagonismo de esta con la utopista obstinación parental.

¿O, tal vez, hemos de concebir su sentido profundo cuando en el último tramo de la película esta da un vuelco y se revela inopinadamente el auténtico carácter fuerte de la mujer, convertida de pronto en un paciente reducto de firmeza y poder moral y justiciero, ante la que, de pronto también, los malos agachan la cabeza y se doblegan? Puede ser, en efecto, que la idea última de los autores de la película sea esta, la del empoderamiento femenino en terreno hostil. Pero es este un giro de timón que no se fundamenta a lo largo de la película, donde ella es un personaje escasamente afectivo (incluso con su marido, que es, en realidad, quien más parece necesitarla) y cada vez más distanciado del común proyecto regenerador.

Aunque pueda parecer arbitrario y hasta caprichoso (sobre todo para la crítica realmente existente del siglo) ese empeño por encontrarle contenido temático a una obra cinematográfica (o literaria), no está de más recordar que en una buena película, ya que de cine estamos hablando, “las escenas particulares, debidamente ordenadas, producen el tema” y que, tal como planteó Eisenstein, la tarea crucial de la realización es el descubrimiento del tema, puesto que es la estructura significativa que rige toda la obra. Por supuesto que un filme que contenga y exprese un tema puede ser malo, ya por deficiencias formales o porque este (el tema) sea una idiotez, pero sí que me parece obvio que el tema es el “principio generador” de toda narración y que cuanto más realmente temática se haga la trama su nivel significativo-artístico será mayor.

¿QUÉ ES ESO DEL TEMA?, OBJETA LA CRÍTICA: ¡LO QUE IMPORTA ES EL GÉNERO!

Es ese, el de la “política de los géneros cinematográficos”, un mantra que proviene de la crítica cinéfila (o sea, toda en la actualidad) y de su embebecida admiración por el cine americano, al que dicha crítica-acrítica considera EL CINE sin más. El cine clásico hollywoodiense basó su estructura de producción en el sistema de géneros, cada uno con sus propias y reconocidas convenciones iconográficas. Los profundos cambios materiales, de ideas y de formas de vida que han tenido lugar en los últimos cincuenta años han modificado este modelo. Aunque el cine de géneros sigue funcionando, estos han sufrido una transformación acorde con la nueva mentalidad y las exigencias del público. Han aparecido, además, géneros nuevos y otros prácticamente han desaparecido (al menos en su concepción y sentido originales) como el musical, el cine cómico (es muy difícil hacer reír a un público que ha perdido la inocencia) o el western.

Como la crítica realmente existente pasa de contenidos temáticos y sólo fija su atención cinéfila en lo que llama la “puesta en escena”, llevada, a su vez, por el sentimiento nostálgico que le inspira aún el cine clásico americano, cree descubrir destellos e iluminaciones de géneros periclitados en los productos de hoy. Casi podría decirse que es su juego favorito, si se me permite parafrasear a Howard Hawks.

¿Es “As bestas” un western? Eso se afirma con teológica convicción en bastantes críticas que he leído, y que “Alcarràs” también lo es, un western, y aún me parto de la risa. Por lo visto, hablar hoy del mundo rural convierte inmediatamente a una película, sobre todo si es española, en un western: nos hemos convertido en la reserva espiritual del western, a este punto hemos llegado.

¿Tal vez se trata de un thriller al modo hispánico? (más pinta tiene, justo es reconocerlo, pero, aunque hay un asesinato de por medio, tanto su iconografía como las normas convencionales que lo definen distan demasiado de las propias del género).

Cabría mejor hablar de un bronco y tremendista drama rural (pese a que se trate en el filme de mostrar los motivos de ambas partes), cuyo espacio más apropiado es el de la crónica negra. Sin el simbolismo político, por cierto, de una película como “La caza” de Saura. Ha habido y posiblemente seguirá habiendo “puertos urracos”, pero aquí, en el filme, se les da a los hechos violentos que relata una carga o un sesgo de tipicidad, de “somos así”, que -aunque se base en un suceso real- no guarda relación con la realidad social.

Carece, en todo caso, de interés establecer, como hace la crítica-acrítica, la pertenencia genérica de la película, sino intentar especificar su sentido y su valor.

EL PROBLEMA DE LAS REPRESENTACIONES PARTICULARES O LA PLÉTORA DE SUBTEMAS SE COME AL TEMA

“As bestas” comienza con una escena de la “rapa das bestas”, esa fiesta tradicional gallega en la que se les cortan las crines a los caballos salvajes y, tras desparasitarlos y curarles posibles heridas, son devueltos libremente al monte. En la película protagonizan la secuencia (maldición: en cámara lenta, como era de temer) los que se presentarán a continuación como los malos de la historia. Esta imagen -violenta y pacífica al mismo tiempo, puesto que se realiza sin daño y por una buena causa- se representará luego por medio de otra muy similar cargada de simbolismo, pero esta vez los caballos son sustituidos por un ser humano y el sentido es muy diferente, ya que queda reducido a la violencia física más brutal. Aunque su clave simbólica es tan inmediata como potente, creo que se trata de una falsa representación, puesto que sus significados, en un caso y otro, son contradictorios. ¿Quiénes son las “bestas” que dan título a la película? En la realidad y en la ceremonia inicial, los caballos protegidos por los humanos. Después, en su escena especular, el caballo es un hombre y los defensores de los caballos bestias asesinas. No me parece aceptable proponer una analogía digamos poética entre dos actos cuya carga moral es incompatible entre sí. El símil es tan intencional como forzado, el crimen se hubiese podido llevar a cabo con el mismo resultado de un modo menos simbólico, ya que uno de los partícipantes va armado, pero se prefiere engañosamente identificar ambas acciones porque estéticamente resulta más impactante. Ahora el título de la película adquiere su verdadero y contradictorio significado.

No es habitual, sin embargo, y menos en una película española, encontrarnos ante un texto tan cargado de complejidad semiótica social. Aborda (toca) un abundante abanico temático, siguiendo y perdiéndose en los meandros de subtramas y subtemas asociados, aunque sin llegar a decidirse por el que debe guiar el sentido de la acción, esto es, por el marco significativo que lo controla y dirige. De ello son o deberían ser conscientes los propios autores de la película, si atendemos a la exposición de su guionista, Isabel Peña: “En la película hemos intentado hablar de muchos temas. Hemos querido hablar de la dignidad y del amor entre las parejas, de la diferencia de oportunidades y de cómo se te marca, de la xenofobia, del choque entre lo rural y lo urbano, de la diferencia que hay entre los hombres y las mujeres a la hora de resolver conflictos… Cuanto más dentro de la historia estén (dichos temas) es mejor porque calan más: todos estos temas nos han servido para que la película cobre más fuerza. La naturaleza es el campo de batalla de estos personajes, ellos se pelean por su tierra y por su viento. Ella (la naturaleza) está allí, pero más allá de esto es un lugar muy hermoso que engancha a los personajes”. O de sus intérpretes principales: “Es el choque entre la Galicia profunda y la modernidad… En la película se habla sobre la masculinidad, la virilidad, es una guerra entre hombres… Los paisajes son algo muy poderoso, sin duda, es un escenario más grande que la vida, uno se siente muy pequeño en este lugar… Hay muchas cosas en esta película, está muy bien escrita”.

No es sólo una frase propagandística: está bien escrita (algo muy raro también en el cine español). Sin embargo, esa disgregación temática sin una clave argumental central, determinante, es, precisamente, la que impide, en mi opinión, que se consiga la necesaria integración-composición entre trama y tema, que es como una obra consigue desarrollar y alcanzar su significado.

“As bestas” posee una indudable solvencia técnica y hondura dramática en diferentes tramos del filme y, al menos hasta el giro final, los personajes están bien trazados, cumpliéndose con creces el principio de que “una de las particularidades más notables del actor en la pantalla es la autenticidad, al punto de que cree en el espectador la ilusión de que está observando la realidad” (1). Hay secuencias eficazmente compuestas: la escena inicial en la taberna de la aldea, que fija de entrada el tono de acosamiento, amenazante y violento que se irá imponiendo en el filme; el cara a cara en plano fijo entre el protagonista y su asediador, donde uno y otro manifiestan sus razones; el enfrentamiento materno filial o los paseos de la mujer por el bosque en busca de pruebas. Es cierto que en “As bestas” se pueden rastrear referencias de películas conocidas (2), lo cual no tiene por qué hacernos desmerecer por ello su estimación.

Lo que desequilibra la película es, como se ha dicho, la proliferación de subtemas, que hace que se desvanezca el tema rector. Se han mencionado las dos escenas que se reflejan entre sí como ante un espejo deformante: la de los caballos que abre el filme y la del asesinato. No es la única confusión alegórica. La metamorfosis de la protagonista tras el crimen surge sin un desarrollo anterior del personaje que nos haga comprender su elección. Su determinación de quedarse sola allí. Sería plausible si dijera: “hasta que le encuentre a él, a su cadáver o sus huesos: no puedo dejarle sin saber más de él, sin enterrarle, como si realmente hubiera desaparecido”. O: “no voy a dejar que una panda de facinerosos me eche de mi casa”. Pero no lo dice en ningún momento (aunque tampoco abandona su búsqueda), no es esa la justificación que da a su hija, sino otra que concuerda poco con lo que sabemos de ella y de sus circunstancias: “quiero quedarme porque me gusta esto, vivir aquí”. ¿Sola? ¿Incomunicada? ¿Excluida de toda relación afectiva? ¿Puerta con puerta con los asesinos? Su hija no puede creerla, tampoco los espectadores. No importa si en los hechos reales ocurrió verdaderamente así: no tiene sentido. O la película no sabe hacérnoslo sentir. La inconmovible imperturbabilidad de ella, su ausencia de dolor, la omisión del duelo. No se comprenden.

FINALMENTE, DE FORMA SORPRESIVA SOBREVIENE EL TEMA

Pero es el punto álgido del filme. Cuando ella, irrazonablemente, sin aparente aflicción, se encastilla en su confinamiento y se transforma de improviso en la mujer endurecida, poderosa en su permanente e incondicional paciencia justiciera. Por imprevisible parece una actitud sobrevenida, impostada. Quiero decir: impuesta de forma arbitraria por el guion. Como si, de pronto, después de haberse ocupado indistintamente en diversos subtemas hubiese encontrado al fin, por la vía fácil, como una vela impulsada por el viento de los tiempos, el tema motriz: las mujeres saben hacer las cosas mejor que los hombres, perdidos siempre, ellos, en sus guerras de demostración de su virilidad. O, como apunta la guionista: “la diferencia que hay entre los hombres y las mujeres a la hora de resolver los conflictos”.

El giro argumental desencadena por fuerza (forzadamente) otras transmutaciones. En la idiosincrasia de los asesinos, convertidos de pronto en ovejitas. Ante un gesto, una palabra, una mirada de la mujer bajan la cabeza, se vencen, parecen otros. Ella dice, imperativa: “No quiero hablar con vosotros, sino con ella” (la madre). Le abren paso. ¿Es el peso de la culpa? Es del todo improbable, no han mostrado el menor signo de contrición o remordimiento. Su flaqueza sólo puede atribuirse al poder de la razón y de la fortaleza femeninas: a su firmeza silenciosa, convincente, no violenta. Va aún más allá. Hace su aparición (irrumpe), de manera imposible de creer, la sororidad. Ella busca de pronto la complicidad femenina en la figura de la madre de los asesinos, que también se achanta como sus hijos, de manera aún más increíble que ellos. La misma mujer que unas escenas antes había echado de allí con cajas destempladas, a gritos y empujones, al marido acosado. La misma que, sin la menor duda, está perfectamente al corriente del crimen cometido por sus vástagos y que no sólo lo aprueba, sino que es incluso muy posible que lo haya alentado. Aunque todo eso son, por supuesto, sólo (factibles) suposiciones, ya que, en realidad, no sabemos nada de lo que ocurre entre las cuatro paredes de la familia de ganaderos hostiles.

He aquí, por último, una diferencia fundamental en el tratamiento de los personajes de la película. De los protagonistas buenos, quiero decir: de aquellos con los que se identifica el público, tenemos acceso a su vida exterior e interior, a su actuación pública y a su comportamiento privado, íntimo. Ese conocimiento extensivo que tenemos de ellos contribuye a humanizarlos como personajes.

Por lo que se refiere a los malvados, sólo sabemos cómo se comportan en público. Cierto es que el guion procura cerrar los puntos vulnerables y se preocupa equitativa y sagazmente de manifestar también sus razones e intereses (por cierto, más racionales, justos y comprensibles, pese a su tenebrosa catadura, que los de sus oponentes), pero no traspasa nunca los muros de su casa. Para el espectador carecen de vida íntima. Ese desconocimiento contribuye a deshumanizarlos como personajes.

Así pues, luego de tanta ramificación argumental, surge por fin el tronco temático que hasta ahora había permanecido oculto: la primacía resolutiva femenina. Como consecuente corolario, el sentimiento de empatía entre las mujeres. En la última secuencia, cuando el caso ya ha entrado en vía de resolución, se cruza la mirada de las dos mujeres y sabemos que también entre ellas se han acabado los problemas. En el plano final ella sonríe segura de haber llevado a término con éxito su misión.

Por eso, “As bestas” es, sin duda, una película llamada a obtener muchos premios dentro y fuera de su país. Su fuerza sobre la predisposición emocional del espectador es poderosa. Aun con sus incoherencias y sus sesgos oportunistas hay que dar valor a su esfuerzo por minar de elementos significativos la película y hacerlos accesibles al gran público.

(1) “Estética y semiótica del cine”. Yuri M. Lotman. Editorial Gustavo Gili, 1979

(2) A “Perros de paja”, que presentaba, también, el rechazo, producto de la brutal cerrazón rural, contra la pareja representativa de lo moderno, lo culto, lo ciudadano, lo foráneo, que, en búsqueda de tranquilidad, pretende integrarse en un territorio agreste e inhospitalario. Una película que sí tiene tema: el punto límite a partir del que la civilización acosada por el irracionalismo y el salvajismo necesita romper con lo civilizado y recurrir, como solución, a la violencia. Me parece un buen tema para ser tratado artísticamente. Otra cosa es que su director, Sam Peckinpah, supiera utilizar los medios más acertados y se limitase a hacer un filme predecible y comercial. En la última parte de “As bestas” se produce un giro argumental, que pretende erigirse en temático, sobre el que planea el recuerdo de una película reciente: “Tres anuncios en las afueras”. La protagonista se transmuta en Frances McDormand, la heroína en circunstancias comparables del filme americano, adoptando, de pronto, una caracterización llena de fuerza y de poder interior, a tal punto de hacer desaparecer literalmente de la pantalla a sus hostigadores, eso sí, sin recurrir a la violencia típica de las películas americanas. En ese mismo fragmento argumental “As bestas” se abre a otro subtema: el del antagonismo emocional y conductual madre-hija, muy en la línea de algunos rasgos escénicos de filmes franceses actuales (no sólo por el hecho de que en dicha escena se hable en francés) de realizadores como Mia Hansen-Love, Ozon o Assayas, en el estilo y el tono. Hay que insistir en que tales influencias, aunque sean conscientes, no afectan a la originalidad y el valor que pueda tener la película comentada.

“ARGENTINA 1985” de Santiago MitreTESTIMONIO CATÁRTICO DEL DRAMA NACIONAL

Por A. Cirerol

¿DE QUÉ HABLA LA PELÍCULA?

“Argentina 1985” se propone describir (reconstruir) los hechos y circunstancias que hicieron posible el juicio contra los máximos responsables militares de la represión y las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura, un acontecimiento que obró como un acto catártico para el pueblo argentino.

En este entorno de situación el hilo conductor narrativo es desempeñado por el fiscal que dirigió la acusación (Julio César Estrassera, que encarna en la pantalla el actor Ricardo Darín). Se da forma a su personaje a partir de su quehacer cotidiano en la intimidad familiar, en la elección (o alistamiento) de sus ayudantes, en la preparación y estrategia del juicio. Para hacer más próximo y efusivo el desarrollo de la trama (o sea, para llegar más al público) el filme, al menos en sus dos tercios iniciales (hasta que comienzan las declaraciones en el juicio), en lugar de cargar las tintas en los aspectos más dramáticos y tenebrosos del caso se apoya en la fórmula genérica de la comedia. Es la propia personalidad del personaje principal, de carácter ambiguo y contradictorio, inseguro y apasionado, pero consagrado a su tarea, la que sirve para incentivar el tono de comedia: cuando se muestran sus relaciones con su familia o con su equipo de colaboradores. Pues la película se propone presentar al hombre que “hizo posible lo imposible” como un ser humano cabal a la par que dubitativo y falible, a ratos confuso, esto es, no como un personaje de una pieza ni como un héroe, o, si acaso, como un héroe a su pesar, que se hace fuerte y se resuelve desde la propia confrontación con su misión. Su método: resolver sus dudas a través de la opinión de los otros cercanos en los que confía: su mujer, su hijo (adolescente), el par de inveterados amigos, su adjunto en el caso. No sólo le sirve a él para orientarse y proveerse de razones y convicciones, sino del mismo modo a la película para progresar en modo comedia.

Humanizar al personaje principal contribuye a conmover el ánimo del espectador y lo predispone a identificarse con el mensaje del filme. O sea, a que su sentido profundo sea aceptado por quienes ven la película más allá de sus propias ideas preconcebidas de clase. Se logra así que la película, al igual que el juicio real, tenga una proyección o poder de convocatoria de las conciencias desde una perspectiva unitaria-nacional. El momento culminante de dicho consenso social se plasma en la llamada telefónica de la madre del fiscal adjunto, Moreno Ocampo, a su hijo. Es esta una mujer perteneciente a la alta burguesía argentina, que respalda a la Junta Militar, es adepta al gobierno y amiga del presidente del mismo, Rafael Videla. Tras escuchar por la radio (en la realidad lo leyó en una crónica periodística) una declaración de una víctima-testigo en el juicio llama a su hijo para decirle (sic): “Estuve escuchando el testimonio de Calvo de Laborde (la testigo). Yo todavía lo quiero a Videla, pero tenés razón: tiene que ir preso”. Es un detalle que sirve a la película para globalizar su mensaje de integración nacional de voluntades: “Nunca más”. Pues tanto la película como el juicio histórico es, ante todo, un discurso-comunicado interclasista dirigido a toda la nación de exaltación de la democracia liberal.

Para ello se apoya, en primer lugar, en el tono de comedia adoptado por la película y en la ajustada interpretación de su principal protagonista, que aparece a nuestros ojos como un hombre normal y corriente, como si se nos quisiera transmitir una idea muy simple y sustancial: cualquiera de vosotros también puede convertirse en un héroe si la situación del país lo reclama. El punto de vista, tomado a veces desde perspectivas externas al juez, ya sea desde la mirada del hijo o de su mujer o de sus colaboradores, contribuye a afirmar el esquema narrativo del filme y su objetivo manifiesto: dar un sentido coral a la misión que pretende infundir: la concordia de clases.  

Los fundamentos formales y argumentales que sostienen la película son los propios y habituales de las clásicas películas americanas de juicios (de Hitchcock a Preminger, de Lumet a Pollack, de Stone a Soderbergh, sin olvidar al Gavras de sus incursiones en el cine americano). Tan bien tipificados en este caso que, por momentos, tanto en la preparación del proceso como en la ejecución o en el desarrollo de las situaciones y personajes parece, en efecto, que estamos viendo una película americana.

DE LO QUE NO HABLA LA PELÍCULA

“Argentina 1985”, la película (producida por la plataforma Amazon Prime), guarda sepulcral silencio sobre una cuestión esencial que determinó el destino de Argentina y del subcontinente austral americano durante más de un decenio: el Plan Cóndor. Fue este un operativo de represión política y terrorismo de estado para borrar del mapa físico a la izquierda política, sindical, estudiantil y a la oposición en general, respaldado por el gobierno de EEUU durante cinco administraciones, que proporcionó para su desarrollo planificación, formación, apoyo técnico y suministro de ayuda militar. Se puso en marcha en 1975 por medio de las jefaturas de los regímenes dictatoriales del Cono Sur (Chile, Argentina, Paraguay, Uruguay, Brasil y Bolivia). “Los llamados Archivos del Terror hallados en Paraguay en 1992 dan la cifra global de 50.000 personas asesinadas, 30.000 desaparecidas y 400.000 encarceladas”. En Argentina, en 1973, cuando Perón era todavía presidente, ya había comenzado a actuar la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A, en coordinación con la dictadura de Pinochet, contra las organizaciones de izquierda.

Relacionado de manera intrínseca con el mutismo acerca del papel de la Operación Cóndor y el protagonismo del imperialismo americano en la constitución de dictaduras en el subcontinente, la película obvia, igualmente, cualquier referencia directa a la implicación de la burguesía nacional en el golpe militar y su respaldo material. Sólo su apoyo espiritual, en la secuencia de la fiesta, en la que aparece la madre del fiscal adjunto. Sí se recalca, por el contrario, la “concienciación” de esta después de oír la declaración de una testigo en el juicio. Como si pudiéramos creer que ella y la clase social a la que pertenece y representa estuvieran en la inopia de lo que ocurría, que no supieran nada de la manera en que la Junta Militar de Gobierno resolvía el problema político del país, que no fuera con su apoyo explícito que semejante horror fuera posible. Tampoco del apoyo al golpe y a la Junta Militar por parte de la jerarquía eclesiástica se dice ni mu. Pero todo eso parece que es lo que la película pretende que creamos. Es un detalle, no obstante, ese de ignorar dichas implicaciones, tan importante como necesario, ya que le sirve al filme para transmitir su mensaje de reconciliación nacional.

No hay tampoco una referencia explícita a la guerra de las Malvinas, cuya derrota determinó la caída de la dictadura. Tampoco se señala que la mayoría de la población civil apoyaba a la Junta hasta que el desastre de la guerra la liquidó.

Se pasa de puntillas (apenas una mención tirando a chistosa) sobre la actuación de Strassera durante la etapa del llamado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), más conocido como Junta Militar, en la que fue promovido como Fiscal General, que es la máxima autoridad de la institución. Así que, en la película, como es obvio, destacan más las luces que las sombras, pues no parece procedente señalarlas sobre quien llevó adelante el juicio contra la dictadura y es considerado por ello un héroe nacional. Uno y otro son, sin embargo, el mismo hombre. No es el único caso en la historia en que circunstancias favorables hacen de alguien un héroe que en otra situación menos propicia no lo fue.

En el famoso discurso final Strassera se cuida de señalar, eso no se elude en el filme, sino todo lo contrario, que no se trata de un juicio contra el Ejército del país, sino sólo contra aquellos que lo deshonraron como institución.

A LAS GENERACIONES QUE NO LO VIVIERON

La película es, cuarenta años después, un testimonio de efecto purificador y liberador, un acto de afirmación nacional y de exaltación de la democracia liberal, dirigido, sobre todo, a las generaciones que no vivieron el drama.

No ha habido desde entonces más intentos de golpes de estado militares. Tampoco en el resto del subcontinente. “Nunca más”. Por ahora. Sobre todo, porque la política impulsada hoy por EEUU es otra, una vez que la URSS ya no existe y la revolución ha dejado de significar un peligro real. En la actualidad los golpes son de otro tipo: civiles-parlamentarios.

Al final de la película el público aplaudió.

Es lógico.

Es muy posible que “Argentina 1985” consiga este año el Óscar.

Y Mitre ha hecho méritos para rodar en Hollywood.