¿CÓMO DEBEMOS JUZGAR EL ARTE?. ¿CÓMO, EL CINE?

¿CÓMO DEBEMOS JUZGAR EL ARTE? ¿CÓMO, EL CINE?

(Una recopilación de aforismos sobre arte y literatura de Bertoldt Brecht)

Por A. Cirerol

En el texto que van a leer donde diga Arte o Literatura aplíquenlo también al Cine, por favor. Si dice Libros, añadan Películas. Donde hable de Escribir, ustedes entiendan Filmar. Donde se refiera a Palabras, relaciónenlo asimismo con las Imágenes Cinematográficas. Si habla de Escritores o Lectores, piensen igualmente en Directores y Espectadores.

Y ténganlo siempre presente cuando juzguen no sólo una novela o un poema, sino cualquier película que vean, sobre todo si pretende ser artística. Es decir, abandonen toda cinefilia, esa afición infantil que nos hurta la realidad sustituyéndola por sombras, si quieren realmente ser críticos, justos y racionales.

25 TESIS DE BERTOLDT BRECHT

*El arte no ha de presentar las cosas ni como evidentes ni como incomprensibles, sino como comprensibles, pero todavía no comprendidas.

*Quien quiera escribir con verdad sobre estados de cosas graves deberá escribir de tal manera que se hagan reconocibles las causas evitables de aquellos estados.

*Ensamblar bellas palabras no es arte. ¿Cómo puede el arte conmover y mover a los hombres y las mujeres si el arte mismo no es afectado por el destino de éstos?

*La obra de arte explica la realidad que plasma; enseña a ver con propiedad las cosas del mundo.

*¿Qué es el formalismo?: la deformación de la realidad en nombre de la forma.

*Es formalista en arte quien se aferra a formas viejas o nuevas. Lo es tanto aquél que impone por la fuerza formas nuevas a un tema, como quien no sabe escapar de las formas viejas.

*Únicamente los nuevos temas toleran formas nuevas.

*Un auténtico goce artístico sin actitud crítica es imposible.

*Sin someterse a la evolución del contenido, cualquier innovación formal es completamente estéril.

*No hay que juzgar la literatura desde la literatura, sino desde la vida y el mundo, desde la parte de la vida y del mundo de que aquélla trate.

*Sobre fórmulas literarias hay que interrogar a la realidad, no a la estética. Los nuevos medios estilísticos deben ser juzgados no en sí mismos, sino según su correspondencia, validez y eficacia con respecto al tema.

*Las innovaciones exclusivamente por motivos artísticos pretenden únicamente afianzar el viejo mundo burgués, dándole un barniz externo, un sesgo de moda. Tales experimentos se atienen sólo a la forma, son superficiales, banales y anticuados. Su propósito es conservar contenidos deteriorados, obsoletos.

*En la literatura de las postrimerías del capitalismo los poetas intentan sacar sin cesar nuevos incentivos a los viejos temas burgueses mediante transformaciones estilísticas vanas y desesperadas.

*Los novelistas que sustituyen la descripción del ser humano por una descripción de sus reacciones psíquicas y descomponen así al hombre en un mero complejo psicológico no hacen justicia a la realidad. Ni el mundo ni el ser humano pueden explicarse si sólo se describe el reflejo del mundo en la psique humana o sólo la psique cuando ésta refleja el mundo. El hombre debe ser descrito a la vez en sus reacciones y en sus acciones.

*Los novelistas que sólo describen la deshumanización que lleva a cabo el capitalismo, esto es, a los hombres sólo en su desolación psíquica, no hacen justicia a la realidad. El capitalismo no sólo deshumaniza: crea humanidad también, a saber, en la lucha activa contra la inhumanidad.

*Hay que analizar las obras en particular e indagar qué ideas socialmente importantes defienden o combaten, y qué complejos temáticos, viejos o nuevos, presentan al lector. A continuación hay que examinar también qué novedades formales introducen en el tratamiento del material.

*En cada caso particular hay que comparar la descripción que el artista hace de la vida con la misma vida descrita. Sólo mediante esta confrontación se podrá distinguir un escrito realista de otro no realista.

*El artista no puede trabajar de forma realista por encargo de las clases caducas y agotadas, que ya no están en condiciones de resolver productivamente los problemas y las dificultades sociales.

*Escribir de forma realista significa: influido conscientemente por la realidad e influyendo conscientemente en ella.

*El rango distintivo de las obras realistas: tienen mucho de esencial y nada de superficial.

*El elemento crítico es decisivo para el realismo. Hay que criticar la realidad configurándola, hay que criticarla “realistamente”.

*El público debe “pensar por encima de la acción”, debe negarse a aceptar ésta acríticamente; pero esto no significa rechazar una reacción emocional, sino que ante la obra de arte “ha de pensar emocionalmente y sentir pensativamente”.

*Decadencia en arte: separación de forma y contenido en la obra de arte. En ella se separan la forma (que es nueva) del contenido (que es viejo).

*La libertad burguesa es un formalismo para los trabajadores, una frase vacía, pues sólo son libres “según la forma”.

*Se puede modificar el gusto del público no con mejores obras artísticas, sino sólo modificando la situación social y cultural del público.

 

 

EL TRAVELLING MORAL (2)

EL TRAVELLING MORAL (2)

por A. Cirerol

Con «Cahiers du Cinéma» se inauguró una nueva etapa en el campo de la crítica cinematográfica, en la que se pasó de prestar atención a los aspectos temáticos del film a privilegiar exclusivamente los procedimientos formales. Seducidos por la ilusión de realidad característica del arte cinematográfico, esa inclinación al formalismo, que, como tendencia, ha existido siempre en el arte, derivó hacia un deslumbramiento infantil por los efectos técnicos, sin tener en cuenta que la esencia de la obra artística no radica en su «estilo», sino en la capacidad para explicar estéticamente la realidad a la que da forma. Sólo así se puede entender que se llegase a afirmar, tal como hacían Godard y sus acólitos, que existen usos de la técnica cinematográfica portadores en sí mismos de virtud o ignominia. Esto es, que la elección de un determinado encuadre o movimiento de cámara lleva aparejada una opción moral.

Aunque la humorada de Godard, comentada aquí en un artículo anterior, no tenía, como es habitual en él, sino una intención al tiempo provocativa y mixtificadora, no se tardó en encontrar su corroboración práctica. Su compañero de filas Jacques Rivette señalaba, en el opúsculo «De la abyección», la película «Kapo» como demostración de las facultades teleológicas, sino teológicas, de la cámara cinematográfica, en este caso para probar su empleo inicuo. En su artículo de 1992 «El travelling de Kapo«, incluido en su funerario libro de memorias cinéfilas «Perseverancia, reflexiones sobre el cine», el crítico francés Serge Daney, tras reconocer que nunca había visto dicha película, rememoraba la impresión que treinta años antes le produjo la lectura del artículo de Rivette sobre aquel film: «Así, un simple movimiento de cámara podía ser el movimiento que no había que hacer. Para atreverse a hacerlo había que ser abyecto. Apenas terminé de leer esas líneas supe que el autor tenía toda la razón. El texto de Rivette me permitía ponerle rostro a la abyección. Mi rebeldía había encontrado su forma de expresión. Esa rebeldía estaba acompañada de un sentimiento más oscuro y menos puro: la serena revelación de haber adquirido mi primera certeza como futuro crítico. Durante esos años, efectivamente, «el travelling de Kapo» fue mi dogma portátil, el axioma que no se discutía, el punto límite de todo debate. Con cualquiera que no sintiera de inmediato la abyección del «travelling de Kapo» yo no tenía definitivamente nada que ver, nada que compartir…La célebre fórmula de Godard que ve en los travellings una cuestión de moral me parecía una de esas verdades evidentes sobre las cuales nadie podía retractarse».

La máquina cinematográfica tenía para los nuevos críticos un poder taumatúrgico. El adecuado uso de sus mecanismos sólo era accesible a quienes en «Cahiers» denominaban «autores». Autor no era aquél capaz de dominar y recrear estéticamente la realidad, sino el usufructuario de un determinado «estilo». Es la «cinefilia», esa enfermiza, embaucadora y provinciana sugestión hipnótica con que los adeptos («cinéfilos») enjuician la obra cinematográfica, suspendiendo para ello todo criterio artístico y racional. Como un principio fundamental y consagrada la nueva fórmula kinosófica se divulgó por todos los medios de comunicación por indocumentados o doctos que fuesen; y así sigue, cual dogma inamovible, hasta la fecha.

En busca de ese principio mítico, «el travelling moral», puede resultar si no revelador por lo menos entretenido, aprovechar la ocasión para exponer, con unos cuantos ejemplos, entre mil posibles, algunos de sus usos, con el fin de indagar su función o su presunta naturaleza ética. Qué mejor que comenzar por el propio autor de la sentencia. Es el famoso trávelin de la muerte de Belmondo en «Al final de la escapada» el que tenéis a vuestra disposición:

¿Se puede sostener, al contemplar estas imágenes, que la preferencia del realizador por el trávelin para mostrar la muerte de su protagonista entraña una necesaria correspondencia de índole moral? Lo más que se puede aseverar es que la opción elegida propone al espectador una identificación romántica con el personaje y que, por sus características, al estar rodada al aire libre, provee a la escena de una mayor espontaneidad e inmediatez. Por el contrario, la relevancia concedida a ese movimiento de cámara, que Godard, para no parecer sentimental, procura al mismo tiempo desleír con acotaciones paródicas, sólo es aceptable si suscribimos, al igual que el director, la ejecutoria moral de un personaje que carece de ella. Al final resulta que el corolario de un trávelin tan afirmativo y arrebatado como éste, la mortal declaración de amor del forajido abatido por unos caricaturescos policías, no es sino una exaltación de la misoginia. El exabrupto que alude a la necesaria relación entre trávelin y moral queda en entredicho, a la hora de su puesta en práctica por el propio autor.

La secuencia indicada recuerda demasiado a aquélla con la que concluye «Cenizas y diamantes», la película de Andrzej Wajda, como para ser producto de la casualidad. También allí el protagonista, un asesino fascista (aunque casi tan «encantador» como Belmondo), es perseguido tras un enfrentamiento con el Ejército Popular, del que sale malherido. La cámara acompaña su huida, hasta que se desploma en un vertedero y muere entre la inmundicia como un despreciable traidor. Trato muy distinto al que dedica Godard a su héroe.

Ya que se habla de Wajda, vean la escena inicial de su película «Kanal», de 1957:

Un largo y arduo trávelin, que bien podríamos calificar como topográfico. Su sentido, aparte del gusto del realizador por la complejidad en general y el plano secuencia en particular, se justifica porque dota de mayor veracidad e inminencia al movimiento de tropas que reproduce, al modo de un reportaje bélico.

Más complejo y laborioso aún, el movimiento de cámara con el que se abre «Sed de mal», realizada un año más tarde por Orson Welles:

Un plano secuencia éste de tres minutos y medio, que se inicia con un primer plano de las manos que manejan el mecanismo de una bomba, que sigue luego en plano general al hampón que coloca el explosivo en un coche, en el que se monta una pareja, mientras la cámara se eleva con un movimiento de grúa por encima de unos edificios y desciende al otro lado de éstos para encuadrar de nuevo al coche, que por dos veces se detendrá ante sendos pasos de peatones, por el segundo de los cuales cruzará una pareja cogida del brazo (Charlton Heston y Janet Leigh, los protagonistas de la película) y que suscita a partir de este momento el interés de la cámara, que se desplaza siguiendo su itinerario, mientras el coche donde sabemos que han colocado el explosivo se cruza en varias ocasiones con ellos, entre la aglomeración de gente que deambula por las calles, hasta converger en un puesto de aduana (en el que nos enteramos de que la pareja acaba de casarse y que él es comisario de policía), donde la cámara abandona el recorrido del coche para centrarse en el camino de los recién casados. En el momento en que éstos se detienen en plano medio para besarse, se produce la explosión y el coche, rompiendo la imagen la continuidad del plano, salta por los aires.

Estamos ante una secuencia rodada en un solo plano que contiene numerosos y complicados desplazamientos de la cámara, que literalmente vuela, se desliza, discurre, circula, se acelera o se detiene, y  emprende de nuevo su trayecto, tras el reclamo del coche y de la pareja protagonista. Un auténtico alarde formal de precisión milimétrica, de continua y audaz apertura del espacio escénico, un trávelin de inspiración cartográfica, donde prevalece un punto de vista de irónica tensión ante la inminencia del estallido, apoyado en el ritmo sincopado de la música de Mancini.

Véase cuán distinta, aunque asimismo ostentosa, la cámara de Max Ophuls en «Carta de una desconocida»:

La cámara se deja atraer por los asistentes -pertenecientes a la alta sociedad vienesa- a una representación teatral. En la antesala del teatro sigue ora a unos personajes, ora a otros, con la volubilidad y ligereza que sugieren sus afectadas apariencias, y, al tiempo, con la acompasada elegancia coreográfica de un vals.

O el archifamoso plano de «Lo que el viento se llevó», que, a través de un espectacular desplazamiento de la cámara, que va elevándose imponentemente, nos descubre, a medida que se va abriendo a la vista el espacio fuera de campo, el cuadro sobrecogedor de los miles de soldados heridos, hacinados en la estación de Atlanta, hasta enmarcar la bandera confederada, simbólicamente convertida en un trapo viejo y raído.

Son maneras diversas de hacer un uso funcional y/o significativo del trávelin, pero no hemos hallado aún rastro alguno de su supuesto carácter moral (o de su contrario). Se intentará en el próximo y último capítulo.

Ida: fortaleza o sumisión

IDA, O LA FUERZA DE LA SUMISIÓN
por A. Cirerol

EXORDIO OBVIABLE
¿Cómo es el cine polaco de hoy? A diferencia de hace cuarenta o cincuenta años, a esa pregunta sólo podrían contestar en la actualidad unos pocos analistas cinematográficos especializados en el tema. Las condiciones de la industria cultural en la etapa actual del capitalismo tardío, en pleno apogeo del neoliberalismo sin fronteras, hace que, en el campo cinematográfico, sólo nos lleguen en cantidades masivas las producciones del Imperio, en su inmensa mayoría detestables, mientras de los cines nacionales (europeos, asiáticos, sudamericanos y africanos) apenas conocemos una exigua muestra. Eso se llama imperialismo cultural e ideológico.

Así, por ejemplo, nos pasa con el cine polaco que son muy pocos los que tienen noticia de él. Hace cosa de un año, la Filmoteca exhibió una selección de su reciente cinematografía: ¡felicitaciones a quienes tuvieron la oportunidad de asistir! En salas comerciales sólo ha llegado a nuestro país «Katyn», (2007), de Adrzej Wajda, sin duda por su rotunda carga propagandística sobre las «atrocidades del comunismo». Ahora, quizá a instancias de los premios internacionales cosechados, se acaba de estrenar en España «Ida», sin que podamos saber en qué medida esta película es representativa del cine de su país. Como, por diversas razones, reviste un interés singular, puede servirnos de pretexto para evocar el cine polaco que pudimos conocer hace bastantes años, además de intentar examinar las cualidades de la obra mencionada.

En las primeras escenas de «Ida» un cartel nos informa del momento histórico en que transcurre la acción: Polonia, 1962. Nos encontramos, pues, en uno de los escasos períodos de estabilidad y progreso de la República Popular de Polonia, en pleno deshielo, bajo la presidencia de Wladyslaw Gomulka. Es una época en la que se estimula la libertad creativa, y donde esto más se nota es en el cine, la música (pleno auge del dodecafonismo, con compositores como Lutoslawski, Penderecki, Górecki; boom del jazz, que se convierte en el más interesante que se produce en Europa), el teatro (Jerzy Grotowski y su Teatro Laboratorio) y la pintura (arrinconamiento del realismo socialista, expansión del abstraccionismo).

En la Escuela de Cine de Lodz, creada en 1948, se forman quienes serán los grandes directores de los años 50 y 60, una época de esplendor de la cinematografía polaca, que será conocida como la Escuela Polaca de Cine, a quienes unificaba su común oposición al realismo socialista: los Wajda, Munk, Kawalerowicz, Rosewicz, Kutz, Has, Polanski, Skolimowski, Zanussi, Kieslowski, etc. Fue éste un cine siempre insumiso, resistente a seguir las directrices de la doxa oficial, y que aún acrecentaría su enfrentamiento con el sistema en la etapa siguiente, que el realizador Krzystof Zanussi denomina Cine de la Inquietud Moral, «voz de los artistas disidentes, incompatibles con el marxismo, en quienes la ética prevalecía sobre la política, lo individual sobre lo colectivo». Películas como «El hombre de mármol» (1977), «El hombre de acero» (1981), de Wajda, «Iluminación» (1973), «Colores de camuflaje» (1977), de Zanussi (quien realizaría asimismo un filme sobre Juan Pablo II), «El hospital de la metamorfosis» (1977), de Zebrowski, «Yesterday» (1985), de Piwowarski, etc., cuyo objetivo era erosionar el régimen desde dentro con el fin de propiciar un cambio del sistema político entonces vigente.

SUMARIO
La figura de Pavel Pawlikowski, realizador de «Ida», es peculiar. Dejó Polonia en 1971, a los 14 años, y en los 80 se estableció en Inglaterra, donde se dedicó a la realización de documentales, con los que obtuvo diversos premios internacionales, antes de pasarse al cine de ficción más comercial con «My summer of love» (2004) y «The woman in the fifth» (2011). En 2013 rueda en Polonia «Ida», película que contrariamente a lo que los antecedentes de su autor podían hacernos imaginar es, en su esencia, cien por cien polaca. En ella narra la historia de una joven novicia, Anna/Ida, que no ha salido nunca del ámbito del convento en el que profesa. Antes de tomar los votos, se le encomienda que conozca al único pariente que le queda en el mundo: su tía, Wanda, a la que nunca ha visto. Ésta es una prestigiosa jueza del régimen, que le descubre a Anna su origen semita y le revela que sus padres fueron asesinados en el transcurso de la guerra. Juntas viajan al lugar de los hechos, en busca de los restos de los ascendientes de la joven, con el fin de darles sepultura. Para ambas este viaje tendrá un efecto catalizador y las aboca a una situación crítica y decisiva.

DISPOSICIÓN DE LOS MATERIALES
Lo primero que llama la atención en «Ida» es la singularidad de su estructura narrativa, fundamentada en un encadenamiento de unidades fílmicas constituidas por planos fijos, donde todo movimiento de cámara es abolido (cuando en un par de ocasiones parece desplazarse, lo hace en realidad desde un elemento igualmente móvil -coche o autobús- por lo que sigue actuando como un encuadre fijo, correspondiente a la mirada de la protagonista), salvo en la última secuencia, donde la irrupción del movimiento de la cámara (trávelin) cumple una función catártica. Una apreciación superficial podría hacernos pensar que estamos en presencia de un tipo de montaje que reproduce las técnicas del cine ruso de los años 20 y 30, pero se trata de una falsa impresión. En el cine de los grandes realizadores soviéticos el encuadre y la composición de los planos pretende «producir sentido», y éste se alcanza por medio de una interacción conflictiva o contrapuntística entre los planos. Éstos no cumplen una función propiamente representativa, sino discursiva, reflexiva; son portadores de significación en sí mismos. Bajo un aspecto formal en apariencia semejante, nada más disímil que el planteamiento de Pawlikowski. La disposición de planos estáticos en «Ida» se concentra en la plástica de la imagen, donde lo que prevalece es el emplazamiento de los cuerpos en el espacio, su equilibrio o, por el contrario y de una manera más insistente, un ordenamiento asimétrico de aquéllos en el encuadre, con una gran amplitud de espacio fílmico vacío dentro del plano en sus márgenes lateral o superior, cualquiera que sea el tamaño de la figura enmarcada, desde el plano general al primer plano. Plausible referencia a la incomunicación, extrañamiento, inestabilidad e infortunio de la sociedad polaca bajo la tiranía atea y totalitaria.

La elección del blanco y negro cumple la misma función plástica. No tanto para representar de manera expresionista un estado de ánimo correspondiente a un «período histórico sombrío», sino para iluminar la pantalla con el ascetismo de las dependencias y los hábitos conventuales, con la gélida impresión del hibernal paisaje polaco, con la evocación de un pasado en el que los colores se han desvanecido, como ocurre en los sueños. Cómo no, la prevalencia de los tonos cromáticos del blanco y negro actúa para destacar la proporción y el relieve de las figuras, su austera composición en el espacio. La misma continencia encontramos en la representación sonora: ausencia de apoyo musical externo al desarrollo narrativo, recurso usado habitualmente con el fin de suscitar emociones en el espectador. La música emerge sólo dentro del contexto narrativo, para enfatizar el carácter de los personajes o para definir el espíritu de la época. Así, en el apartamento de Wanda siempre sonará música clásica en el tocadiscos; en la velada en el hotel del pueblo, reverberan en el micro las canciones pop del momento (hits italianos), que hoy nos hacen sonreír por su candorosa simpleza; de madrugada, cuando los componentes del grupo musical interpretan ya sólo para abismados noctámbulos y para sí mismos, improvisaciones jazzísticas: Coltrane.

EL SALTO DE WANDA Y EL TRÁVELIN DE IDA
El filme no está sólo cuidadosamente elaborado desde un punto de vista formal, la relación que se establece entre las dos protagonistas da lugar a una penetrante indagación de sus personalidades. Ambas son diametralmente opuestas. Anna, sin ninguna experiencia de la vida, es una adolescente llena de una ingenua y a la vez firme espiritualidad. Su entereza se sostiene en una fe religiosa tan serena como inexpugnable, amurallada por un silencio a la par reflexivo y vigilante. Pero, al tiempo, es observadora, inquisitiva, calladamente receptiva a la influencia de ese mundo nuevo, desconocido, que se abre de pronto a sus ojos. Wanda, por el contrario, es una mujer experimentada, dura, curtida por la vida. Atea, materialista, otrora funcionaria relevante del Partido Obrero Unificado en el poder, determinados indicios de la trama nos hacen inferir que el nuevo giro político liberalizador la ha postergado a un lugar secundario y que sus años de notoriedad han pasado. En la actualidad, es una mujer amargada, desengañada, cínica, que consuela su soledad con el alcohol y fortuitos encuentros amorosos con extraños, que sólo consiguen ahondar su desolación. Los rostros de las dos mujeres -y en la película abundan los primeros planos- revelan con elocuente transparencia sus distintas naturalezas. El de la joven se nos aparece límpido, con la pureza simple de quien carece de pasado, pero resuelto, al tiempo, a no alterar el inmutable futuro de reclusión y servidumbre espiritual que ha decidido para sí. En el de la mujer mayor están impresas las huellas de una vida de lucha, de áridas y vanas ambiciones, y de decisiones crueles e inconmovibles; y, sin embargo, bajo la corteza y las cicatrices de esa vida tormentosa, antes de ser conocida como Wanda la Roja, podemos imaginar (merced al extraordinario magnetismo de su intérprete, Agata Kulesza) a la muchacha apasionada e idealista, que unió altruistamente su destino a la gran causa por la humanidad.

A lo largo de ese breve viaje a la raíz, pasarán de la mutua desconfianza y los prejuicios a la aceptación y el aprecio. La joven sentirá la atracción de lo externo y contingente, de lo visible y material; parece, por un momento, salir de sí para atrapar lo real humano. La mujer mayor, la que sabe lo que significa vivir, mancharse, será la que paradójicamente sucumbirá al enfrentamiento con el pasado. Su aparente fortaleza, ya resquebrajada, acaba por desplomarse. Se le hace intolerable la conciencia de su desamparo, la insoportable revelación del sin sentido de su vida, el desmoronamiento de sus certidumbres. Vacía de todo, decide precipitarse en ese vacío, salir del mundo. De la otra, la novicia, se apodera un sentimiento nuevo, la duda, provocada por su naciente atracción por ese principio hasta ahora ignorado, el mundo sensible. Decide, pues, a modo de verificación antes de resolver a desposarse con Dios, experimentar los goces terrenales, asumiendo, para ello, la personalidad de su tía. Se vestirá con sus trajes, fumará como ella, bailará, se emborrachará, joderá como ella. De la prueba que se ha impuesto saldrá, sin embargo, indemne, y reforzada en su determinación de regresar al convento y profesar. El último plano de la película nos muestra ese acto definitivo de voluntad por medio de un trávelin (¿será ése el tipo de trávelin moral con que hace más de medio siglo nos vacilaba Godard?) que encuadra su rostro enérgico, resuelto, tocado por un fulgor místico, mientras camina hacia la abadía, al encuentro de su irrevocable misión. Ida, por fin, se ha puesto en movimiento.

NO ES ORO TODO LO QUE RELUCE
Ida tiene toda la pinta de una obra redonda, y deja esa sensación en nuestro entendimiento durante bastante tiempo tras su visión. Mérito, sin duda, del talento y la inteligencia de su realizador, que expone con compleja precisión y mirada humana el drama de estas dos almas antagónicas, enfrentadas a su identidad y su destino. Hagamos, sin embargo, un esfuerzo de profundización. Por poco que lo intentemos aparecen de inmediato sus puntos débiles, consistentes en la falta de coherencia interna del texto narrativo, que afecta a la verosimilitud -y, por tanto, a la verdad- de situaciones y personajes, y, lo que es más grave, al propio sentido de la película.

¿POR QUÉ TUVE QUE IRME A LUCHAR?
Comencemos por una serie de inconsecuencias y discordancias del contenido narrativo, necesarias, sin embargo, para mantener el efecto que Pawlikowski pretende provocar en el ánimo del espectador. En concreto, cabe preguntarse, en apoyo de la lógica diegética, esto es, la que hace referencia al desarrollo narrativo de los hechos, qué inexplicada razón impulsa a la abadesa a prescribir a Ida el deber de visitar a su tía -la célebre Wanda la Roja- antes de consagrarse a la vida religiosa. ¿Conocer la verdad sobre su origen? Asombraría tal muestra de liberalidad apostólica en una institución como la señalada, a parte de que nada nos permite suponer que tal circunstancia sea siquiera conocida por la dirección abacial. Aunque pudiéramos llegar a aceptarlo, puestos en esta tesitura, cómo prestar la mínima verosimilitud al hecho de que previamente la misma Wanda, atea y comunista convencida, hubiese recluido a su sobrina en un establecimiento religioso (donde su destino como profesa era ineluctable) en lugar de internarla en una institución escolar estatal, acorde con su ideología. Por qué Wanda, cual si hubiese aguardado a las exigencias dramáticas del guión de Pawlikowski, decide partir al rescate de los restos de su hermana y, ¡sorpresa del guión!, de su propio hijo, cuando recibe la inesperada visita de su sobrina, casi veinte años después de los hechos. ¿No resulta, por el contrario, más conforme con las reglas de la razón suponer que la búsqueda y recuperación de unos restos mortales tan queridos, así como el castigo de los culpables, tuviese lugar en el mismo momento del triunfo sobre el nazismo? Igualmente incongruente, la respuesta a la lógica pregunta de Ida a los asesinos (*): ¿por qué yo no estoy ahí? (en la fosa), esto es: ¿por qué no me matasteis también a mí? Lo cual lleva aparejado como consecuencia que Wanda hubo de recuperar a su sobrina sabiendo que los mismos que la habían recogido eran los asesinos de su propia familia, incluido el hijo de Wanda, sin que a ésta – ya destacada militante del partido en el poder y todopoderosa jueza en ciernes- se le ocurriese hacer nada al respecto. Más aún, si se tiene en cuenta su reacción posterior, en el momento de exhumar con tanto retraso el cadáver de su hijo, cuando aparece devastada por el dolor, hasta el punto de lamentar la decisión tomada entonces, dejando al pequeño al cuidado de su hermana para dedicarse a combatir a los invasores nazis. ¿Para qué tuve que irme a luchar?, llega a preguntarse, reconcomida por la culpa. Una inferencia de esa índole es inconcebible en una personalidad con las convicciones de Wanda, por muy debilitadas que éstas se hallasen a la sazón. Todo parece producirse de acuerdo no con la credibilidad de los acontecimientos, sino con los propósitos que guían a Pawlikowski, por más alejados que estén tanto de la lógica común como de la histórica. Podemos pasar por alto también que Ida y Wanda, católica militante la una y atea consecuente la otra, decidan enterrar furtivamente los respectivos restos de su madre y su hijo en un cementerio judío, sin que hayamos sido avisados de su repentina identificación con su origen étnico. Vayamos, por fin, a lo principal: la resolución final de Ida.

LA PRUEBA DE LA NOVICIA
Wanda opta por el suicidio. Es una decisión acorde con su temple, una vez que asume la vaciedad de su existencia, su dolor culpable, su desamor. Ha dejado de esperar y de creer, y ella no es una mujer que se ande por las ramas. De Ida conocemos su gradual expectación por el mundo exterior; la curiosidad, próxima a la sugestión, que le inspira su tía; la vislumbre de atracción por el joven saxofonista del grupo musical. La prueba que se exige Ida a sí misma puede tener una doble interpretación. Aquella que tiene mayor apariencia de certidumbre: ella necesita experimentar las heces de la vida mundanal y profana para demostrarse la fortaleza de sus convicciones religiosas. Su acción reviste un viso simbólico: apropiarse de la personalidad de la tía, la imagen más representativa de todo aquello que desde una perspectiva moral e ideológica es antagónico con sus creencias; transformarse en ella para vencerla, para extirparla de sí, y conjurarla, exorcizarla para siempre. O podemos probar con la otra plausible explicación, la más simple y dudosa: Ida precisa conocer, antes de profesar, si su destino como mujer está en el culto a Dios o en la secular entrega al amor carnal y familiar. Pese a las expectativas creadas por Pawlikowski al respecto, mostrándonos, a través de encuadres armónicos, centrados, equilibrados, la atracción anímica y afectiva entre los dos jóvenes, el músico y la novicia, Ida decide, ya sea por desencanto o por convicción, que no es ése su camino. Sea cual sea la razón, la decisión de Ida se nos muestra -cinematográficamente, a través del primer y exultante movimiento de cámara de la película- como el triunfo de la voluntad, del idealismo, de la libertad.

LA FORTALEZA DE LA SERVIDUMBRE
¿Podemos como espectadores críticos comulgar con los postulados del filme? No podemos. Supondría aceptar el valor de la razón irracional y de la verdad intangible. Admitir la primacía de lo espiritual e incorpóreo sobre lo material, colocar la conciencia al margen de la naturaleza, la fe suplantando a la razón. Con ese empeño, Ida se hace trampas a sí misma y Pawlikowski se las hace al espectador. El acto de Ida es sólo un simulacro o una parodia, un juego. Su transubstanciación con su antagonista
sólo se produce en lo incidental y anecdótico. La novicia, un ser sin pasado vital, imita a Wanda en lo contiguo e inmediato, en aquello más superficial, en lo que le veía hacer o se imaginaba que era, tal como los niños cuando se disfrazan de mayores. Pero como neófita es incapaz de acoger dentro de sí el cúmulo de experiencias vitales que han llevado a Wanda a ser lo que es. De eso Ida no sabe nada. Y, cuestión primordial, el estado y la situación de ambas es radicalmente desemejante: Wanda ya no cree en nada; Ida, aun en el momento de conculcar las normas que constituyen su decálogo moral, no ha perdido en ningún momento su fe. Por ello, ese examen de autoafirmación no puede ser sustancial, ni siquiera moral, sino un ejercicio de simulación, una representación falsamente purificadora. Es un acto en sí mismo intrascendente. No puede servir, pues, para afirmar la aparente tesis de la película. La preponderancia del alma, la fuerza de la voluntad.

PUNTO DE FUGA
¿Pero es ésa en realidad la tesis de la película? Lo es, pero enmarcada en un contexto político concreto, la conclusión que propone Pawlikowski de su parábola fílmica es diáfana: la necesidad de preservar la individualidad, el espiritualismo y la libertad, sólo es posible en determinadas circunstancias, como la de Polonia en 1962, huyendo de la realidad. Para quien ha colaborado a cimentar esa acerba realidad sólo cabe buscar ventanas por las que precipitarse al vacío que la constituye; para los demás, la fuga hacia dentro, que es la resistencia interior. La elección de Ida es más productiva de lo que parece, a la postre la Iglesia fue uno de los principales baluartes contra el socialismo y posiblemente el que más coadyuvó a su caída. Walesa lo haría desde Gdansk, a través de las películas de Wajda. El resto, como la juventud indolente y acomodaticia que vemos en «Ida» o quienes en la película representan el pasado colaboracionista y culpable, se sumaron entusiasmados a la fiesta.

TRÁILER
Los proyectos inmediatos de Pawlikowski: una película en inglés, titulada «Epic» , y otra en ruso y georgiano de título «Kamo» , sobre los años mozos de Iósif Vissariónovich, más conocido como Stalin. Esto promete.

(*) «Está el asunto de un granjero polaco que mata a una familia judía…, seguro que habrá problemas», declara el director al comentar su película. Hay que celebrar el interés de éste por sacar a la luz comportamientos incómodos para la historia de su país. La cuestión del colaboracionismo con los nazis es un asunto sistemáticamente omitido en la memoria histórica y artística europea. Sin embargo, la osadía de Pawlikowski es tan limitada como pusilánime: no se plantea denunciar unos hechos notorios, se trata solamente de un caso excepcional suscitado por la codicia. No habrá problemas.