Duelos de Películas
Por A. Cirerol
El cine americano se rigió durante muchos años, formando parte esencial de su función ideológica, por el sistema de géneros. La comedia, el melodrama, el wéstern, el thriller o cine negro, el musical, el bélico, el de terror y ciencia ficción, el «histórico», el de dibujos animados, etc., todos desempeñaban un papel específico en la construcción de la superestructura ideológica de la nación. Puede afirmarse que ninguna película escapaba a este determinismo.
Por supuesto, Hollywood nunca pretendió hacer un cine realista a través de los géneros. Los géneros se sustentan en convenciones (conjunto de estándares, reglas, normas o criterios reconocibles que son de aceptación general) basadas en un repertorio iconográfico (referido a temas, situaciones, personajes y estilo visual) que se repite invariablemente en todas las películas.
En su libro «El nuevo cine americano» (Ed. Zero, 1979), Antonio Weinrichter escribe que dichos filmes «eran míticos, dramas simbólicos… en los que los personajes aparecían falseados (mixtificados) por una estilización iconográfica que se correspondía con la estilización argumental, que les hacía funcionar como arquetipos. De aquí que el tono de Hollywood pueda ser calificado de realismo mítico».
El wéstern es, sin duda, el género americano por excelencia. Un género propio, intrínseco. Posiblemente el que más ha adulterado (mistificado) la realidad histórica en el sentido de una exaltación de la constitución del país. Los wésterns tienen, por tanto, una función fundadora, afirmativa, constructiva y épica.
Uno de los elementos convencionales típicos del género wéstern es el duelo final, en el que venían a resolverse, haciendo uso de la violencia, los conflictos temáticos del filme.
Me propongo repasar algunas de sus fórmulas, no necesariamente las más prototípicas.
«Shane» («Raíces profundas», de George Stevens, 1953) modificaba el modelo clásico del duelo (que, recordemos, significa «reto» o «desafío» entre dos, o más), cuyo escenario había sido habitualmente el de la calle mayor del pueblo, a la luz del día (sobre todo para que hubiera testigos que pudiesen dar fe del acontecimiento). En «Shane» el duelo decisivo es nocturno y en un interior (aunque esa circunstancia es menos novedosa, ya que no es el primero que tiene lugar en un saloon, pero sí lo es que se ejecute casi en penumbra: Clint Eastwood tomó nota de ello en «Sin perdón»). En este caso sólo podrán contarlo, además del héroe, el encargado del bar, un niño (y, si pudieran hacerlo, un par de perros).
Aún más inusitado es el duelo final en la película de Nicholas Ray «Johnny Guitar»(1953) entre dos mujeres. Aquí destaca, aparte de lo insólito de los partícipes, el simbolismo del color de los atuendos de sus protagonistas: el amarillo de la camisa, como expresión de luz y vida, y el rojo del pañuelo, pasión y fuerza, de la buena, enfrentado al negro, maldad y muerte, de la mala. El grupo de la mancomunidad de lugareños que apoya los intereses de la mala aparece extravagantemente uniformado de manera igualmente representativa. Hay que hacer notar la sorprendente circunstancia de que el protagonista masculino, Johnny Guitar, no toma parte primordial en el enfrentamiento, resuelto por la heroína. La secuencia está envuelta en un nimbo de irrealidad, puede que intencionado o quizá no, que se hace ostensible tanto en el exagerado colorismo, como en el “uniforme” que visten los participantes, en las toscas transparencias que sirven de fondo a los personajes y en el desaforado romanticismo de la escena final (que resulta casi hilarante), con los protagonistas besándose después de atravesar una más bien inverosímil cascada, como una célica puerta que se abre a una vida nueva feliz para los dos amantes.
También puede considerarse insólito el de “Duelo al sol”, película de King Vidor de 1946, en el que el duelo tiene lugar a cielo abierto, en un abrupto paisaje, entre los dos amantes. Un raro ejemplo de amor fou en el cine americano, donde se funden de forma delirante el odio y el amor más exacerbado, hasta un punto que habría encantado a André Breton y los surrealistas.
El de “El hombre que mató a Liberty Valance” (1962) cumple en apariencia con las reglas del género: sucede en plena calle, aunque por la noche, entre el salvaje matón del lugar y el idealista picapleitos metido a lavaplatos. En su perfecta planificación Ford deja constancia sólo del mito, ya que lo que vemos no es lo que realmente ocurrió, sino lo que dio lugar a la leyenda. Al final de la película en un solo plano fijo somos testigos nuevamente de la escena, mostrada ahora en su fiel objetividad. Confesada años más tarde la verdad al director del periódico este se niega a publicarla con estas palabras: “Cuando la leyenda se convierte en un hecho se imprime la leyenda”. Pero a partir de ahora ya no hay lugar para la leyenda ni para las películas del Oeste al estilo épico. Con “El hombre que mató a Liberty Valance” se anuncia la elegía del wéstern.
Es el camino que sigue Sam Peckimpah en “Duelo en la alta sierra” (1963). Ahora son dos viejos los que se enfrentan a la partida de facinerosos. Antes de morir, el viejo sheriff dirige su última mirada al paisaje que le rodea: “los grandes horizontes” que habían sido el escenario representativo de las películas del Oeste. Todo ha cambiado, no hay lugar ya para la leyenda. Lo que viene luego es el “wéstern sucio”, en el que el mismo paisaje moral ha desaparecido.
Todo es cinismo ya en “El bueno, el feo y el malo” (1966) de Sergio Leone. No sólo en el contenido, también, y esto es lo peor, en la forma. Lentificación de la acción hasta llegar casi a la cámara lenta, bombardeo de primeros planos de rostros, manos, pistolas y ojos, todo puntuado por una banda musical tendente al histerismo, descriptiva de la atmósfera corrupta del nuevo seudo wéstern y de su fingida épica. Se llega a hacer un “estilo” de esto. El wéstern ha muerto.
Aun así, Clint Eastwood hizo posteriormente unos cuantos no desdeñables. El duelo que viene ahora ya no es del Oeste, pero lo rememora y le rinde tributo. El héroe ya no lleva pistola, dispara con el dedo. Se hace matar, se inmola porque ya no tiene nada que hacer en este mundo y porque así, con su muerte, puede ayudar a sus vecinos japospor los que antes había sentido un rechazo racista y ahora son los únicos que sienten algo por él.
Doble colofón: dos finales magistrales de sendos wésterns.
“Shane” (“Raíces profundas”) de George Stevens
“My Darling Clementine” (“Pasión de los fuertes”) de John Ford
Comentario por Javier Sol
A la excelente aportación sobre el duelo made in Usa que ha hecho Antonio, yo añadiría no olvidar el duelo en O. K. Corral en “Pasión de los fuertes” (1946) y permítaseme hacer una mención a mí admirado Anthony Mann con sus planos secuencia con personajes que entran en cuadro (que a mí me recuerda a Mizoguchi) con duelos en un solo plano como se ve en la serie de western que realizó desde 1950 hasta 1957 en colaboración con James Stewart. Y, sobre todo, en los distintos duelos a lo largo del film “El hombre del oeste” (1958), como, por ejemplo, cuando en un enfrentamiento entre Gary Cooper y Jack Lord se cruza sin querer Arthur O’Connell en una sola toma:
o cuando Cooper líquida a Royal Dano:
o igualmente en el tiroteo entre Cooper y John Denner y, al final, como colofón, el duelo entre Cooper y Lee J. Cobb:
Para no perdérselo