Critica de “Érase una vez en… Hollywood” de Tarantino
(por A. Cirerol)
En los años 60 del pasado siglo la industria cinematográfica de Hollywood se encontraba en un punto crítico. Embarcada en ruinosas superproducciones y en la fracasada repetición de modelos en otro tiempo exitosos, las grandes compañías estaban al borde de la quiebra. Un periodo de decadencia en el que los directores clásicos, los Ford, Hitchcock, Hawks, Vidor, Wyler, Sirk, Minnelli, Stevens, Capra, Walsh, Mankiewicz, etc., han sido jubilados por los grandes estudios o están a punto de serlo (otros han muerto, como Lubitsch; han sido ya amortizados desde hace tiempo, como Stroheim, Sternberg o Lang; o se habían exiliado, como Chaplin o Losey), donde los grandes éxitos comerciales estaban representados por películas de factura absolutamente tradicional y complaciente, como “Sonrisas y lágrimas”. En un momento en que la conmoción social provocada por la guerra de Vietnam (que aviva el movimiento antibelicista), coincidente con la lucha por los derechos civiles (y el surgimiento del black power) y la eclosión del movimiento hippy, asociado a la contracultura juvenil y la revolución sexual, determinan un cambio en las costumbres, los valores y los modelos culturales en Norteamérica. En Hollywood, las producciones de los estudios se regían aún por los envejecidos patrones de la época dorada cuando en Europa la Nouvelle Vague, el Free Cinema y los nuevos cines del Este estaban cambiando de una manera radical las formas de hacer y de ver el cine. Bajo su influjo, llega también a EEUU el culto al “cine de autor” catequizado desde Cahiers du Cinéma, a través de filmes como “Bonnie&Clyde”, “El graduado”, “Midnight Cowboy”, “MASH”, “Grupo salvaje” o “Easy Rider”, que a finales de los 60 renuevan los arquetipos temáticos y estéticos y popularizan la flamante etiqueta de “el director es la estrella”. Estas y otras tantas películas, que aparecen en un momento de progresiva reducción de la censura (con la supresión del Código Hays, que rigió de 1934 a 1968), suponen una ruptura con el rígido sistema de producción de los grandes estudios, una nueva concepción del “realismo” cinematográfico, que contribuyó a la renovación de los “géneros”, y la posibilidad de hacer un cine “más personal”, es decir, con menos intromisiones e imposiciones por parte de las compañías (1).
Una época de transición en la que aún perduran los viejos modelos y las nuevas formas no acaban de imponerse. Es en ese interregno, en el que Tarantino sitúa su última película. Fija su cuento (pues ya desde el título se nos indica que de tal se trata) en 1969, punto álgido de la tendencia de reajuste y transformación y fecha simbólica en la intrahistoria de Hollywood, pues corresponde a la de un suceso que tuvo una extraordinaria repercusión mediática y que acabó desempeñando en el imaginario común un papel de final de época: el asesinato en su mansión hollywoodense de la actriz Sharon Tate y un grupo de invitados por una banda hippy. Alegórica conclusión de una etapa de desorden y confusión y punto de ruptura de las virtualidades utópicas de paz y amor que supuestamente representaba el movimiento hippy.
A través de una fórmula expositiva que podría denominarse “filmes de parejas masculinas”, común en los 60 y principios de los 70 con películas como “Midnight Cowboy”, “Easy Rider”, “Dos hombres y un destino”, “Dos hombres contra el Oeste”, etc., la película de Tarantino sigue las andanzas de un actor de telefilmes del oeste (Leonardo di Caprio) agobiado por la nueva situación de mudanza de los códigos tradicionales del género en el que había alcanzado el éxito, y su “doble” en las escenas de acción (Brad Pitt), empleado y, a la vez, amigo y leal escudero de aquél. Dos personajes de caracteres equívocos, que mantienen una relación ambigua. Uno, Di Caprio, quebradizo, angustiado por su futuro como actor (víctima de la adaptación a los nuevos moldes naturalistas, de una forma parecida a cómo en su momento lo fueron los actores en el paso del mudo al sonoro), sólo es capaz de dominarse y prevalecer en el terreno de la ficción. Así, mientras en la vida corriente es una persona neurótica, incapaz de controlar sus temores, manifestados en su tartamudez, en el plató de rodaje se transforma en un tipo duro y seguro de sí mismo. El otro, pétreo, opaco, violento, de vidrioso pasado (héroe de guerra y asesino), de impenetrables sentimientos (salvo, tal vez, para su fiel pit bull), extrañamente unido a su patrono y amigo (2). Podría esperarse de la identificación entre ambos personajes (vistos con irónica simpatía por el director) una lectura significativa de su papel en la historia, pero, salvo la elemental como conductores de la acción, ésta no aparece y acaba diluyéndose en la pirotecnia final.
Como todas las pelis de Tarantino “Érase…” trata de una vendetta, una venganza ilusoria a través del cine, falseando o invirtiendo (como en “Malditos bastardos” o “Django desencadenado”) los hechos reales para satisfacer la justicia histórica, “dando su merecido”, imaginariamente, a nazis, esclavistas o, como aquí, a hippys psicopáticos. Se trata de un ejercicio de pueril y falso moralismo, que, más bien, podría denominarse “moralismo cínico”, pues para cumplirlo recurre a los mismos métodos que supuestamente pretende vindicar, haciendo que el espectador se reconozca y se solidarice con la crueldad justiciera. Hay sobrados motivos para sospechar que eso es, precisamente, lo que busca el director: imponer al espectador ese conflicto entre justicia y fuerza bruta (aniquilación), haciéndole partícipe de la vendetta, y obligándole, por medio de la sugestión de las imágenes, a aprobarla emocionalmente. Peor aún, haciendo que la “violencia justiciera” resulte humorística consigue envilecer y degradar moralmente al espectador que se adhiere a ella. Hay que reconocer que lo logra: las carcajadas del público acompañan a la proyección en la salvaje carnicería final.
Desde el punto de vista formal la película contiene mucha filfa. Uno de sus principales sustentos, abundantemente celebrado por la crítica, es la banda sonora musical, canciones pop de la época, que sólo juegan una función de mero envoltorio ambiental, sin ningún aporte de razón significante y que podrían ser intercambiables por otras del mismo pelo sin que se alterase su efecto, o sea, que su inserción obedece exclusivamente al gusto del director/ Pródigos y caprichosos encuadres cenitales; redundantes movimientos de cámara ascendentes desde los pies de los personajes, a lo Sergio Leone; artificioso uso de trávelin radiales, cuyo único propósito reconocible parece ser el de producir el asombro o admiración del espectador/ Repentina aparición de una voz en off narrativa en la última parte de la película (tras la etapa del protagonista como actor de “spaghetti-westerns” en Italia), rompiendo la estructura anterior del relato, basada en la intercalación de innecesarios (y, en ocasiones, grotescos, imitando las películas de animación) letreros explicativos/ Prescindibles cameos de celebridades cinematográficas de la época (Steve McQueen, Bruce Lee) y referencia explícita a filmes afamados, que parecen obedecer más a private jokes del director que a exigencias argumentales/ Parodia (¡cómo no, tratándose de Tarantino!) del cine de género: en la visita de Brad Pitt al rancho de los hippys, creando todas las expectativas típicas de los filmes de terror, que transita entre los “muertos vivientes” y los “ladrones de cuerpos”, una larga e infructuosa secuencia ideada para embaucar al espectador/ El “final sorpresa” (que no lo es para nadie que conozca el “humor” tarantiniano), vil y falaz, no porque falsee la realidad, sino porque carece de inspiración, de talento y de gracia, limitándose a ofrecer a “su” público lo que piensa que éste espera de él.
Sin embargo, reconozcámoslo, el cuento de Tarantino, incluye también, cómo no, escenas muy apreciables. De manera especial aquella, realmente conmovedora (qué raro en su autor), de Sharon Tate en el cine. Oculta en la anónima intimidad de la sala oscura asiste a la proyección de su última película, atenta a las reacciones de los espectadores ante su interpretación. Con qué ternura (casi una declaración de amor retrospectiva) filma el director el candoroso contento de ésta, la joven y aún insegura actriz en sus comienzos, al percibir la buena acogida del público/ O las vicisitudes del personaje de Di Caprio a la hora de rodar las escenas de su película en el nuevo papel de villano (3) / El curiosísimo flash-back en diferido de Brad Pitt mientras arregla la antena de tv./ La escena que cierra la película, tras la “desternillante” masacre, en la que el personaje de Di Caprio, sin saber que es su providencial salvador, hace realidad, como en un cuento, el sueño de ser invitado por… Sharon Tate, la bellísima mujer de Polanski.
Pero eso es todo. En la película está completamente ausente el contexto social que explique el sentido de la fábula. Elude, incluso, la confrontación con el personaje ejecutor de la sustraída (en el filme) tragedia: Charles Manson, desaprovechando un filón sustancial para hacer más representativa la película. Hay que subrayar la catadura de quienes se encargan de aplicar la ilusoria “justicia histórica” (no, en realidad, es de suponer, contra el sueño hippy, sino contra quienes lo destruyeron): un farandulero representante del sistema y su asistente de campo sin el menor atisbo de conciencia ética (dos pigs). Mensaje (cargado de cinismo) del cuento: el orden ha sido restablecido.
(1) En realidad, ese “nuevo cine” americano (y la mayoría del que le siguió, incluido el de hoy) se limitó a renovar (poner al día) la estética, el estilo interpretativo de los actores y la temática de los filmes. Estos siguieron ofreciendo una representación acrítica de la realidad, sustituida por un naturalismo adecuado a los nuevos tiempos. El contenido moral no cambió: la violencia como elemento natural de la sociedad, la resolución individual de los problemas colectivos, la manipulación de las emociones, la observación de las consecuencias y no de las causas. Las películas que, como “El graduado”, “Grupo salvaje” o “Easy Rider” tanto escándalo provocaron en su momento eran, además de malas, inequívocamente reaccionarias bajo su apariencia progre.
(2) Sobre la “extraña pareja” que forma el dúo protagonista caben diversas interpretaciones.
(3) En la película se muestra con divertida claridad el paradójico proceso de absorción por parte del cine americano de la influencia ejercida por los sucedáneos foráneos: así, el influjo en forma de boomerang del “spaghetti-western” sobre la nueva estética del western americano.