QU’EST-CE QUE LE CINÉMA, JEAN-LUC GODARD? UNA CRÍTICA AUTOBIOGRÁFICA

Dedicado a mi amigo Javier Sol

Por A. Cirerol

“Trato de filmar pensamientos en marcha” (Godard) (*)

GOD-ART. Pues hubo un tiempo, hace medio siglo, en que Godard era Dios para una gran parte de la crítica cinematográfica y para muchos jóvenes cinéfilos deseosos de romper con «lo establecido» en política, cultura y formas de vida, como yo mismo, entonces. Nos parecía que sus películas eran centelleantes reflexiones sobre la vida (ah, pero reflexiones irreflexivas, basadas no en la experiencia, sino meramente en las imágenes que provienen de la ficción, en el conocimiento proporcionado exclusivamente por el cine, pues éramos rebeldes soñadores e infantiles, que queríamos suspender sine die nuestro paso a la madurez). Es decir, el cine de Godard era ingenua y radicalmente romántico. O, en plano subjetivo, desesperadamente romántico. Pero amábamos, sobre todo, el cine de Godard porque transformaba y subvertía las estructuras narrativas (la dramaturgia) del cine tradicional y creaba e imponía nuevas formas de ver y leer el cine, inventaba un nuevo lenguaje. O sea, era el símbolo de la modernidad. Alguien capaz de empezar una película con la imagen del equipo de rodaje avanzando en plano fijo hacia el espectador al otro lado de la pantalla, siguiendo el desplazamiento de la cámara por los carriles del trávelin, mientras una voz en off sobre el fondo sonoro de una música que parecía sugerir imágenes fragmentadas de tensos estados emocionales recitaba la ficha técnica de la película. O con un primer plano de una mano que anota el precio y firma los cheques de lo que ha costado cada una de las secciones técnicas que han participado en la realización del filme, incluidas las “estrellas internacionales” que lo protagonizan. Sus películas, que parecían filmadas a trompicones y montadas conscientemente al desgaire o al azar, tenían una trama desarticulada, a menudo incoherente, bastantes veces absurda, cuyo casi único tema, al menos durante su primera etapa comercial, era el de la indescifrable seducción femenina, propensa siempre a la fatalidad o a la traición, lo cual requería una profusión de primeros planos estatuarios-introspectivos de la protagonista. Al final él o ella solían morir. O se proponía un happy end intencionadamente paródico y disparatado en el que la pareja protagonista escapaba en coche hacia algún lugar más auspicioso. Era un lugar común hablar de misoginia con respecto a las películas de Godard. No creo que fuese así. Habría, que suponer, más bien, que se trataba del caso tan común entre los artistas de una admiración obsesiva hacia la mujer. La fascinación romántica por lo que suelen llamar el misterio femenino, lo cual quiere decir: por su imagen externa, por la forma mixtificadora con que la percibe la mirada masculina concentrada en su cuerpo (sólo en el caso de que sea hermoso), una impresión producto, seguramente, del asombro, la inquietud, la inseguridad, la sospecha o el temor, más propio aún de alguien que, como él, Godard, decía de sí mismo que no conocía nada de la vida, salvo a través del cine. Igual podría haber afirmado yo. Por eso me producían un fervoroso encandilamiento escenas como aquella con que se iniciaba una de sus películas, en la que él y ella mantienen un diálogo en la cama aparentemente después de haber hecho el amor.

Ella está desnuda echada boca abajo, él vestido. Ella le pregunta: “¿Ves mis pies en el espejo?”. “Sí”, contesta él. “¿Te parecen bonitos?”. “Sí, mucho”. “Y mis tobillos ¿te gustan?”. “Sí”. “¿También te gustan mis rodillas?”. “Sí, me gustan mucho tus rodillas”. “¿Y también mis muslos?”. “También”. “¿Me ves el trasero en el espejo?”. “Sí”. “¿Te parecen bonitas mis nalgas?”. “Sí, mucho”. “¿Quieres que me ponga de rodillas?”. “No, no hace falta”. “Y mis pechos, ¿te gustan?”. “Sí, muchísimo”. “Despacio, Paul, no tan fuerte”. “Perdona”. “¿Qué te gusta más: mis pechos o sólo la punta?”. “No lo sé. Es lo mismo ¿no?”. “Y mis hombros, ¿te gustan?”. “Sí”. “Yo creo que no son lo suficientemente redondos”. “Yo no”. “¿Y mis brazos?”. “Sí”. “¿Y mi cara?”. “También”. “¿Todo? ¿Mi boca, mis ojos, mi nariz, mis orejas?”. “Sí. Todo”. “Entonces ¿me amas completamente?”. “Sí. Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente”. “Yo también, Paul”. La secuencia está rodada en un solo plano. La cámara se mueve ya para acercarse a sus rostros, ya para recorrer despaciosamente el cuerpo de ella. Varias veces la iluminación de la escena cambia de color, virando al rojo, al azul o al natural, lo que necesariamente ha de provocar una sensación de desconcierto en el espectador. No se explica la razón del juego de luces, aunque no parece debido a una pretensión frívolamente esteticista del director, sino a causas naturales: el reflejo en la habitación de los anuncios luminosos de la calle. Un tema musical recurrente envuelve a los personajes en un aire de indefinida melancolía, como un presagio de infortunio. Era una escena que en aquella época resultaba atrevida, tanto desde un punto de vista visual como dialógico. No haría falta señalarlo, que, a mí, la escena me parecía la culminación de un romanticismo sofisticadamente innovador y desesperanzado. Al igual que el director del filme creía que “amar completamente” consistía en enamorarse sólo de la envoltura carnal, hacer de ella un admirable y posesional objeto amoroso. Ya lo he dicho antes, sólo conocía de la vida su apariencia exterior, de la que el cine era su más superficial representación, ya que se podía ver proyectada en una pantalla sentado anónimamente en una sala oscura. En otra película, él y ella huyen de la civilización (en coche, en barca, en lancha o cruzando un río a pie, vestidos de calle y con los zapatos puestos y una maleta en la mano) sin que se sepa muy bien por qué ni a dónde van, aunque se intrincaba en la historia una ininteligible trama político-policial en la que estaban absurdamente implicados, para hacerse robinsonianos en algún lugar de la costa meridional hasta que se cansan de fingir que algo de todo aquello es real. Ella pasea con afectada desesperación por la playa gritando “¿Qué puedo hacer?

¡No sé qué hacer!” mientras él, ajeno a sus quejas, escribe su diario sentado con un loro sobre el hombro en un tronco abandonado en la orilla. Ella se sienta a su lado y mantienen un diálogo como este: Él: “¿Por qué estás triste?” (no está triste, sino aburrida). Ella: “Porque tú me hablas con palabras y yo te miro con sentimientos”. Él: “Contigo no se puede hablar. No tienes ideas, sólo sentimientos”. Ella: “Eso no es cierto, hay ideas en los sentimientos”.Él: “Dime aquello que te gusta y yo haré lo mismo”.Ella: “Las flores, los animales, el azul del cielo y la música. No sé qué más. Todo. ¿Y a ti?”. Él: “La ambición, la esperanza, el movimiento de las cosas, los incidentes. Todo”. Ella (levantándose decepcionada y alejándose por la playa): “¿Lo ves? Yo tenía razón. Nunca nos entenderemos. ¿Qué puedo hacer? ¡No sé qué hacer!”. A mí me entusiasmaba la película. Era la más luminosa, colorista, viva, moderna, provocadora y anarquista de Godard. Y me había enamorado idealmente de ella, de Anna Karina, que enfundada en un vestidito veraniego que silueteaba su grácil figura, dejando al aire sus finos hombros morenos y sus bellas piernas, paseaba con sensual indolencia por la playa reclamando al cielo: “¿Qué puedo hacer? ¡No sé qué hacer!”. Pero más hermoso era aún su rostro, de una desnudez clara y depurada, botticelliana, que podía expresar una dulce y un poco impostada inocencia o una erótica determinación, siempre a punto de ceder al sometimiento o a la perfidia. En una secuencia anterior del filme él le decía: “Tus piernas y tus pechos son conmovedores”, que es algo que sólo se puede decir cuando se ama. Al final, como suele ocurrir en los filmes de Godard, ella le traiciona y se produce un absurdo tiroteo en el que ella muere de un disparo. Entonces él se enrolla una ristra de cartuchos de dinamita alrededor de la cabeza y la hace estallar. Cuando explota, la cámara efectúa un lento movimiento panorámico siguiendo la línea del mar. Se escucha procedente del espacio la voz de ella: “La he vuelto a encontrar”“¿El qué?”, pregunta la voz de él. “La eternidad”“Es el mar, ¿no ves?”“Con el sol”, dice ella. Esto es, en efecto, el mar, las nubes y el sol lo que el espectador ve en la pantalla, traduciendo en imágenes el verso de Rimbaud: “la mer allée avec les nuages et le soleil”. En un momento de la película, cuando iban en el coche, encuadrados desde atrás por la cámara, él se vuelve un instante y mira a la cámara. Ella le pregunta: “¿Qué miras?”“A los espectadores”, responde él. “Ah, sí”, constata ella sin darle importancia. Eso lo hacía mucho Godard, que los actores se pusieran a mirar o a hablarle a la cámara, violando así un elemental tabú cinematográfico. Las películas de esa época de Godard, los años 60, aunque aquí tardaron mucho tiempo en llegar, tenían una luminosidad especial, una forma límpida, precisa y singular de fijar el plano, que se debía no sólo a la inherente sensibilidad plástica de su autor, sino también al talento de su director de fotografía, Raoul Coutard. Por lo demás, cómo no iban a provocar en mí, predispuesto al asombro juvenil, una fervorosa admiración las rupturas estilísticas del más alto abanderado de la Nouvelle Vague. Sus filmes eran simpáticas, fulgurantes y destructivas parodias del cine americano, que él tanto amaba. En otra, un descabellado remedo de thriller rodado en blanco y negro, no como la otra, en la que reverberaba en la pantalla la luz y el color del Mediterráneo, un trío de aspirantes a atracadores pretende hacerse con un botín oculto en un caserón de las afueras de París.

Ellos son dos estrafalarios maleantes de mentalidad pueril que juegan a emular los modos rufianescos de las películas americanas de gánsteres. La tercera de la banda es ella, Anna Karina de nuevo, haciendo aquí de joven candorosa y confiada, fácil de engañar por los dos truhanes, que es la que ha de permitirles el acceso a la pasta. Abundancia de primeros planos de la protagonista, ya que para Godard “fotografiar un rostro es fotografiar el alma tras este rostro”, pero en su caso sólo se trata del placer de fotografiar un rostro bello mimetizándolo con la desnuda austeridad expresiva de Falconetti en La pasión de Juana de Arco o en la formal pureza corruptible de la Virgen con el niño pintada por Bouguereau, aunque por lo que se refiere a la película la  reflexiva estatuaria de los primeros planos femeninos careciera de significado. Los tres están enamorados entre sí o quieren hacérnoslo creer. Pero da igual porque todo es un juego intelectual, es decir, de niños, y se da por supuesto que no nos vamos a tomar nada en serio de lo que digan o hagan. Y que vamos a flipar para siempre con el baile en línea del trío en el bar, que nos enternecerá el púdico erotismo de la escena en la que ella se quita las medias para que sirvan de máscaras a los salteadores, que la secuencia en la que los tres, corriendo cogidos de la mano, se recorren el Louvre en un minuto nos dejará regocijadamente apabullados o que nos descojonaremos de risa con el duelo a tiros final, una burlesca payasada de los típicos finales del cine noir o de los wésterns. Y, en fin, que el happy end de los protagonistas viajando en barco rumbo a América, donde se nos promete la continuación de sus aventuras, esta vez a todo color, es el sarcástico remate de un filme que se burla de las fórmulas narrativas convencionales. El triunfo de la iconoclasia. Al fin, no era otra cosa más que pura cinefilia. Como esa otra película de intencionalidad aparentemente más verista, incluso dramática y con pretensiones sociológicas, en la que ella hace de puta. Se pretende filosofar al respecto con la característica ligereza godardiana, ingeniosamente cautivadora. Se tiene la impresión de estar en presencia de una obra importante, pese a la falta de psicología de los personajes y a la incoherencia temática y argumental. Situaciones, personajes, diálogos son aleatorios o improvisados. Los actores no interpretan, sólo fingen que lo hacen. No se pretende otra cosa más que poner en evidencia que lo que vemos en la pantalla es mera representación, ficción premeditadamente grotesca, sin relación con la realidad. Su ámbito exclusivo de referencia es el cine en sí mismo, no la vida. La forma es el contenido. Por eso, aunque en ocasiones lo aparente, Godard no es ni puede ser, como se ha dicho en ocasiones, brechtiano. Esta superposición formal es la que crea la ilusión de artisticidad en las películas de Godard, que llevó al poeta Aragon, deslumbrado por la revelación del advenimiento de un nuevo modernismo, a recitar mixtificadores aforismos laudatorios en su honor (1) o a Susan Sontag a proclamarlo el director más importante de su tiempo. Sólo así, despojándola de toda ilusión de causalidad, puede llegar a parecer impresionante, patéticamente conmovedora la película e incluso admirable la escena de la muerte a tiros de Nana-Anna Karina (2), cuando carece intencionalmente de todo rigor lógico-artístico. No pretende otra cosa Godard, sino reivindicar la arbitrariedad como fundamento del arte, esto es, que el tema de sus películas es su forma.

Así siguió siendo hasta la última de las que componen la primera época, la de su cine destinado a proyectarse aún en salas comerciales y no, supuestamente, en fábricas ocupadas (¿qué obrero podría sacar algo en claro viendo sus filmes supuestamente de agit-prop que hizo después del 68?): “La Chinoise”, indiscriminada reseña sobre una disparatada escuela de cuadros maoístas compuesta por estudiantes provenientes de la pequeña burguesía, en la que el infantilismo de las ideas llega a su máximo grado de ridiculez, pues era risible ver a aquellos niñatos de clase acomodada participando en una suerte de ejercicios espirituales de marxismo-leninismo, recitar como idiotas el Libro Rojo, predicar la revolución en la Francia de la V República e, incluso, practicar el terrorismo. El embajador chino en Francia se cabreó un montón ante aquella necedad. Se hubiera podido tomar como una maliciosa sátira del maoísmo, si no fuera porque podemos creer justificadamente que Godard pensaba seriamente que estaba haciendo un filme revolucionario, si nos atenemos a sus palabras de presentación: “Este filme describe la aventura interior de un grupo formado por varios jóvenes que intentan aplicar a su propia vida, en este verano de París de 1967, los métodos teóricos y prácticos en nombre de los cuales Mao Tsé-tung ha roto con el aburguesamiento de los dirigentes de la URSS y de los principales pecés occidentales” y sobre la protagonista (que ya no era Anna Karina, aunque se esforzaba por parecérsele), que, como si nada hubiese ocurrido, sigue con su vida normal después de llevar a cabo una acción terrorista: “Se da cuenta de que estos meses que ha vivido con sus camaradas han sido un poco unas vacaciones marxistas-leninistas, que ahora que las clases en la universidad recomienzan es cuando la lucha empieza. Era el primer paso de una larga marcha”.

Daba un poco de vergüenza, propia y ajena, cuando algunas décadas más tarde volví a ver la película, constatar hasta qué punto me parecía ahora un gilipollas Godard, a quien yo había considerado un cineasta genial. Pero, ah, entonces no me daba cuenta de nada de esto, ¡tenía apenas veinte años! y estaba abierto a todos los actos de rebeldía, a todas las propuestas romántico-críticas que asaltasen la deprimente realidad en blanco y negro que me rodeaba y era un cinéfilo recalcitrante. Me empapaba de sus rutilantes imágenes como si inspirase algún tipo de metanfetamina capaz de proporcionarme un excitante hedonéestético. Pues ¿quién sino él, Godard, había dinamitado el discurso narrativo del cine tradicional, es decir, de todo el que se había hecho hasta entonces? Había hecho saltar el guion por los aires y con él el principio de causalidad que rige el relato. Revocaba la continuidad entre escenas y planos, que era antes el principio necesario del arte del montaje. Se ponía fin al plano-contraplano. La cámara se movía nerviosamente de un lado a otro o podía permanecer provocadoramente inmóvil. Se inventaba así una nueva sintaxis del cine y se establecía una nueva forma de percepción por parte del espectador. “Liberados los planos y las secuencias de su función transitiva la continuidad del relato (cuyo sentido no se sustenta ya en la realidad, sino sólo en el lenguaje cinematográfico) dependía ahora de la mirada subjetiva que los relaciona y no de los acontecimientos externos que los unen” (3). Esto significaba, a su vez, la deconstrucción de los personajes y de las convenciones interpretativas basadas en el naturalismo psicológico, en la autenticidad. El empalme de los planos podía ser sustituido no por el movimiento lógico que exige la acción, sino por ideogramas: collages, anuncios, imágenes de pinturas, viñetas de cómic o textos escritos. En sus películas en color el espacio ocupado por los personajes se transformaba en un mondrianesco escenario multicolor de luminosidad Pop. La música no cumplía ya una función expresiva, como acompañamiento de los sentimientos de los personajes, o para imponer el ritmo de la acción, sino que actuaba como una “forma creadora de pensamiento”, como una nube que envolvía a los personajes o las situaciones, o una niebla sonora que aquellos tuvieran que atravesar, persistentes leitmotivs tan reiterativos como inconstantes y asincrónicos con las imágenes, cargados de sugestiones conceptuales y morales. Pero no me preguntaba si esta originalidad creativa servía para “penetrar activamente en la vida” o se consumía en su propia pirotecnia formal. Mi devoción por Godard era incondicional. Luego se atenuó sensiblemente, a lo que contribuyó la errática trayectoria posterior del cineasta. Mucho tiempo después, cuando volví a ver aquellas películas que me habían deslumbrado hasta la ceguera en mi juventud, me sorprendió constatar su artificiosidad y su infantilismo. No obstante, subsistía aún como brasa dormida dentro de mí el fulgor que había dejado en mi ánimo aquella década asombrosa y no podía ver las imágenes de sus filmes (que aún parecían radiantemente nuevas) sin sentir un indeleble aprecio, que casi se confundía con la gratitud, por aquel artista contradictorio, incongruente, osado, inconformista, petulante, sincero, innovador, descarado, intuitivo, es decir, poeta, y una apaciguada indulgencia por aquel joven que fui. 

(*) Godard (1930-2022), “crítico cinematográfico, comenzó realizando varios   cortometrajes en los que elaboró ese estilo moderno e informal que haría furor con su primer largo, ‘Al final de la escapada’, que es a la vez un filme de autor y el manifiesto de la generación formada a través de Cahiers du Cinéma. Es, más exactamente, el manifiesto de este equipo crítico (el de Cahiers) y el de la ideología cinematográfica que defendían. Una ruptura categórica con todas las reglas técnicas al uso, un gusto evidente por la provocación, llevaron a Jean-Luc Godard a reinventar el cine. Su película tiene la apariencia de una creación espontánea, de un continuo desencadenamiento, porque su escritura es directa. Cuatro semanas de rodaje, bajo presupuesto, decorados naturales, dos actores en sus comienzos. Un don auténtico para atrapar las cosas al vuelo, para la ágil improvisación. ‘Al final de la escapada’ es el más nuevo de todos los filmes de la Nouvelle Vague” (“Nouvelle Vague?” de Jacques Siclier. Editions du Cerf, 1961). Durante los años 60 su prestigio y su influencia como el más alto exponente del cine moderno no dejaron de crecer. Su productividad era, igualmente, abrumadora: en diez años rodó 16 largometrajes y 6 mediometrajes. Tras los acontecimientos del 68 creó el Grupo Dziga-Vertov y se dedicó al cine político militante, en una línea autodefinida como marxista-leninista, para ser exhibido en fábricas y universidades. En los años 80 volvió al cine comercial en una dirección parecida a la de su primera época. A partir de los 90 se dedicó intensivamente a la experimentación con el modelo videográfico.  

Nota bene. Las fotografías que aparecen en el texto corresponden a las películas: “El desprecio” (1963), “Pierrot el loco” (1965), “Banda a parte” (1964), “Vivir su vida” (1962), “La Chinoise” (1967) y “Al final de la escapada” (1959).

  1. Escribió Louis Aragon: “Qu’est-ce que l’art? Je suis aux prises de cette interrogation depuis que j’ai vu le Pierrot le fou de Jean-Luc Godard… Il y a une chose dont je suis sûr: c’est que l’art d’aujourd’hui c’est Jean-Luc Godard”: “¿Qué es el arte? Estoy dándole vueltas a esta pregunta después de ver el Pierrot el loco de Jean-Luc Godard… Pero hay una cosa de la que estoy seguro y es que el arte de hoy se llama Jean-Luc Godard”. 
  2. En la nota de prensa correspondiente a su estreno, Godard hizo la siguiente sinopsis de la película (“Vivir su vida”): “Un filme en doce cuadros sobre la prostitución que cuenta cómo una dependienta parisiense joven y bonita entrega su cuerpo pero guarda su alma mientras suceden una serie de aventuras que le hacen conocer todos los sentimientos humanos profundos posibles y que han sido filmados por Jean-Luc Godard y representados por Anna Karina: “Vivir su vida”.
  3. Aunque, por aquel tiempo, no todos opinaban lo mismo. En un “Diccionario del nuevo cine francés” aparecido en la revista Positif, oponente de Cahiers du Cinéma, se despachaba así a Godard: “Autor de algunos cortometrajes en los que ya se afirmaba su gusto por una logorrea de lugares comunes y una misoginia desenfrenada, Godard, para estrenar un filme impresentable (Al final de la escapada), lo trituró tranquilamente, contando con la bobería de una crítica que le sirvió para lanzar una moda: la del filme mal hecho. Chapucero impenitente, autor de diálogos imbéciles y abyectos, publicista de sí mismo, Godard representa la más penosa regresión del cine francés hacia el analfabetismo intelectual y el bluff plástico” (del libro “Godard polémico” de Román Gubern. Ed. Tusquets, 1969).
  4. De “La pantalla de la memoria. Ensayos de lectura cinematográfica” de Marie Claire Ropars Wuilleumier (Ed. Fundamentos, 1971).