Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut), de Stanley Kubrick

Un relato soñado

Por A. Cirerol

Era en setiembre de 1999.  Habíamos visto la última película de Kubrick (y lo fue ciertamente para siempre, porque cuando se estrenó él ya había muerto). Trataba de un matrimonio formado por una pareja joven y atractiva de alto nivel económico y social, padres de una niña tan encantadora como ellos mismos. Viven en un piso inmenso y lujosísimo, como corresponde a su condición de clase, que le sirve al director para llevar a cabo kilométricos trávelin a través de pasillos, salas y habitaciones. Ellos, aunque se consideran a sí mismos juiciosos, amables y enamorados, además de bellos, son más bien unos arribistas, aunque bastante ingenuos, o, tal vez, aún sólo neófitos, lobos en ciernes. Están empezando, cultivan peligrosas y perniciosas amistades de un rango superior, que les invitan a ostentosas fiestas en las que se induce al descontrol y el libertinaje. La joven pareja se siente oscuramente atraída por “deseos ocultos”, que parecen infundir a sus posibles elecciones vitales un “hálito de aventura, libertad y peligro”. Juegan a sonsacarse recíprocas confesiones secretas que puedan juzgarse como “expresión de lo indecible”. Sólo ella se atreve a contarlas abiertamente: la experiencia de una 

ensoñación amorosa (no de un sueño, sino de una impresión real vivida con un desconocido por el cual ella siente un repentino e imprevisible deseo), en la que, si aquel le hubiese dado ocasión, habría estado dispuesta, confiesa, a todo, incluso a abandonar a su marido y a su hija. Luego, un sueño de sexo promiscuo llevado a cabo delante de su marido para humillarle, que acarrea -en el sueño- la horrible muerte de este, sentida con gozo por parte de la mujer, lo que, al despertar, la deja sumida en un estado de confusión culpable. Él calla, turbado por las inesperadas revelaciones, y, a continuación, cuando está solo, se regodea obsesivamente representándose las imaginarias infidelidades de su mujer. Por su parte, llevado por una solapada voluntad de retorsión, intenta, en el curso de una noche, de la que no es posible elucidar si es real o ilusoria, entablar relaciones sexuales con diversas mujeres, que nunca llegan a consumarse, seguramente porque su propio inconsciente, ya sea en la realidad o en el sueño, las reprime en el último momento. Finalmente, haciendo buena la máxima shakespeariana de que “un cielo tan turbio no se aclara sin una tempestad”, las aguas matrimoniales vuelven a su cauce, se perdonan mutuamente y a la pregunta de qué deben hacer a partir de ahora, ella, con el buen juicio de quien ha alcanzado la madurez, contesta: “Estar agradecidos al destino, ya que hemos salido indemnes de esas aventuras, las reales y las soñadas”. 

En la película se incluye aún un posfinal que no figura en el libro en el que se basa (1) y que a mí me gustaba porque era atrevido y le confería a la mujer un papel dominante. La pareja protagonista lleva a su hija a unos grandes almacenes para comprarle los regalos de Navidad. Aún sin tener claro qué nuevo sentido han de dar a sus vidas, ante la actitud dubitativa de él, ella (primer plano fijo de su rostro) declara: “Pero yo te quiero y tú sabes que hay algo que debemos hacer cuanto antes”. “¿Qué?”, pregunta él. “Follar”, sentencia ella. Fin, con el fondo musical del vals de Shostakovich. 

A mí me parecía, sin embargo, que la hiperestésica reacción que el sueño orgiástico le había provocado a la protagonista era exagerada. ¿Cómo podía considerar una pesadilla soñar que participaba en una saturnal? Olvidaba, sin embargo, que no se trataba solo de una onírica orgía sexual, sino, a la vez, de la expresión de un ansia jubilosamente homicida, ya que en el sueño “mata” a su marido. Pero, ¿podía tomarse con el dramatismo con que lo hacen sus protagonistas (la mujer que sueña y el marido que escucha su relato) la huella de un sueño? Los sueños son sólo sueños. Podía, sin duda, haber contestado que eso no es posible, que nadie se queda colgado de otro sólo por verle durante un instante, por un flash, como ocurre en la película, que no se trataba sino de una exageración típicamente freudiana atribuible a una psique frágil y tendente al histerismo como la de la mujer burguesa reprimida del tipo de las que trataba Freud. 

Pero que ella, la protagonista, no lo era, reprimida, y que en cualquier caso procuraría en la vida real montárselo a su conveniencia. En cuanto a él, el protagonista de la película o la novelita, era un capullo. Tontea durante toda la película con los márgenes del deseo prohibido sin atreverse a cruzarlos. De la confesión de su mujer lo que le perturba y zahiere hasta el punto de instigarle a tomarse el desquite (sin ser capaz de consumarlo) no es tanto el contenido orgiástico de sus ensoñaciones, sino el menoscabado papel que él juega en ellas. Su intrusión en la mefistofélica fiesta final, factible anticipación del sueño de la mujer, si no es que transcurre sincrónicamente con este o incluso lo estimula de manera remota, es un intento por su parte de reconocer las fuerzas maléficas que se esconden detrás de la máscara, dentro de sí mismo e, incluso, de someterse a ellas. La secta secreta, que actúa como instancia psíquica del Ello, le niega, sin embargo, el acceso al no considerarle capaz de liberarse de las normas morales interiorizadas: lo ve sólo como un diletante proclive a curiosear en los negocios ajenos, atraído frívola y veleidosamente por el abismo. 

Después de ver la película, como esa música que no se te va de la cabeza, no paraba de sonar en mi sesera el vals de la Suite de Jazz nº2 de Shostakovich.

(1) “Relato soñado”, publicado en 1926, obra del escritor y médico (como el protagonista de la novela) austriaco Arthur Schnitzler (1862-1931), que escandalizó a la sociedad de su tiempo con la descripción del erotismo y el adulterio. Sus libros fueron quemados por los nazis en 1933, considerados supuestamente un ejemplo de la decadencia y corrupción de la moral burguesa” (tomado del comentario anexo al libro editado por Alianza Editorial)

Thelma y Louise (1991), de Ridley Scott y Caille Khouri

Dos mujeres en la carretera

Por A. Cirerol

Sí, en realidad en aquel tiempo yo no pasaba de ser un progre. Con ello quiero decir que formaba parte de la masa de adeptos de la izquierda radical procedentes de la pequeña burguesía que comparten de forma entusiasta y acomodaticia sus recurrentes planteamientos, su consabida retórica, su devota emotividad, sin reflexionar sobre su vigencia o potencialidad, como un conjunto de elementales nociones y percepciones que modelaban nuestro sentido de pertenencia, en el que nos reconocíamos partícipes de un destino común con nuestros amigos. Era, en suma, un creyente, que es la antítesis de lo que debe ser la izquierda real. 

Nos sumábamos, pues, a las opiniones típicas del radicalismo establecido, no sólo desde el punto de vista político, sino también cultural, pero de eso por entonces no nos percatábamos. A fin de cuentas, a quién puede extrañarle si las mismas dirigencias políticas y sindicales de lo que llaman la izquierda están compuestas por elementos procedentes de la clase media o que han asimilado sus valores y no toman en consideración la misión didáctica de formular una política cultural acorde con los intereses de clase, sino que, por el contrario, desprovistos de todo criterio, toman para sí, seguramente sin siquiera darse cuenta, y fomentan la de la clase dominante en su vertiente aparentemente más libertaria. He aquí un signo inequívoco de la renuncia a cualquier aspiración a un cambio social revolucionario.

Por aquellos días habíamos visto “Thelma y Louise” y nos había parecido una película estupenda, aunque ya íbamos advertidos en tal sentido por la crítica que había publicado El País, cuyos dictámenes nos servían de guía normativa. En este apriorístico acatamiento del juicio a la moda ya se puede constatar la disociación que existía entre mis ideas políticas y el modelo cultural predominante, que no era sino la estrategia liberal en el campo artístico para el próximo siglo y que yo mismo, sin apercibirme, daba por bueno. Parecía que había leído a Lukács sin provecho alguno. Así que compartía el gusto mayoritario y el general entusiasmo que el filme suscitaba en el mundillo progre. 

Pues aquella fue una película que hizo época y avanzó un nuevo estilo en la apreciación moral del espectador. Era feminista, rebelde, libertaria, trepidante, resolutiva y justiciera. En aquel tiempo, pese a que ya había superado con creces los cuarenta, aún veía la vida en dos dimensiones. De todas las demás que pueda haber en el mundo físico me faltaba, sobre todo, una, la de la profundidad. O sea, como en la pantalla de un cine o como en la vida aparente del comportamiento burgués, las cosas “eran” lo que parecían, esto es, su mera superficie reflejada. Como la película parecía muy audaz y crítica con el sistema, a mí también me lo pareció. Es cierto que haciendo uso de la espectacularidad típica del cine americano cumple con gran eficacia su objetivo de atrapar emocionalmente al espectador. Como en todas las películas de Hollywood, que tipifican la resolución individual de problemas colectivos, hay que identificarse con los protagonistas, que aquí son dos tías buenas, virgueras y rompedoras. Aun cuando se apunta su condición de clase, una curra de camarera en un restaurante de carretera (aunque es dueña de un cochazo, pero eso allí debe de ser normal, como lo es treinta años después que un joven trabajador que cobra el salario mínimo disponga de un móvil de buten) y la otra es una burguesita poco instruida y revoltosa que está hasta el moño del gilipollas de su marido, no se conoce de dónde proviene la amistad entre ambas ni se sacan más consecuencias sociales. Si se mira tridimensionalmente podría decirse que son dos tías que se sienten disponibles y abiertas para empezar otra vida con más horizontes, que, sin embargo, en sus circunstancias, sólo puede discurrir carretera adelante porque no saben de qué van ni a dónde y están bastante trastornadas de la cabeza, de lo cual parece culpabilizarse a los tíos. Dos mujeres vulgares, normales y corrientes, pero predispuestas a explotar (estallar de ira) por su misma condición de mujeres en un contexto machista y alcanzar su momento de fulgor. Convertidas bruscamente en vindicativas justicieras, sus locuras anarcoides parecen presentarse como modelos a imitar. Entonces a todas las mujeres que conocíamos y podíamos muy bien suponer que también a las demás, la película les había impactado de forma imperecedera y en su imaginación hubieran deseado también ser como ellas, las Thelma y Louise del filme, emular su insensata némesis,  descerrajarle con furor vindicatorio un tiro a un cerdo machista violador para que sirva de ejemplo y escarmiento, encerrar a un poli en el maletero del coche en pleno desierto a 40 grados y que suplicara que lo dejasen salir y ellas no le hicieran ni puto caso, atracar bancos con jubiloso divertimiento, como si jugaran a Bonnie y Clyde, volar camiones a su paso conducidos por camioneros palurdos y sucios, incendiar todo lo que quedara fuera del coche como una apocalíptica y catártica venganza de género y volar alegremente ellas mismas sobre el abismo que conduce directamente al cielo de la libertad.

El cine americano diseñó una estetización de la violencia cuando Sam Peckinpah montó en cámara lenta las escenas en las que la sangre salpica la pantalla. Desde entonces se ha convertido en un lugar común hacer de la violencia un motivo estetizante, como un anuncio publicitario. Con Spielberg se dio el paso moral decisivo al dar un toque humorístico a la violencia ejercida por los protagonistas “buenos”, o sea, por aquellos con los que se debe de identificar el espectador, con lo que convierte a este en cómplice divertido de las salvajadas y vilezas que los héroes cometen contra un enemigo de antemano deshumanizado. Así se deshumaniza a la vez al espectador. Igualmente, la violencia festiva o jocosa se ha convertido en un rasgo característico del cine americano de acción, del que participa también “Thelma y Louise”.

Hay que reconocer que la autora del guion, Caille Khouri (que ganó el Óscar por la película) y el director captaron con sagaz habilidad el aire de cambio de los tiempos y se adelantaron a la corrección moral hoy imperante. Feminista lo era la película no en un sentido ideológico, sino en bruto, de primera mano, a modo de vendetta, apelando a los sentimientos y no a la razón. Un feminismo del primer mundo, anglosajón, blanco y de clase (burguesa). Pero la fábrica de sueños es tan eficaz a la hora de globalizar los mensajes que todas (y nosotros, igualmente) se podían ver representadas en las heroínas del filme a nivel de deseo subliminal. Pues, en realidad, la película no hace sino poner en imágenes la realización de un deseo vindicativo (en su acepción literal: vengativo) y justiciero más o menos subconsciente que planea en nuestra psique. Y, lo mismo que ellas, desearían también volar, de modo que el final de la película se convierte, de hecho, en un happy end suspendido en el cielo. 

Así que una película como “Thelma y Louise” se podía integrar cómodamente en un campo de visión propio de la izquierda radical como el nuestro. Y tal como vimos más tarde podía ser un referente icónico del ámbito ideológico representado por el movimiento me too, en el que la izquierda de la época de la postmodernidad se reconoce. Pero estos tiempos, de los que la película era precursora y estandarte, aún no habían llegado cuando comentábamos vivamente la película en la barra de un bar después de salir del cine. Ella celebraba su intensidad dramática, la fuerza de las interpretaciones, la decisión de las protagonistas, la progresión (“crecimiento” es la expresión más adecuada) del personaje más joven, Thelma, que al principio se había mostrado como la más insustancial y frívola de las dos, para acabar convirtiéndose en la más espiritosa y decisiva. El catártico final, en fin. Yo compartía sus aseveraciones, si bien mi cautela ideológica con respecto a los productos hollywoodienses me llevaba a considerar que, como es común en el cine americano, se concentraba en los efectos en lugar de hacerlo en las causas; que, por lo mismo, hacía de la violencia individual el factor “natural y formal” de la vida social y reducía la lucha de clases a “antagonismos secundarios de orden personal”. 

Pero qué duda podía caber, convinimos, de que era una película muy buena, importante, original y excitante. A Ella le gustó mi rebuscada interpretación intelectualoide que no contradecía su visión general. A ambos la vendetta genérica de las protagonistas nos parecía justa y necesaria.