DRIVE MY CAR (2021) DE RYUSUKE HAMAGUCHI,

CUANDO LLEGUE NUESTRA HORA, MORIREMOS SUMISOS

(A. Cirerol)

MOTIVOS PRELIMINARES

Cuando uno lee las numerosas críticas de “Drive my car” en las que relucen (si no unánimemente, bien puede afirmarse que muy próximas a la coincidencia generalizada) frases tan elogiosas como los siguientes: “Obra maestra indiscutible”…”Drama magistral del que no puedes apartar la mirada”… “Cautivadora desde la primera hasta la última escena”… “Una de las películas más hondas y excepcionales de los últimos años”… “Película impecable, prácticamente perfecta”… “Nunca antes vimos nada parecido, una obra maestra”… “Hamaguchi nos brinda una obra maestra sobre el arte y la vida”… “Subyugante profundidad emocional”… “Una película deslumbrante”… “Bellísima película”… Etc., etc.

O al indagar sobre su trama deduce que aborda temas a priori tan importantes y capaces de suscitar humana emoción como el duelo por la pérdida, el peso que los muertos ejercen sobre los sentimientos y las acciones de los vivos, la culpabilidad (no tanto por lo hecho como por aquello dejado de hacer), la trascendencia del azar o lo imprevisible en el curso de las relaciones humanas o el poder sanador del arte (el teatro en este caso) sobre las enfermedades del alma. 

O, por añadidura, lo hace (el filme) sustentándose en un referente de alto valor cultural (algo poco habitual en el cine de hoy, tan hueco, basado casi exclusivamente en la sugestión de la imagen): el “Tío Vania” de Chéjov, como lección de vida. 

Llegado a este punto lleno de abrumadoras expectativas, aun a pesar de la falta de confianza que le inspira la crítica realmente existente, a uno no le cabe sino sacar dos conclusiones antes de decidirse a ver la película:

1ª) Que (dejando aparte la tópica y estereotipada unanimidad de los ditirambos críticos) esta película, que, según se nos dice, se centra en el examen de sentimientos, emociones y reacciones humanas, no debe de tener (por eso mismo) nada que ver con el cine asiático actual. Esto es: con el tipo de filmes de yakuzas con un toque de auteur (Kitano), o con los de estética de cómic y exorbitante alarde (piro)técnico que fundamentan en la violencia (gratuita) su principal foco de interés (Park Shan-wook), o con los que exhiben un naturalismo grotesco para pormenorizar las fantasías de ascenso social de estrafalarios especímenes lumpen (Bong Joon-ho, Koreeda a sus horas), o con los que por medio de un minimalismo poético dibujan situaciones y personajes maravillosamente sofisticados, ilusorios e insustanciales (Hong Sang-soo), o con los que en la represión de los sentimientos y del contacto corporal descubren un nuevo romanticismo fatalista puramente decorativo (Wong Kar-wai), o con los que erigen colosales e intemporales sagas épico-fantásticas (Zhang Yimou), o con los que se embarcan en largos viajes tridimensionales por el mar de la subjetividad absoluta (Bi Gan), por no hablar de aquellos que se solazan en bucear en disparatados e irrisorios mundos oníricos (Apichatpong Weerasethakul). En suma, una dominante cultural basada en la anulación de la profundidad (“la forma es el fondo”), la preponderancia de la técnica sobre la forma, el declive de los afectos, la supremacía de las categorías espaciales sobre las temporales, la cancelación de la historicidad, es decir: antirrealismo y pérdida abrupta de una visión humanista del arte. Todo lo que hoy encandila a la crítica-acrítica. 

2ª) En consecuencia, se dice uno lleno de buenos auspicios: habrá que ir a ver “Drive my car”.

Y uno corre a verla.

AQUÍ SE CUENTA LA PELÍCULA (*)

Los protagonistas (al menos durante los primeros cuarenta minutos) son Él (Kafuku), Ella (Oto) y un coche rojo (después, la estela de personajes se amplía). Él (Kafuku) es un actor y director teatral de cierta reputación, Ella (Oto) es guionista de series de éxito en la televisión, el coche es un Saab 900 Turbo de fabricación sueca, que conduce Él, de color rojo, como ya se ha dicho, que llega a parecernos como esos coches de los dibujos animados capaces de hacer visibles (“antropologizar”) sus emociones. Él y Ella están casados y son aparentemente felices, o, por lo menos, se comportan amablemente entre sí. Pertenecen a una clase media acomodada y tienen éxito en su vida profesional. En seguida descubriremos algunas sombras o, por lo menos, singularidades o extrañas anomalías en su relación. Ambos se aman (dicen), pero ella se acuesta habitualmente con otros hombres. Él lo sabe, pero parece asumirlo como un hecho que no pone en cuestión su convivencia, algo que hay que respetar y aceptar en el carácter o condición de su esposa. La muerte de su hija les produjo un fuerte trauma emocional del que difícilmente se han recuperado. Se nos da a entender que la disfuncionalidad de la pareja tiene su origen, aunque no su sentido, en dicha pérdida. Tienen una extravagante costumbre: la actividad sexual estimula la creatividad literaria de la mujer. Inventa sus guiones televisivos en pleno acto sexual, inspirada por el orgasmo. Al día siguiente Ella los olvida y Él los transcribe (“los pasa a limpio”). Una noche, al volver a casa, Él la encuentra muerta. Sí, eso pasa. Aunque ha sido debido a una embolia se culpa por no haber llegado a tiempo para salvarla. Basa su reproche de conciencia en que se ha retrasado intencionadamente porque Ella lo había emplazado para “hablar sobre ellos dos” y Él temía lo que pudiera decirle. Tras el sepelio y sufrir una crisis emocional mientras interpreta “Tío Vania”, le vemos (el espectador) viajando en el coche rojo por la autopista. En este momento, o sea, cuando ya llevamos casi 45 minutos de película, esto es, la cuarta parte de su metraje, aparecen los títulos de crédito y nos damos cuenta de que, como quien dice, ahora comienza la película. Lo que hemos visto antes era sólo el preámbulo o la introducción. Han pasado dos años, se nos informa al mismo tiempo, y Él viaja a la ciudad de Hiroshima para dirigir una representación de “Tío Vania”. Es un proyecto experimental con actores que hablan diferentes idiomas, incluida una mujer sordomuda que se expresa por medio del lenguaje de signos. Entre ellos está un joven actor conflictivo (Takatsuki) que había sido amante de la mujer de Kafuku. Él debe superar el rechazo que le produce su presencia. Surge una complicación que acaba por resultar providencial. Los promotores del proyecto, alegando una cláusula de responsabilidad contractual que prohíbe a los empleados conducir su coche, le imponen a Kafuku un chófer para el Saab rojo, que Él acepta a regañadientes. En realidad, hay que suponer que la proscripción se debe a otra causa no manifestada: Kafuku padece una enfermedad ocular (glaucoma) que pone en riesgo su capacidad conductora. Pero el chófer resulta ser una mujer. Watari (la choferesa) reúne todas las virtudes (profesionales y personales) que debe poseer el conductor ideal: es eficiente, segura, cuidadosa, prudente, perspicaz, discreta, hasta el punto de pasar casi desapercibida para el mismo cliente (Kafuku), quien puede, como es su costumbre, repasar sin problemas la obra en el mismo coche por medio de cintas de audio. Comienzan los ensayos dirigidos por Kafuku, que renuncia a interpretar el papel principal (Vania, con el que se siente extrañamente identificado, aunque, en realidad, no existen características comunes entre ambos) y lo asigna a Takatsuki, pese a la diferencia de edad entre el actor y el personaje, a la disparidad de ambos caracteres y a la misma animadversión que el joven le inspira a Kafuku. Aquel, con una cierta intención morbosa, intenta anudar una relación amigable con Kafuku, basada en el recuerdo de la mujer que ambos amaron (aunque no está claro de que fueran estos realmente los sentimientos que el joven sintiera por la mujer muerta). Mientras tanto, Él (Kafuku), a través del cotidiano trabajo teatral y el progresivo conocimiento de Watari experimenta renovadas sensaciones vitales. La actriz sordomuda, la joven conductora y la misma ciudad de Hiroshima, con su carga simbólica, le infunden un nuevo aliento. Por el contrario, la relación con Takatsuki, sólo consigue amarrarlo a emociones negativas del pasado y a enfermizos celos póstumos. Watari, que hasta aquel momento había permanecido en un segundo plano, adquiere un relieve especial, ya que ambos se reconocen como seres heridos por sucesos trágicos del pasado que los han sumido en una suerte de parálisis emocional. Una herida basada en la culpa por lo que ellos creen que no hicieron para salvar respectivamente a su madre (ella) y a su mujer (Él). Posiblemente (se acusan a sí mismos) porque ambos deseaban que muriesen. Al final los acontecimientos se precipitan: Takatsuki, patológicamente incapaz de controlar sus accesos de agresividad, mata gratuitamente a un paparazzi y es detenido por la policía. La obra se queda sin Tío Vania. Kafuku, a la búsqueda de encontrar una respuesta a su propia invalidez emocional, cree hallar la solución visitando el lugar donde murió en un incendio la madre de Watari (es decir, donde ella se culpa de haberla dejado morir). Tras un ininterrumpido viaje de dos días (Watari al volante, Kafuku sentado a su lado, ya no detrás como el cliente de un taxi, cargando los dos con su insoportable peso de culpabilidades, en el Saab rojo) llegan al origen del remordimiento. Es el paraje nevado, el centro simbólico de la desgracia, en el que encuentran la razón de su sufrimiento y su liberación. Kafuku acepta, al fin, interpretar el papel de Tío Vania. La escena final de la obra de Chéjov completa el efecto liberador y purificador, catártico, de sus protagonistas, Kafuku-Vania a través de la mujer sordomuda-Sonia (la sobrina de Vania), Watari, como espectadora: sólo la aceptación y la resignación pueden salvarles como seres humanos. La función redentora sólo se cumple aceptándose (perdonándose) a sí mismos: ¡Hay que vivir! Es esta la misión que deben cumplir, vivir. En la última escena Watari, sola, con mascarilla, compra en un supermercado. Luego se mete en un coche y se va.

UNA REINTERPRETACIÓN

Para exponer su “lección de vida” Hamaguchi (además de necesitar tres horas para ello) recurre a situaciones y tipos extremos, apartados de los modelos sociales representativos. En este sentido (de falta de tipicidad y de consistencia de su suelo histórico-dramático) “Drive my car” es mucho más postmodernista de lo que parece. 

Lo es, externo a los planos representativos, el protagonista principal, quien, habituado por su profesión a representar en público sentimientos ajenos, sufre un grave bloqueo emocional en su vida privada. Incapaz de abordar las continuas infidelidades de su mujer se impone a sí mismo asumirlas como normales y vivir así. Es precisamente el temor a que Ella pueda “plantear la situación” lo que le inhibe de acudir a la cita que habían acordado y que originará su complejo de culpa. Ella, Oto, vive una existencia disociada. Afirma que ama a su marido y, al mismo tiempo, lo engaña de manera compulsiva y reiterada. Su joven amante, Takatsuki, es un tipo carente de control, que se “psicopatiza” con facilidad (especialmente si es fotografiado por desconocidos). Watari, la joven choferesa, es una mujer traumatizada por una niñez desdichada y una madre que nunca la quiso. La única persona propicia y afirmativa es aquella privada de la capacidad de hablar, la única que de manera natural es capaz de comunicar sus afectos por medio del lenguaje de su propio cuerpo. 

La película basa su sentido en el encuentro de dos duelos irresueltos, vividos ambos como la forma de expiar una supuesta culpa: el convencimiento (ilusorio o quizás no) de que ellos fueron colaboradores necesarios de las muertes que punen dentro de sí. En ambos casos existía un indudable componente de amor-odio hacia las dos muertas (un rencor que tanto Kafuku como Watari se atreven al fin a revelar). 

En el caso de la relación Kafuku-Oto cuesta creer que la personalidad de la mujer pueda suscitar post mortem una sombra emocional tan alargada. Ni su ser (exterior e interior) ni su afectada amabilidad ni sus pésimos relatos orgásmicos (poco más se puede recordar de Ella) dan lugar para crear esa imagen mitificada que impide sellar un duelo. Menos aún que pueda ser recordada con amor una persona que infringe de manera recalcitrante los principios en que se basa el afecto mutuo: lealtad, autenticidad, veracidad. Y que con gentil y refinado sadismo se solaza presentando sus próximos amantes al infeliz esposo. El cual dos años después aún es capaz de sentir celos retrospectivos porque el último de los amantes conocidos de su mujer (el desquiciado Takatsuki) conoce el final de uno de sus infumables relatos interorgásmicos, que a Él nunca le fue revelado. Por otra parte, a Él, a Kafuku, nunca se le vio muy entusiasmado en tales momentos. Así que tras o debajo del insondable amor póstumo del viudo hay que pensar que se esconde más bien el odio que provoca un comportamiento, el de la mujer muerta, que resulta inescrutable y que lo seguirá siendo para siempre.

No podemos dudar, en cambio, de que los sentimientos de Watari no ocultan intento alguno de autoengaño, como en el caso de Kafuku. Aquí cuentan los hechos (y su propia procedencia de clase): fue una niña del arroyo, no querida por una madre negligente y maltratadora. Una niña que tuvo que hacerse mayor muy pronto. Es consciente de que cuando ocurrió el siniestro ella se puso a salvo y que mientras la casa ardía pensó que su madre estaba dentro y que (tal vez) hubiera podido salvarla. Posiblemente no fuera así, pero es lo que ella realmente sintió. Y desde ese momento crece con la culpa. Se dice a sí misma: yo la maté. Es una mujer herida, sus sentimientos y su estimación propia ardieron también con la casa y con la mujer que estaba dentro. Para sobrevivir ha de hacerse dura. Sólo la inconsciente inocencia de los animales, el perro de la muda, puede suscitarle tiernos sentimientos. En Kafuku encuentra a un semejante, a otro culpable como ella, da igual que sea un simulador, un falso culpable: buscará con él su redención. 

La discapacidad emocional de “la chica que conduce mi coche” es reactiva, provocada por hechos terribles que la realidad, dadas sus condiciones de vida, no le ha ofrecido (aún) la posibilidad de superar. La impotencia de Kafuku es elegida, su duelo incapacitante fingido, la mitificación de su amor desaparecido la justificación para permanecer en suspenso. No creo que Hamaguchi sea consciente de la verdadera naturaleza de su personaje, de sus subterfugios emocionales, de su actitud impostada y autojustificativa ante la vida. Él (Hamaguchi) también se cree la culpabilidad hipócrita y las justificaciones de su personaje.

El viaje de Watari y Kafuku al origen de la culpa, enterrado bajo la nieve, provoca un shock emocional que les saca a ambos de sí porque les permite comprender y aceptarse. Después, la sanación a través de la representación teatral, al mostrarles el camino que debe seguir su vida: “¡Hay que vivir y viviremos!”.

LA ESCENA CULMINANTE DE LA PELÍCULA: LA DISTORSIÓN DE CHÉJOV POR HAMAGUCHI Y LA CRÍTICA-ACRÍTICA

La (pen)última secuencia de la película es la esencial y decisiva (y, sin duda, la más brillante) porque tiene el poder de cambiar el destino de sus principales protagonistas (uno que actúa en el escenario, Kafuku; el otro que mira la representación entre el público, Watari). Se desarrolla la última escena de “Tío Vania”, cuando Voinitzkii (Vania) y Sonia (su sobrina) se quedan solos en la hacienda de Serebriakov, el dueño de la finca, cuñado de Vania y padre de Sonia, la hija que tuvo con su primera mujer. En la película Sonia está interpretada por la actriz sordomuda, que se expresa por medio de signos (su monólogo aparece subtitulado en la pantalla del escenario). La secuencia es, por consiguiente, silenciosa (salvo los esporádicos sonidos producidos por las manos de Sonia al palmear) y casi enteramente filmada en un plano medio frontal de Vania sentado a la mesa y de Sonia tras él hablando con sus manos colocadas ante la cara de su tío y, por lo tanto, también del público. Se reproduce íntegramente el monólogo de Sonia, que dura casi cinco minutos. Empieza el lamento de Vania: “¡Niña mía!… ¡Cuánto sufro!… ¡Oh, si supieras cuánto sufro! …”. Sigue, luego, el largo consuelo de su sobrina: “¡Qué se le va a hacer!… ¡Hay que vivir! ¡Viviremos, tío Vania! …”. Le pinta la interminable sucesión de días y anocheceres en los que habrán de soportar pacientemente las pruebas que les envíe el destino, mientras ellos seguirán trabajando para otros (se refiere a Serebriakov) sin descanso hasta la vejez. “¡Cuando llegue nuestra hora moriremos sumisos y allí, al otro lado de la tumba, diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que hemos padecido amargura!… ¡Dios se apiadará de nosotros y, entonces, tío…, querido tío…, conoceremos una vida maravillosa…, clara…, fina!… ¡La alegría vendrá a nosotros y, con una sonrisa, … descansaremos!… ¡Tengo fe, tío!… ¡Creo ardientemente!… ¡Descansaremos! …”. Sonia se imagina un cielo cuajado de diamantes desde el que ellos verán, abajo, toda la maldad terrestre, que ya no les podrá afectar, y una misericordia surgida de sus sufrimientos llenará el Universo y su vida, la de Sonia y su tío, será quieta, tierna, dulce como una caricia. “¡Tengo fe!… ¡Tengo fe!… (Secándole las lágrimas) ¡Pobre tío Vania!… ¡Estás llorando! ¡Tu vida no conoció la alegría…, pero espera, tío Vania, espera!… ¡Descansaremos! (abrazándole) ¡Descansaremos!” (El telón desciende lentamente mientras se apagan las luces).

¿Cuál es, por tanto, la fórmula que plantea la película para, apoyándose en las enseñanzas chejovianas para la reparación y desagravio de las almas heridas, acceder al conocimiento de uno mismo y encontrar el sentido de la existencia?: la resignación, la conformidad y la aceptación de las adversidades. Vivir resignadamente, morir sumisamente. Esta es la filosofía de la vida que propone Hamaguchi. Lo que conmueve y sana a sus personajes, resignados y sumisos. Es lo mismo que opina al respecto la crítica-acrítica, que celebra como un verdadero arte de vivir el camino señalado por el director japonés. 

Es, por lo tanto, necesario subrayar la diferencia entre el final de la obra teatral de Chéjov y el de la película de Hamaguchi. Pero, ¿cómo?, se dirá, ¿es que acaso no son iguales uno y otro? ¿No son igualmente hermosos y reveladores? ¿Misma la enseñanza? Ciertamente, el gran teatro de Chéjov se nutre de un humanismo comprensivo y compasivo. Apela a la resignación ante los golpes de la vida. Se trata de un planteamiento correspondiente a una época en que la situación en Rusia y el destino de la clase social representada en sus obras, la burguesía campesina semi arruinada, estaba en un estado de anquilosis social, al borde del desmoronamiento. Por eso, sus personajes, incapaces de actuar, son representativos de este marasmo, presagio de la gran sacudida revolucionaria que los haría desaparecer como clase social. Su único refugio es el sueño, soportar pacientemente su infortunio en la vida real imaginando celestiales trascendencias fuera de este mundo, donde un Dios se apiadará de ellos y podrán al fin descansar de tanto padecimiento (sobre todo, moral). Es ese el principal deseo de Sonia, sus últimas palabras al caer el telón: ¡Descansaremos!… ¡Descansaremos!”

¿Qué relación tiene la aspiración de Sonia, mujer del XIX ruso, con el paisaje del mundo que expone “Drive my car”? No tiene, por ello, el mismo sentido el final de Chéjov y el de Hamaguchi, aunque suenen igual a nuestros oídos. El director japonés utiliza el ethos (entendido como propuesta moral) chejoviano como solución a los dilemas del presente (¡del siglo XXI!). Hacerlo así no sólo distorsiona el espíritu de Chéjov, sino que es, además, grotescamente anacrónico y caduco e indefendiblemente reaccionario (es decir, contrario al auténtico sentido de la existencia humana).

EL ENIGMÁTICO FINAL

Como ya se ha indicado, en la última escena de la película Watari, sola, protegida con una mascarilla antipandémica, compra alimentos en un supermercado. A continuación, se mete en un Saab rojo (¿el mismo de Kafuku?), acaricia al perro que la espera dentro del coche (¿el mismo perro de la sordomuda?) y conduce por la carretera (¿hacia dónde?, ¿dónde está?, ¿vive sola?, ¿sigue en Japón?, ¿o vive ahora en Corea del Sur, tal como en un momento de la película dijo que le gustaría hacer?). No lo sabemos ni a Hamaguchi le importa que lo sepamos o no, ya que se trata de un final intencionadamente enigmático. En realidad, signifique lo que signifique, tampoco nos importa demasiado. Por su aspecto podemos, eso sí, aventurar que ahora la vida parece tratarle bien a Watari. A Kafuku, en cambio, se lo ha tragado la tierra.

POSDATA

La canción de los Beatles que da título a la película y al cuento de Murakami no suena en toda la película. Tampoco importa mucho, no es de las mejores.

(*) Sí, de eso va. No de hacer spoiler, nada más lejos de mi intención, sino sólo de contarla. Es algo muy necesario para entender realmente una película, como ya nos enseñó Guido Aristarco (véase “Los gritos y los susurros. Diez lecturas críticas de películas”. Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 1996), el mejor crítico cinematográfico que ha habido. Es una lástima que los críticos de hoy no lo tengan en cuenta, seguro que razonarían más y mistificarían menos.