“PENA DE MUERTE”, DE TIM ROBBINS. UNA LECTURA CRITICA

 

“PENA DE MUERTE”, DE TIM ROBBINS

UNA LECTURA CRÍTICA

Por A. Cirerol

(En tiempos tan extraños y socavados como los presentes, en que casi todas las actividades sociales han quedado en suspenso y nosotros en reclusión, los aficionados al cine hemos tenido que satisfacer nuestra predilección por medio de la televisión. Ello nos ha permitido revisar algunas películas del pasado -en este caso no demasiado remoto- que por sus valores estéticos o su trasfondo temático puede tener interés volver a dilucidar, como la que hoy hemos traído a este Blog, que aún se mantiene firme y entero).

“Pena de muerte” (“Dead man walking”, en jerga carcelaria norteamericana es lo que anuncian en el pasillo que conduce al condenado a su ejecución, algo así como “reo hacia la muerte” o, más literalmente, “un hombre muerto va de camino”) es una película de Tim Robbins, quien en los años 90 compaginó su trabajo como actor con la dirección de películas, tres en total, sin que hasta hoy haya vuelto a colocarse tras la cámara, pese a su probado talento como realizador. Este filme, de 1995, basado en el relato autobiográfico de la monja Helen Prejean, en el que cuenta su experiencia como guía espiritual de presos condenados a muerte, es un alegato contra la pena capital que alcanzó en su momento un gran éxito crítico y comercial (*). 

La película se inspira en hechos reales, aunque combinando dos casos diferentes y alterando los nombres auténticos de los protagonistas, salvo el de la monja. En ella, Matthew Poncelet (Sean Penn), condenado a muerte en la prisión estatal de Louisiana por el asesinato de una pareja de adolescentes escribe a la religiosa Helen Prejean (Susan Sarandon), activista a favor de la abolición, solicitando su apoyo para conseguir su absolución o el indulto. Tal como lo cuenta la hermana Helen: “Yo no sabía nada sobre este hombre, excepto una cosa: si había sido condenado a muerte seguramente era pobre, y como yo estaba en ese lugar para servir a los pobres, acepté. Comencé a escribirle y me contestó, y, finalmente, él fue la primera persona a quien vi cómo ejecutaban”. La religiosa se esfuerza, apelando ante la justicia, en salvar la vida del acusado, pero, sobre todo, a lo largo de las numerosas entrevistas que ambos mantienen durante el tiempo que precede a la ejecución, en salvar su alma. Poco antes de que se cumpla la sentencia, cuando la petición de indulto es finalmente rechazada, Matthew, que hasta aquel momento había mantenido su inocencia, le confiesa a la monja que realmente él asesinó al chico y violó a la muchacha antes de que su compinche hiciera lo propio y la matara, y que ahora se arrepiente de su acción. La hermana Helen le anuncia que su acto de contrición ha salvado su alma, ya que ahora es un hijo de Dios. Helen lo acompaña hasta el mismo momento en que le administran la inyección que acaba con su vida.

A diferencia de otras obras de este género, la película de Robbins no recurre a fáciles coartadas para justificar sus ideas, no elude poner de manifiesto las argumentaciones contrarias, trata con rigor los sentimientos opuestos de unos y otros. Robbins (también autor del guion) se muestra como un gran director de actores, lo que le permite ofrecer una galería de personajes psicológicamente convincentes, algo que es, de manera especial, raro y difícil de encontrar en el cine. De hecho, la solidez de la película, su poder de convicción, la claridad de su sentido moral y aun estético se sustenta en la veracidad de sus intérpretes, principales y secundarios. Resulta, en efecto, admirable la fidelidad, la comprensión de sus caracteres, la justeza emocional con que Sarandon y Penn abordan sus respectivos papeles. 

Sin embargo, bajo esa apariencia de objetividad narrativa fluye con claridad el sentido profundo que pretende transmitir el filme haciendo uso de procedimientos sesgados (tendenciosos). Es algo perfectamente lícito en el campo artístico y que podemos percibir incluso en obras maestras del cine y la literatura, si se hace con talento, inteligencia y cuando está al servicio de una causa justa. Nos proponemos aquí descubrir los dispositivos internos (las brillantes manipulaciones emocionales) que aplica Robbins para persuadir al espectador de su verdad. Vamos a repasar para ello las escenas más significativas del filme, así como sus elocuentes (y excelentes) diálogos.   

¿ES FASCINACIÓN MORBOSA O SOLO PIEDAD?

Al inicio de la película el director aprovecha la exposición de los títulos de crédito para situar la historia y presentar a la protagonista. Primer plano de Susan Sarandon (la hermana Helen) conduciendo, en traje seglar, su coche camino del centro penitenciario, alternando con imágenes retrospectivas de su actividad en su lugar de apostolado (Hope House, Casa de la Esperanza) en un barrio pobre de Nueva Orleans habitado mayoritariamente por gentes de color/ la incipiente correspondencia entre el reo y la monja/ junto con recurrentes imágenes (procedentes de una antigua película de 16 mm) que nos muestran a una Helen adolescente vestida de novia, feliz e ilusionada, al lado de otras novicias, todas con ramos de flores e igual de radiantes, pues van a desposarse con el Señor, seguidas de otras filmaciones en las que ella aparece, tras la ceremonia de consagración, luciendo ya su hábito religioso/ mientras Helen conduce se cruza con carteles de propaganda en los que el Gobernador del Estado promete mano dura contra el crimen/ toda la secuencia transcurre mientras suena la canción Dead Man Walkin’ interpretada por Bruce Springsteen. 

Al llegar a la penitenciaría Helen mantiene una conversación con el cura de la prisión. Es un hombre curtido en su oficio, pragmático, de mentalidad preconciliar, que acepta por principio las leyes establecidas y que no puede por menos de mostrar su sorpresa (y suspicacia) por el hecho de que una mujer, por muy monja que sea, atienda la llamada de un convicto. Se extraña, también, de que no lleve hábito. Helen le recuerda que hace muchos años que su orden dejó de llevarlo. Queda claro que ambos no congenian o que desconfían de las razones de uno y otro. El capellán expone los cargos que pesan sobre el recluso al que ella se propone ayudar. Mientras escucha el relato del terrible crimen la expresión de la mujer refleja su consternado estupor, como si en ese momento se enterase por primera vez de los hechos o cayera en la cuenta de su gravedad. “¿Por qué lo hace, Hermana? ¿Siente una fascinación morbosa o es simple compasión?”, inquiere el sacerdote. Ella parece sobresaltada, aturdida, como si no supiera qué responder. “Me escribió pidiéndome que viniera”, responde al fin. “Esto no tiene nada de romántico. No se trata de una película”, le advierte él, antes de prevenirla de que todos los penados son unos embaucadores y de que su protegido intentará manipular sus emociones.

YO NO MATÉ A NADIE, SE LO JURO POR DIOS

Helen está conmocionada por su conversación con el cura y por el impresionante sistema de seguridad carcelario. Sucesivos planos de guardias abriendo y cerrando con llave las innumerables puertas metálicas que conducen a la zona más restringida del presidio, donde se halla la sección de condenados a muerte. Rápidos flashes de pesadilla (en blanco y negro) que reviven imaginariamente el momento del crimen se suceden en la cabeza de Helen, representaciones confusas, oscuras, carentes aún de rostros. Al fin, aparece Matthew, el recluso que ha venido a ver. Permanece esposado. Al verle ella le sonríe animosamente. Hablan separados por un tabique de cristal. Helen (sonriente, tratando de inspirar confianza): “Como ves, Matthew, estoy aquí”, se presenta. Matthew: “Gracias por venir, señora”. Su actitud es recelosa, como si pensara que ella no se comprometerá realmente en la misión de defender su causa, que solamente ha ido con la intención de echarle un sermón religioso más. Helen (percibiendo su reticencia): “He venido para escucharte. Prestaré atención a todo lo que quieras contarme”. Matthew (irónicamente asombrado): “Nunca pensé que me visitaría una monja. Porque es monja ¿no?”. Helen (orgullosa): “Sí”. Cada vez que él fuma un cigarrillo (y lo hace a menudo) debe retorcerse para poder encenderlo con las manos esposadas. Helen: “¿Tu familia era pobre?”. Matthew: “No hay millonarios en el corredor de la muerte”. Helen (iluminándosele el rostro): “Ambos tenemos algo en común. Vivimos entre pobres”. Matthew: “¿Su familia tiene dinero?”. Helen: “Sí”. A lo largo de toda la película ella siempre se dirigirá a él tuteándole y él le hablará de usted y nunca llamándola por su nombre, sino por el apelativo respetuoso y un tanto sumiso de “señora”. Matthew (sarcásticamente desafiante): ¿No va a preguntarme lo que hice?”. Helen (casi jovial): “Ya me ha puesto al corriente el capellán”. Matthew (en un tono punzantemente despreciativo): “Sí. Un hombre muy religioso”. Le cuenta que tiene una hija que no ha visto nunca, pues lo detuvieron antes de que ella naciera, hace ya cerca de diez años. Le enseña una vieja fotografía en la que aparece una niña rubia de unos tres años. Ella se entusiasma al contemplarla. Helen: “¿No te viene a ver? ¿No la escribes?”. Matthew: “Ni siquiera sé dónde vive. Está con una familia de adopción”. Por fin, como si fuera algo que hubiera estado deseando soltar durante todo el tiempo, Matthew: “Yo no lo hice. Fue el otro. Yo no maté a nadie. Se lo juro por Dios”. Ella parece luchar entre el anhelo por creerle y las evidencias. Cuando termina el tiempo de la visita él, como si este hubiera sido realmente el motivo esencial de la entrevista, aprovecha nerviosamente para pedirle que presente en su nombre una moción de apelación para que los tribunales revisen su caso. Ella se compromete a hacerlo. 

Todo se precipita cuando se anuncia la inmediata fecha de la ejecución, seguramente acelerada para que coincida con los próximos comicios para elegir al Gobernador del Estado, en una competición para mostrar mayor rigor judicial en la línea de “ley y orden”. Sólo cuentan con unos días para que la comisión de apelación revise la sentencia. La hermana Helen convence a un prestigioso abogado abolicionista para que se haga cargo del caso. La estrategia de defensa se basa en presentar a Poncelet como un “ser humano” y no como el “monstruo” que ilustran los medios de comunicación. Con este fin Helen visita a la madre de Matthew para que declare en la sesión en que se verá el recurso. Esta es una mujer golpeada por la vida, resentida y atemorizada, que a duras penas puede sacar adelante a sus otros tres hijos. 

Vemos a Helen en su medio familiar. Una familia de la burguesía rica del condado, de ideas liberales. Durante la cena comentan con preocupación su involucramiento en ese espinoso asunto. Ella intenta convencerles de que el acusado necesita ser ayudado porque procede de un medio sociofamiliar que le ha privado de oportunidades. “¿Por qué lo haces?”, preguntan. Ella parece más bien desconcertada al contestar: “No lo sé. Me siento atrapada por el caso más que atraída. Por alguna razón soy la única persona en la que él confía”“Tienes un gran corazón, pero ten cuidado: podrían aprovecharse de tu generosidad”, la precave su madre. 

¿NO ECHA DE MENOS EL SEXO?

Antes de la vista se produce una conversación reveladora entre la hermana y el recluso. Ya tienen más confianza, a veces el diálogo se adentra en terrenos más personales. Él le cuenta sus recuerdos de su padre, fallecido cuando sólo tenía catorce años. “Era un buen hombre, un currante”, rememora. “¿Por qué se hizo monja?”, quiere saber. Helen: “Sentí cierta atracción, supongo. No es fácil responder. Es como preguntarte por qué eres presidiario”. Matthew: “Por mala suerte”. Helen: “Y yo por buena. Tenía una gran familia que me apoyaba y quizá me sentí obligada a devolver a la sociedad parte de su respaldo”. Matthew, con una sonrisa casi impertinente: “¿No necesita un hombre?”. Ella calla, como cogida en algo difícil de explicar. Matthew (que nota su incomodidad): “¿No echa de menos el sexo?”. Largo silencio, ella parece confusa. Matthew (sarcástico): “¿No quiere hablar de ese tema?”. Helen (firme): “Tengo grandes amigos, hombres y mujeres. Nunca he experimentado la intimidad sexual. Pero hay otras formas de sentirse unidos, compartiendo las ideas, las ilusiones”. Matthew, que por primera vez parece dejar asomar su verdadera personalidad, manifiesta con cínica y casi insultante prepotencia: “Tenemos intimidad ahora, ¿verdad, hermana? Me gusta estar con usted. Me parece muy guapa”. Helen (segura, ofendida, tajantemente aleccionadora): “Mírate, Matthew. Tienes a la muerte pisándote los talones y te dedicas a coquetear conmigo. Ten respeto”. Matthew (con humillado resentimiento):“¿Por qué iba a respetarla? ¿Porque lleva una cruz colgada?”. Helen: “Porque soy una persona. Y todas merecen respeto”.

NO PUEDE ESTAR A FAVOR DE LAS DOS PARTES

En el día de la vista la madre del acusado se deshace en llanto defendiendo la inocencia de su hijo ante el tribunal de apelación. El abogado presenta a su defendido como una víctima del sistema: “Está aquí porque es pobre. Por no tener dinero para contratar a un buen abogado”. Hace un discurso contra la pena de muerte, que equipara con un asesinato legalizado y público. Censura la hipocresía de la inyección letal, supuestamente menos indolora y más civilizada que el ahorcamiento o la silla eléctrica. En su turno, el fiscal se centra en destacar la crueldad de los crímenes perpetrados por el convicto y el dolor de las familias de las víctimas, que también están presentes en la causa. Pide a los miembros del tribunal que sean duros y objetivos. Durante el receso deliberativo ocurre algo imprevisto. El padre del chico asesinado se encara con Helen. Ella, turbada, le expresa sus condolencias: “Señor Delacroix, siento mucho lo de su hijo”. Delacroix (con gesto vehemente, sin poder contener su indignación moral, aunque correcto en todo momento): “Hermana, soy católico. ¿Cómo es posible que se haya sentado al lado de Poncelet sin habernos ido nunca a visitar a mí o a mi mujer para oír nuestra versión? ¿Cómo ha podido estar todo este tiempo preocupada por él y no pensar que quizás nosotros la necesitábamos también?”. A estas alturas de su intervención activa en el caso la hermana Helen parece caer por primera vez en la cuenta de la existencia de los allegados de las víctimas (incluso de las propias víctimas), de su inapelable y perpetuo dolor, tan fervorosamente embebida había estado en su misión redentora del victimario. Helen (confusa, sin saber cómo reaccionar): “Verá… No pensé que quisieran hablar conmigo”. Delacroix: “Oiga, hermana. Supongo que ha visto un lado humano en Poncelet que ninguno de nosotros conoce. Seguramente debe darle lástima, pero se trata de un canalla que secuestró a dos adolescentes, violó a la muchacha y después los mató. Esa basura me ha robado a mi único hijo. Ahora mi apellido morirá conmigo”. Helen (nerviosa, intentando mostrarse cooperadora): “Quiero que sepa que también me importa usted y su familia y lo que le pasó a su hijo. Verá, le daré mi número de teléfono y si hay algo que necesiten, llámenme”. Delacroix (que parece no poder dar crédito a lo que oye, su estupefacción superando casi su indignación): “¿Que yo la llame? Creo que no lo ha entendido, hermana. No se da cuenta del daño que nos ha hecho”. Ella se queda azarada tras el encuentro, compungida y avergonzada. Luego, la comisión deniega la concesión de clemencia al reo y fija el cumplimiento de la sentencia en el plazo de una semana. Antes de ser llevado de nuevo a la prisión Matthew le pide a Helen que sea su consejera espiritual durante el tiempo de espera de la sentencia. Tendrá que acompañarle varias horas al día y asistir a su ejecución. Ella acepta.

En los siguientes días Helen encuentra tiempo para ir a ver a los padres de las dos víctimas. El padre del chico se muestra cada vez más predispuesto a comprender las razones que mueven a la hermana: la vida, como la dignidad, debe respetarse siempre, aun si atañe al peor de los criminales, la venganza no alivia el dolor, él, para recobrar la paz, debe convertir toda su ira y rabia en piedad. 

Los padres de la muchacha, por el contrario, no están dispuestos a perdonar. Cuando ella les visita creen que lo hace porque se ha puesto de su parte. “He venido para ver si podía ayudarles y para rezar con ustedes. Pero él me ha pedido que sea su guía espiritual y que esté a su lado en el momento de la ejecución”, contesta Helen. El padre, sintiéndose engañado y agraviado: “¿Cómo puede hacer eso? ¿Cómo es posible que esté con esa escoria?”. Helen, mortificada, aunque haciendo valer su razón: “Yo sólo intento seguir el ejemplo de Jesús. Él dijo que todas las personas valemos más que nuestros peores actos”. El padre: “Poncelet no es una persona, es un animal. Peor aún que ellos. Los animales no violan ni asesinan a los de su especie. Y usted quiere consolar a ese asesino. No había nadie en el bosque para consolar a nuestra hija cuando esas bestias aplastaron su cara contra la hierba”. A Helen, estremecida, sólo se le ocurre decir: “Él dice que no mató a nadie”. El padre, sin poder dominar su animosidad: “¡No puede estar de ambas partes a la vez! ¡No puede ser amiga de ese asesino y esperar serlo también nuestra! ¡Váyase de nuestra casa!”. Helen llora de regreso en el coche. ¿Por qué llora? ¿Por quién? ¿Por las víctimas, acaso? ¿O por aquel a quien la Sociedad y el Estado que la representa van a privar de “lo más sagrado” que posee, la vida? Podríamos pensar que, sobre todo, por sí misma. Por lo dura y difícil que es su misión apostólica, por la falta de comprensión humana que conlleva su labor.

AHORA TIENES DIGNIDAD, ERES UN HIJO DE DIOS

Durante los días siguientes, hasta el momento del cumplimiento de la sentencia, se redoblan los esfuerzos de Helen y su equipo de abogados por conseguir el indulto del Gobernador del estado y por confortar y redimir al reo. Ella le incita a leer la Biblia, aunque, como es lógico, él parece mucho más interesado por la conmutación de la pena que por su redención moral. Le pregunta (¡por primera vez!) si ha pensado en algún momento en el sufrimiento de las víctimas y en el de sus familias. A él, evidentemente, se la pela. Sólo intenta justificarse insistiendo en que él no fue y que los padres de las víctimas sólo quieren sangre, acabar con él. Helen: “¿Qué les harías tú a quienes hiciesen lo mismo con tu madre o con tus hermanos?”. Matthew: “Los mataría. Desde luego que lo haría”. A continuación, pide pasar por la prueba del detector de mentiras para que su madre sepa la verdad, para que sepa que “él no mató a esos chicos”. Nuevo flash back recurrente en la imaginación de Helen: la escena del crimen en el bosque en la que él no participa, sólo se mueve nervioso, desconcertado, temeroso, sin saber qué hacer o cómo escapar de allí, mientras el otro lleva a cabo la agresión. 

Ella le habla de Jesús: “Era un rebelde. Tú has dicho que te gustan los rebeldes. Su amor cambió el mundo. Toda la gente que no importaba, los pobres, los mendigos, las prostitutas, al fin había alguien que los respetaba y los amaba. Los poderosos se pusieron tan nerviosos que tuvieron que matarlo”. Él se siente neciamente identificado: “Como yo, ¿eh?”. Helen, le reprende seria, pero maternalmente, por su mezquindad: “No, Matt. No fue como tú. Jesús cambió el mundo con su amor y tú miraste mientras los mataban”

Un día antes de la ejecución él aún sigue afirmando su inocencia. Ella persevera en su tarea de apostolado: “La redención no se obtiene porque Jesús pagara el precio por ti. Tú tienes que colaborar en tu redención, tienes que trabajar por ella. Entonces conocerás la Verdad y la Verdad te hará libre”. Él cree que si supera la prueba del detector será libre porque habrá demostrado que dice la verdad. Helen intenta hacerle entender de qué clase de verdad se trata: “Sólo obtendrás la dignidad si admites el papel que jugaste en la muerte de los chicos”.

Helen tiene una pesadilla en la que aparece Matthew sonriente sentado a la mesa de su casa familiar, como si fuese uno más de la familia, tal vez su hermano o su esposo. En el sueño emergen recuerdos de su infancia que la traumatizaron: ella matando a palos con otros niños a un animalillo del bosque, seguramente una mofeta.

El día de la ejecución la madre y los hermanos de Matthew se despiden de él en una habitación del presidio, Helen está con ellos. Es una reunión en la que todos intentan ocultar por medio de bromas y anécdotas el tenso dramatismo de la situación. Una familia de clase trabajadora bien avenida, pese a los golpes de la vida. Matthew, sentado en una silla, engrillado de pies y manos, sin dejar de fumar, se comporta con entereza, como el hermano mayor. Bromea, alecciona al pequeño, les pide que sean buenos chicos y que cuiden de la madre. Hasta que se agotan las palabras y todo el espacio queda ominosamente ocupado por el implacable discurrir de las agujas del reloj. No dejan que la madre le dé un abrazo de despedida (“es por seguridad, hermana”, dicen los guardias).  

Él toma su última cena, el hipócrita agasajo que se concede a quienes van a morir. Come con buen apetito, lo cual le hace gracia: “Langostinos, nunca los había probado. Están buenos”. Ella en tono grave, resolutorio y a la vez concesivo, le insta: “Háblame de lo que ocurrió. Háblame de esa noche”. Pero él se niega: “No quiero hablar de eso”. Ella le reprocha que no admita su responsabilidad en el mal causado. Él se enfurece: “¡No soy una víctima!”, grita. Vuelve el repetitivo flash back del crimen a la mente de Helen, sólo que ahora ya no como una imagen de trazos imprecisos, sino clara y evidente, en color, y en él Matthew toma un indudable protagonismo, aunque la acción se detiene antes de mostrar los hechos. En ese momento el alcaide anuncia a Matthew que el tribunal de apelación ha rechazado el indulto. Él llama por teléfono a su madre y se despide de ella. “¡Te quiero, mamá!”, solloza.  

La última conversación entre Matthew y la hermana Helen, separados por los barrotes de la celda. Él lleva una camiseta de manga corta, tatuada en el brazo una esvástica. Está roto anímicamente tras la conversación telefónica. Le regala a Helen su Biblia como recuerdo. “Soy un cobarde. Soy una víctima. Usted tenía razón”, reconoce. A punto de romper a llorar: “Ese chico. Yo lo maté”, confiesa al fin. El rostro de ella, arrasado por el dolor e iluminado, al mismo tiempo, por la Fe: “Y a ella, ¿la violaste?”. Matthew, sollozando: “Sí, señora”. Helen: “¿Fuiste tú quien la mató?”. Matthew: “No, señora”. Helen: “¿Asumes la responsabilidad de ambas muertes?”. Matthew: “Sí, señora”. Tras un doloroso silencio, Matthew: “Ayer, cuando bajaron las luces, recé por ellos. Nunca lo había hecho”. Helen: “Hiciste algo horrible, Matt, horrible. Pero ahora tienes dignidad y nadie te la puede quitar. Eres un hijo de Dios”. Matthew: “Nunca me habían llamado hijo de Dios. Me habían llamado hijo de… muchas veces. Pero no de Dios. Nunca he tenido un verdadero amor. Tengo que morir para encontrar el amor”. El rostro de Helen resplandece. Él la mira con aplacada gratitud: “Gracias por quererme”.

GÓLGOTA

Lo conducen por el pasillo que lleva a la habitación de la muerte. Al pasar ante ella cae a los pies de su protectora:“¡Hermana Helen, voy a morir!”. Ella se inclina sobre él para darle ánimo y, como Verónica en el camino al Calvario, limpiar con sus palabras (paño de Redención) el rostro de Matthew-Jesús: “Conoces la Verdad. La Verdad te ha liberado al fin”. Él contesta, sintiéndose al fin perdonado: “Dios sabe la verdad sobre mí. No temo nada”. Helen: “No debes temer. Cristo está aquí”. Primer plano de Helen (mirándolo intensamente con una sonrisa redentora): “Quiero que lo último que veas en este mundo te inspire paz. Así que mírame cuando llegues al final. Verás al amor en mi rostro”. Matthew, liberado: “Sí, señora”. La voz del alcaide: “Es la hora, Poncelet”. Él se incorpora. Pide: “¿La hermana Helen puede tocarme?”. Alcaide: “Sí, puede”. Helen se coloca tras él y apoya su mano sobre el hombro del condenado. El guardia que abre la comitiva anuncia: “¡Reo hacia la muerte!”. La escolta se pone en marcha. Mientras caminan Helen va leyéndole pasajes de la Biblia, tal como el Cireneo ayudando a Jesús a llevar la cruz. Sobre sus palabras se eleva una música dulce, célica, mientras el cortejo funerario avanza en cámara lenta. Primer plano de los pies engrillados del reo en zapatillas hospitalarias caminando penosamente/de las manos esposadas/de su rostro transido/de la mano de la mujer en el hombro del condenado/de la cara doliente de la monja. Cuando llega el momento de la separación, Matthew: “¿Irá a ver a mi madre de vez en cuando?”

Helen: “Sí, Matt. Te doy mi palabra”. Se miran llorando, ella lo besa en el hombro. Dentro, un pequeño grupo asiste a la ejecución: familiares, periodistas, letrados, testigos públicos. Ella se sienta al lado del abogado. Los padres de los chicos asesinados la miran molestos, decepcionados, inculpándola por preferir consolar al asesino antes que a las víctimas. Al otro lado del escenario preparan al condenado. Primeros planos de los correajes que lo amarran a la camilla, de las hebillas cerrándose, de la aguja penetrando en la vena del brazo. Descorren las cortinas como en un teatro. En el escenario, tras un cristal, está Matthew, expuesto como un crucificado ante el público. Le permiten decir sus últimas palabras. Matthew: “No quiero dejar este mundo con odio en el corazón. Sé que ha sido terrible lo que he hecho. Pido perdón y espero que mi muerte les sirva de algún alivio. Sólo quiero añadir que matar es un error. Sea quien sea quien lo haga. Yo, ustedes o el Gobierno”. Abaten la camilla. El reloj marca la hora. Se da la señal y el mecanismo de la muerte se pone en marcha. Se encienden los botones luminosos, el líquido letal corre por los tubos de plástico. Él vuelve la cabeza para mirar a Helen. Ella extiende hacia él un brazo como para acompañarle en su viaje. Al mismo tiempo vuelve el flash back del crimen, esta vez no el ilusorio, sino el real, en su explícita y horrenda e imperturbable exactitud. Él, mirando a Helen, dice: “Te quiero”. Ella: “Te quiero”. Él cierra los ojos. Ella permanece aún un rato con la mano extendida hacia él. Sucede entonces algo que nos sobresalta como espectadores. Cuando ya los indicadores mecánicos del proceso ejecutorio han completado su función y debería haberse, por tanto, consumado la sentencia, el ajusticiado abre de pronto los ojos. Es una mirada fija, vidriosa. Tardamos en comprender el significado de ese acontecimiento. Su alma (sustancia espiritual e inmortal independiente del cuerpo, surgida por la voluntad creadora divina, según la doctrina católica) se ha liberado de su envoltura física, vacía ya de su cargamento de pasiones humanas. La pantalla se ilumina con una luz diurna y un plano aéreo describe una panorámica sobrevolando un paisaje boscoso hasta que se detiene sobre los cuerpos de dos jóvenes tirados en el suelo, los muchachos asesinados. Como ellos, una vez que su ser eterno espiritual ha volado de su soporte terrenal, Matthew Poncelet es ya sólo un despojo corruptible de aquello que transitoriamente fue una vez.

CODA

Al entierro de Matthew sólo asisten su familia y la hermana Helen. Separado del grupo, semioculto entre los árboles, el padre del chico asesinado presencia la ceremonia. Ella se acerca a hablar con él, que no es capaz de explicar la razón que lo ha empujado hasta allí. 

La última escena de la película nos da la clave de su transfiguración espiritual: él y la hermana Helen rezan en una iglesia, unidos en la fe del perdón como inspirador de la esperanza.

(Susan Sarandon, Sean Penn y Tim Robbins preparando una escena de la película)

RECAPITULACIÓN CRÍTICA 

(“La miseria religiosa es, de una parte, la expresión de la miseria real, y, de otra parte, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado de ánimo de un mundo sin corazón, porque es el espíritu de los estados de cosas carentes de espíritu”) (***)

La exhaustiva revisión de las principales escenas del filme, de los actos y comportamientos de los personajes y de sus diálogos, nos permiten entender y valorar el sentido real de la obra y los procedimientos emocionales aplicados para transmitir su trasfondo moral al espectador, a partir de la consideración de que “la manipulación de las emociones es esencial para lograr la identificación del espectador con la idea o el símbolo que representa cada uno de los personajes de la narración fílmica y para generar un consenso general en torno a su ‘bondad’ o ‘maldad’ con el fin de poder instalar imágenes en la sociedad que permitan justificar determinadas políticas” (**)

Ante todo, hay que señalar algo esencial: que la película pretende argumentar y dar validez a su tesis (la refutación de la pena de muerte) por medio de la Fe, esto es de la “adhesión personal del hombre a Dios”, al cual “somete su inteligencia y su voluntad”. Esto significa la aceptación de la existencia de lo sobrenatural como motor activo del desarrollo humano, contraponiéndolo, por tanto, al principio básico de la razón, la experiencia y el saber y colocando a aquel en el lugar de estos. Es lo que, en efecto, ocurre en el filme. Su pretensión abolicionista se fundamenta exclusivamente en principios y emociones religiosas, es decir, en “el reflejo fantástico en la mente humana de potencias miríficas y preternaturales que dominan los sentidos de los individuos”, donde, en definitiva, “las fuerzas terrenas adquieren formas no terrenales”. Al erigirse el filme en expresión de la mirada, el sentir y las aspiraciones de la hermana Helen, la visión secular y material ha sido sustituida por la confesional y espiritual. Lo racional por lo irracional-emocional. Todo planteamiento laico del problema ha sido excluido y reemplazado por el religioso. Para la hermana Helen, guía espiritual del reo y de la propia película, y para Robbins, su eficiente coadjutor artístico, el valor resolutivo es la Fe, que se alcanza a través del Amor (y viceversa), que conduce a la criatura humana, arrojada al mundo desnuda e indefensa, a la Verdad, que (en lugar de ser el reflejo fiel y comprobado de la realidad en el pensamiento humano) es “la imagen y la palabra de Dios”, de quien el ser humano, aun pecador por su propia naturaleza, recibe su Amor, y “sin el cual (Dios) la existencia carecería de sentido”. Una vez alumbrados por la Verdad obtenemos la dignidad humana y somos libres. Para la religión, que se basa en la Fe, la libertad no es “el dominio sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza exterior, sustentado en el conocimiento de las necesidades naturales”, sino saberse hijo de Dios, pues “el que no se sabe hijo de Dios desconoce su verdad más íntima y carece del conocimiento y la dignidad de quienes aman al Señor por encima de todas las cosas”.

Pues Jesús murió en la cruz para redimir al hombre y permitirle su entrada al Cielo (Reino de Dios), liberándolo de la culpa del pecado con la que nace. Redención es Salvación: “dar por terminado el castigo”. Cristo ofreció su propia vida para que los pecados del Hombre (creado por el Padre) le fuesen perdonados. La misión redentora de la hermana Helen cumple, pues, el siguiente curso: Fe –> Amor –> Verdad –> Dignidad –> Libertad. Con su arrepentimiento, Matthew alcanza la Verdad y con ella la Libertad, que nos obliga a elegir el Bien frente al Mal. Es entonces cuando ella puede, por fin, anunciarle al asesino confeso: “Ahora eres un hijo de Dios”

Es así como el punto de vista religioso del filme hace que su posicionamiento contra la pena capital sólo pueda sustentarse sobre la premisa de que “la vida es sagrada”, puesto que es una creación divina y, por ello, sólo Dios, de la misma manera que la crea, puede quitarla. Por esa razón, la sociedad y el Estado que la representa (productos de la acción de los hombres, y, por ello, instituciones profanas) no tienen legitimidad para decidir sobre la vida o la muerte. Por su carácter divino la vida debe respetarse siempre, aun tratándose de la del peor de los criminales. Así pues, su misma advocación religiosa hace que su hipótesis axiomática sólo pueda tener valor para los creyentes. He aquí, pues, la gran tergiversación del filme, pretender determinar a través de sofismas religiosos una cuestión que compete sólo a la razón y a la acción humana.            

Pero, al basar en la Redención el valor supremo de su alegación abolicionista sólo logra, paradójicamente, demostrar lo contrario de lo que pretende, puesto que el arrepentimiento del reo que da paso a su redención es producto, de un modo directo e incuestionable, de aquello mismo que la película condena: la pena de muerte. Pues ¿qué duda puede caber de que la atrición de Matthew, que se produce sólo cuando, anunciada la denegación del indulto, nada puede esperar ya más que su ajusticiamiento y, por consiguiente, de nada le puede servir seguir negando su culpabilidad, se debe a la inminencia de su segura muerte? Se arrepiente, pues, sólo porque sabe que va a morir.

Llegados a este punto parece necesario hablar de la hermana Helen. Ella pertenece a una familia adinerada sureña, liberal a su manera paternalista. Las razones por las que ha escogido profesar no se explicitan claramente. Cuando Matthew se lo pregunta ella no sabe (o no quiere) explicarlo. “Por lo mismo que tú eres presidiario”, viene a decir, con lo que da a entender que serlo o no (presidiario) es producto, a su vez, de una elección vital. Una elección, omite decir, que está en relación directa con la pertenencia de clase y que, por su origen, escapaba a sus posibilidades electivas, ya que ella (eso sí lo dice) pertenecía a una buena familia. En todo caso, resulta evidente que lleva con orgullo su ropa seglar, lo mismo que antes el hábito talar. Se realiza dedicándose en cuerpo y alma a la misión apostólica de servir a los más pobres, que en Louisiana (como en los demás estados de la Unión) son, en su gran mayoría, negros, por quienes Matthew no siente la menor simpatía, pese a ser también pobre como ellos y ser este el principal motivo por el que Helen ha decidido ayudarle. Se trata, sin embargo, de una decisión que ofrece dudas, pues tampoco sabe explicar con concreción sus motivos cuando se lo pregunta con poca delicadeza el capellán del presidio o, con solícita preocupación, su propia madre. 

La abnegación de la hermana Helen, que cuenta como único equipaje con su maleta de virtudes teologales y su ilimitada confianza como cruzada del ejército de salvación, se nutre del amor a Dios y, en él, del que derrocha con los desamparados. Abnegarse significa renunciar voluntariamente a los propios deseos, pasiones o intereses en favor de otros, esto es, negarse a sí misma (pues “sólo ama de verdad a Dios quien no se acuerda de sí mismo”). Cuando Matthew le pregunta si no echa de menos a un hombre y, más directamente, el sexo, ella se turba durante unos momentos como si avivasen una fibra muy sensible que hace mucho ha decidido desactivar. Más tarde, ya bromeando, admitirá que “si yo tuviera un esposo y una familia en estos momentos estaría con ellos en lugar de sentada aquí, visitándote”, queriendo significar que así cumple una misión mucho más elevada y trascendental. Pues, claro queda, el amor que Helen ofrenda misericordiosamente a los otros no tiene nada que ver con el amor real, con el amor humano, sino que es la forma en que manifiesta su Amor intangible a Dios. Pero, paradójicamente, esa abnegación, que entraña la negación de sus deseos propios, es la forma que tiene Helen de amarse a sí misma.

Al ser un sucedáneo del Amor a Dios (sin el cual la vida no tiene sentido) el amor que la hermana Helen siente por la humanidad doliente se concentra exclusivamente en la salvación de sus almas, ya que la vida real y corpórea es sólo una etapa de transición hacia la Verdadera Vida. Es precisamente esa falta de interés o desafección por el amor terrenal la que le impide ser consciente del verdadero dolor humano. Por eso, para su propia sorpresa, no reparará (cegada por su vehemente anhelo redentorista) en el sufrimiento de las familias de las víctimas (condenadas a una auténtica cadena perpetua de dolor) hasta que estas se lo echan en cara. Tras la inicial turbación (o vergüenza) Helen intenta reparar su “olvido” mediante protocolarias visitas a los padres de los chicos asesinados, no tanto para comprender y asumir su humano sufrimiento, sino para infundirles su fe en la Misericordia divina, puesto que las ofensas recibidas deben ser perdonadas por ser el Perdón un componente intrínseco del Amor, que está por encima de la justicia de los hombres.

Tales contradicciones (o patologías) de la hermana Helen se subrayan en el filme. Al ampliar así el campo de autenticidad psicológica del personaje se logra una mayor intensidad y complejidad narrativa. Si la película consigue emocionarnos no se debe sólo al uso de la cámara lenta o de músicas deíficas, sino, sobre todo, a la verdad humana que realizador e intérpretes logran imprimir a la historia. Sin embargo, la poderosa corriente redentorista termina imponiéndose al esfuerzo de individualización de los personajes (o era la condición necesaria para reforzar la eficacia del mensaje) y haciéndose prevalente, apelando para ello a la “manipulación de las emociones con el fin de lograr la total identificación del espectador con la idea (que se quiere transmitir)”. La monja ayuda a bien morir (sumiéndole, para ello, en la más anestésica alienación) al asesino. Este, convertido al fin en Hijo de Dios, puede ver en el último instante la Paz reflejada en el rostro de ella. En la lejanía de un bosque, la luz del día alumbrará perpetuamente el escenario del horror nocturno.

(*) De “Dead man walking”, adaptación del relato y del filme, se estrenó en el año 2000 una ópera con música de Jake Heggie y libreto de Terrence McNally. En el año 2018 se representó en el teatro Real de Madrid interpretada por Joyce di Donato (mezzosoprano) y Michael Mayes (barítono) bajo la dirección de Leonard Foglia.

(**) Ana Laura Bochicchio: “Éxodo: el American Nazi Party y la construcción ideológica de la historia oficial”.

(***) “Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel” (Marx)