Por Antonio Cirerol
¿Un film sobre la decadencia de la sociedad postmoderna, representada por sus élites intelectuales y artísticas, como un reflejo de las ruinas de la antigua civilización romana? ¿Es ese Jeppe Gambardella, paseante solitario por las calles de Roma, su conciencia de clase, quien sabe con amarga lucidez que no hay nada que hacer ante ese indeclinable ocaso civilizatorio? ¿Es eso lo que pretende contarnos Paolo Sorrentino, su realizador? Si es el caso, habrá que concluir que los resultados no están a la altura de las intenciones. Ese intelectual acaudalado y fiestero, pero aburrido de todo, a quien nada puede ya sorprender ni ilusionar, inmerso en el vacío existencial, con deseos de recuperar el sentido de su función profesional y vital (quiere volver a escribir, busca dar respuesta a preguntas esenciales o por lo menos reconciliarse consigo mismo), del que se sirve el director como cicerone espiritual en su viaje por la noche romana, el único personaje ciertamente consciente del sinsentido de la élite intelectual y social en la que, sin embargo, tan a gusto se siente, por más que haya llegado a un punto crítico de inflexión en su vida (al final de la noche), no le sirve a Sorrentino para mostrar la realidad tras la apariencia (tal vez no lo pretenda, pero entonces ¿para qué, qué sentido tiene entonces su película?). Porque sólo hay apariencia. Solamente una galería de personajes grotescos, carnavalescos, de la jet set romana, pero irrelevantes, tras los cuales no hay nada. Unas situaciones en las que se pretende dotar de significado lo absurdo y esperpéntico, pero que sólo funcionan para realzar y solemnizar lo absurdo y esperpéntico. Eso sí, diseminando a discreción un sinfín de pistas esotéricas que nos hagan pensar que estamos en presencia de un artefacto artístico de honda trascendencia. Qué sentido tienen o qué función cumplen, salvo la exaltación de lo deliberadamente extravagante o monstruoso, la enana, la artista de happening, la estriptiseuse (que aparece y desaparece o fenece sin saber ni cómo ni por qué), las correteantes monjitas, la criada, el vecino, la niña que se oculta de la madre, etc., etc., o la jirafa y el mago, el cardenal culinario, los flamencos o la monja iluminada, la santa, encargada de redimir o salvar a don Jeppe por medio del fervor irracional, de la obstinación ciega y de la ingestión de raíces, que producen el milagro de la terraza y los flamencos, lo cual, al calor de su lumbre redentora cambiará la vida del artista, que busca un nuevo sentido a sus desolados paseos nocturnos. ¿Cuál será ese nuevo sentido alumbrador?. Lo sencillo y genuino, el momento intenso del recuerdo adolescente, cuando aún todo era puro, auténtico y verdadero: natural: la gran belleza, aquélla que no es de mármol o ha sido pervertida por la vida, y que es grande precisamente porque ya no es tangible, imperecedera porque sólo es recuerdo. Tal es la ascesis que descubre don Jeppe.
A tono con todo ello, la envoltura del producto. Apabulla al espectador con un movimiento continuo e injustificado de la cámara, que repta, vuela, a través de desbocados travellings, zooms, jadeantes contrapicados; enhebrado todo con una banda sonora impactante («hipnótico contraste sonoro», he leído por ahí), en la cual mezcla la música electrónica, el bacalao o el raggeton con partituras religiosas del orden antiguo o contemporáneo, de una manera que no puedo calificar sino de venal y desaprensiva, ajena al sentido de la obra. ¿Puede haber algo más arbitrario y deshonesto que contemplar al signore Gambardella paseando por Roma a los acordes de la 3ª Sinfonía, de las Canciones Tristes, de Gorecki?
Una película carente de suelo histórico, no busquemos vestigios de la era Berlusconi. Todo lo que vemos estaba ya en Fellini («La dolce vita», «Ocho y medio»), Antonioni («La noche»), Visconti («Confidencias»), hace medio siglo. Sólo que estas obras sí que tenían, además de un indudable, profundo, valor artístico, una diáfana imbricación con su momento socio histórico.
En suma, esa Gran Belleza, óscar de Hollywood, como no podía ser de otro modo, me parece vacía, falsa, fatua, un ejercicio de narcisismo y pedantería, un concentrado autocomplaciente con lo peor de Fellini. Hasta estoy por asegurar que debe haber sido bien recibida por l’Osservatore Romano. Lo realmente alarmante es que también le encante a Mundo Obrero.