El cine americano se rigió durante muchos años, formando parte esencial de su función ideológica, por el sistema de géneros. La comedia, el melodrama, el wéstern, el thriller o cine negro, el musical, el bélico, el de terror y ciencia ficción, el «histórico», el de dibujos animados, etc., todos desempeñaban un papel específico en la construcción de la superestructura ideológica de la nación. Puede afirmarse que ninguna película escapaba a este determinismo.
Por supuesto, Hollywood nunca pretendió hacer un cine realista a través de los géneros. Los géneros se sustentan en convenciones (conjunto de estándares, reglas, normas o criterios reconocibles que son de aceptación general) basadas en un repertorio iconográfico (referido a temas, situaciones, personajes y estilo visual) que se repite invariablemente en todas las películas.
En su libro «El nuevo cine americano» (Ed. Zero, 1979), Antonio Weinrichter escribe que dichos filmes «eran míticos, dramas simbólicos… en los que los personajes aparecían falseados (mixtificados) por una estilización iconográfica que se correspondía con la estilización argumental, que les hacía funcionar como arquetipos. De aquí que el tono de Hollywood pueda ser calificado de realismo mítico».
El wéstern es, sin duda, el género americano por excelencia. Un género propio, intrínseco. Posiblemente el que más ha adulterado (mistificado) la realidad histórica en el sentido de una exaltación de la constitución del país. Los wésterns tienen, por tanto, una función fundadora, afirmativa, constructiva y épica.
Uno de los elementos convencionales típicos del género wéstern es el duelo final, en el que venían a resolverse, haciendo uso de la violencia, los conflictos temáticos del filme.
Me propongo repasar algunas de sus fórmulas, no necesariamente las más prototípicas.
«Shane» («Raíces profundas», de George Stevens, 1953) modificaba el modelo clásico del duelo (que, recordemos, significa «reto» o «desafío» entre dos, o más), cuyo escenario había sido habitualmente el de la calle mayor del pueblo, a la luz del día (sobre todo para que hubiera testigos que pudiesen dar fe del acontecimiento). En «Shane» el duelo decisivo es nocturno y en un interior (aunque esa circunstancia es menos novedosa, ya que no es el primero que tiene lugar en un saloon, pero sí lo es que se ejecute casi en penumbra: Clint Eastwood tomó nota de ello en «Sin perdón»). En este caso sólo podrán contarlo, además del héroe, el encargado del bar, un niño (y, si pudieran hacerlo, un par de perros).
Aún más inusitado es el duelo final en la película de Nicholas Ray «Johnny Guitar»(1953) entre dos mujeres. Aquí destaca, aparte de lo insólito de los partícipes, el simbolismo del color de los atuendos de sus protagonistas: el amarillo de la camisa, como expresión de luz y vida, y el rojo del pañuelo, pasión y fuerza, de la buena, enfrentado al negro, maldad y muerte, de la mala. El grupo de la mancomunidad de lugareños que apoya los intereses de la mala aparece extravagantemente uniformado de manera igualmente representativa. Hay que hacer notar la sorprendente circunstancia de que el protagonista masculino, Johnny Guitar, no toma parte primordial en el enfrentamiento, resuelto por la heroína. La secuencia está envuelta en un nimbo de irrealidad, puede que intencionado o quizá no, que se hace ostensible tanto en el exagerado colorismo, como en el “uniforme” que visten los participantes, en las toscas transparencias que sirven de fondo a los personajes y en el desaforado romanticismo de la escena final (que resulta casi hilarante), con los protagonistas besándose después de atravesar una más bien inverosímil cascada, como una célica puerta que se abre a una vida nueva feliz para los dos amantes.
También puede considerarse insólito el de “Duelo al sol”, película de King Vidor de 1946, en el que el duelo tiene lugar a cielo abierto, en un abrupto paisaje, entre los dos amantes. Un raro ejemplo de amor fou en el cine americano, donde se funden de forma delirante el odio y el amor más exacerbado, hasta un punto que habría encantado a André Breton y los surrealistas.
El de “El hombre que mató a Liberty Valance” (1962) cumple en apariencia con las reglas del género: sucede en plena calle, aunque por la noche, entre el salvaje matón del lugar y el idealista picapleitos metido a lavaplatos. En su perfecta planificación Ford deja constancia sólo del mito, ya que lo que vemos no es lo que realmente ocurrió, sino lo que dio lugar a la leyenda. Al final de la película en un solo plano fijo somos testigos nuevamente de la escena, mostrada ahora en su fiel objetividad. Confesada años más tarde la verdad al director del periódico este se niega a publicarla con estas palabras: “Cuando la leyenda se convierte en un hecho se imprime la leyenda”. Pero a partir de ahora ya no hay lugar para la leyenda ni para las películas del Oeste al estilo épico. Con “El hombre que mató a Liberty Valance” se anuncia la elegía del wéstern.
Es el camino que sigue Sam Peckimpah en “Duelo en la alta sierra” (1963). Ahora son dos viejos los que se enfrentan a la partida de facinerosos. Antes de morir, el viejo sheriff dirige su última mirada al paisaje que le rodea: “los grandes horizontes” que habían sido el escenario representativo de las películas del Oeste. Todo ha cambiado, no hay lugar ya para la leyenda. Lo que viene luego es el “wéstern sucio”, en el que el mismo paisaje moral ha desaparecido.
Todo es cinismo ya en “El bueno, el feo y el malo” (1966) de Sergio Leone. No sólo en el contenido, también, y esto es lo peor, en la forma. Lentificación de la acción hasta llegar casi a la cámara lenta, bombardeo de primeros planos de rostros, manos, pistolas y ojos, todo puntuado por una banda musical tendente al histerismo, descriptiva de la atmósfera corrupta del nuevo seudo wéstern y de su fingida épica. Se llega a hacer un “estilo” de esto. El wéstern ha muerto.
Aun así, Clint Eastwood hizo posteriormente unos cuantos no desdeñables. El duelo que viene ahora ya no es del Oeste, pero lo rememora y le rinde tributo. El héroe ya no lleva pistola, dispara con el dedo. Se hace matar, se inmola porque ya no tiene nada que hacer en este mundo y porque así, con su muerte, puede ayudar a sus vecinos japospor los que antes había sentido un rechazo racista y ahora son los únicos que sienten algo por él.
Doble colofón: dos finales magistrales de sendos wésterns.
“Shane” (“Raíces profundas”) de George Stevens
“My Darling Clementine” (“Pasión de los fuertes”) de John Ford
Comentario por Javier Sol
A la excelente aportación sobre el duelo made in Usa que ha hecho Antonio, yo añadiría no olvidar el duelo en O. K. Corral en “Pasión de los fuertes” (1946) y permítaseme hacer una mención a mí admirado Anthony Mann con sus planos secuencia con personajes que entran en cuadro (que a mí me recuerda a Mizoguchi) con duelos en un solo plano como se ve en la serie de western que realizó desde 1950 hasta 1957 en colaboración con James Stewart. Y, sobre todo, en los distintos duelos a lo largo del film “El hombre del oeste” (1958), como, por ejemplo, cuando en un enfrentamiento entre Gary Cooper y Jack Lord se cruza sin querer Arthur O’Connell en una sola toma:
o cuando Cooper líquida a Royal Dano:
o igualmente en el tiroteo entre Cooper y John Denner y, al final, como colofón, el duelo entre Cooper y Lee J. Cobb:
Nippón (el sol naciente), país con historia de los shogunatos, samuráis, geishas y los parias, es decir los campesinos, las guerras entre clanes, los paisajes, los jardines, flores y aves, la lluvia, y todo ello relacionado con el sintoísmo, la tierra árida y su espíritu más temible, onibaba, la katana, el tatami, toda la ornamentación de la casa, las puertas correderas, etc. Guerras de samuráis desde los siglos XII al XVII en diversos períodos como, por ejemplo, el período edo y al final, en el siglo XIX el período Meiji, ya con cierta erradicación del feudalismo y luego el imperialismo fascistoide sobre Manchuria, China, Indonesia…, preludio de la Segunda Guerra Mundial. Todo ello reflejado en el cine “clásico” desde los años 30 hasta la actualidad y siempre con la omnipresencia de la productora Toho. Hay tantos directores que sería prolijo hasta nombrarlos. Sirva, pues, aquí algunos de los más interesantes para quien esto suscribe.
No tiene nada
mi choza en primavera.
Lo tiene todo*
Sodo (1641-1716)
AKIRA KUROSAWA
Se le denominaba el “Emperador”, y se le considera como uno de los más importantes, no sólo del cine japonés.
Empezó haciendo cine propagandístico en 1944 con la película “La más bella”. Hombre verdaderamente complejo ya que abordó diversos aspectos de la historia de su país pero profundizando siempre en los sentimientos y las relaciones humanas.
Su primer gran éxito en festivales (que no en Japón) fue Rashomon, dirigida en 1950 y cuya forma de narración, contar la historia desde la subjetividad de los distintos personajes que la han vivido (En Hollywood, Martin Ritt, dirigió una versión con el título de “Cuatro confesiones” en 1964).
Esta obra de Kurosawa está ambientada en el período Sengoku, hacia el siglo XV y no será la última de esta temática que aborde este director.
Algunas de estas películas son, por ejemplo “Los siete samuráis” (1953), que según parece está basada en un escrito del griego Esquilo, “Trono de sangre” (1956), basada en Macbeth, de Shakespeare, inspirada asimismo en “Macbeth” (1948) de Orson Welles; “La fortaleza escondida” (1958) (que, para mi tiene influencia de Cervantes y que influye a su vez en películas como “Pajarracos y pajaritos” (1965, Pasolini) o “El fuera de la Ley” (1975, Eastwood), también, por ejemplo, Yojimbo, (1961), que, por cierto, la copió descaradamente Sergio Leone en “Por un puñado de dólares” (1964), aunque también influyó en otros directores del spaguetti western como Sergio Sollima o Sergio Corbucci o “Sanjuro” (1962) y ambientada en el Japón de la era Tokugawa.
Al final de su vida realizó algunas películas notables de temática similar como “Kagemusha” (1980) (la sombra del guerrero, en japonés) y Ran (1985) (caos, en japonés).
Se dice que hay influencias de autores como Dashiell Hammet, Dostoievsky, Simenon, etc. en algunas de sus grandes obras, pero a mí y, merced a su versatilidad, me sorprenden casi más aquellas obras que tratan de la cotidianeidad, incluso más sombría, de los tiempos contemporáneos. Así, “El ángel borracho” (1948), “El perro rabioso” (1949), Escándalo (1950) y, sobre todo, “Ikiru”. (Vivir) (1952), con actores tan extraordinarios como Toshiro Mifune y Takashi Simura. No puedo olvidar una obra como “Barbarroja” (1965) y como si el círculo se cerrara, sus últimas películas vuelven a retomar ese mundo que estamos mencionando como, por ejemplo, “Lo sueños” (1990) y sobre todo su postrer obra “Madadayo” (todavía no, en japonés) (1993), hermosa elegía sobre la existencia y la senectud.
Toda su obra se inspira en ese paso del tiempo físico que transcurre a través de la lluvia, la nieve, el viento e incluso en el teatro Kabuki como se ve en obras como “Los bajos fondos” (1958) o en la ya aludida “Barbarroja” y por qué no, en el único film que realizó en la extinta Unión soviética, “Dersu Urzala, el cazador” (1975).
¿Por qué será
que envejezco este otoño?
Van aves por las nubes
Matsuo Basho (1644-1694)
IROSHI INAGAKI
El teatro kabuki (llamar la atención) suele tratar el tema de los samuráis (servidor, en japonés) que han perdido la confianza de su shogun o señor de la guerra y se convierten en una especie de caballeros andantes (en japonés, ronin). Es una característica del período Edo, siglo XVII, con presencia de prostitutas y geishas.
Inagaki, con un gran sentido estético basado en las pinturas del concepto de belleza denominado ukiyo-e, en donde se muestra toda la parafernalia de las geishas, sus peinados, vestuario, maquillaje, ceremonia del té, el simbolismo y equilibrio del jardín o los objetos que conforman la esencia de la vivienda, todo ello reflejado en la trilogía de la película “Samurái” (rodada entre 1954 y 1955) que nos habla de los avatares de Mushasi Miyamoto, uno de los más afamados guerreros del período Edo, que mantienen su código de honor, el denominado bushido, como se ve en la escena final de la tercera parte en una pelea en la playa.
De parecidas características es la película río llamada “Los tres tesoros” (1959), con un toque más fantasioso y no nos olvidemos de una película, diametralmente distinta a éstas, en una historia de ternura que trascienden los protagonistas (Toshiro Mifune e Hideko Takamine), “El hombre del carrito”, realizada en 1958
Un ruiseñor
llora en el bambudal
su senectud
Matsuo Basho (1644-1694)
TEINOSUKE KINUGASA
Con una estética en cierta forma similar a la de Inagaki, Kinugasa es uno de los pioneros del cine nipón, como se aprecia en “Una página de locura” (1926) o en “Encrucijada” (1928), pero yo destacaría en su período más maduro la muy hermosa “La puerta del infierno” (1953), que nos podría recordar al cine de Douglas Sirk, aunque tratada con esa sutileza que muestra el cine japonés.
Por más que digo “¡Ven, ven!”,
la luciérnaga
pasa volando
Onitsura (1660-1738)
MIKIO NARUSE
Aquí no hay geishas, ni samuráis, ni códigos de honor. La historia es contemporánea, como una especie de palimpsesto en donde subterfugiamente se siguen manteniendo las costumbres antiguas y la opresión de la mujer.
Naruse es, en mi opinión, uno de los mejores cineastas, y no sólo del cine japonés. Cuenta con, normalmente, dos grandes actrices, a saber, Hideko Takamine y Setsuko Hara. Habría que hacer una auténtica hermenéutica de su obra pero para resumir, podemos nombrar “Nubes flotantes” (1954), “La voz de la montaña” (1953), “Secreto de esposa” (1956) y “Cuando una mujer sube una escalera” (1959).
Para concluir, me atreveré a soltar una boutade, al comentar, a mi juicio, que es de los poquísimos directores que indagan y tratan de comprender el universo femenino.
La lejana montaña
se destaca en los ojos
de la libélula
Kobayashi Issa (1763-1826)
KANETO SHINDO
Uno de los más importantes cineastas de la década de los 60. Muestra una visión muy pesimista del ser humano, como se ve en “Niños de Hiroshima” (1952), sobre las consecuencias que provocó el lanzamiento de la bomba atómica en la ciudad. Tiene una filmografía muy extensa, pero para mí lo más importante está en dos obras en las que se refleja el horror de la guerra, la miserabilidad humana, el desamparo de los más pobres, la inutilidad de la religión (los personajes se atreven a negar la existencia de los dioses), cual es “Onibaba” (1964) y “El gato negro” (1968), en ambas apareciendo un ambiente de terror, de soledad, de angustia y de presencia fantasmagórica de varias deidades del panteón sintoísta.
Destacaría también una obra notable suya que se puede encontrar en youtube donde se refleja la rutina de la vida rural que tienen que soportar los dos personajes protagonistas, “La isla desnuda” (1960).
Crepúsculo de cerezas.
También hoy se ha convertido
en pasado
Kobayashi Issa (1763-1826)
HIROSHI TESHIGAHARA
Muy cerca a nivel estético de Kaneto Shindo en cuanto a unos encuadres barrocos con iluminación de sombras y luces, y ,al menos, tan importante como aquél.
Su filmografía más esencial se aparta de las historias clásica sobre los samuráis y se centra en temas sobre la incomunicación y la soledad como se ve en dos obras notables, “La mujer de la arena” (1964), en donde los personajes están explotados y atrapados por los lugareños sin ningún hálito de esperanza (Eije Okada y kyoko kishida) y “El rostro ajeno” (1966), que, como otros directores japoneses, se inspiran en el cine de Hollywood; este, en concreto, a “La senda tenebrosa” (Delmer Daves, 1947) y que indaga sobre la libertad a raíz de un accidente que le desfigura el rostro (interpretado por los prolíficos Tatsuya Nakadai y Machiko Kyo), trasunto en cierta forma de “El fantasma de la ópera”, y con un parecido un poco sospechoso a la película de Pedro Almodóvar, “La piel que habito” (2011).
De su última etapa hay una película que a mí me interesa mucho que es Rikyu (1989), que versa sobre la ceremonia del té y cómo el poder del señor desemboca en el harakiri del protagonista. Llama la atención que esta película se retrotrae al mundo de los samuráis y de las geishas, en una temática poco habitual en este director, pero, eso sí, en un enfoque más maduro que en sus películas arriba citadas.
¡Qué pronto prende
y qué pronto se apag
una luciérnaga!
Kiorai (siglo XVIII)
KEISUKI KINOSHITA
Un cineasta interesantísimo, en las antípodas estéticas de los dos anteriores, con una filmografía extensa, pero que yo me voy a fijar en sólo tres obras.
“Carmen vuelve a casa” (1951), un insólito musical, interpretado por la gran Hideko Takamine (aquí en tono de comedia y actriz fetiche de Mikio Naruse) y la fabulosa Kuniko Igawa) y que refleja cómo dos mujeres provenientes del mundo urbano chocan con el ambiente rural, al que en su día pertenecieron y las interacciones que de ello se desprenden y las consecuencias que inciden incluso hasta en la educación de los niños en un colegio. Es curioso que, en mi afán de encontrar concomitancias, me ha parecido apreciar ciertos parecidos con películas occidentales como “Día de fiesta” (Jacques Tati, 1947) y, por tanto, en “Bienvenido, Mr. Marshall” (Berlanga, 1951).
El trasunto de la educación escolar y la idiosincrasia cultural se ven asimismo en “24 ojos” (1954) y en “La balada de Narayama” (1958), hermosísimo film, para mi superior a la versión de 1983, donde muestra la dureza de determinadas costumbres, como es el caso de mantener la tradición, trasladando a los ancianos a la cima de un monte en sus postreros momentos de existencia. No soslayemos una serie de valores estéticos de este film como son el vestuario, el atrezzo y los distintos albedos en la iluminación de ciertos planos.
Hay mariposas
por donde van las niñas,
detrás, delante.
Chiio (siglo XVIII)
MASAKI KOBAYASHI
A mi juicio, uno de los directores más importantes del cine. Ya en sus primeras obras incide en la denuncia de la corrupción, como, por ejemplo, en “El manantial” (1956) que saca a la luz todo el entramado de los negocios del agua de riego destinada a los campesinos (con un parecido sospechoso a “Chinatown” (1974)).
Llama la atención, casi desde el principio, que tiene una preocupación estética en las composiciones de planos acerca de la distribución de luces y sombras, tal vez derivada del expresionismo alemán y que, curiosamente, estaba en boga por aquella época en el denominado cine B (de bajo presupuesto) policíaco norteamericano (el llamado cine noir) de cineastas como Richard Fleischer, Phil Karlson, Don Siegel… o el maestro del comic, Will Eisner. Todo ello marca una similitud con la estética de este cineasta japonés y que más adelante la perfeccionará hasta niveles muy elevados, como se ve desde la película Kuroi Kawa (1957).
En mi opinión, las grandes obras de Kobayashi comienzan con la trilogía “La condición humana” (1958 a 1961), en donde en la primera parte denuncia el maltrato de prisioneros chinos en una mina de Manchuria. El protagonista en la segunda parte (su actor fetiche, Tatsuya Nakadai) es enviado a la guerra donde se muestran las atrocidades del conflicto bélico y en la tercera parte acaba como prisionero de los soviéticos. Kobayashi denuncia tajantemente todo el horror del campo de concentración, (lo cual nos retrotrae a la película “Kapó” (Gillo Pontecorvo, 1960), la barbarie y corrupción del ejército y la jerarquización irracional del mismo. Se pueden encontrar influencias en esta trilogía cuando se muestra la humillación y la pasión que sufre el protagonista en obras como “La pasión de Juana de Arco” (1927) y “Dies irae” (1943), ambas de Carl-Theodor Dreyer y “Senderos de gloria” (1957, de Stanley Kubrick), y que, por otra parte, influirá en el cine de Pasolini (por ejemplo, en “Teorema” (1968)).
Para mí, sin duda alguna, su mejor película es “Seppuko” (1962), donde se denuncia fehacientemente toda la estupidez del concepto del honor que se imponía a los samuráis que habían fracasado ante las demandas del clan, comandado por el Shogun o señor de la guerra y como ello conllevaba a la práctica del seppuko, el mal llamado harakiri que no era otra cosa que el preámbulo de aquél en donde el samurái se abría el vientre horizontal y verticalmente para concluir todo el rito con la decapitación de la víctima, a manos del llamado “padrino”.
Ese estilo visual y de denuncia se observará también en la formidable “Más allá” (1964) donde se narran cuatro cuentos –monogatari- inspirados en la tradición nipona, a destacar, el denominado “El hombre sin orejas”, absoluta obra maestra cinematográfica.
Otra obra extraordinaria de denuncia sobre los abusos de poder es “Rebelion samurái” (1967)
Como colofón de su maestría, es interesante resaltar otra película con grandes momentos narrativos como es “La posada del mal” (1971).
Cada mañana,
¿dónde va pensativa
la primavera?
Buson (1716-1783)
KINUYU TANAKA
Excelente actriz (por ejemplo, en la interesante “Anillo de compromiso” (1950), del citado arriba, Kinoshita) y una de las pocas mujeres que se han comprometido en la dirección.
Su cine se enmarca en el ámbito de la cotidianeidad, donde se observan las costumbres típicas de la sociedad nipona, por ejemplo, en “La luna se levanta” (1954) describe las relaciones humanas desde una óptica femenina (lo cual es de agradecer en las manifestaciones artísticas, la inmensa mayoría masculinas), en una especie de sainete que, mutatis mutandi, nos puede recordar algo a la obra teatral de “El sí de las niñas” de Fernández de Moratín.
También se me ocurre citar una película tristísima, “Pechos eternos” (1955) que nos remite a la frustración en el ámbito matrimonial, y, como si de una tragedia en el más puro estilo japonés se tratara, desemboca en la pasión y muerte de la protagonista.
Un viejo estanque;
al zambullirse una rana,
ruido del agua
Matsuo Basho (1644-1694)
KON ICHIKAWA
Interesantísimo cineasta que en colaboración con su esposa, la guionista Natto Wada, muestra dos obras capitales en la historia, y no sólo japonesa, del cine.
El arpa birmana (1955), alegato brutal contra la guerra, centrándose en las postrimerías de la última contienda planetaria en 1945 donde se muestra el horror, la soledad del individuo y las atrocidades que puede alcanzar el ser humano. Lo mismo sucede con “Nobi, fuego en la llanura” (1959), en donde bajo una lejana perspectiva mística, que luego se verá en obras ulteriores, alcanza el paroxismo de la vesania.
Tras estos dos alegatos pacifistas vira hacia posiciones un tanto surrealistas (con referencias claras a Luis Buñuel que ya se observaban en “Nobi”) en la película “Diez mujeres oscuras” (1961) que sorprendentemente me ha parecido apreciar ciertas concomitancias con el cine de la nouvelle vague francés, en especial en gente como Chabrol, Doniol-Valcroze o Deville y donde igualmente hay ciertas referencias al expresionismo con la aplicación de luces y sombras y diversos asomos del teatro Kabuki, que se expresa mucho más explícitamente en su siguiente película, la notable “La venganza de un actor” (1962).
Sorprende que en su etapa final muestra el mundo de los samuráis, realizando una película un tanto extraña como es “La princesa de la luna” (1987), con momentos muy hermosos pero con demasiadas influencias del cine norteamericano de ciencia-ficción como es “Invasores de Marte” (1953) de William Cameron Menzies y, lo que es peor, de “Encuentros en la tercera fase” (1976) de Steven Spielberg, en la ñoña secuencia final.
El alto cielo
miraba, y un aroma,
el del ciruelo
Soin (1604-1682)
TADASHI IMAI
Director poco conocido y, sin embargo, mucho más interesante de lo que pudiera pensarse en un principio. En mi opinión, es uno de los cineastas más comprometidos y progresistas ya que denuncia sin ambages la sociedad contemporánea, repleta de prejuicios, cotilleos, maledicencias, rémoras de tradiciones y demás características muy afines al ser humano. Su cine me recuerda, aunque estéticamente es muy diferente, al del finlandés Aki Kaurismaki porque ambos muestran sin aparentes dramatismos situaciones muy difíciles de la cotidianeidad.
En su, para mí, mejor obra “Los cuentos crueles de Bushido” (1963) se hace una recapitulación a través de flash-backs (un ejercicio muy querido, por cierto, por los realizadores japoneses) de los distintos períodos de la historia feudal del Japón (Tokogawa, Meiji, etc) en donde basándose en los códigos de honor y sumisión en la escala social todos los pertenecientes a distintas clases tienen un temor y una obediencia ciega entre sí hasta llegar a la cúspide, esto es el Emperador. Al final se llega a la época reciente en donde, no obstante el desarrollo de la burguesía, se siguen manteniendo, en cierta forma, esos privilegios de clase.
Si hacemos una sección caleidoscópica, esos distintos parámetros se pueden apreciar en la más que estimulante “Montañas azules” (1949) que denuncia los prejuicios y los cotilleos en una escuela de chicas y que tuvo tanto éxito que se rodó una segunda parte, ambas protagonizadas por una debutante llamada Yoko Sugi junto a la “estrella” del momento, Setsuko Hara.
Se me ocurre citar dos obras más; la primera, “El tambor nocturno” (1958), trasunto de celos y prejuicios que conllevarán a la postre al suicidio por harakiri de la protagonista, la esplendorosa Ineko Arima. Y “Kiku to Isamu” (1959), denuncia del racismo más repulsivo sobre dos niños, hijos de un soldado norteamericano, perteneciente a la mal llamada “etnia negra”, que sufren los maltratos de todo el vecindario, unido a que a la niña se la considera gorda y fea.
Miré y había
pan y quesillo en flor
cerca del seto
Matshuo Basho (1644-1694)
KENJI MIZOGUCHI
En la década de los 30 del siglo pasado, el bailarín Fred Astaire, prototipo del glam, swing y art-déco, se planteó en un único plano general la escena íntegra del baile –plano secuencia-; al otro lado del Atlántico, en el centro de Europa, Max Ophuls llegó a idéntica conclusión pero basado en la dramaturgia del melodrama y paralelamente en el otro extremo del Pacífico surgió la figura de Mizoguchi cuyo enfoque era bastante similar pero con el añadido del denominado “espacio fuera de campo” en donde se producían sonidos ajenos a la visión del espectador.
Mizoguchi, epígono y, de consuno, epítome de este tipo de narración fue capaz en muy pocos planos de narrar una historia enloquecida (que haría las delicias de surrealistas y dadaístas) sobre la caída y el ascenso de un actor del teatro Kabuki (el conocido intérprete Kazuo Hasewaga, que luego repetiría papel en la ya comentada “La venganza de un actor”) y sus relaciones de amour fou con su amante en la ficción (la actriz Kakuko Mori) en la película “Historia del último crisantemo” (1939), una película clave a nivel narrativo en la historia del cine mundial porque muestra todos los parámetros arriba explicitados y al desarrollo del plano secuencia y en el ya citado Ophuls y posteriormente en Berlanga (véase, por ejemplo, en “Plácido” (1961) o en “El verdugo” (1963 . En resumen, sobre esta película de Mizoguchi hay que resaltar ese salto cualitativo del cambio en la sintaxis narrativa y yo añadiría que la escena final del fallecimiento de la amada me recordó la posible influencia en el finale de “Candilejas” (1952), de Charles Chaplin.
Estos planteamientos estéticos e ideológicos, como, por ejemplo, la reivindicación de los derechos de la mujer y la crítica feroz a los chismorreos, que ya se observan en la obra arriba citada, se pueden asimismo comprobar en una película más madura, pero, eso sí, contándonos la huida de una pareja de enamorados que, a mí, me hace rememorar trabajos anteriores como “Amanecer” (1927) de Murnau o “Sólo se vive una vez” (1937) de Fritz Lang, la titulada “Los amantes crucificados” (1954), de su período más fecundo, el de la década de los 50.
Si nos retrotraemos a la Historia medieval de Japón nos encontramos con una plétora de narraciones, (“monogatari”) en los distintos períodos que desde el siglo XI hasta el XIX versando sobre una panoplia de tradiciones, las más de las veces apócrifas, acerca de la religión y su influencia en la escala social y de la terrible sumisión que comportan las diferentes jerarquías desde lo más miserables –los campesinos- hasta el emperador, pasando, como ya se ha explicitado con anterioridad, por los funcionarios, el shogunato, los clanes de los señores de la guerra y los samuráis, guerreros al servicio del señor del clan.
Mizoguchi, hombre progresista y feminista, aborda esta temática denunciando la brutalidad y la inutilidad sin paliativos de la guerra, el desprecio absoluto a la condición de la mujer, que, o se es campesina, o prostituta o geisha, dentro del bajo escalafón como se aprecia en sus obras: “Los músicos de Gión” (1953) o en su último film, “La calle de la vergüenza” (1956) que en época contemporánea siga manteniéndose. Y, por otra parte, denunciando la férrea posición de las clases sociales en “Los amantes crucificados” (1954) y en sus grandes obras que, para mí, son “La emperatriz Yang Kwei Fei” (1955) “Cuentos de la luna pálida de agosto tras la lluvia ” (1953) y sobre todo “Vida de Oharu, mujer galante” (1952) y “El intendente Sansho” (1954).
Con respecto al aspecto formal, es fascinante el uso del plano secuencia y de la ruptura de raccord que influiría en Woody Allen, Miklos Jancso, Theo Angelopoulos o Tarkovski y en el uso del espacio de los sonidos fuera de campo, en Robert Bresson, sin obviar el concepto del flash-back (a veces, incluso, como en Kobayashi, con otro flash-back dentro del primero) que marcará el cine occidental de la década de los ´60 en gente como Karel Reisz, Stanley Donen, Richard Lester, etc.
Se aprecia también el gusto exquisito sobre el arte del período Edo, los ukiyo-e, estampas de guerreros y geishas en xilografías del siglo XVIII en las grandes películas antes citadas e incluso, añadiría yo, en la similitud con el cine occidental (siempre me ha llamado la atención cierta semejanza de puesta en escena de Mizoguchi con algunos planteamientos visuales de directores de Hollywood como Willian Wyler o Anthony Mann) y a nivel pictórico en que los personajes que llenan el plano se ponen en movimiento nos retrotrae a los cuadros del siglo XV de los mal llamados “Primitiven” –primitivos- de la pintura flamenca (véase obras de Van der Goes, Holbein, etc.).
Perolas y ollas,
delicias de mi casa.
Rocío al alba
Buson (1716-1783)
YASUJIRO OZU
Al contrario que Mizoguchi, donde la escenificación se base en el plano secuencia, en Ozu no existe ni siquiera la analepsis, tan caro entre los cineastas japoneses. En Ozu descuella el plano contraplano y de ahí al plano medio entre dos o más personajes, pero, eso sí, siempre a la altura de los actores sentados ya que, a fortiori, todo está en función del topos, esto es, el mobiliario (mesas pequeñas), ausencia de sillas en los lugares domésticos), tatamis y almohadones donde sentarse en cuclillas. En los planos y contraplanos medios es como si miraran casi al espectador y en todo ello, con planos generales del ámbito de la casa, con personajes paseando hacia el espectador o verticalmente, nos retrotrae, en cierto modo, a una suerte de atmósfera zen.
Pero hay mucho más. Toda esta parafernalia se concentra en la muestra de la vida cotidiana, generalmente de la clase media, con sus problemas, sus prejuicios, su miedo a la soledad, los cotilleos entre el vecindario, la sensación por otra parte, de seguridad tanto en la casa, cuanto en el trabajo y en los pubs (siempre con el mismo nombre en todas las películas).
Superando la tradición
Todos estos ambientes muestran el día a día de una sociedad que se resiste a cambiar, pero que inexorablemente está abocada a la superación de imposiciones sociales. La idea misma de que los hombres maduros con hijas, en muchas ocasiones amigos desde la escuela, tratan de intervenir en el casamiento de sus vástagos, se puede comprobar con el paso del tiempo y de las estaciones con insertos musicales, cómo las mujeres caminan hacia su propia liberación y también en superar la asunción de roles marcados en el cosmos del propio hogar (como también lo hacía Naruse).
Ozu nos muestra todo esto, siempre con la colaboración de su guionista Kogo Noda –compañero de francachelas y sake- y una troupe de excelentes intérpretes como, por ejemplo el sempiterno Chisu Ryu, Keiji Sada y otros como Noboko Otowa, Ireko Arima, Mariko Okada y la más que interesante Sesutko Hara.
Al final, ¿qué nos queda?. Pues, a mi juicio, un ramillete de notables obras que, con aparentemente toques de comedia podríamos citar: “Primavera tardía” (1949), “Flores de equinoccio” (1958) y su imagen especular, “Otoño tardío” (1960) y, especialmente, las magníficas “Cuentos de Tokio” (1953) o “Buenos días” (1959), sin omitir la postrera, con un final envuelto en aflicción, “El sabor del sake” (1962).
Se ve de noche
la fogata de un templo.
Bosque invernal
Taigui (1709-1771)
SENKICHI TANIGUCHI
En 1966 se estrenó en EE.UU. y, por ende, en toda su órbita, “Lily, la tigresa”, una parodia del cine de espías y agentes secretos, tan en boga entonces, como consecuencia de la “guerra fría” entre las dos superpotencias (USA y URSS) y sus respectivos satélites, tales Matt Hem, Flint, OSS117 (éste, en Europa) y hasta series de TV, como “El agente de C.I.P.O.L.”).
La película, en cuestión era “Kagi no Kagi”, que la crítica de entonces vilipendió, pero se carcajeó mucho gracias al incipiente cómico que por aquel tiempo descollaba, Woody Allen, quien pergeñó cambiar el guion y llevar a cabo una idiotez para, de este modo, defenestrar este film, por otra parte, de por sí, mediocre.
Los críticos aludieron que la dirigía un pésimo cineasta desconocido.
Pues bien, ese “pésimo cineasta desconocido” era Sankichi Taniguchi, que antes de ser humillado por Mr Allen y su supuesto “humor” (luego mejoraría considerablemente), había comenzado en 1947, en colaboración con sus amigos, Akira Kurosawa como guionista y Toshiro Mifune, en su primer rol cinematográfico, en la muy interesante “Ginrei no hate”, aquí traducida por “El sendero de la nieve”, un film con reminiscencias del cine alemán de los `30 (Riefensthal, Von Baki…), el cine soviético de los `20 (Pudovkin y, en especial, Eisenstein) y hasta de “La quimera del oro” (1925), de Chaplin, con una poética, en general, bien hilvanada y la presencia añadida del gran actor Takeshi Shimura.
Taniguchi fue guionista de kurosawa –por ejemplo, “El ángel borracho” (1949), trabajó en diversos géneros, como es en “Las aventuras de Simbad” (1963), en colaboración de Eiji Tsubaraya, quien fue el encargado de los F/X (efectos especiales) de algunas películas de la serie “Godzilla”.
La verdad, aquí ha llegado poco de su obra (o, al menos, yo no he llegado a ella), pero, visto lo visto, creo que se merece un respeto mayor que el suscitado a partir de la nefanda versión de “Lily, la tigresa”.
Con gran sosiego
camino solo, y solo
me regocijo
Kobayashi Issa (1763-1826)
ISHIRO HONDA
Prolífico cineasta que, sin embargo, la mayor parte de su obra nos es desconocida.
En 1954 comenzó la serie-saga de “Godzilla” (un epónimo derivado de dos términos en japonés, “Gorira” (esto es, “gorila”) y “Kudzila” (o sea, “ballena”), émula de las películas de grandes monstruos como “King Kong” y otros, procedentes del otro lado del Pacífico.
Para ello, contó con el especialista de F/X Eiji Tsubaraya (ya mencionado arriba) y dirigiendo varias películas de corte, en cierto modo, ecologista, hasta una coproducción con Estados Unidos, “King Kong vs Godzila” (1962) (Estas películas, ya desde Hollywood, se siguen realizando en la actualidad.
Casi toda su filmografía es sobre esta temática, las más de las veces, con la presencia del gran Takashi Shimura; pero recordemos un detalle: su muy cercana amistad con A. Kurosawa le ha llevado a colaborar como segundo director en grandes obras de llamado “emperador·, como “Kagemusha” (1980), “Ran” (1990) y Sueños (1990).
Viento otoñal
Y yo no tengo dioses, ni tengo Budas
Shiki (1867-1902)
YASHUSHIGI YOSHIDA
Poco se ha estrenado aquí y menos aún he tenido oportunidad de acceder. Es un cineasta rompedor, con un concepto barroquizante del plano (algunos de notable composición) pero, en los que, a mi juicio, hay cierta fricción entre el fondo y la forma tornándose, a veces, poca intelección entre ambas.
Contando siempre con su esposa y musa, Mariko Okada, otrora actriz de Mikio Naruse y Yasujiro Ozu, destaquemos “La mujer del lago” (1966) compendio de imágenes a partir del estilo narrativo del thriller y, como sería dable colegir, con influencias de los novísimos de aquel entonces, tales el “novo cinema brasileiro” (en especial, Ruy Guerra), Bergman y, sobre todo, casi ontológicamente, Michelangelo Antonioni y Alain Resnais. Si a esto unimos unas pequeñas dosis de erotismo tenemos el cóctel perfecto para presentar una película de culto y “moderna”.
Su obra magna (en todos los sentidos, pues su duración es de 3 horas y media) es “Eros y masacre” (1969), más compleja que la anterior o “Adiós a la luz estival” (1968), rodada en Europa y con el toque especial de “Nouvelle Vague” francesa, hasta desembocar en “Purgatorio heroico” (1970), un film especialmente hermético. (los títulos en español son míos, procedentes del inglés). Más allá de estas obras, no tengo conocimiento, pero que no debemos perderlo de vista ya que el cine de este realizador no es nada desdeñable.
Perfume de crisantemos
suelas usadas
en el jardín
Matsuo Basho (1644-1
SEIJUN SUZUKI
Recuerdo cuando vi “La puerta de la carne” (1964) y la sorpresa que me deparó, sin saber a qué atenerme. La verdad, esa especie de revelación sobre el mundo sórdido de la prostitución y la miseria se presumía muy atractivo. De lo poco que conocí después, sus películas me parecen menos osadas aunque no exentas de interés, “Historia de una prostituta” (1965) o “Preparado para matar” (1967), además, eso sí, paradigma para posteriores realizadores como Takesi Khitano y en Hollywood, generando el estilo “hindground”, en cineastas como, en mi opinión, los sobrevalorados Quinten Tarantino y Robert Rodríguez.
POST FACIO
Soy consciente de la omisión de directores tan atractivos como Nagisa Oshima, con obras desde “Historias crueles de juventud” (1960) hasta “Max, mi amor” (1986) pasando por la archiconocida “El imperio de los sentidos” (1976), todas ellas enraizadas con el cine posterior y reciente de realizadores, algunos ya en el siglo XXI, tan disímiles con lo expuesto aquí del cine “clásico” de las décadas de los 40, 50 y 60, como es el caso del ya citado Kitano, y otros como Yoji Yamada, Hirokazu Koreeda o Rysuke Hanaguchi, cuyo trabajo sería objeto de estudio en otra ocasión.
A modo de epílogo
Ucronía con el transcurso de las cuatro estaciones mostrando sus características: frío, nieve, viento, calor, lluvia…
Esas casas con las puertas correderas; esos recuerdos que permanecerán en la retina de los rostros maquillados; el teatro kabuki; la ceremonia del té; el sorber la sopa caliente con fideos; el bunraku o teatro de marionetas; esos vacíos y a la vez acogedores salones con apenas mobiliario; esos dientes negros, símbolo de las mujeres casadas, en el Antiguo Japón de los periodos anteriores a la era Meiji (siglo XIX), expresando sumisión y lealtad al marido; esa habilidad de poder caminar con sandalias de madera -“geta”-; el uso y abuso del sake para deleite de todos; esos cerezos en flor; esas luciérnagas. En fin, ese universo que se refleja en un cine, al que aquí hemos hecho referencia, con una calidad y calidez, en general, que parece haberse perdido en los tiempos actuales y que ya no volverá.
Monogatari owari
Javier Sol
* Haiku: poema de 16 sílabas en tres versos: el primero y el último, de cinco; y el intermedio, de siete