“LOS QUE SE QUEDAN”, de ALEXANDER PAYNE

UNA LECCIÓN DE VIDA

Por A. Cirerol

Paul Hunham, profesor de Historia Antigua en un college (privado/interno) americano, (personaje interpretado por el actor Paul Giamatti) es un tipo huraño, misántropo, descreído y muy baqueteado por la vida. Sus únicos intereses vitales son los que le aporta su propia asignatura y su trabajo como docente, que lleva a cabo por mera supervivencia y sin esperar que sirva para hacer mejores a sus alumnos, todos ellos provenientes de la clase dominante. Y posiblemente, también, porque a lo largo de su vida ha ido adquiriendo considerables dosis de cinismo social, para poner de manifiesto ante sí mismo cuánto mejor era la civilización griega y romana que la actual. Este punto de vista acrónico de la existencia le hace sentirse un tipo singular y mejor que el resto, aunque su estatus laboral dentro de la institución escolar sea muy poco relevante. En cierto sentido se considera un cartaginés: un perdedor heroico. Detesta y desprecia tanto a sus alumnos como a sus colegas y estos sienten lo mismo hacia él. Aun así, Hunham no ha perdido (a diferencia del resto de miembros de la clase académica) su capacidad de sentir empatía hacia los demás (que se hagan merecedores de ello) y de creer en las causas justas.

Durante las vacaciones de Navidad se cierra el colegio. Profesores y estudiantes se marchan a sus casas y sólo permanecen en el centro escolar aquellos que por diversas causas no disponen de esta posibilidad. Muy pocos y a regañadientes, quienes no pueden disfrutar de unas fiestas tan familiares y tienen forzosamente que seguir soportando el régimen académico durante estos días. Son “los que se quedan”. Entre ellos, el profesor Hunham, que pinta muy poco en el escalafón docente de la escuela (la imaginaria Barton Academy, en el filme) y que debe hacerse cargo de los escasos y renuentes alumnos abandonados y confinados. Entre ellos está Angus (interpretado por el debutante Dominic Sessa), un alumno conflictivo, de carácter egocéntrico, inestable, caprichoso y lábil, traumatizado por su historia familiar. Oculta su debilidad bajo una apariencia de arrogancia, presunción y un falso bagaje vital. El tercer personaje protagónico es Mary Lamb, la cocinera (interpretada por Da’Vine Joy Randolph), mujer negra zarandeada por la vida, de luto reciente por la muerte de su hijo en acción de guerra. Su coraza vital: el desapego, la displicencia y la dedicación al trabajo. El consuelo a su empedernido dolor lo encuentra consumiendo programas televisivos engañosamente sentimentales; en resumen, su única aspiración es seguir tirando.

Tres personajes, pertenecientes a diferentes estamentos sociales, maltratados por la vida, perdedores, desilusionados, jodidos. Acostumbrados a aguantar un par de ellos (el otro comienza su andadura vital). Son los que se quedan y nunca llegarán a nada. Estamos en 1970. Lejos de allí, en la otra parte del mundo, en Vietnam, se está librando una guerra, que en este ambiente es sólo una referencia distante y temible.

“Los que se quedan” es una película con una estructura narrativa muy característica de la literatura (1), ya que plantea un estudio psicológico de los personajes, de quienes va sacando a la luz capas profundas de su personalidad disimuladas tras una apariencia pública, o, más bien, coraza social, que sirve para ocultar su fragilidad. Para revelar el fondo humano de sus protagonistas (los postergados, los residuales, los destinados a resistir y no hacer carrera) escoge un escenario, el de una escuela elitista regida por valores retóricos y representaciones ostentosas y grandilocuentes, donde todo rasgo de autenticidad es sustituido por la conveniencia y el formalismo académico. Cuna y crisol de aspirantes a formar parte de la clase dirigente.

Uno se pregunta cómo una historia tan desvinculada de nuestra realidad, que transcurre en el ámbito artificioso de un colegio mayor para ricos, logra sacar de sus personajes tal cantidad de verdad humana y tanta capacidad para conmover. Todo se concierta para ello: el talento expresivo de su director (2), la inteligencia del guion, la precisión pictórica de su fotografía, la justeza de la ambientación, la penetración psicológica de los personajes y, de manera determinante, la excelencia interpretativa de los tres protagonistas. Son personajes “redondos”, no caricaturas, es decir: “capaces de sorprender y emocionar de un modo convincente, personajes vivos, con recovecos, no de una pieza: advertimos en ellos el tira y afloja de las alternativas, están perfectamente individualizados”. Por ello, la película da sensación de vida y verdad, su desarrollo es coherente, tiene un sentido, sus imágenes “nos hablan”. Como afirmaba Henry James con respecto a la literatura: “el aire de realidad es la virtud suprema de la novela, el mérito del que los demás méritos dependen”. Eso hace que los personajes de “Los que se quedan” pasen de “lo particular” a convertirse en genéricos (tipos) y que sus rasgos de clase y sus valores morales se manifiesten a la hora de afrontar las situaciones.

Son los tres protagonistas seres heridos por su experiencia de vida. Unos, curtidos en su papel subalterno (el profesor y la cocinera), han criado callos y sobreviven socialmente por medio del personaje que han creado (su coraza), salvo cuando se emborrachan y pierden el control. El otro, el joven inadaptado, está en proceso de formación, a la busca de su armadura autoprotectora, por eso cualquier acontecimiento contradictorio con sus expectativas deja en evidencia su inestabilidad. La convivencia forzada proporciona la ocasión para el común entendimiento y la mutua comprensión. Dejan de ser meras figuras sin fondo para convertirse en personas. Los tres se reconocen unos a otros como lo que son: remanentes, sobrantes, seres des-animados. Los que se quedan, pero resisten.

Los mayores, definitivamente. El joven, condicionado por su procedencia de clase, puede acabar bien o mal: su experiencia y el ejemplarizante testimonio de su profesor (símbolo del padre perdido) le han hecho descubrir aspectos de sí mismo y de la vida que su ascendencia de clase le velaban. Ha madurado y de su experiencia sale cambiado y, seguramente, reforzado. No podemos saber hasta qué punto la revelación moldeará su carácter, puede que lo marque para siempre o que su repercusión sea efímera.

El profesor ha roto, por su parte, con la servidumbre y el cinismo existencial que lo eximían o indultaban de enfrentarse a la realidad. Su personaje progresa con los avatares de la historia y el trato con sus dos oponentes, especialmente en su impensada labor tutorial-parental con su indisciplinado alumno. Como si rejuveneciera va descubriendo territorios emocionales de sí mismo que había olvidado. De pronto parece inventarse un pasado misterioso y épicamente erótico que lo reafirma e impulsa hacia delante. Al fin es capaz de implicarse en los hechos poniendo en riesgo su estabilidad. Enfrentado a elegir entre la abdicación de sus ideas, que le dispensaría la comodidad de subsistir despreciándose a sí mismo, y el valor de mentir para salvar a su discípulo (símbolo del hijo ilusorio/nonato) y darle la oportunidad de crecer con un criterio moral, escoge hacer lo más noble y expuesto, aquello que fatalmente quebrantará sus propios intereses materiales (y qué cinematográficamente persuasivo y revelador ese primer plano en que él debe decidir en un instante, en un segundo decisivo, entre su propio futuro y el del educando). A una edad ingrata deberá comenzar de nuevo a buscarse la vida ese hombre que acaba de tirarla voluntariamente por la borda en cumplimiento de una acción abnegada y animosamente moral. Tal como un héroe antiguo de sus lecciones de Historia. Qué va a ser de él camino hacia ninguna parte, no como un mitológico argonauta a la conquista del vellocino de oro, sino en esta puta vida real, sin nada ni nadie. Solo, tranquilamente desesperanzado (o desahuciado), con las únicas fuerzas de su sentimiento de autorrespeto recobrado.

La cocinera seguirá viendo pasar la vida a través de los realitys manipulados de la tele. Su existencia tiene un sentido precario, pero leal y desinteresado y ella nunca se ha hecho falsas ilusiones acerca de sí misma. No tiene nada que demostrar. Tal vez acabe casándose con ese trabajador que la ronda, buena gente, tan precario, leal y desinteresado como ella. La foto del hijo en uniforme militar, muerto en Vietnam a los 19 años, permanecerá siempre ante la mirada de ella.

Los caminos de los tres no volverán a cruzarse. Y saberlo es algo que produce una pesarosa nostalgia también en el espectador.

Al final nos sentimos emocionalmente solidarios con el destino de estos personajes tan ajenos a nuestros modos y costumbres, a nuestras ideas, sueños y pasiones. Y, sin embargo, tan próximos. He aquí una película con el don de emocionar sin aspavientos ni exageraciones ni falsos efectismos. Con sencillez, con honda humanidad. Y esto es algo que hay que agradecer a Alexander Payne y a sus inolvidables intérpretes.

  1. En la novelística americana el de la vida y las relaciones en el campus universitario es un tema tratado en numerosas ocasiones. Baste recordar al respecto estas cinco grandes obras: “Vigilia” (1950) de James Agee, “Una vida nueva” (1961) de Bernard Malamud, “El centauro” (1963) de John Updike, “Stoner” (1965) de John Williams y “Vieja escuela” (2003) de Tobias Wolff.

2. Alexander Payne es autor de pocas películas, cuidadosa y concienzudamente trabajadas, como “Entre copas”, “Los descendientes” o “Nebraska”. Casi todas con una modulación autobiográfica. Estas palabras son suyas: “Quiero hacer películas sobre gente normal y corriente, con actores poco conocidos que parezcan gente de la calle, cine barato con las ideas claras de lo que pretendo expresar. Plasmar la verdad de la vida”.