“EL VIEJO ROBLE” DE KEN LOACH

UN HIMNO A LA ALEGRÍA EN EL INVIERNO DE LOS TIEMPOS

Por Antonio Cirerol

A partir de 1990, coincidiendo con la renuncia de Margaret Thatcher como primera ministra del Reino Unido, Ken Loach regresó al cine para iniciar un largo ciclo de películas en las que exponía los efectos de la gran derrota sufrida por la clase obrera británica a manos del thatcherismo (1979-1990), que puso en marcha una extensa y agresiva política de demolición de los avances laborales y sociales obtenidos después de la 2ª Guerra Mundial.

Esto es, un plan para desmantelar lo que un día se conoció como estado del bienestar.

El programa ultraliberal aplicado por el gobierno de Thatcher supuso la puesta en práctica de privatizaciones, recortes sociales y precariedad laboral que tuvieron como consecuencia la degradación y el deterioro de los servicios públicos y, fundamentalmente, el aplastamiento del poder sindical y la desmovilización de la clase trabajadora.

Podemos decir que cada nueva película de Ken Loach viene a dar cuenta de esta situación. La representación del paisaje político tras la larga derrota. En sus películas no hay alternativa. Sólo la revuelta individual producto de la desesperación y la solidaridad civil basada en el socorro mutuo, único recurso circunstancial frente a la ausencia de una respuesta organizada de clase, sindical y política.

Si sus dos últimos filmes, “Yo, Daniel Blake” y “Sorry, we missed you”, trazan una panorámica de la era postfordista del capitalismo globalizado con una clase obrera atomizada y desmovilizada que ha perdido su conciencia de clase, en “El viejo roble” el marasmo es ya completo. Sólo quedan el recuerdo y la nostalgia de lo que fue. Ya resulta imposible contestar a la pregunta que se hacía el protagonista de “Sorry, we missed yoy”: “¿Qué nos ha pasado?”.

Los trabajadores (jubilados o en paro, desprovistos de toda ilusión que no sea tomar una birra y hablar de los viejos tiempos) se reúnen en el último pub que subsiste a duras penas en el viejo pueblo minero para beber y recordar la época en que aún estaban abiertas las minas y había trabajo. No es ya conciencia de clase, sino sólo reminiscencias de su anterior condición de trabajadores, anécdotas sobre luchas pasadas, huelgas y derrotas. El único testimonio de aquellos hechos son las fotografías polvorientas colgadas en una sala clausurada del bar, como vestigios de heroicos tiempos remotos. Ellos, restos de lo que fue una clase obrera activa y poderosa en otra época, no creen ya en un futuro mejor. No entienden lo que ha ocurrido ni se lo preguntan ya, porque, en ausencia de una organización capaz de explicar, proponer, unir y actuar, han quedado reducidos a su propia individualidad sin perspectivas, condenados al arrinconamiento social y político. Sólo tienen su opinión de vencidos, hecha de un resentimiento sordo carente de expectativas, que es la que les proporcionan los medios de comunicación dominantes. Han perdido el sentido común popular, cuya base es la solidaridad de clase, y dan una interpretación antisocial a su pérdida de sentido. Los jóvenes llevan una vida ajena a la de la colectividad, pronto se largarán también de allí. Carecen de expectativas y de valores, la experiencia de los mayores ya no se transmite a las siguientes generaciones. Ellos, los mayores (los “ex hombres”, diría Gorki), no esperan nada, desconfían de todo, no creen que la unión de clase sirva ya para resolver sus problemas. No reconocen al enemigo y adjudican esta condición al que viene de fuera a quitarles el trabajo, dicen, a romper sus costumbres, sus tradiciones, su cultura, su barrio, su ciudad, su forma de vida. Se han hecho racistas, aunque si se lo preguntaran no lo reconocerían.

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“El viejo roble” comienza con la llegada de un grupo de inmigrantes/refugiados sirios (1) al pueblo que un día fue un importante centro minero. Las casas son baratas porque la mayoría de sus anteriores residentes se han marchado. Los recién llegados son mal recibidos por la población autóctona porque son vistos como una amenaza que puede llegar a modificar y arruinar su tradicional forma de vida. Entre los forasteros hay una mujer, Yara, joven, instruida, concienciada, “empoderada”, hija de un opositor al régimen de Asad, encarcelado en su país. Ella se convierte en el elemento catalizador del grupo y de los mismos vecinos. Ella es la que intenta devolver los valores perdidos a la comunidad: su historia de lucha, su conciencia proletaria y solidaria. Ella, una extranjera, una extraña, se integra en la nueva colectividad aportando, al mismo tiempo, su acervo moral y cultural, demostrando que los valores humanistas proletarios (2) son universales.

El grupo local de viejos mineros ve a los inmigrantes como un peligro para la estabilidad de sus valores y tradiciones y los rechaza de manera activa y violenta. Sólo uno de ellos, T. J. Ballantyne, el dueño del pub, se suma, al principio de un modo pasivo, a los esfuerzos de Yara. Él es un ser golpeado por la vida, amargado y culpabilizado por sus errores (le remuerde la conciencia no haber sabido amar a su mujer y a su hijo). Hoy vive en soledad con recurrentes ideas suicidas. Sólo ha depositado su cariño en un perro. La firmeza y la constancia de Yara consiguen sacar a T.J. de su apatía. Ambos se ponen manos a la obra para transformar el pub medio abandonado en un foco de animación social y cultural, lo cual suscita la repulsa de sus viejos camaradas. Sumidos en la desidia y el resentimiento (la forma que adopta su temor a un mundo en creciente transformación que no comprenden) sabotean los intentos de devolver el sentido de la vida al pueblo.

Cuando todo parece desmoronarse, la noticia de la muerte en una prisión siria del padre de Yara desata de pronto la solidaridad de los vecinos. Imprevistamente todo cambia.  Todos se hermanan con los inmigrantes y la película termina con una gran manifestación unitaria reivindicativa.

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Como en todas sus películas Loach adopta su característico estilo documental para estructurar la narración, con el que logra alcanzar esa impresión de verdad que los personajes transmiten al espectador, “como si los actores no actuasen ante la cámara y como si el espectador compartiera el tiempo de la acción con los personajes”. Tal como planteaba Cesare Zavattini, teórico y guionista del movimiento neorrealista italiano, Loach no pretende contar una historia como si fuese realidad, sino, al contrario, “contar la realidad como si fuera una historia”.  

Para ello su táctica narrativa no varía. Tomando como base el clarificador estudio de Gérald Collas sobre el realizador, titulado “El cine europeo frente a la realidad” (3), se pueden señalar las siguientes características constantes en el cine político de Ken Loach, tanto cuando se apoyaba en los guiones de Jim Allen (hasta 1995) como en los de Paul Laverty (desde 1996).

-Las dificultades (ideológicas o materiales) en que se debaten el o los protagonistas de sus películas se contraponen con el enfoque de un personaje (secundario o ajeno) que es el único capaz de analizar correctamente la situación y se erige en la conciencia del grupo.

-Tal examen cualitativo-prospectivo de los hechos no se dirige sólo a los personajes, sino también (y, sobre todo) al espectador, induciéndole a posicionarse.

-Lo que hace cambiar a los protagonistas confusos o dubitativos no es su progresión ideológica, sino un acontecimiento accidental que actúa como detonante para actuar.

-Los agentes históricos (partidos o sindicatos) están ausentes o han desaparecido del horizonte de la acción (salvo en el filme “Pan y rosas”, que es la crónica de una huelga basada en hechos reales). Aunque la clase obrera ha perdido su perspectiva (conciencia de clase, creencia en la posibilidad de cambio), se une para luchar (cuando lo hace) de forma espontánea, sin impulso organizativo ni una mira estratégica.

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Es también lo que ocurre en “El viejo roble”, aunque aún de una forma mucho más incongruente, ilusoria y bien podríamos añadir que quimérica.

En efecto, el final es totalmente contradictorio con la realidad que se ha expuesto a lo largo de la película, no se corresponde con su desarrollo lógico. Existe una flagrante contradicción entre el crudo realismo con que se han mostrado las cosas en su estado natural (la falta de capacidad de acción, tanto ideológica como material de la clase trabajadora, su regresión política) y la forma esperanzada/optimista en que al final se supera la situación. Esa discordancia entre lo que plantea la película y lo que propone la coloca fuera y más allá del realismo para situarla en el terreno de la figuración desiderativa. La repentina y podríamos decir que milagrosa toma de conciencia de los personajes, la imprevisible e inmotivada transformación de la “clase en sí” en “clase para sí” no se funda en la progresión natural de su entendimiento del estado de cosas, sino en lo que se ha señalado antes: el acaecimiento de un hecho accesorio (colateral y secundario) que tiene un imprevisto efecto comunitario catártico.  

De ninguna manera resulta plausible que la noticia de la muerte en una cárcel remota de un resistente desconocido (el padre de la protagonista) impulse de repente un global movimiento de solidaridad hacia la familia afectada (que hasta aquel momento había sido objeto del repudio violento y la exclusión) por parte de la mayoría de la población nativa. Menos aún se puede creer que suscite además la revitalización del espíritu de comunidad y de lucha.

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Ken Loach tiene 87 años. Durante más de medio siglo ha ilustrado cinematográficamente un extraordinario documento de la destructiva acción del capitalismo y sus desastrosos efectos sobre la clase trabajadora. Su legado permanecerá. Podemos aceptar que quiera despedirse con un canto a la fraternidad y que, contra toda evidencia, levante al sol de la ilusión la copa de la fe y brinde por que llegará el día en que los nada de hoy todo han de ser y todos los hombres vuelvan a ser hermanos.

NOTAS

1)Llama la atención, por su atipicidad, que la colectividad de inmigrantes/refugiados elegida para desarrollar la trama de la película sea la siria. Ciertamente, el total de personas inmigrantes de Gran Bretaña es aproximadamente de 9 millones 360 mil, lo que representa el 14% de la población. De ellos el 9% son polacos, otro tanto indios, el 6% paquistaníes. En los lugares más bajos: turcos, 100.000; libios, 16.000… Los sirios rondan los 11.500, o sea, el 0’12 %. Hay que suponer que la razón de la elección por parte de Loach-Laverty obedece más a factores o posicionamientos políticos personales.

2)No parece ser el caso de los inmigrantes/refugiados sirios, que pertenecerían, más bien, a una clase social con suficiencia económica para poder costear su salida de Siria. La clase proletaria no tenía otra opción que quedarse allí.

3)Capítulo del libro editado por la 42 Semana Internacional de Cine Valladolid 1997 bajo el título de “Cine europeo. El desafío de la realidad”.