VINDICACIÓN PROGRE DEL IRRACIONALISMO
(Por A. C.)
“Escribir bien (hacer buenas películas) es más que una cuestión de estilo, supone disponer de una perspectiva ideológica que pueda penetrar a través de la experiencia humana en una situación determinada”
“El valor (belleza) de un filme además de en su verdad psicológica y su realidad humana reside en las soluciones que se da a los temas”
“Los domingos” plantea problemas directamente relacionados con los cambios producidos a lo largo de este siglo en las formas de vida y los principios y sentimientos a ellos asociados, que tienen como consecuencia la “liberalización global del consumo y de las costumbres”, que promueven, a su vez, la desintegración de la familia como espacio social en el que se forjan los vínculos afectivos, los lazos de solidaridad intergeneracional y de transmisión de valores, que en la etapa actual, está siendo sustituida por un neo nihilismo basado en el individualismo extremo. Aunque de ello no se diga nada en la película, no por deliberada ocultación, sino porque la misma directora no es consciente, esto es: “no sabe que no sabe”.
Sin embargo, es en esta línea de ruptura con la “comunidad ética natural”, tal como define Hegel a la familia, cómo la directora enfoca su película. Como ella afirma para explicar el sentido de la historia: “la vocación de clausura” (el tema del filme) “se me antojó como la excusa perfecta para cuestionar la familia como nuestro refugio natural”.
Sitúa, para ello, su argumentación en el marco de una familia tradicional vasca de clase media, o sea, católica practicante de misa y comunión dominical, que lleva a sus hijos y nietos a colegios religiosos. Constituyen este paradigma familiar: la materfamilias (la abuela, el “ama”; el marido murió hace tiempo), sus dos hijos (el “aita” Iñaki y Maite) con sus respectivos consortes y los hijos de ambos. En este escenario la hija mayor del “aita” Iñaki (Ainara, una adolescente de 17 años) anuncia de pronto que quiere profesar como monja de clausura. El argumento se centra en el impacto que la noticia provoca en los diversos componentes de la familia. Específicamente, en la controversia que se crea sobre la viabilidad de que una menor pueda tomar una decisión que compromete decisivamente su futuro vital. Al mismo tiempo, la determinación de la joven saca a la luz la erosión de las relaciones interfamiliares.
Frente a la disyuntiva creada, la película pretende mantener una posición de equidistancia con respecto a las distintas actitudes de los personajes. Esto es, una apariencia de entendimiento de las razones y emociones de cada uno de ellos (su coherencia, intereses, contradicciones), supuestamente sin formar juicio sobre sus acciones.
La protagonista, Ainara, se debate entre su repentina vocación religiosa y las dudas inducidas por la atracción que le suscita el mundo sensible. Espera que su resolución le será comunicada e impuesta por medio de una llamada divina. Su padre, perfectamente integrado en el sistema establecido, pugna entre sus problemas económicos (sacar a flote su negocio de restauración) y familiares (está intentando rehacer su situación de viudedad con una nueva pareja), agudizados por la sorpresiva aspiración monacal de su hija, aunque parece claro que su talante conformista le hará tirar siempre por el camino más fácil. Con respecto a la vocación de su hija se inclina por lo menos problemático: que ella haga lo que quiera. Maite, tía de Ainara, es una mujer de carácter opuesto al del hermano. De ideas progresistas, rechaza las creencias religiosas y en especial sus instituciones. Educa a su hijo en el desapego religioso (no lo lleva a un colegio de curas) y pretende (junto con su marido, aunque con otra táctica) disuadir a su sobrina de su intención de ingresar en la orden religiosa y hará de su empresa una misión trascendental.
En el campo de acción opuesto, que pretende abducir la voluntad de la jovencísima aspirante sin tener en cuenta su inmadurez existencial, destacan dos figuras principales: la madre priora del convento donde espera profesar la protagonista y el director espiritual de ésta.
La primera es una mujer curtida en su oficio de sombras, pétrea y sibilina, revestida del fariseísmo seductivo cultivado durante años ejerciendo la intransigencia sectaria. Tiene claras las cuatro ideas simplistas que sustentan su fe y la forma de gobernar la institución claustral y de manejar las almas simples de las siervas del Señor. Una personalidad para quien resulta fácil apoderarse de la crédula inexperiencia de la joven protagonista. Bajo su apariencia de templanza y buen juicio, una figura demoniaca. El otro es un cura joven, un dogmático inflexible oculto tras la máscara de una atractiva jovialidad comprensiva y un embaucador arrebato místico. El tipo ideal para “educar” a través del deslumbramiento afectivo a un corazón ingenuo sin conocimiento de la vida y predispuesto a la entrega incondicional. La condición, las formas y la ralea típica del abusador.
Obviamente, nada de todo eso se manifiesta directamente en la película. La directora no juzga ni valora: sólo expone.
En este contexto la película establece tres vectores de enfrentamiento. El que surge entre las diferentes visiones del problema por parte de los dos hermanos (Maite e Iñaki). El que se configura entre la tía y la sobrina. Y entre aquélla (Maite) y las instancias religiosas que alientan a Ainara a profesar. A estas fuerzas hay que añadir aún otra, principal, que opera sin dejarse ver, “fuera de campo”, entre la visión profunda sobre el caso que anima la película y la capacidad de juicio del espectador.
La mirada aparentemente abierta y comprensiva (equidistante) de la directora hacia todos los personajes, tanto principales como secundarios, hace albergar la (falsa) impresión de que todas las premisas, ideas y acciones que se desarrollan a lo largo de la trama merecen la misma fiabilidad discursiva y ética, ya que todos parecen estar tratados con igual atención y neutralidad. Vamos a ver que no es así.
Para que exista una auténtica libertad de resolución es preciso el requisito de la autoconciencia, o sea, la toma de conciencia respecto de nuestra relación con el mundo, de nuestro propio ser como persona, de la razón de nuestra conducta, de nuestros, actos, pensamientos, sentimientos, deseos e intereses. En el caso de la protagonista su falta de acción social y de experiencia vital (es una adolescente) se ve agravada por una manifiesta perturbación mental que elimina su capacidad de actuar y de decidir con el nivel requerido de reflexión y elección. Ella “oye” y “contesta” a voces que le hablan (y ordenan) desde el interior de su mente. A eso ella lo llama hablar con Dios. Está convencida de que verdaderamente mantiene conversaciones decisorias con Él, que es escuchada y contestada por el mismo Dios y que la Voz divina es la que decide su destino. Es decir, el “discernimiento” del que tanto se habla en la película aplicado a su caso, no es más que el producto de las “voces” que en su cabeza le transmite la imagen de un ser sobrenatural (esto es, sin existencia real) y todopoderoso al que ella se entrega de manera incondicional. Pero dichas voces son fabricadas en su propia mente trastocada. Y ella está completamente convencida de que son reales. “Te amo”, le dice, “Soy tuya. Te pertenezco. Haz conmigo lo que quieras”. La psiquiatría tiene un nombre para este tipo de trastorno, para este desorden mental. En estas condiciones su “discernimiento”, es decir, su facultad de juicio, de comprender claramente la realidad y de decidir está gravemente afectada. Sin embargo, una muestra tan evidente de enajenación mental es plenamente aceptada como prueba válida de raciocinio, al mismo nivel de los adultos cuerdos, por su familia, las monjas y ¡la misma directora del filme!
En su planteamiento, la película comparte y respeta (está de acuerdo con) las aseveraciones de la institución sectaria (las fuerzas eclesiásticas conventuales) que pretende tomar posesión de la voluntad perturbada (a la que llaman “vocación”) de la niña. Lo justifican con un curioso apelativo: el de “discernimiento de Fe”, lo cual literalmente significa “juicio obtenido a través de la creencia”. La fe es la aceptación gratuita, sin demostración empírica, de cualquier fenómeno. En religión la Fe es la creencia ciega en lo sobrenatural: dioses, ángeles, demonios, cielo, infierno, apariciones, resurrección, etc.). En este sentido, al negar el valor de la ciencia, la Fe religiosa no se diferencia de la superstición, ya que se contrapone al saber. En su sentido más común y corriente, “tener fe” es, por el contrario, la seguridad que se tiene en las conclusiones prácticas de la experiencia y, en el caso de la ciencia, en las hipótesis que en un momento determinado aún no pueden ser demostradas experimentalmente. Una fe científica que está en las antípodas de la que se exige en todas las religiones, basada en la existencia de personas y hechos mágicos.
Ainara, la joven protagonista de “Los domingos” ama a un ser quimérico que sólo existe en su mente, un fantasma producto de su Fe. Para la realizadora “forma parte de ese algo más invisible que nos rodea a todos”, lo inexplicable, y es, por tanto, digno de asentimiento. “Todos necesitamos creer”, afirma. Por eso la vocación de Ainara, la razón de su sinrazón, aporta, para Ruiz de Azúa, mucho más sentido e intensidad que la de su oponente, su tía Maite, que, carente de un fundamento mágico en el que creer, sólo puede apoyarse en la fragilidad de su descreimiento (falta de Fe). Ella, Maite, que es la única que habla con argumentos sustentados en la realidad humana, es la que, desprovista de la seguridad que proporciona la irracionalidad sin posibilidad de cuestionamiento (ya que, no lo olvidemos, lo que pretende Ruiz de Azúa es cuestionar la familia), es la que sufre las fracturas emocionales, mientras la loca es bendecida e iluminada con la Luz de la revelación.
Así pues, Ainara opta por abandonar la vida con los otros, que es lo que da pleno sentido y valor a la existencia, para recluirse, aislada de todos y de todo, en el lúgubre hipogeo de los voluntariamente confinados, teniendo como única perspectiva de vida un estado de perpetuo idiotismo, cuyo único ejercicio de “posibilidad de hacer” es la rutina perpetua de la oración repetida sin límite ni fin, de la reiterada y vana letanía cantada sin significado vital práctico, del silencio, la servidumbre, la castidad y la confección de pastelitos de monja. A eso, a la anulación personal, es a lo que conduce el “discernimiento de Fe”, con el visto bueno y el aliento de todos los que han contribuido a que haga realidad su delirio, dejándola impunemente en manos de los enemigos de la libertad y de la vida, entre los cuales, además de los personajes de ficción, está principalmente la responsable del guion y dirección de la película.
La alternativa de Ruiz de Azúa por una espuria libertad de elección por parte de una adolescente inmadura en un estado mental gravemente afectado es irresponsable. Lo es, como artista, su alarde provocador al sojuzgar la razón, representada por el personaje de Maite, que intenta salvar a su sobrina de la ruina vital, a la irracionalidad encarnada por el padre que abdica de su función y por los oscuros y funestos agentes de las tinieblas monásticas.
Dos secuencias sellan el sentido del filme.
La del momento de la “catarsis” en la iglesia, cuando el episodio esquizofrénico de la protagonista es tomado como prueba de “discernimiento de Fe” por uno de los dos testigos de la escena (el padre) y como testimonio de su trastorno por el otro (su tía Maite). El posterior desarrollo de los acontecimientos conduce manifiestamente a creer que la intención de la realizadora es que el espectador lo acepte a su vez como signo categórico de la determinación vocacional de la protagonista.
La última escena (siento el espóiler, pero si no, no es posible dotar de sentido la crítica), la secuencia cumbre y determinante, en la que se fija de un modo preciso y definitivo el significado real de la película, es un ejemplo concluyente y verdaderamente clamoroso de mistificación (adulteración, engaño, artificio) artística. Describe en montaje paralelo la ordenación de la novicia y la rencorosa reacción de su tía (Maite) al no haber podido impedirlo. Por un lado, el espectáculo sacro en la iglesia del convento, la fervorosa exaltación de las bodas con Dios, la epifanía de la luz divina descendiendo sobre la ungida, la ofrecida al Señor, la que pierde todas sus atribuciones de ser libre para convertirse en sierva eterna, acontecimiento subrayado por la afirmativa entonación in crescendo de un coro angelical que nos eleva a alturas celestiales. Todo ello en antagónico contrapunto con la sombría vendetta (venganza) moral y material de Maite, la mujer definitivamente vencida y rota, presentada como un ser inicuo y miserable por haber pretendido llevar la razón al alma nesciente, la cual al separarse para siempre de ella le ha escupido a la cara: “Rezaré por ti”, como haría cualquier víbora monjil en el mismo caso.
“Los domingos” es una fallida secuela de la película “Ida” (2013) de Pawel Pawlowski. Su tema calca el del filme polaco, que transcurre en Polonia durante los años de la Guerra Fría, con la diferencia de que este, además de una cuidadosísima elaboración formal y una viva penetración en los caracteres de sus dos protagonistas (la novicia y su tía, una jerarca del Partido y atea consecuente), es coherente con el sentido ideológico y político del tema que plantea. La inspiración religiosa de Ida no es producto de una patología, como en el caso de Ainara, sino de una determinación que encierra un simbolismo político. El último plano de la película nos muestra este acto de voluntad – el de regresar al convento tras su experiencia en el “mundo de fuera”- por medio de un trávelin que rompe con la disposición de planos fijos que compone la película: por primera vez Ida decide verdaderamente, se pone en movimiento. No precisa para resaltar su decisión del uso estridente y fraudulento de la banda sonora musical de la que se vale la realizadora de “Los domingos” para conmover el ánimo del espectador.
El filme de Ruiz de Azúa está en la onda hoy imperante de la ideología de la emocionalidad, del libertarismo identitario, de la espiritualidad irracionalista, del individualismo posfamiliar. Presenta la decisión de la novicia como el derecho a la propia identidad, tal como si se tratara de una orientación sexual. En un momento como el actual en que las vocaciones religiosas están bajo mínimos y los conventos cerrando, la presentación del caso de una joven que por amor a Dios (sí, pues así es como ella lo expresa en sus diálogos divinos: “Te amo”) aspira a la reclusión religiosa, posee un sello de curiosa locura “cool” muy del gusto de la nueva sensibilidad posmoderna, igual que el de una cantante que funda su reclamo publicitario en la exaltación de las cruces y en vestirse de monja.
“Hay que insistir en el hecho de que en el campo sexual el factor ideológico más depravador y regresivo es la concepción iluminista y libertaria propia de las clases no ligadas estrechamente al trabajo productivo, y que a través de estas clases contagia a las clases trabajadoras” (Antonio Gramsci)
“El Yo no puede existir sin el nexo relacional del Tú, del cual el Eros es la experiencia más inmediata y natural. Eros rompe el fundamento del individualismo hoy dominante: puedo ser plenamente yo mismo como individuo sólo en la relación con el otro” (Diego Fusaro)
“En el amor ocurre la paradoja de que dos seres se convierten en uno y, sin embargo, siguen siendo dos” (Erich Fromm)




