Docudrama sobre el duelo: pálidos destellos formales
(Por A. C.)
El cine llamado “de autor” vive cada vez más recluido en el género del docudrama, quizás porque es el más fácil de hacer (prácticamente basta con la cámara del móvil), ya que no tiene que preocuparse de crear el simbolismo poético que lo haga verdaderamente expresivo o de darle un sentido temático (la concepción del mundo que sugiere).
Se trata, cuando hablamos de docudramas, de relatos sobre determinados aspectos de la vida cotidiana, generalmente referentes a la problemática social o a la emocionalidad individual, tratados desde un punto de vista naturalista. Entendido el naturalismo como una distorsión del realismo, que se limita “a reproducir de manera inmediata, fotográficamente, los fenómenos superficiales, sin penetrar en sus elementos significativos”. El detalle, la información y reproducción de los hechos externos, sustituye a los “rasgos típicos”. Una buena película, una buena novela, no se puede reducir a la “copia mecánica” de la vida. “Es por este motivo por el que surge el problema de la Forma, que es el medio que, en el caso del cine, permite al artista elevarse a una generalización de la realidad a través de las imágenes, más allá de la exterioridad aparente de los fenómenos… La materia prima del cine no es exactamente la realidad misma, sino el ‘tema fílmico’: la verdad de la realidad es la ley y el sentido de dicha realidad. No se trata de reproducir simplemente el objeto, sino hacer de él un portador de significado” (1).
En “Los destellos” la protagonista, Isabel, una mujer de la que no conocemos su pasado y sólo muy poco más de lo evidente de su vida presente (aunque lo mismo se puede decir del resto de personajes), se ve emocionalmente forzada por su hija, que no puede encargarse de ello, a atender al padre de esta, enfermo terminal, el ex de Isabel, del que lleva separada 15 años. Esa alteración de su normalidad cotidiana originará, a su vez, una temporal perturbación afectiva al remover sus sentimientos del pasado.
Eso es todo. Y la película no es nada más que esto. “Su lógica es idéntica a la lógica perceptiva de la vida corriente, sin construir, paralelamente a la narración, otra línea narrativa más compleja de significación, es decir, un sub-texto revelador en relación con el texto continuo dominante” (2). Lo que vemos es todo lo que hay: un texto dramático en su simple apariencia e inmediatez desprovisto de contenido simbólico, la mera reproducción cronológica de los acontecimientos. Las acciones propias que requieren los cuidados a un paciente, su rutinaria intendencia. No cabe esperar ningún aporte ilustrativo a partir de los diálogos, ya que el guion los reduce al mínimo (podrían caber en una página) y son nimios, insustanciales, carentes de todo valor explicativo. Al final, después de toda la liturgia de acompañamiento, nos quedamos igual que al principio.
Palomero impone al curso narrativo un ritmo lento. Una composición plástica en la que prevalecen los trávelin tan largos como superfluos y las morosas panorámicas. Como el trávelin con el que se inicia la película en el que la cámara persigue a la protagonista en su recorrido por toda la casa o el del paseo de connotaciones funerarias de ambos, ex marido y mujer, por el campo al atardecer. O la prolongada y lentísima panorámica en primer plano (una entre tantas) del trío (madre, hija y amante) velando en la habitación en penumbra el sueño del enfermo. Abundancia, a su vez, de primeros planos, primordialmente de ella, que pretenden poner de manifiesto (iluminar) su estado emocional. Podemos suponer que la intención de la realizadora es hacer patente (visible al espectador) la dialéctica espacio-tiempo en el interior del propio plano, con el fin de liberarlo, por medio de su ostensible dilación, de las usuales convenciones narrativas que tienden a agilizar el montaje para que resulte más claro y asequible. Así pues, la voluntad de complejidad se dirige esencialmente a su principio formal (y no al del contenido), a través del que pretende probar su valor cognoscitivo, fundado, en el filme, en el don de la esencia humana de “traslucirse” espiritualmente en las cosas. Es su poética inmanente. Se omite o se ignora que “la expresividad de los fenómenos naturales proviene siempre del desarrollo de la vida social y es un producto de ella” (3).
Podría entenderse la película como un alegato sobre la experiencia del bien morir. Pero ni la anticipación del duelo ni su conclusión consiguen elevar espiritual o ideológicamente el destino de los personajes. La consistencia de estos es de poca densidad; su micro psicología demasiado tenue. Se limitan a hacer lo que se espera de ellos. Lo que ocurre a lo largo del desarrollo de la trama es lo previsible. El marido es un ser que (mal) vive aislado socialmente en un estado de soledad y abandono, hasta que sus escasos allegados se arreglan mal que bien para asistirle en sus últimos días, lo cual, como es lógico, trae un poco de luz a su existencia. Pero, salvo poner conmovidos ojillos de felicidad al verse subitáneamente acogido por el calor familiar y mantener ante la inminencia de su desaparición una calma abierta aún a la curiosidad, no sabemos quién es ni cómo ha llegado hasta aquí. Conocemos, sí, porque lo dice, que es escritor o se considera tal, que ha desempeñado un montón de oficios de supervivencia y que tiene una biblioteca atestada de libros, aunque, hay que decirlo, sus gustos literarios son bastante poco fiables y nos alertan sobre sus posibles aptitudes. Desconocemos su intramundo social, si ella y él se quisieron mucho o poco y por qué lo dejaron, o si él amó a otras o no (en algún momento se menciona a alguien que se marchó a México); el caso es que quince son muchos años de alejamiento y, al inicio de la película, la relación entre ambos, a no ser para comprobar qué tal anda el perro, parece desde hace tiempo definitivamente caducada. Ella, que trabaja en alguno de esos oficios alternativos que han florecido en los últimos tiempos, tiene (sin que podamos suponer desde cuándo) una relación visiblemente desapasionada con un profesor de música que, tanto por la escasa atención que presta el guion a la individualización de los personajes como por su incompetencia interpretativa, pasa completamente desapercibido. De cuando en cuando, sin mucha convicción, intenta transmitir tranquilidad a los demás. En momentos de confusión o estrés emocional sale al patio armado con un instrumento de viento (no puedo recordar si se trata de saxofón, trompa o trompeta) a pelearse con el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy. La hija estudia en la capital y sólo aparece por allí algunos fines de semana para visitar a los padres. Es ella la que advierte a la madre del estado de incuria en que vive el padre, que aquella desconoce o, como cabe esperar en su situación, no se implica en remediar. Más de esto no conocemos. Engrandece la chica en la escena del baile (último adiós) con el padre, aunque es un momento emocionalmente fácil y predecible. Un homenaje, sin duda, a la escena análoga (aunque de finalidad muy diferente) de “El sur” de Víctor Erice, pero que no alcanza la honda y luminosa sensibilidad cinematográfica de esta ni su rico simbolismo. Por su parte, Isabel, que prácticamente acapara todos los planos de la película, ha de hacer de tripas corazón para convertirse en transitoria cuidadora de su ex. De manera lógica el improvisto y no deseado reencuentro, en tales condiciones, con aquel al que alguna vez amó ha de producirle una interior remoción emocional, expresada por medio de primeros planos (que es, de todos los encuadres cinematográficos posibles, el más importante) dirigidos a reflejar su micro fisonomía psicológica. Pero ni aun así, pese a su radiante fotogenia, llegamos a conocer mucho más acerca de su sentir real y todo queda reducido a una exteriorización de gestualidad fisonómica.
Tras los ritos de acompañamiento y el desenlace final, ¿en qué ha transformado tal experiencia su vida? Aparentemente en nada. El último plano de la película parece, sin embargo, querer darnos a entender lo contrario. Isabel pasea por el campo, por uno de los lugares que frecuentó con su ex en su última etapa. Entonces suenan lejanas las campanadas a muerto desde la iglesia del pueblo. Primer plano de su cara. ¿Qué revela ese rostro? ¿Qué significado debemos dar a la escena? Un final abierto a la libre interpretación, se llama a eso. Cada cual que piense lo que quiera, pero en ningún caso este plano “sugiere, sin calculadas oscuridades o falsas interpretaciones, qué es lo que origina su acción ni qué sentimientos manifiesta en sincronía con su perfil anímico” (4). Lo necesario para dar realidad y verdad humana al personaje y a la película.
NOTAS
1) Yuri Lotman: “Estética y semiótica del cine” (1979)
2) Jean Mitry: “Estética y psicología del cine” (1965)
3) Pilar Palomero no oculta sus influencias. En 2013 estudió un Máster en Dirección de Cine en la Film Factory de Sarajevo, dirigido por el cineasta húngaro Béla Tarr. Desde entonces se declara su discípula cinematográfica. ¿Quién es Béla Tarr? Es una de las figuras de culto de la cinefilia “de autor”. Las películas de su juventud fueron documentales “de ficción”. Su etapa de madurez se inició a finales de los 80 con el filme “La condena”. A continuación, rodó “El tango de Satán”, su película canónica, de más de 7 horas de duración, que sólo pudo exhibir en su país después del cambio de sistema político. Desde entonces ha dirigido tres películas más (“Las armonías de Werckmeister”, “El hombre de Londres” y “El caballo de Turín”), aclamadas por la crítica posmodernista radical. En 2011 anunció su retirada y fundó su escuela de cine. Los filmes de Tarr, difícilmente comercializables, sólo se exhiben en festivales, salas de arte y ensayo y filmotecas. Su cine propone un realismo por completo ajeno al tema y a la expresión: el suyo es un realismo del espacio y del tiempo. Es decir, presenta la acción de los hechos o su inmovilidad, sin alterar su mera reproducción fotográfica. Se trata de filmar “el tiempo real”. O, como lo ha denominado la crítica, de “esculpir el tiempo”. Lo hace por medio de planos secuencia largos (interminables), fijos o con lentos (lentísimos) movimientos de cámara, con abundancia de persistentes e incisivos primeros planos de rostros.
Para hacernos una idea intentaré detallar alguna escena de su película “El tango de Satán”, considerada su obra maestra, rodada en ByN como todos sus filmes, que trata del fracaso y consiguiente abandono de una granja colectiva a finales del régimen comunista en Hungría. La primera escena es un plano secuencia que dura cerca de ocho minutos. Muestra en un lejano plano general cómo un grupo de vacas sale de un establo al patio de la granja. La cámara permanece prácticamente fija durante largo rato hasta que la congregación bovina se pone al fin en lento y errático movimiento, lo cual es aprovechado por la cámara para seguir su cansino paso durante todo el tiempo que dura su recorrido, mostrando de esta manera, al mismo tiempo, la topografía de la granja en la que se desarrollará la historia.
En otra, una niña juega con un gato en el interior deshabitado de uno de los edificios de la granja. La pequeña, de rostro inalterable, parece escapar de su propia soledad y de un destino trágico. Todo hace suponer que el gato, al que le habla y le riñe y le amenaza (“Puedo hacer lo que quiera contigo”, le dice), es su único amigo. Los juegos de la niña tienen, sin embargo, más de tortura que de pasatiempo. El gato huye varias veces y otras tantas ella lo busca y lo atrapa para seguir infligiéndole sus martirizantes juegos. Finalmente, lo envuelve en una red y lo deja colgando de una escarpia en la pared. El gato intenta desasirse sin lograrlo. La escena es un plano secuencia (o sea, filmada en tiempo real) de casi diez minutos de duración.
Etc., etc.
No hay que suponer, sin embargo, que Béla Tarr, que ha sido distinguido con el premio de la Academia de Cine Europeo, es un impostor cinematográfico. Por inextricables o insufribles que puedan resultarle sus películas a la mayoría del público, sus imágenes contienen una extraña persuasión poética que puede llegar a atraer. Desde luego, sus películas no son en ningún sentido docudramas, sino ensayos visuales que desarrollan una poemática sombría e ilegible. Posiblemente altísona y hueca.
Es obvio que Pilar Palomero toma de él sólo los aspectos más “light” de su parafernalia visual: una comedida trasposición al cine del “tiempo real” por medio de largos trávelin, pausadas panorámicas, abundancia de primeros planos, una “mirada objetiva” de la que está ausente el enjuiciamiento moral de los personajes. Pero la narración no incomoda visualmente, no es disruptiva ni críptica. Puede ser comprendida y admitida por cualquier espectador medianamente predispuesto. Como mucho es un Tarr amable. No puede ser de otra forma, puesto que si siguiera de manera fiel los postulados cinematográficos de su maestro las obras resultantes no podrían estrenarse en el circuito de salas comerciales. Y no está una para estas alegrías.
4) Ugo Casiraghi: “Essenza del film” (1947)



