«ANATOMÍA DE UNA CAÍDA» DE JUSTINE TRIET

ANATOMÍA DE UNA PELÍCULA

Por A.C.

“La imagen no debe mostrar un personaje que desarrolla una determinada acción, sino que debe sugerir sin posibles oscuridades o malentendidos por qué este personaje obra de este modo, qué es lo que origina sus actos, qué sentimientos forja en sincronía con su perfil” (Ugo Casiraghi)1

 

Una familia compuesta por Ella (Sandra, una novelista famosa, aunque no demasiado, que, con retórica insistencia, se proclama bisexual), Él (Samuel (un ¿músico? con aspiraciones de escritor), el hijo (Daniel, un niño hiperestésico y superdotado, cegato por un accidente del que su padre se culpabiliza) y un perro (Snoop, dinámico y juicioso, tanto o más superdotado que el niño) vive confinada en un chalé de los Alpes franceses. Hay que suponer que por el estímulo a la creación artística que el aislamiento procura a la pareja. O, lo que viene a ser lo mismo, para vivir alejada de las complicaciones e inconvenientes de la urbe, que, según creencia común, el contacto con la naturaleza suele ayudar a disipar. No haría falta señalar la condición de clase de la pareja: clase media ilustrada y liberal, si bien es importante subrayarlo porque esa posición determina tanto su manera de actuar como el enfoque (ideológico, moral) de la realizadora, perteneciente a la misma esfera social.

La primera escena de la película establece con claridad la perspectiva que debe tomar el espectador con relación a los personajes. Una joven periodista visita la villa familiar para entrevistar a la afamada novelista. A lo largo de la conversación Ella (Sandra) se muestra como una mujer ponderada, segura, aplomada, que (tal vez por un adquirido oficio novelístico) siente interés por las cosas y la gente más allá de su mundo propio. A Él (Samuel, el marido) no lo vemos, pero podemos atestiguar sin temor a equivocarnos su personalidad: se dedica desde su habitación a boicotear la entrevista poniendo a todo volumen una música horrisonante hasta conseguir hacerla inviable. Hay que suponer que lo hace movido por celos profesionales o por resentimiento hacia su mujer, que, sin embargo, parece asumir su coerción sin alterarse, como si estuviera acostumbrada a los numeritos infantiloides que monta su marido.

Poco después de que la periodista desista de su propósito de llevar a cabo su trabajo y lo deje para otro día y lugar, aparece muerto Samuel a la puerta de la casa en un charco de sangre, con toda la apariencia de haberse tirado o de haber sido arrojado desde el altillo de la casa. Lo encuentran el perro y el hijo semiciego. Su mujer no se ha enterado de nada (se había puesto, dice, los cascos silenciadores para no escuchar el chunchún de la música). 

A partir de ahí se plantea el dilema que envolverá toda la película: ¿suicidio o asesinato?

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“Lo raro es que una pareja funcione. En la mayoría de los casos, es un infierno. Yo quise adentrarme en ese infierno”. “La pareja es una tentativa de democracia que casi siempre termina en dictadura”. “Fui a ver decenas de juicios para documentarme y me di cuenta de que, en realidad, la verdad allí era algo accesorio. Un tribunal es, sobre todo, un lugar donde la sociedad se expresa moralmente”. (Entrevista a Justine Triet. El País, 25-Nov-2023)

 

Son varios los contenidos que formula el filme. 

La crisis de la pareja. La dificultad de ser una mujer libre y emancipada en una sociedad regulada por el orden patriarcal. La fiscalización de la vida privada. Los prejuicios basados en la orientación sexual. La primacía de un proceso moral por encima de la verdad.

Rechina que una película que plantea en primer término el tema de la dicotomía veracidad-falsedad sea abierta y manifiestamente tendenciosa (en el sentido de sesgada y partidista). Tras una apariencia de objetividad Triet induce al espectador a tomar partido desde el primer momento. No porque trate de presentar a la protagonista como un personaje inspirador de simpatía (ese sería un procedimiento demasiado elemental; no se inhibe, por el contrario, de mostrar su áspera envoltura caracterológica), sino porque carga las tintas de sus antagonistas (casi todos hombres: el fiscal, la juez, el policía, el psicólogo, el forense, del marido hablaremos luego) y da, en cambio, argumentos cargados de empatía y verosimilitud a las figuras de los valedores de la acusada (el abogado, la periodista, la forense, el niño, hasta, el perro, en la medida de lo perrunamente posible). 

No es por casualidad, toda la maraña montada en torno al juicio, dirigido aparentemente a desentrañar la veracidad de los hechos, no es más que un artificio cuyo objetivo no es descubrir la verdad. En realidad, aunque se da una solución al caso, no se esclarece nada. La evidencia o no de lo sucedido es algo que parece no atañer o interesar a la directora, pese a que se ha pasado toda la película jugando con el espectador, implicándole y aparentando que de eso se trata. Por el contrario, lo que le importa por encima de todo es demostrar que en la causa criminal lo que realmente se escenifica es un juicio moral contra la protagonista por su discordancia o discrepancia con el papel femenino que se espera de ella. Ya que, a ojos del tribunal (y de los medios de comunicación), no se comporta como debería hacerlo una madre o una esposa: le falta implicación con sus responsabilidades familiares: es demasiado independiente, fría, difícil, inconmovible: como si en lugar de una esposa fuese un esposo. Además, se declara públicamente bisexual. Todo eso, más que las pruebas, la convierten en equívoca y sospechosa ante la opinión pública. 

De ahí que para demostrar su tesis Triet deba abandonar desde el principio la equidistancia narrativa que cabe esperar de una película de juicios2. Así que, para ello, ha de presentar un fiscal radicalmente intolerante, sectario, cuyo obstinado fanatismo acusador (gestual y discursivo) lo convierte en una caricatura, un personaje desatinado y ridículo, incapaz de despertar una mínima credibilidad. O una jueza adusta, lenta y desconfiada, sin iniciativa, que se deja llevar por las apariencias. O un inspector de policía hosco, estresado, predispuesto a dar por buenas pistas aparentes. O un forense convencido anticipadamente para aceptar como concluyentes indicios que confirmen la opinión que le inspira la inculpada. O un psicólogo que no está dispuesto a ver más allá de la caracterología de manual de su paciente (el supuesto asesinado). Frente a este elenco artificiosamente inculpador encontramos a una acusada que mantiene durante todo el juicio un comportamiento (una actuación) equilibrada, ponderada, mesurada, estable, proporcionada, dispuesta siempre a replantearse posibles interpretaciones sobre su proceder y el de los demás. Un abogado defensor que (al contrario que el fiscal) es un dechado de mesura, sensatez, comprensión y tolerancia y que (también al revés del fiscal) se beneficia de una imagen física y conductual cinematográficamente amable y aun atractiva, casi con un punto de sensibilidad femenina. O una forense que, pese a las constantes puyas descalificadoras del fiscal, ofrece de forma bien razonada argumentos asentados y factibles. O la joven periodista (la de la escena inicial) cuya declaración es serena y ecuánime y cuyas formas inspiran simpatía y confianza. 

 

Y qué decir del hijo, Daniel, el niño de 11 años, que siendo cegato descubre al padre accidentado (suicidado o asesinado) y cuya madurez y clarividencia durante el juicio no sólo son de una lucidez, entendimiento y agudeza portentosos, sino que por sí solo resuelve el caso. El perro también colabora a la causa con una actuación ciertamente deslumbrante, de Óscar (y sin que haya que recurrir para ello al maltrato animal).

Todo eso, claro, es expuesto narrativamente por Triet como si prevaleciera la neutralidad e imparcialidad de juicio, con tanta persuasión que consigue que la mayoría de los espectadores se lo crean. Tanto es así que la película ganó la Palma de Oro en Cannes, los premios César del cine francés y el Óscar al mejor guion. Aunque, en realidad, se induce sin demasiado disimulo al espectador a identificarse con la protagonista y a predisponerse a favor de su inocencia. Pero, sobre todo y eso es lo esencial, a admitir que está siendo juzgada no tanto por las aparentes evidencias sumariales de un crimen como por razones debidas a su comportamiento socialmente incorrecto. Ahora bien, hay que hacer notar que dicho posicionamiento temático, basado en los prejuicios relativos a la conducta femenina, causa sorpresa visto desde la perspectiva actual, ya que, precisamente, todas las pautas impropias o inadecuadas que en la película son presentadas como motivo de reprobación social y que, de facto, señalan a la protagonista como sospechosa, hoy actuarían como incentivos a su favor, como representación de la mujer empoderada que pretende vivir de manera autónoma. Así que el fin y el objeto de la denuncia moral que contiene el filme (“un tribunal es el lugar donde la sociedad se expresa moralmente”) siendo cierto en general, resulta, aplicado al caso que trata, extemporáneo, arcaico, contradictorio y desconectado de las ideas, propias ya y representativas, del siglo.

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Sobre la crisis de la pareja: la parte fuerte del filme.3

Triet rompe formalmente la supuesta objetividad de la película poniendo en imágenes dos escenas cuyo desarrollo no tiene representación real visible y que, en momentos distintos, son esenciales para la resolución del proceso. Una, la de la riña entre los esposos, que visualiza hipotéticamente (a voluntad de la directora) unos hechos que sólo tienen concreción material en una cinta de audio, de la cual, para sustentar la intriga, se hurta al espectador la conclusión, que es interpretada según la conveniencia de los implicados. La otra, en forma de flashback (forzosamente subjetivo, posiblemente imaginario) reproduce la narración que hace el niño ante el tribunal de una conversación con su padre, una aportación en sí ambigua (más aun porque no queda claro si es real o se la inventa para salvar a su madre), que, de forma gratuita e improcedente se toma como la solución del enigma, por más que pueda estar sujeta a múltiples interpretaciones. 

En cuanto a la secuencia de la disputa matrimonial, grabada en audio e ilusoriamente remodelada en imágenes para que el espectador pueda masticarla mejor, es el meollo de la película, su núcleo central, el quid (punto más importante, el porqué) de la cuestión que interesa a la directora, más allá del juego sobre la verdad procesal. Dicha escena es la expresión de la condición conflictiva de la pareja como institución, que para Triet es inherente a su propia esencia. “En la mayoría de los casos es un infierno”, según sus palabras. 

Para empezar, hay que considerar qué tipo de pareja es el que somete a análisis para justificar/verificar su ley general. Pertenece, como todo quisque, a una clase social determinada. En su caso a la pequeña burguesía artística, ilustrada, liberal y más bien acomodada, lo cual la convierte en poco representativa para que su condición sea generalizable. Mucho menos específica aún desde el momento en que una de las partes se declara bisexual militante. En esta situación no se puede hablar de una pareja (casada o no) característica y, por lo tanto, no sirve para el análisis anatómico de la pareja como modelo conceptual representativo, puesto que se basa en un caso singular y minoritario. De todas formas, esta tipología, por poco significativa que sea socialmente, le sirve para ofrecer una perspectiva del previsible nuevo estado de las relaciones de pareja. El cambio civilizatorio que el nuevo ordenamiento cultural y afectivo promueve en el rol genérico.

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En la larga y decisiva secuencia de la pelea marital la película plantea una situación en la que se invierten los papeles tradicionales: la mujer aparece en una posición de autosuficiencia y plena autonomía, exención y dominio. Ella ocupa el papel característico del esposo en el ciclo cultural/familiar anterior y Él el de esposa. Aunque aparenten el uno ante el otro que se rigen por un convenio de igualdad Ella ocupa la posición de predominio, puesto que es la que desempeña las tareas importantes (de poder) que anteriormente ejercía el hombre en el marco de valores de su clase social: las actividades abstractas. Se irresponsabiliza de las acciones concretas típicas de una pareja, ya que su ocupación intelectual precisa de un tiempo que no puede ni debe ser entorpecido por el trabajo práctico de atenciones y mantenimiento del que Él se hace cargo. Entonces el amor más que una fuerza positiva necesaria se convierte en un obstáculo. Es de lo que Él, quejumbroso y subestimado, le acusa a Ella, que, además, vulnera el pacto de administración equitativa de tiempos, que le impide a Él dedicarse a su vocación literaria, y transgrede otro de los principios que da sentido a la utilidad de la pareja, aparte de su función como comunidad de recursos (bienes y rentas): el de la economía sexual, ya que Ella ha impuesto al respecto un régimen de abstinencia: renuncia a las relaciones sexuales. Disposición que no le preocupa contravenir con otros/as fuera del ámbito matrimonial. 

Llegados a este punto uno no tiene más remedio que preguntarse qué sentido cumple esta pareja, sobre qué tipo de vínculo amoroso se fundamenta. No es práctica ni fructuosa ni creíble una pareja de ese estilo. Lo que correspondería en una situación así sería divorciarse, en lugar de suicidarse o asesinarse. Pero en ese caso no habría película. Es absurdo, pues, que Triet escoja un modelo semejante para escenificar su discurso general sobre la imposibilidad existencial de la institución de pareja, ya que, por sí misma, la representada no se basa en un modelo igualitario y es, por ello, tan negativa y perniciosa como la tradicional dominada por el hombre. 

Después de esto uno entiende el significado del final de la película, una vez que han quedado claros la fragilidad y el agotamiento del papel histórico del varón humano. Sólo tolerable en el caso de personajes como el abogado: indeterminado, ambiguo, contemplativo, complaciente, caviloso, indeciso, inocuo. O del niño, en proceso de maduración hacia la fluidez. Y aun del perro, siempre retozón y fiel a su amo/a.

Así pues, Ella se acuesta, serena, por fin, relajada, liberada, absuelta en el sofá. El perro se acurruca feliz a su lado. Podemos percibir la tranquilidad, el sosiego nocturno que se respira en la casa, definitivamente libre de la intempestiva presencia del ser humano de condición masculina.

  1. Ugo Casiraghi (1921-2006). Crítico e historiador de cine italiano. Desde 1947 trabajó como crítico cinematográfico en la edición milanesa del periódico l’Unitá, dirigida por Guido Aristarco. A lo largo de su carrera escribió miles de artículos. Sus obras más importantes: “La humanidad de Stroheim y otros ensayos”, “El diabólico Buñuel”, “Cinema cubano”, “El cine chino, ese desconocido”, “La infancia en el cine”, “El realismo en el arte cinematográfico”. ↩︎
  2. Se puede hablar con propiedad de las películas de juicios como de un género en sí mismo. Desde “La pasión de Juana de Arco”, filme mudo de Dreyer hasta “Argentina 1985” de Santiago Mitre, pasando por “M” de Lang, “El proceso Paradine” de Hitchcock, “Falso culpable” de Hitchcock, “Más allá de la duda” de Lang, “Doce hombres sin piedad” de Lumet, “Testigo de cargo” de Wilder, “Anatomía de un asesinato” de Preminger, “La verdad” de Clouzot, “”Vencedores o vencidos” de Kramer, “El proceso” de Welles, “Matar a un ruiseñor” de Mulligan, “El proceso de Juana de Arco” de Bresson, “Sección especial” de Costa-Gavras, “Veredicto final” de Lumet, “La caja de música” de Costa-Gavras, “JFK” de Stone, “El oficial y el espía” de Polanski y un larguísimo etc. “Anatomía de una caída” queda bastante por debajo de las películas citadas. ↩︎
  3. Igualmente se puede hablar de un género cinematográfico relativo al tema de la crisis de pareja. Entre muchas: “Un tranvía llamado deseo” de Kazan, “Te querré siempre” de Rossellini, “La gata sobre el tejado de zinc” de Brooks, “Días de vino y rosas” de Edwards, “La noche” de Antonioni, “¿Quién teme a Virginia Woolf” de Nichols, “Dos en la carretera” de Donen, casi todas las películas de Ingmar Bergman, casi todas las películas de Woody Allen, “Función de noche” de Josefina Molina, “Eyes wide shut” de Kubrick, “Revolutionary road” de Mendes, “Lejos del cielo” de Haynes, algunas de Linklater, “La vida de Adèle” de Kechiche, “Cold war” de Pawlikowski… Lo mismo que se ha dicho antes acerca de “Anatomía de una caída” podría decirse también en este caso. ↩︎

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