“LA HABITACIÓN”, DE LENNY ABRAHAMSON
SOBRE LA CAPACIDAD DE CONSERVAR LA HUMANIDAD EN SITUACIONES INHUMANAS
(por A. Cirerol)

Una adolescente es raptada y permanece siete años encerrada en una pequeña habitación oculta en la casa de su captor. De eso no veremos nada. Cuando empieza la película tiene un niño de cinco años. Su vida en cautividad en el agobiante espacio de una habitación diminuta es lo que nos cuenta la película.
“Room” (“La habitación”, 2015) no es una obra maestra, tal vez tampoco una gran película, pero sí un documento de un alto valor moral sobre un tema difícil, que generalmente es tratado de una forma engañosa y sensacionalista, jugando con el morbo del espectador, y que, en este caso está expuesto con sencillez y absoluta seriedad y veracidad.
Se centra casi exclusivamente en la capacidad de adaptación (física y mental) del ser humano en circunstancias extraordinariamente dramáticas en unas condiciones en las que resulta inviable recuperar la situación de normalidad.
El filme comienza «in media res» («en medio de la cosa», avanzada ya la situación de la que se trata), cuando los dos protagonistas ya se desenvuelven «con normalidad» en su espacio de reclusión, después de haber asumido la irreversibilidad de sus circunstancias. Uno (la madre) porque ha establecido una serie de mecanismos internos y externos de ajuste mental y emocional, el otro (su hijo) porque no conoce otro escenario vital y cree sencillamente que el mundo ES y se reduce a ella (su madre), a sí mismo, a un transitorio, inexplicable y omnipotente visitante y al reducido espacio que habitan y a los objetos que lo amueblan. El espectador se tiene que habituar, al principio sin comprenderla, a esta situación hasta que llega a interpretar su significado.
Muestra la capacidad de adaptarse sin romperse (con la ductilidad de los metales), de seguir conservando la humanidad, aun teniendo que existir en el espacio-tiempo de la no-vida, que podríamos denominar también infierno. Y que la recuperación de la vida, de los espacios y tiempos de seguridad y de libertad, exigen, tras escapar de la pesadilla sufrida, a la que habían acabado, sin embargo, por habituarse, un nuevo proceso, igualmente duro y complejo, de readaptación.
El final es simbólicamente sanador. Al atreverse a visitar de nuevo el lugar del espanto y el dolor, del sometimiento y la deshumanización: la habitación de la no-vida que les albergó durante tantos años, convertido ahora en lo que fue siempre (y que sólo la fuerza humanizadora de los prisioneros pudo a duras penas hacer que pareciese habitable): un sitio mínimo y siniestro, amenazador y aborrecible, que ya no puede inspirar sino solamente olvido. Esa capacidad de asunción y olvido, conseguida al enfrentarse al escenario de su sufrimiento, era lo que exigía su plena integración en el mundo de la vida real. A partir de ahora ya podrán vivir normalmente.
Ese final, realmente hermoso, cierra con admirable sencillez moral el filme. Cabe destacar de él otros valores. La renuncia a provocar impresiones y emociones fáciles. La estructura seca y a la vez sensible del relato. La relación expuesta con inteligente sensibilidad entre ambos cautivos. El cotidiano saludo del niño a los objetos que amueblan su espacio vital, con el fin de “humanizarlos”. El asombro del niño cuando ve por primera vez el mundo real escondido en la camioneta del ogro, hasta el punto de hacerle olvidar su encomendada misión de huida. El poder simbólico de los objetos corpóreosque dan fuerza al que lo recibe porque representan la entera y efectiva realidad del ser amado: la muela de la madre y el mechón de pelo del niño, que los ayudan a ambos a luchar con éxito por su propia supervivencia.
No tanto otros aspectos relacionados con la verosimilitud: la fuerza emocional e intelectiva de los prisioneros en unas circunstancias tan atroces parece difícilmente creíble. El niño, que no conoce nada del mundo real, ni siquiera la existencia de otros seres semejantes a él fuera de su madre, muestra una capacidad de comprensión y de entereza casi fantástica (aunque su interpretación, lo cual quiere decir: el tacto, la destreza y el ingenio con que «es captado» por el director, la hace plausible y bien se merecería por ello un Óscar, si los hubiera para niños). La figura del monstruo aparece desprovista de la ambivalencia que suele caracterizar a esa clase de seres.
Pero estos excesos y defectos, que sobrepasan, tal vez, lo que podría considerarse razonable, eran seguramente necesarios y son efectivos para que la película pueda explicitar su sentido más profundo. Pues a veces se necesita forzar las cosas para que muestren su alma oculta.