PARÁSITOS, DE BONG JOON-hoo. LA GLOBALIZACIÓN DE LA MIRADA Y DEL GUSTO

Crítica de «PARÁSITOS», DE Bong Joon-hoo

Por Antonio Cirerol

El sueño de ascenso social, y su estrategia para hacerlo realidad, de una familia que funciona como los corpúsculos constitutivos de un organismo parasitario, acabada representación del subproletariado lumpen, decidida a prosperar sin reparar en los medios utilizados, o, más bien, considerándolos con todo detalle, ideando, para ello, un plan sumamente elaborado y atrevido, tanto que sobrepasa todo criterio de verosimilitud.

El plan consiste en ir ocupando todos los puestos del servicio doméstico en la lujosa residencia de una familia adinerada (y ocupar es la expresión que define justamente su acaparamiento de cargos y espacios, ya que se comportan como verdaderos okupas). La peculiar familia que se inventa Bong Joon-hoo consigue ejecutar exitosamente su programa a través de un tan imaginativo como improbable diseño de intrusismo, tanto más incierto si se tiene en cuenta el limitado talento y capacidad de sus integrantes. Bien es verdad que para ello se cuenta con la colaboración inestimable de la familia invadida, cuya estupidez e imprevisión supera todas las cimas de lo imaginable. Pero para eso están los guionistas.

Para alcanzar sus objetivos la familia protagonista -la invasora- tendrá que poner en práctica toda clase de andróminas, fraudes y engaños con el fin de perjudicar y excluir a los anteriores ocupantes de los puestos que ellos pasan a detentar. Pero no hay que lamentarlo porque el director-guionista se las arregla para que los trapisondistas nos sigan cayendo bien, ya que (como los de aquella otra película de Hirokazu Koreeda) forman una familia simpática y en buena armonía, unida en el delito.

Es aquí cuando el filme de Joon-hoo da un giro: el giro tarantiniano, pasando de la comedia picaresca a la pantomima macabra, cuando imprevistamente aparece una de las domésticas despedidas por las insidias de los intrusos, lo que da ocasión para descubrir el abominable secreto que encierra la mansión y que reconduce el sentido de la película hacia senderos imprevistos. En el sótano de la casa subsiste (o podríamos decir que “se conserva”) el marido de la sirvienta destituida en condiciones inimaginablemente penosas (aunque por lo que llegaremos a inferir en seguida ¡a él le gusta!: tanto que su expolio le aboca a una terrible venganza contra los usurpadores). Este vuelco de la trama da pie para hacernos creer que nos encontramos ante una película capaz de plausibles interpretaciones alegórico-políticas: una alusiva representación de la lucha de clases, en la que la mansión y el sótano representarían el espacio antagonista, el arriba y el abajo social, lo visible aparente y lo oculto real, dominio y sometimiento.

Pura filfa, nada más distante de la realidad. Los protagonistas son, como bien indica el título (posiblemente de manera capciosa), meros parásitos. Aquí no hay lucha de clases ni en estado larvario, sólo la ambición de ascender de clase -sin salir de la condición propia de lacayos- pisando la cabeza de sus equivalentes. Pues lo que se nos muestra es la denigrante lucha a muerte (literalmente) por mantenerse en este orden (servil) entre los componentes de la misma clase desposeída. Pesimismo antropológico en estado puro.

A todo esto, la ominosa parábola es siempre espuria y superficial. Los personajes y las situaciones carecen del más mínimo aliento de verdad y de vida. La previsible explosión de violencia final además de estar pésimamente representada a nivel narrativo es tan aleatoria como arbitraria. No existe ninguna razón lógica ni significativa para que los verdugos sean unos y las víctimas otras. Desde el punto de vista sintáctico, el paso, al final de la película, del estilo indirecto a la primera persona narrativa resulta discordante, su uso sólo se justifica para hacer recaer el protagonismo de la fábula sobre el parásito joven, que, escarmentado por los desastrosos resultados de sus pinitos delictivos nos comunica (voz en off, dirigida al padre fugado, con quien se comunica a través de inimaginables e irrisorias notificaciones lumínicas en morse) que a partir de ahora estudiará para hacerse rico (sic) y comprar la mansión en la que aquel permanece absurdamente encerrado (como su inverosímil predecesor) y así liberarle (sic, también: sentidas imágenes ilusorias del futuro y feliz encuentro entre ambos apoyan el texto). Fin de la parábola, por estúpido y risiblemente grotesco que pueda parecernos.

Quedan un par de cosas por comentar. El sorprendente éxito de la película: cinco meses, por ahora, de exhibición a razón de cuatro proyecciones al día (la última película de Robert Guédiguian duró apenas dos semanas). Y Óscar a ¡la mejor película (por partida doble), al mejor director y al mejor guion original! Habría que preguntarse si tantas moscas degustando tal manjar artístico pueden estar equivocadas. La película, hay que decirlo, hace una ostentosa exhibición de (supuesta) incorrección política. Eso es algo que encandila a un público predispuesto (progre). De ahí el éxito de tantos tarantinos. Hoy la incorrección se ha convertido en una forma universalmente aceptada de corrección. Entendámonos, no toda clase de incorrección es susceptible de aprobación o incluso aclamación. Hay determinados (tratamientos de) temas que hoy se han convertido en inconvenientes, improcedentes, inadmisibles: esos son hoy los políticamente incorrectos, los intratables. Hay unos cuantos, todos sabemos cuáles son, basta leer el periódico, escuchar la radio o ver la televisión. Pero un anarquismo superficialmente irrespetuoso, una ilusoria crítica a lo establecido, una frívola heterodoxia, una rutilante iconoclasia, una ingeniosidad inocuamente faltona, una simpática transgresión moral, una exposición cínica de conflictos serios, las rebeliones individuales sin consecuencias funcionales, la exposición de la problemática social desde una perspectiva de fatalismo antropológico: refugiémonos en el individualismo libertario, biempensante y consumista: ¡Eso mola! Promueve y expande la lógica cultural postmoderna (“aparición de un nuevo tipo de ausencia de profundidad, una nueva forma de superficialidad ligada a un debilitamiento de la historicidad: lo espacial por encima de lo temporal: vivimos en un presente continuo”). Y tonifica el sistema (neoliberal globalizado). Eso es y pretende “Parásitos”.

“Parásitos” no es una película surcoreana, como proclaman los títulos de crédito, sino un producto cultural de consumo internacional. El punto de vista, las proposiciones y finalidades: la forma y el contenido: la “ideología”, todo eso es ya global, forma parte de un cosmopolitismo común, pues postmodernidad y globalización son la misma cosa. Con otro realizador y otros actores hubiera podido ser igualmente rodada en cualquier otro país del mundo sin cambiar un plano. Así que no debe extrañarnos el aparente nuevo sesgo en la concesión de los Óscar y que “Parásitos” haya sido multipremiada como “algo propio” (“nacional”, en su internacionalidad) por los ilustres ignorantes encargados de rifar las condecoraciones anuales de la industria del cine. “Parásitos” es la primera película (supuestamente) extranjera premiada con el monigote enchapado en oro de 24 kilates. Nunca lo obtuvieron (ni lo obtendrían hoy) obras de arte como “La tierra”, “La gran ilusión”, “Roma ciudad abierta”, “Umberto D”, “Iván el Terrible”, “Cuentos de la luna pálida”, “Senso”, “Cuentos de Tokio”, “Vivir”, “Ordet”, “La dolce vita”, “El Gatopardo”, “Persona” y un interminable etc. Ni artistas como Dovjenko o Eisenstein, Renoir o Tati, Rossellini, Antonioni o Visconti, Dreyer o Bergman, y un interminable etc. Pues bien, eso les honra. Que el pelele de britanio chapado en oro se quede para estúpidas frivolidades como “Parásitos” y directores como ese Joon-hoo nos señala claramente cuál es el valor exacto de tan festejados y codiciados galardones.