LA ÉTICA DE LA RESISTENCIA
“LA CASA JUNTO AL MAR”, DE ROBERT GUÉDIGUIAN
(A.Cirerol).
En el cine de Robert Guédiguian hay siempre una mirada elegíaca inspirada por la labor de desgaste y erosión producida por el paso del tiempo que “hace que las cosas desaparezcan”. Y en la era de la globalización las más vulnerables son las más valiosas, aquéllas que atesoran más memoria histórica, más belleza y contenido humano. En “Las nieves del Kilimanjaro” era la clase obrera en su versión fabril, a la que están indisolublemente unidos sus valores, su cultura política, su experiencia de lucha, sus tradiciones y su conciencia de clase, la que estaba amenazada de desintegración. En el nuevo siglo, tiempo de desmoronamiento, de fragmentación, de volatilización de las ideas (y de su praxis) de liberación y de transformación, la confrontación se desplaza hacia una postura de resistencia. La lucha, para Guédiguian, pasa hoy por una actitud de permanencia, de conservación de los valores humanos, de preservación de una ética ligada a lo colectivo.
De ahí el empeño moral del cine de Guédiguian, en el sentido de plantear una posición basada en lo que él denomina la “resignación combativa”, sostenida por una “piedad laica”, por la creencia en la “posibilidad de lo incierto”, en suma, en la tarea de la continuidad, de no romper los lazos con los viejos valores de la izquierda hoy en trance de desaparecer. La irreductible confianza en la capacidad del ser humano por hacer factible un mundo donde prevalezca la solidaridad con los débiles, los perseguidos, los explotados, los desheredados. Un sentimiento que bordea lo que casi podríamos denominar religioso en una acepción civil y terrenal. Por eso sus películas son parábolas, fábulas en las que se reivindica el reencuentro con lo real, lo verdadero, lo humano.
En “La casa junto al mar” Guédiguian concentra su testimonio en una pequeña colonia humana que resiste el desmoronamiento de su pequeño mundo (de su sentido de la existencia). Desde la primera escena, en la que un anciano que contempla desde la terraza de su casa el luminoso paisaje mediterráneo sufre un infarto, sentimos que esas imágenes no son sólo la representación de un accidente, sino la expresión alegórica de la quiebra de una forma de entender la existencia. El suceso concita el reencuentro de los tres hijos, que se reúnen tras una larga ausencia en torno al padre convaleciente e incapaz de valerse por sí mismo y de reconocer el mundo exterior. La mujer, que sólo en la huida del hogar familiar encontró la forma de solucionar sus conflictos personales, quien culpa al padre de la muerte accidental de su hija y cuya herida sigue abierta. El viejo izquierdista que ha visto cómo todos sus sueños de transformación social han resultado vanos y que aquello en lo que creía se ha desvanecido, contempla hoy el mundo con cínica distancia. Pretende seguir manteniendo su predominio, su contacto con la historia, su irrecuperable juventud, liándose con una joven, una ex alumna de la universidad. Por último, el hermano que siempre permaneció al cuidado del padre y del pequeño negocio familiar, un modesto, aunque respetado restaurante, que no puede, sin embargo, ocultar un larvado resentimiento hacia los hermanos que abandonaron la misión de conservación del viejo mundo al que él ha consagrado su vida. Como una parábola bíblica de carácter seglar, piadosamente atea.
El tiempo de la acción ha pasado, es el tiempo de la reflexión y de la reconciliación. Los hermanos se reconocen en los jóvenes ante los que antaño se desplegaba la vida con la promisoria ligereza invulnerable de una canción de Dylan: “She knows that i’m not afraid/ To look at her/ She is good to me/ And there’s nothing she doesn’t see/ She knows where i’d like to be/ But it doesn’t matter/ I want you, I want you/ I want you so bad”. Y se reconocen y aceptan, al mismo tiempo, en los seres golpeados por la vida que dejaron atrás sus ilusiones. Al hacerlo vuelven a reencontrar también el sentido de los lugares, espacios y objetos que acompañaron su juventud, inmutables aún pero ya contingentes, amenazados por el inexorable paso del tiempo. Una arcadia destinada a desaparecer por la especulación, que borra hasta la memoria de lo que fue. Antes de que ocurra, la pareja de viejos amigos de la familia decide partir, pues el mundo se ha hecho para ellos incomprensible, cruel e indiferente, y lo hacen serenamente, juntos, pues no hubieran sobrevivido el uno sin el otro (y con un destello de humor crepuscular en la despedida: “Lo hemos pasado bien juntos”, resume ella. Él ríe: “Sí. Sólo me hubiera gustado que hubieses sido un poco más puta”, y se abrazan tiernamente). Con ellos también desaparece un concepto de la dignidad, el orgullo, el pudor, una determinada forma de entereza que podríamos considerar, tal como Peter Weiss tituló su obra, una estética de la resistencia.
En el mundo de Guédiguian son posibles los milagros. Si bien sólo aquéllos que proceden del amor, de la inocencia, de la solidaridad. Ángela, esa mujer mayor e independiente, actriz, la madre herida, la hija pródiga, haciendo real lo inverosímil encontrará el amor en un joven pescador del pueblo. Un pescador que recita a Claudel y ama el teatro de Brecht y a la protagonista, Ángela, de “El alma buena de Sezuán”, a quien de niño vio interpretar la obra y que desde entonces siempre supo que sus vidas acabarían por encontrarse. Pero con el hermano curtido por los desengaños sucede al revés, puesto que él ha dejado de creer, y desaparecido el entusiasmo y la convicción que habían seducido a la muchacha de que la vida puede y debe ser transformada el amor de ésta se desvanece.
No es el único milagro laico que acontece en la película. Cada cierto tiempo pasa la policía por el pueblo casi deshabitado a la caza de posibles inmigrantes irregulares. Ellos mismos, los policías perseguidores, inmigrantes a su vez. No se cuestionan su labor, están allí para garantizar la seguridad, “para que vosotros -les espetan a los protagonistas cuando éstos se muestran renuentes a darles información- podáis seguir haciendo vuestra vida de burgueses”. Y aparecen los niños que arroja regularmente el mar a las costas de promisión (tres hermanos, dos de los cuales son inseparables y la pequeña heroína que los cuida) y su presencia (tal como sucedía en “Las nieves del Kilimanjaro”) suscita un movimiento de solidaridad, de protección, de amor de esa pequeña comunidad, que hace suya la idea que impulsó a poner el más bello nombre que ha llevado nunca un periódico: “L’Humanité”. “Serán nuestros hijos”, anuncia la protagonista.
Sólo los viejos, que forman ya parte de lo que se extingue, y los niños, que representan el renacer y la continuidad transgeneracional. Pero para la generación intermedia, la de los jóvenes de hoy, el mundo antiguo se ha hecho pequeño y tan incomprensible y superfluo como para los mayores el mundo globalizado. ¿Cómo transmitir y conservar el legado (la llama) si falta ese necesario eslabón? “Todos estamos de paso… Si hablo de la muerte en mi película es para decir que después se produce una suerte de renacimiento. Desde una perspectiva atea, evidentemente. Hay, no obstante, una forma de continuidad a través de nuestros hijos, nuestras ideas, nuestras obras. La muerte no es una desaparición total. Siempre hay algo que permanece”, afirma Guédiguian. Sobre el puente que pintaron Braque y Cézanne aún pasa de manera regular un tren. Cuando los tres hermanos gritan sus nombres bajo el puente lo que hacen es reconocerse y reafirmarse en los ecos de las piedras centenarias, y los niños se reconocen también gritando el nombre del hermanito muerto. La confianza en que, como cantaba el poeta Dylan Thomas, la muerte no prevalecerá. La confianza en la continuidad, en que los valores por los que merece la pena vivir y morir se transmitirán y perdurarán. Las piedras, si son centenarias, oyen. Los hermanos mayores europeos gritan sus nombres bajo el puente. Los pequeños hermanos inmigrantes gritan el nombre del hermano muerto bajo el puente. Y entonces, al eco de sus voces, el viejo despierta al fin de su estado letárgico.
(O si la parábola del chejoviano y brechtiano Guédiguian os parece demasiado optimista podemos imaginarnos al mismo Chéjov contemplando el mar centelleante desde la terraza. En su mente suenan las palabras de Liubov Andreevna al dejar para siempre la casa y el amado jardín en el que crecen los cerezos: “¡Oh, mi querido, mi dulce, mi maravilloso jardín!… ¡Mi vida, mi juventud, mi felicidad!… ¡Adiós!”. Sentado frente a él, Bertolt Brecht se quita la gorra agobiado por el calor, el puro que fumaba se consume en el cenicero. Las olas lejanas murmuran repetidamente su estrofa: “Crecerán sobre el cielo las hierbas/ La piedra el río remontará/ Y el hombre será bueno. Un edén/ Será el mundo sin que sufra más. /En ese día de San Jamás/ Un paraíso el mundo será”).